Roberto Arlt
Una misma historia puede comenzarse a
narrar de diferentes modos, y la historia de Enriqueta Dogson y de Dais el Bint
Abdalla no cabe sino narrarse de este:
Enriqueta Dogson era
una chiflada.
A la semana de irse
a vivir a Tánger se lanzó a la calle vestida de mora estilizada y decorativa. Es
decir, calzando chinelas rojas, pantalones amarillos, una especie de abullonada
faldacorsé de color verde y el renegrido cabello suelto sobre los hombros, como
los de una mujer desesperada. Su salida fue un éxito. Los perros le ladraban alarmados,
y todos los granujillas de las fortificaciones del zoco la seguían en manifestación
entusiasta. Los cordeleros, sastrecillos y tintoreros abandonaban estupefactos su
trabajo para verla pasar.
El Capitán Silver, que
embadurnaba telas de un modo abominable, hizo un retrato de Enriqueta Dogson en
esta facha, y para agravar su crimen, situó tras ella dos forajidos ventrudos, cara
de luna de betún y labios como rajas de sandía. Semejantes sujetos, vestidos al
modo bizantino, podían ser eunucos, verdugos, o sabe Alá qué. Imposible establecer
quién era más loco, si el pintor Silver o la millonaria disfrazada.
Enriqueta Dogson envió
el retrato al bufete de su padre, en Nueva York. El viejo Dogson, un hombre razonable,
se echó a reír a carcajadas al descubrir a su hija empastelada al modo islámico,
y dirigiéndose al doctor Fancy le dijo:
–¿De dónde habrá sacado
semejante disfraz esta muchacha? Le juro, mi querido doctor, que ni registrando
con una linterna todos los países musulmanes descubriremos una sola mujer que se
eche a cuestas tal traje. Es absurdo.
Dicho esto, el viejo
Dogson meneó la cabeza estupefacto, al tiempo que risueñamente se decía que el disfraz
de su hija podía provocar un conflicto internacional. Luego se encogió de hombros.
Los hijos servían quizá para eso. Para divertirle a uno con las burradas que perpetraban.
El que no se encogió
de hombros fue el anciano Faraj el Bint Abdalla.
Faraj el Bint Abdalla
estaba amostazado.
En Tánger no se hacía
otra cosa que murmurar el enamoramiento de su hijo Dais con esta extranjera fantasiosa.
Un amor con una musulmana
es el ideal de todo europeo. Una intriga con un árabe, el más glorioso recuerdo
que puede llevarse una muchacha occidental. Enriqueta Dogson era consecuente con
este punto de vista. Se podían ver fotografías de ella en compañía de Dais el Bint
Abdalla. En la orilla del Mediterráneo, sobre las murallas, recostada a lo largo
de los antiguos cañones portugueses, con Dais el Bint Abdalla sentado melancólicamente
a su lado. También aparecía Enriqueta en el palacio del ex sultán, con el joven
Dais a su lado; a la entrada de la mezquita, con el joven Dais sentado a sus pies;
en una grada del pórtico, en el zoco, con el joven Dais ofreciéndole un ramo de
rosas; bajo un grupo de palmeras, más allá de la “Puerta del Castigo”. Aquello era
sencillamente delicioso.
Realmente, al viejo
Faraj el Bint Abdalla no le faltaban razones para andar amostazado.
El joven Dais el Bint
Abdalla se había ido enamorando. Secretamente pensaba renunciar a la religión musulmana,
en cambiar la chilaba, las babuchas y el fez por un correcto traje europeo y un
hongo discreto, y abandonar a su familia para ir en seguimiento de Enriqueta Dogson.
Tales disparates pensaba muy secretamente y con temor oscuro, porque no había podido
olvidar ciertos versículos del Corán que en su infancia le habían valido
buenas tandas de palos en la planta de los pies, y el Corán estaba incrustado
en su vida, y no dejaba de comprender que estaba acercando su vida a una peligrosa
playa ignorada.
El viejo Faraj el Bint
Abdalla le vigilaba con los ojos bien abiertos.
Sin pérdida de tiempo
le escribió a su corresponsal en la isla de Java, en Bali, y un mes después recibió
una respuesta afirmativa. Podía enviar su hijo a Java. Se haría cargo de él su amigo
el usurero Hassan.
Cierto es que el Corán
prohíbe terminantemente la usura; pero esto es con los musulmanes, y el astuto Hassan,
en la isla de Java, ejercía la usura no con los musulmanes sino con los infieles,
es decir, con los campesinos chinos y budistas. El Corán no prohíbe beneficiarse
con la hacienda de los incrédulos.
El viejo Faraj, una
vez recibida la respuesta de Java, llamó a su hijo Dais a la sala de abluciones
de su casa, y sentado frente a él, mientras el joven permanecía respetuosamente
de pie, le dijo:
–Sé que te has enamorado
de una perra infiel. ¿Pretendes que la cólera de Alá ruede sobre nuestras cabezas?
¿Sabes tú lo que encierran los sesos de carnero de una mujer extranjera a tu raza
y a tu religión? ¿De una mujer que se pasea semidesnuda entre los hombres, mostrándoles
sus piernas y su rostro y bebiendo como una mula, no agua, sino licores?
Dais el Bint Abdalla
permanecía silencioso, como cuadra a un buen hijo.
El viejo Faraj continuó:
–Te has enredado como
un camello en tus propias cuerdas. ¿Has olvidado la dignidad que te debes a ti mismo
y a tu familia y los peligros que encierra para un piadoso creyente el reiterado
trato con una mujerzuela oriunda sabe Alá de qué familia? Prepara tu equipaje y
apréstate a partir para Java. Irás a trabajar a la casa de mi amigo Hassan, el prestamista.
Pero antes de salir, ve a la casa de Hacmet y dile que te haga conocer a su abuelo.
Y que su abuelo te muestre su cuerpo desnudo.
Por primera vez Dais
abrió la boca asombrado:
–¿Que su abuelo me muestre
su cuerpo desnudo?
–Sí; que su abuelo se
desnude frente a ti y te muestre su cuerpo. Vete ahora. Y no te olvides. Te haré
apalear como a un esclavo si alguien me informa que te ve en compañía de esa maldición
de Alá.
Dais se inclinó respetuosamente.
Estaba perdido. No le quedaba otro recurso que matarse o partir para Java. Lo pensaría.
¡Ah! Y antes, visitar la casa de Hacmet y decirle que su padre le había dicho que
le hiciera conocer a su abuelo. Pero a su abuelo desnudo. ¡Eso sí que era una ocurrencia!
El joven Dais retrocedió
espantado cuando el viejo Halid Majid terminó de desnudarse, y abriendo una ventana
se mostró a la claridad del sol.
El cuerpo del viejo
estaba surcado de terribles cicatrices. Semejantes a un follaje de piel roja y brillante,
se extendían irregularmente por todos sus miembros. Esas cicatrices y costurones
abarcaban su rostro, sus labios, sus párpados, sus brazos. Era como si el cuerpo
de aquel hombre hubiera pasado a través de un engranaje terrible que sin hacerle
perder su forma humana le hubiese desgarrado con sus dientes. No había una pulgada
de epidermis en aquel anciano que no estuviera señalada por la misteriosa tortura.
Ésta le daba la apariencia de un monstruo chino. Una vez que el viejo creyó haber
sido contemplado lo suficiente por el joven Dais, le dijo:
–Siéntate, hijo de Faraj,
y escucha atentamente mi historia. Éstas son las desgracias que les ocurren a los
musulmanes que se acercan a las mujeres que no son de su raza. Cuando me hayas escuchado,
el camino del deber aparecerá recto y fácil ante tus ojos. ¿Me escuchas, hijo de
Faraj?
–Sí, señor; te escucho.
–En nombre de Alá el
Clemente, el Misericordioso: Hace ochenta años. Yo entonces tenía veinte años. Mi
padre me envió a la ciudad de Singaragia, en la isla de Java. No sé si tú sabrás
que su población se compone en su mayor parte de malasios infieles, de chinos hediondos
y de budistas cuya indecencia llega a extremos que no puedes imaginarte. Era mi
amo un hermano de mi padre. Aparte de traficar con nidos de golondrina, a los cuales
son muy aficionados los chinos, se dedicaba al préstamo como a la compra de telas
baticadas, que son unas telas sumamente floreadas por las que pierden la cabeza
los javaneses más sensatos.
“Mi tío tenía su tienda
al final de una calle en la que podían verse altas pértigas de cañas de bambú adornadas
en su extremo de manojos de plumas de colores. Por esta calle pasaban hacia sus
posesiones del campo los chinos principales, muy tiesos en sus literas doradas y
conducidas por coolíes. También pasaban mujeres, con medio cuerpo desnudo y el rostro
descubierto, conduciendo sobre la cabeza redondas bandejas de piñas y plátanos,
que parecían ciempiés por los innúmeros rayos de palma que de ellos partían.
“Yo estaba asombrado
de todo aquello que mis ojos veían, y nada igualaba a mi agrado como el poder pasearme
por entre las bajas montañas, de las que bajaban como grandes escalones las terrazas
de los arrozales. También acudía a las riñas de gallos, por las que enloquecen los
javaneses, o me sentaba en unas piedras excavadas que ellos llaman las ‘Sillas de
Shiva’, escuchando la música que hacía el viento al pasar por unas inmensas arpas
de bambú que los nativos de esos parajes colocan en sus sembradíos para ahuyentar
a los pájaros que destrozan sus cosechas.
“No vivía sino pasando
de un asombro a otro. Solía también pasearme por el mercado, donde había infinita
variedad de infieles, algunos con los dientes laqueados de negro, otros con la cabeza
rapada, los dientes limados y las narices perforadas, así como chinos de túnicas
floreadas, sacerdotes con mantos amarillos, cingaleses conduciendo vacas gibosas
y campesinos seguidos de sus lagartos domesticados.
“Estando una mañana
en el mercado, vi a una mujer que me llamó la atención. Era alta, majestuosa; su
cuerpo estaba envuelto en una sola pieza de tela floreada y su cabeza adornada de
una corona de flores. Iba descalza, como acostumbraban las mujeres de aquel país,
y cuando me vio, arrimado a la tienda de un mercader de flores, me echó tal mirada,
que mis huesos se echaron a temblar. Un mal genio me inspiró a seguirla. Eché a
caminar tras de ella, hasta que entró en una casa en cuyo portal cosía prendas un
sastrecillo. La desconocida, antes de entrar al portal, se volvió y me sonrió de
tan arrebatadora manera, que súbitamente creí que el día se había convertido en
noche y que mi vida quedaba caída a la misma entrada del portal.
“Al día siguiente volví
al mercado, y a la misma hora llegó la desconocida, que se detuvo en el puesto de
una mujer que mercaba legumbres. Yo, indeciso y tímido, permanecí a alguna distancia
de ella, pero pronto la desconocida me descubrió y volvió a sonreírme. Yo iba a
acercarme a ella, pero la vendedora de legumbres me hizo un gesto y comprendí que
tenía algún mensaje que transmitirme. Cuando me acerqué a su puesto, me dijo que
su compradora se llamaba Turey y que era esposa de Moana, el sastrecillo. Turey
le había dicho que gustaba de mí, y que aquella noche, cuando los vigilantes golpean
en los tambores de madera la hora primera, me acercara al portal donde podría hablarme,
pues a esa hora el sastrecillo, fatigado por las labores del día, dormía profundamente.
“Ansiosamente esperé
la noche, y llegó la noche, y después la hora primera. Cautelosamente me acerqué
al portal, cuya puerta estaba entreabierta. Allí me aguardaba Turey. Me dijo que
con riesgo de su reputación se atrevía a hablarme. Yo le agradaba mucho. Su marido,
el sastrecillo Moana, pertenecía a la religión brahmánica, pero ella no sentía ninguna
atracción hacia él.
“Desde aquella noche
continuamos viéndonos siempre. Entrada la oscuridad, yo me deslizaba hacia el portal
que ella dejaba entreabierto, y mientras el sastrecillo dormía, nosotros vivíamos
nuestra felicidad.
“De esta manera transcurrieron
algunos meses. Dicen los sabios que el placer sacia al hombre y encadena a la mujer.
Una noche, mientras conversábamos en el portal, Turey me preguntó si yo me casaría
con ella si su marido llegara a morir. Irreflexivamente le respondí que sí; pero
luego, atacado por un escrúpulo que me produjo el recuerdo de una bárbara costumbre
practicada en aquel país, le pregunté:
“–Pero, dime, en este
país, ¿las viudas no están condenadas a la hoguera?
“–Sí –me respondió Turey–.
Algunas mujeres practican aún esa costumbre; pero ella queda para las viudas que
no quieren cambiar su religión; que las que abandonan el brahmanismo y se hacen
musulmanas no marchan a la hoguera, aunque el deshonor caiga sobre ellas y su familia
y parientes las repudien.
“Una esclava que se
acercó a ella en aquel momento interrumpió nuestra conversación y yo tuve que marcharme.
“Volvimos a vernos otras
veces, y Turey no recordó más la propuesta que me hizo aquella noche; pero una vez
que llegué al portal, aunque lo encontré entreabierto, Turey no estaba. Pensando
que me convenía aguardar, me senté allí, y Turey no tardó en aparecer.
“Escúchame –me dijo–.
Es tanto lo que deseaba vivir a tu lado, que esta noche, he envenenado a mi marido.
Él acaba de morir. Está allá arriba, en su cama. Nadie sospechará que lo he matado,
porque el veneno que le he dado no mancha el cuerpo. Ahora nadie podrá impedirme
estar a tu lado. De modo que cuando pasen algunos días, me casaré contigo y adoptaré
tu religión.
“Escuchándola, mi corazón
se aterrorizó secretamente. Jamás supuse que esa mujer fuera capaz de envenenar
al inocente sastrecillo. Me dije, razonablemente, que bien pudiera ser que mi destino
fuera morir también envenenado a manos de Turey si la casualidad ponía en su camino
a otro hombre que le agradara más que yo. Sin poder detenerme, no le oculté mi repulsión
por el crimen que había cometido. Le dije que aquélla era la última vez que nos
veíamos, y que no se acercara nunca más a mí, porque si no la denunciaría a la justicia
del Sultán por el delito cometido.
“Turey escuchó en silencio
mis palabras, y yo sentí que sus ojos me atravesaban el corazón como dagas envenenadas.
Sin saber por qué, en ese momento entró un miedo pánico en mi entendimiento. Sin
poderme reportar, me aparté corriendo del portal. Parecíame que la misma sombra
del sastrecillo recién asesinado me amenazaba de terrible muerte o me previniera
de un suceso peor aún.
“Aquella noche, no pude
conciliar el sueño. Pensaba que en cierto modo yo era el culpable del triste fin
de Moana y que el día del Juicio Final me sería pedida cuenta de su tremenda suerte.
Desvelado con tan siniestros pensamientos, vi llegar el amanecer, y cuando entré
en la tienda de mi tío, éste me dijo:
“–¿No sabes la novedad?
Anoche murió Moana, el sastrecillo. Su viuda ha manifestado el deseo de morir en
la misma hoguera que carbonice el cuerpo de su marido. Realmente, estas mujeres
bárbaras dan muestras a veces de una fidelidad que ni entre los mismos creyentes
se encuentra para raro ejemplo.
“Si bien me espantó
el fin del sastrecillo, más aún me asombró el propósito de Turey. ¿Qué se proponía
al manifestar su voluntad de morir en la hoguera? ¿Hacerse perdonar por el dios
de sus creencias el mortal pecado que había cometido?
“Aunque mozo irreflexivo,
adivinaba que un destino grave había caído sobre mi cabeza. En pocas horas, con
mi conducta licenciosa había provocado la muerte de un honesto cortador de prendas,
y ahora el suicidio de su arrepentida viuda. Indudablemente que algún día el Ángel
de la Muerte me pediría cuentas de semejantes desaguisados, y no terminaba de jurarme
a mí mismo que jamás volvería a fijar los ojos en la mujer del prójimo, cuando inopinadamente
apareció la esclava de Turey, quien, dirigiéndose a mí, me dijo:
“–Mi señora manda decirte
que de acuerdo con las costumbres del país, su difunto marido será quemado en una
hoguera, y que ella, como cuadra a una viuda honesta, se precipitará en la hoguera.
Díjome también que te diga que le agradaría mucho verte en el cortejo de los que
la despidan de esta vida.
“Yo me estremecí de
horror frente al sacrificio casi inevitable. Sin embargo, para calmar mis remordimientos,
me decía que Turey, llegado el momento, no se atrevería a arrojarse entre las llamas,
y dejé que su esclava se retirara, después de prometerle que cumpliría con mi deber
e iría a verla morir.
“Por la tarde, lívido
como el mismo muerto a quien llevaban a quemar a una hoguera que se encendería en
el bosque, me incorporé al cortejo funesto.
“Rodeada de los malditos
sacerdotes brahmanes y de viejas desgreñadas, que más parecían fieras carniceras
que seres humanos, marchaba Turey con el rostro rayado de sangrientos arañazos y
los ojos hinchados por interminable llanto. Yo la miraba sin acertar a comprender
cómo era posible que amando tanto la vida y el placer diera su vida por un ser que
cuando estuvo vivo ella mató. A su lado, como protegiéndola de aquellas que podían
persuadirla de que no llevara a cabo tan bárbaro propósito como el de quemarse viva,
marchaban los parientes del sastrecillo, y todos la cumplimentaban por su conducta
y fidelidad a las costumbres del país.
“Llegados al bosque,
los que formábamos el cortejo hicimos un círculo en torno de un monte de leña donde
se abrasaría el muerto y se suicidaría su viuda. Yo no abandonaba la esperanza de
que llegado el extremo momento Turey se negaría a arrojarse entre las llamas. A
todo esto, los sacerdotes colocaron el cadáver del sastrecillo sobre los maderos
regados de aceite y un monje encendió la pira. Una rápida llamarada envolvió el
montecillo de madera. Turey, separándose del cortejo, echó a caminar en torno de
la hoguera para buscar el lugar más bajo y entrar en ella. Se acercó a mí. Yo iba
a recibir su postrer saludo… ¡Horror!… De pronto me sentí agarrado por los ganchos
de sus manos y arrastrado con infernal violencia al centro del brasero. Rodamos
encima de las brasas. Yo profería terribles gritos, tratando de librarme del mortal
abrazo de ese monstruo, cuya venganza era manifiesta ahora. Las llamaradas lamían
mi cuerpo y mi túnica ardía rápidamente. De pronto, los brazos de la horrible mujer
que me mantenían pegado al fuego se aflojaron; con mis vestiduras incendiadas, achicharrado
vivo, me arrojé fuera de la hoguera y caí desvanecido sobre la hierba del prado.
“¿Con qué palabras contarte
mis terribles sufrimientos? ¡Oh, hijo de Faraj! Me sumergieron en un barril de aceite,
donde durante muchos días y muchas noches creí que los sufrimientos terminarían
por hacerme perder la razón. Mi tío, mis amigos, nadie creía que resistiría las
graves quemaduras que me desfiguraban el cuerpo. Sin embargo, poco a poco fui reponiéndome,
y aunque el fuego de la hoguera me había transformado en un monstruo, no pude menos
de darle las gracias a Alá por haberme inferido tan clemente castigo.
“Ahora ya lo sabes,
hijo del amigo de mi hijo. No busques amor de mujer fuera de tu raza, de tu ciudad
natal y de tu religión.”
Y ésta, aunque ingenua,
fue la causa por la que Enriqueta Dogson, de la mañana a la noche, dejó de ver para
siempre al joven Dais el Bint Abdalla, que, sin despedirse de ella, se embarcó para
Java en busca del olvido de una pasión insensata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario