viernes, 9 de septiembre de 2022

El diablo que nos habita

Maeve Brennan

 

Me acercaba sin sobresaltos al final de mis trece años cuando una pregunta incontestable que aún ahora vuelve a veces a desconcertarme vino a romper toda mi placidez. Estaba en un internado en Kilcullen, un pueblo del condado de Kildare. Había unas sesenta y pico de niñas en el colegio y nos llevaban a dar largos paseos en fila por aquel paisaje uniforme y sin nervio del campo que rodea al pueblo. Había varias tiendas en Kilcullen, pero el único edificio donde yo había entrado era la iglesia, a la que íbamos a veces a confesarnos.

En general, íbamos a confesarnos a la capilla del convento, recorriendo de puntillas el oscuro vestíbulo principal de las monjas. Llevábamos uniforme azul marino, con largos calcetines de lana y zapatillas negras, y, antes de entrar en la capilla a confesarnos, o para asistir a la misa matinal o a la bendición del domingo por la tarde, nos cubríamos la cabeza con un velo blanco liso. Al final del primer trimestre mi velo estaba tan lleno de la fragancia oscura y almizclada de la capilla –de incienso, flores y velas apagadas– que me daba miedo lavarlo, por temor a cometer un sacrilegio.

Mi primer año en el colegio transcurrió sin grandes dificultades. Yo no era una alumna de éxito, pero tampoco un fracaso. No había nada que leer porque la diminuta biblioteca escolar estaba cerrada tras las puertas de una alta librería acristalada y yo detestaba el hockey y el baloncesto y todos los demás deportes que teníamos que practicar, pero era una alumna bastante alegre. Fue al principio del segundo curso cuando las cosas empezaron a torcerse, pero el cambio fue tan gradual que nunca pude decidir qué día o ni siquiera qué semana empecé a detectarlo y acabé por acostumbrarme. Diría que empezó una plácida tarde de septiembre en clase de canto. Era la única clase en la que se reunía todo el colegio. Nos encontrábamos en el aula más grande, que tenía piano. Generalmente nos quedábamos de pie formando un gran semicírculo, con las niñas del coro a la derecha y el resto de nosotras ordenadas más o menos por altura. Yo estaba en medio de la curva y sentía que me vigilaban los ojos de la hermana Verónica, aunque, naturalmente, no se me veía más que a las demás niñas. Y, en cualquier caso, yo sabía por experiencia que una niña que intentara esconderse era casi siempre la primera en atraer la atención.

Aquella tarde, junto con las otras chicas, estaba cantando Las Montañas de Mourne con mi tono más agudo y con los ojos fijos en los ojos claros y saltones de la hermana Verónica, que marcaba el compás para nosotras con una de sus largas y lentas manos. La hermana Verónica creía que una niña que mira directo a los ojos es buena y yo esperaba que advirtiera mi mirada sincera.

La puerta se abrió y entró la hermana Hildegarde, la superiora del colegio, solemne y sin sonreír. Era una mujer baja y gruesa, con una cara grande y blanca llena de lunares. Ella y la hermana Verónica nos gobernaban a todas con la ayuda de tres jóvenes profesoras y otras dos o tres monjas menores.

Nosotras temíamos a las dos monjas directoras. Las temíamos separadamente, pero nuestro miedo se multiplicaba por tres cuando teníamos que enfrentarnos a las dos juntas porque cada una de las dos parecía inspirar a la otra y las decisiones que tomaban juntas siempre nos eran desfavorables y no había apelación posible. Eran imprevisibles y mortíferas en sus acusaciones y sus juicios, y nunca sabíamos en qué punto estábamos con ellas. Pero en este caso, la ocasión parecía bastante pacífica y continuamos cantando con todas nuestras fuerzas. La hermana Hildegarde tomó posición tras la hermana Verónica, a un lado, para poder vernos a todas.

Cuando acabó la canción, empezamos ¿Quién es Silvia?, que habíamos aprendido a cantar a coro. A mitad de canción, la hermana Verónica, a iniciativa de la hermana Hildegarde, nos detuvo bruscamente con un gesto. La hermana Hildegarde dio un paso adelante.

–Tengo la sospecha de que no todas las niñas lo están haciendo lo mejor que pueden –dijo–. Ya sabe, hermana, que hay niñas que solo quieren que las demás hagan el trabajo por ellas. Si no fuera por su trabajo y la voz de Maggie Harrington, no sé qué sería del coro este año.

Maggie Harrington era la estrella musical del colegio. Dirigía el coro cantando la bendición todos los domingos, y también era la delegada de los alumnos. Tenía dieciocho años, el pelo castaño crespo peinado en una coleta sobre su fuerte espalda y una cara ancha y colorada en la que cabalgaban espejuelos sin montura, centelleantes de triunfo. La hermana Verónica sonrió a Maggie y al resto del coro, aunque algunas de las niñas tenían solo doce años y las demás las mirábamos con envidia porque gozaban del favor general y siempre sabían lo que había que hacer.

–Voy a vigilar muy atentamente esta vez –dijo la hermana Hildegarde–. Creo que sé qué niñas están haciendo trampas. Creo que usted también lo sabe, ¿verdad, hermana?

La hermana Verónica estuvo de acuerdo en que sabía qué niñas cantaban en voz baja y añadió significativamente que solían ser las mismas que daban más problemas, en la clase y fuera de ella, las que trabajaban menos.

–No suele fallar, hermana –dijo, mirándonos a todas–. La pereza y el conflicto van de la mano. Una niña ocupada es una niña buena. El diablo siempre encuentra algo en las manos ociosas.

La hermana Hildegarde asintió.

–Deles una nota, hermana –dijo.

La hermana Verónica nos dio una nota muy alta con el piano, sin apartar los ojos de nosotras.

La Rueca –dijo.

Era una de mis canciones favoritas. En el estribillo teníamos que zumbar como ruecas y yo ya estaba zumbando con todas mis fuerzas cuando, para mi sorpresa y desazón, vi que la hermana Hildegarde me hacía gestos para que me adelantara. Yo tenía la conciencia limpia. Sabía que había hecho mucho ruido y por mi cabeza cruzó la idea de que tal vez hicieran adelantarse a las mejores para dar ejemplo al resto del colegio. Me quedé en el sitio que me indicaron, frente al piano, e inmediatamente se me unieron otras tres niñas a las que habían llamado de entre las filas. Nos quedamos juntas sin cantar hasta que acabó la canción.

–Ahora ya sabemos quiénes son las culpables –dijo la hermana Hildegarde.

–Lo sospeché todo el tiempo, hermana –dijo la hermana Verónica–. De hecho, podría haberle dado los nombres de esas cuatro niñas sin que usted hubiera entrado en el aula.

–Niñas, ¿por qué? –preguntó la hermana Hildegarde intensamente–. ¿Por qué no cantaban con todo el colegio? ¿Creen que son demasiado buenas para cantar con las demás niñas? ¿Creen que es indigno de ustedes aprovechar la formación de la hermana Verónica?

Nosotras sabíamos muy bien que no debíamos ni intentar aclarar; en un caso así, aclarar significaba porfiar, es decir, una ofensa muy grave.

Manteníamos los ojos en el suelo; una mirada directa cuando caes en desgracia se consideraba una prueba no de bondad, sino de desafío.

–Ya ve, hermana –dijo la hermana Hildegarde–, no tienen nada que decir.

–El mismo silencio que cuando tenían que cantar, sin duda –repuso la hermana Verónica.

Maggie Harrington soltó una risa musical y la sofocó decorosamente.

–Bien puedes reírte, Maggie –dijo la hermana Hildegarde–. Ahora escuchemos qué pueden hacer estas cuatro por sí solas. Deles una nota, hermana.

Tomamos la nota y entonamos una tímida pero aceptable versión de La Rueca.

–Suenan más como máquinas de coser Singer que como ruecas –dijo la hermana Hildegarde fríamente, cuando acabamos.

–Una lástima que no hayan querido cantar así en clase –dijo la hermana Verónica. Se volvió a la hermana Hildegarde–. Ya ve que tienen voces, hermana. Es pura terquedad si no cantan cuando deben.

–Ahora que saben que las vigilamos, tal vez lo hagan un poco mejor –dijo la hermana Hildegarde, en un tono descorazonador.

Una semana después, volvimos a tener clase de canto y esta vez nosotras cuatro tuvimos problemas con La Rosa de Tralee.

Intentamos con desespero que se viera que cantábamos tan fuerte como las demás, pero ahora la hermana Verónica estaba convencida de que la desafiábamos y por muy coloradas que nos pusiéramos del esfuerzo, por muy fuerte que respirásemos, creía que estábamos haciendo trampa. Las demás nos miraban divertidas y algo despectivas. Se preguntaban por qué no queríamos cantar o, si realmente cantábamos, por qué las monjas insistían en que no.

Eso era lo que me desconcertaba. Yo oía y sentía que estaba cantando y pensaba que mis tres compañeras de culpa podían oír y sentir que estaban cantando también. No podía preguntarles nada, porque estaba prohibido hablar entre nosotras, por la teoría de que éramos menos dañinas para el tono general del colegio separadas que juntas, y éramos demasiado cobardes para infringir la regla. Lo peor de todo era que una vez nos habían proclamado ovejas negras en clase de canto, nuestra desgracia se fue extendiendo gradualmente y tiñó toda nuestra vida escolar. Al cabo de poco tiempo, todo lo que hacíamos parecía ser equivocado. Yo aprendí muy poco aquel trimestre, porque me pasaba la mayor parte del tiempo de pie, castigada en la puerta de una u otra aula, o yendo al despacho de la hermana Hildegarde para informarle de un nuevo pecado. Las otras tres ovejas negras estaban igual de mal que yo. No eran muy amigas mías. De hecho, la misteriosa acusación de la hermana Hildegarde fue el primer lazo que tuvimos en común. Una de las niñas, Sally Lynch, una niña bajita de pelo negro con flequillo en la frente, solo tenía doce años. Las otras dos, Mary Anne Rorke y Cecilia Delaney, tenían quince.

Cecilia era gorda, pero Mary Anne tenía un aspecto muy corriente. Íbamos a distintas clases. Me desconcertaba entonces y me sigue desconcertando ahora saber por qué nos habían escogido para desempeñar aquel papel. Era un colegio tranquilo, sin emociones. No había grandes crisis, ni se cometían delitos importantes. Ahora creo que, lejos de causar problemas, las cuatro atrajimos simplemente el escaso problema que podía haber, y tal vez para las monjas fuese lo mismo. Tras ser declaradas culpables, por supuesto, empezamos a parecer muy culpables en nuestros esfuerzos por rehabilitarnos, y eso no nos ayudó. Además, yo me volví muy nerviosa, en parte por la importancia que se nos daba.

Finalmente, un sábado por la noche la hermana Hildegarde entró en la sala del recreo durante la hora ociosa de antes de acostarnos y levantó la mano para pedir silencio.

–Niñas –dijo–, como saben, unas pocas de entre ustedes nos han preocupado mucho este trimestre. Las cuatro a las que me refiero han provocado mucho descontento y mala impresión. Las llamamos “los bastones del diablo”. Sin ellas, no podría avanzar. Pero ahora van a tener una ocasión de redimirse. Mañana por la tarde, van a tener la oportunidad de mostrar a Nuestro Santísimo Dios que sienten su mal comportamiento y quieren enmendarse. Maggie Harrington y el resto del coro no cantarán en la bendición. En su lugar, esas cuatro niñas subirán al altillo del coro y cantarán los himnos ellas solas. Tienen tanta práctica como cualquier otra alumna del colegio. Si no se saben los himnos a estas alturas, no los sabrán nunca.

Yo no me había imaginado una prueba tan dura. Todas las niñas nos miraron con compasión. Nadie sonrió. Las cuatro nos fuimos a la cama y tuvimos pesadillas y nos levantamos al día siguiente para enfrentarnos a la peor pesadilla que nos esperaba. Cuando el momento llegó por fin, casi a las cuatro de la tarde, subimos las escaleras del altillo del coro como si subiéramos al cadalso. Oíamos a las niñas moviéndose abajo en la capilla y veíamos las cabezas cubiertas de velos blancos de las más pequeñas, que se arrodillaban en los primeros bancos. Inmediatamente después de las alumnas, las postulantes, en su primer año de vida religiosa, ocuparían sus sitios, y tras ellas las novicias y, al fondo, las monjas con sus mantos y hábitos negros. Para agravar nuestra angustia, sabíamos que aquel domingo habría cinco o seis parejas de padres que hacían su visita y estarían esperando también a que empezáramos. Sin duda sus hijas les habrían contado que estábamos allí arriba para intentar redimirnos.

Entró el sacerdote, el padre O’Connor, seguido del monaguillo; la hermana Ángela, una monja muy joven y guapa que enseñaba piano y estaba sentada ante el órgano con la cabeza inclinada en meditación, empezó a tocar los acordes del primer himno del servicio, O salutaris hostia. Mirándola, abrimos la boca para cantar, pero solo pudimos graznar. Ella empezó de nuevo y de nuevo graznamos nosotras, esta vez tan penosamente que ni siquiera sabíamos con certeza si emitíamos algún sonido. La hermana Ángela lo intentó una tercera vez, sonriendo desaforadamente para animarnos, pero nosotras renunciamos al mismo tiempo, no emitimos ningún sonido, dejamos de mirarla y en lugar de ello miramos al suelo. Ella levantó las manos del órgano e intentó llevarnos de nuevo al himno, sin música, cuando de pronto, desde abajo, se elevó la voz heroica de Maggie Harrington, a la que casi inmediatamente se unieron todas las demás voces del coro habitual. Cantaron toda la bendición, un himno tras otro, sin desfallecer, y la hermana Ángela las acompañó y mantuvo los ojos misericordiosamente apartados de nosotras.

Más tarde, aquel mismo día, supe que habían empezado a cantar allí donde se arrodillaban, y muchas veces he intentado imaginarlas de rodillas con las manos juntas y los velos blancos elevados hacia el altar mientras cantaban para salvar el día. Nosotras cuatro, mucho más arriba, no teníamos valor para nada. Ni siquiera teníamos valor para rezar.

Cuando acabó la bendición, la hermana Ángela se levantó y salió del altillo. Casi enseguida, apareció el rostro terrible de la hermana Verónica junto a las escaleras.

–Se han lucido –dijo con calma–. Supongo que estarán contentas consigo mismas. Ya pueden bajar.

Nos precipitamos abajo, aliviadas de no tener que quedarnos para siempre abandonadas en aquel altillo, pero sin ganas de enfrentarnos al futuro inmediato. La hermana Verónica seguía en las estrechas escaleras y teníamos que pasar junto a ella, tocando su grueso hábito negro. En la puerta de la capilla, el padre O’Connor estaba felicitando a las heroínas. Aún llevaba la casulla de misa y miró por encima de sus cabezas hacia nosotras con una expresión que entonces me resultó incomprensible, pero en la que ahora me parece haber detectado un brillo de diversión.

No ocurrió nada más aquel domingo. Fuimos a merendar con el resto del colegio. Me sentía tristemente elevada –aún no sabía por qué– y comí mucho pan con mantequilla y advertí las miradas de temerosa especulación que me dirigían las otras niñas de mi mesa. Podía pasarme cualquier cosa. Incluso podían expulsarme.

Pasaron días relativamente tranquilos y luego volvimos a tener clase de canto. La hermana Verónica y la hermana Hildegarde entraron juntas en el aula. Con un gesto nos indicaron a las cuatro que nos pusiéramos delante, ante todo el colegio. Cuando nos hubieron aislado de ese modo, la hermana Hildegarde, con una expresión de severidad y pesar, dijo:

–Todas oímos a estas niñas intentando cantar el domingo pasado. Ya sabemos qué lastimoso espectáculo dieron de sí mismas y del colegio. No voy a castigarlas ni a regañarlas. Su caso es demasiado grave para eso. No solo nos dejaron en la estacada, sino que dejaron a Nuestro Señor en la estacada.

Solo voy a decir que necesitan que recemos mucho por ellas. Que cada niña que esté dispuesta a dedicar un minuto extra todos los días a rezar una oración por estas niñas equivocadas y tozudas levante la mano.

Nosotras cuatro seguimos mirando al mismo lugar adonde ya mirábamos, al suelo. Cecilia, la niña gorda, se echó a llorar. Yo me sentí aliviada de saber en qué punto estábamos. Nos habían dado una oportunidad y el diablo que nos habitaba había logrado derrotarnos. La razón de nuestra culpa seguía oculta a nuestros ojos, pero, en cierto modo oscuro y reconfortante, nos habían convencido de su existencia. No habíamos visto la figura del diablo, pero habíamos sentido su poder en nuestras gargantas secas y nuestros corazones desbocados. Ahora estaba claro para nosotras lo que para las monjas siempre había estado claro, porque nos dábamos cuenta como ellas de que si Dios hubiera estado de nuestra parte, Él nos habría dado la voz para cantar Sus himnos.

 

El médico Hunain y el califa

Bertolt Brecht

 

El médico Hunain fue llamado a comparecer ante el califa, que deseaba veneno para sus enemigos. Ofreció al médico riquezas, si obedecía, y la cárcel, si ponía dificultades. Al cabo de un año de prisión, Hunain fue nuevamente arrastrado hasta el trono del califa. A un lado del trono habían amontonado tesoros; al otro, instrumentos de tortura. El califa señaló primero uno de los montones, luego el otro.

–¿Cuál eliges? –preguntó.

Hunain le respondió:

–Yo solo he aprendido el arte de curar y ningún otro.

El califa le hizo una seña al verdugo, y Hunain, sintiendo llegar su última hora, dijo:

–El día del juicio Dios me recompensará. Si el califa quiere pecar, es asunto suyo.

La sonrisa del califa rompió la tensión. Nunca había pretendido herir al médico. Solo quiso poner a prueba su honorabilidad.

 

jueves, 8 de septiembre de 2022

La santa

Gabriel García Márquez

 

Veintidós años después volví a ver a Margarito Duarte. Apareció de pronto en una de las callecitas secretas del Trastévere, y me costó trabajo reconocerlo a primera vista por su castellano difícil y su buen talante de romano antiguo. Tenía el cabello blanco y escaso, y no le quedaban rastros de la conducta lúgubre y las ropas funerarias de letrado andino con que había venido a Roma por primera vez, pero en el curso de la conversación fui rescatándolo poco a poco de las perfidias de sus años y volvía a verlo como era: sigiloso, imprevisible, y de una tenacidad de picapedrero. Antes de la segunda taza de café en uno de nuestros bares de otros tiempos, me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía por dentro.

–¿Qué pasó con la santa?

–Ahí está la santa –me contestó–. Esperando.

Sólo el tenor Rafael Ribero Silva y yo podíamos entender la tremenda carga humana de su respuesta. Conocíamos tanto su drama, que durante años pensé que Margarito Duarte era el personaje en busca de autor que los novelistas esperamos durante toda una vida, y si nunca dejé que me encontrara fue porque el final de su historia me parecía inimaginable.

Había venido a Roma en aquella primavera radiante en que Pío XII padecía una crisis de hipo que ni las buenas ni las malas artes de médicos y hechiceros habían logrado remediar. Salía por primera vez de su escarpada aldea de Tolima, en los Andes colombianos, y se le notaba hasta en el modo de dormir. Se presentó una mañana en nuestro consulado con la maleta de pino lustrado que por la forma y el tamaño parecía el estuche de un violonchelo, y le planteó al cónsul el motivo sorprendente de su viaje. El cónsul llamó entonces por teléfono al tenor Rafael Ribero Silva, su compatriota, para que le consiguiera un cuarto en la pensión donde ambos vivíamos. Así lo conocí.

Margarito Duarte no había pasado de la escuela primaria, pero su vocación por las bellas letras le había permitido una formación más amplia con la lectura apasionada de cuanto material impreso encontraba a su alcance. A los dieciocho años, siendo el escribano del municipio, se casó con una bella muchacha que murió poco después en el parto de la primera hija. Ésta, más bella aún que la madre, murió de fiebre esencial a los siete años. Pero la verdadera historia de Margarito Duarte había empezado seis meses antes de su llegada a Roma, cuando hubo de mudar el cementerio de su pueblo para construir una represa. Como todos los habitantes de la región, Margarito desenterró los huesos de sus muertos para llevarlos al cementerio nuevo. La esposa era polvo. En la tumba contigua, por el contrario, la niña seguía intacta después de once años. Tanto, que cuando destaparon la caja se sintió el vaho de las rosas frescas con que la habían enterrado. Lo más asombroso, sin embargo, era que el cuerpo carecía de peso.

Centenares de curiosos atraídos por el clamor del milagro desbordaron la aldea. No había duda. La incorruptibilidad del cuerpo era un síntoma inequívoco de la santidad, y hasta el obispo de la diócesis estuvo de acuerdo en que semejante prodigio debía someterse al veredicto del Vaticano. De modo que se hizo una colecta pública para que Margarito Duarte viajara a Roma, a batallar por una causa que ya no era sólo suya ni del ámbito estrecho de su aldea, sino un asunto de la nación.

Mientras nos contaba su historia en la pensión del apacible barrio de Parioli, Margarito Duarte quitó el candado y abrió la tapa del baúl primoroso. Fue así como el tenor Ribero Silva y yo participamos del milagro. No parecía una momia marchita como las que se ven en tantos museos del mundo, sino una niña vestida de novia que siguiera dormida al cabo de una larga estancia bajo la tierra. La piel era tersa y tibia, y los ojos abiertos eran diáfanos, y causaban la impresión insoportable de que nos veían desde la muerte. El raso y los azahares falsos de la corona no habían resistido al rigor del tiempo con tan buena salud como la piel, pero las rosas que le habían puesto en las manos permanecían vivas. El peso del estuche de pino, en efecto, siguió siendo igual cuando sacamos el cuerpo.

Margarito Duarte empezó sus gestiones al día siguiente de la llegada. Al principio con una ayuda diplomática más compasiva que eficaz, y luego con cuantas artimañas se le ocurrieron para sortear los incontables obstáculos del Vaticano. Fue siempre muy reservado sobre sus diligencias, pero se sabía que eran numerosas e inútiles. Hacía contacto con cuantas congregaciones religiosas y fundaciones humanitarias encontraba a su paso, donde lo escuchaban con atención pero sin asombro, y le prometían gestiones inmediatas que nunca culminaron. La verdad es que la época no era la más propicia. Todo lo que tuviera que ver con la Santa Sede había sido postergado hasta que el Papa superara la crisis de hipo, resistente no sólo a los más refinados recursos de la medicina académica, sino a toda clase de remedios mágicos que le mandaban del mundo entero.

Por fin, en el mes de julio, Pío XII se repuso y fue a sus vacaciones de verano en Castelgandolfo. Margarito llevó la santa a la primera audiencia semanal con la esperanza de mostrársela. El Papa apareció en el patio interior, en un balcón tan bajo que Margarito pudo ver sus uñas bien pulidas y alcanzó a percibir su hálito de lavanda. Pero no circuló por entre los turistas que llegaban de todo el mundo para verlo, como Margarito esperaba, sino que pronunció el mismo discurso en seis idiomas y terminó con la bendición general.

Al cabo de tantos aplazamientos, Margarito decidió afrontar las cosas en persona, y llevó a la Secretaría de Estado una carta manuscrita de casi sesenta folios, de la cual no obtuvo respuesta. Él lo había previsto, pues el funcionario que la recibió con los formalismos de rigor apenas si se dignó darle una mirada oficial a la niña muerta, y los empleados que pasaban cerca la miraban sin ningún interés. Uno de ellos le contó que el año anterior había recibido más de ochocientas cartas que solicitaban la santificación de cadáveres intactos en distintos lugares del mundo. Margarito pidió por último que se comprobara la ingravidez del cuerpo. El funcionario la comprobó, pero se negó a admitirla.

–Debe ser un caso de sugestión colectiva –dijo.

En sus escasas horas libres y en los áridos domingos de verano, Margarito permanecía en su cuarto, encarnizado en la lectura de cualquier libro que le pareciera de interés para su causa. A fines de cada mes, por iniciativa propia, escribía en un cuaderno escolar una relación minuciosa de sus gastos con su caligrafía preciosista de amanuense mayor, para rendir cuentas estrictas y oportunas a los contribuyentes de su pueblo. Antes de terminar el año conocía los dédalos de Roma como si hubiera nacido en ellos, hablaba un italiano fácil y de tan pocas palabras como su castellano andino, y sabía tanto como el que más sobre procesos de canonización. Pero pasó mucho más tiempo antes de que cambiara su vestido fúnebre, y el chaleco y el sombrero de magistrado que en la Roma de la época eran propios de algunas sociedades secretas con fines inconfesables. Salía desde muy temprano con el estuche de la santa, y a veces regresaba tarde en la noche, exhausto y triste, pero siempre con un rescoldo de luz que le infundía alientos nuevos para el día siguiente.

–Los santos viven en su tiempo propio –decía.

Yo estaba en Roma por primera vez, estudiando en el Centro Experimental de Cine, y viví su calvario con una intensidad inolvidable. La pensión donde dormíamos era en realidad un apartamento moderno a pocos pasos de la Villa Borghese, cuya dueña ocupaba dos alcobas y alquilaba cuartos a estudiantes extranjeros. La llamábamos María Bella, y era guapa y temperamental en la plenitud de su otoño, y siempre fiel a la norma sagrada de que cada quien es rey absoluto dentro de su cuarto. En realidad, la que llevaba el peso de la vida cotidiana era su hermana mayor, la tía Antonieta, un ángel sin alas que le trabajaba por horas durante el día, y andaba por todos lados con su balde y su escoba de jerga lustrando más allá de lo posible los mármoles del piso. Fue ella quien nos enseñó a comer los pajaritos cantores que cazaba Bartolino, su esposo, por el mal hábito que le quedó de la guerra, y quien terminaría por llevarse a Margarito a vivir en su casa cuando los recursos no le alcanzaron para los precios de María Bella.

Nada menos adecuado para el modo de ser de Margarito que aquella casa sin ley. Cada hora nos reservaba una novedad, hasta en la madrugada, cuando nos despertaba el rugido pavoroso del león en el zoológico de la Villa Borghese. El tenor Ribero Silva se había ganado el privilegio de que los romanos no se resintieran con sus ensayos tempraneros. Se levantaba a las seis, se daba su baño medicinal de agua helada y se arreglaba la barba y las cejas de Mefistófeles, y sólo cuando ya estaba listo con la bata de cuadros escoceses, la bufanda de seda china y su agua de colonia personal, se entregaba en cuerpo y alma a sus ejercicios de canto. Abría de par en par la ventana del cuarto, aún con las estrellas del invierno, y empezaba por calentar la voz con fraseos progresivos de grandes arias de amor, hasta que se soltaba a cantar a plena voz. La expectativa diaria era que cuando daba el do de pecho le contestaba el león de la villa Borghese con un rugido de temblor de tierra.

–Eres San Marcos reencarnado, figlio mio –exclamaba la tía Antonieta asombrada de veras–. Sólo él podía hablar con los leones.

Una mañana no fue el león el que dio la réplica. El tenor inició el dueto de amor del Otello: Già nella notte densa s’estingue ogni clamor. De pronto, desde el fondo del patio, nos llegó la respuesta en una hermosa voz de soprano. El tenor prosiguió, y las dos voces cantaron el trozo completo, para solaz del vecindario que abrió las ventanas para santificar sus casas con el torrente de aquel amor irresistible. El tenor estuvo a punto de desmayarse cuando supo que su Desdémona invisible era nada menos que la gran María Caniglia.

Tengo la impresión de que fue aquel episodio el que le dio un motivo válido a Margarito Duarte para integrarse a la vida de la casa. A partir de entonces se sentó con todos en la mesa común y no en la cocina, como al principio, donde la tía Antonieta lo complacía casi a diario con su guiso maestro de pajaritos cantores. María Bella nos leía de sobremesa los periódicos del día para acostumbrarnos a la fonética italiana, y completaba las noticias con una arbitrariedad y una gracia que nos alegraban la vida. Uno de esos días contó, a propósito de la santa, que en la ciudad de Palermo había un enorme museo con los cadáveres incorruptos de hombres, mujeres y niños, e inclusive varios obispos, desenterrados de un mismo cementerio de padres capuchinos. La noticia inquietó tanto a Margarito, que no tuvo un instante de paz hasta que fuimos a Palermo. Pero le bastó una mirada de paso por las abrumadoras galerías de momias sin gloria para formularse un juicio de consolación.

–No son el mismo caso –dijo–. A estos se les nota enseguida que están muertos.

Después del almuerzo Roma sucumbía en el sopor de agosto. El sol de medio día se quedaba inmóvil en el centro del cielo, y en el silencio de las dos de la tarde sólo se oía el rumor del agua, que es la voz natural de Roma. Pero hacia las siete de la noche las ventanas se abrían de golpe para convocar el aire fresco que empezaba a moverse, y una muchedumbre jubilosa se echaba a las calles sin ningún propósito distinto que el de vivir, en medio de los petardos de las motocicletas, los gritos de los vendedores de sandía y las canciones de amor entre las flores de las terrazas.

El tenor y yo no hacíamos la siesta. Íbamos en su vespa, él conduciendo y yo en la parrilla, y les llevábamos helados y chocolates a las putitas de verano que mariposeaban bajo los laureles centenarios de la Villa Borghese, en busca de turistas desvelados a pleno sol. Eran bellas, pobres, cariñosas, como la mayoría de las italianas de aquel tiempo, vestidas de organza azul, de popelina rosada, de lino verde, y se protegían del sol con las sombrillas apolilladas por las lluvias de la guerra reciente. Era un placer humano estar con ellas, porque saltaban por encima de las leyes del oficio y se daban el lujo de perder un buen cliente para irse con nosotros a tomar un café bien conservado en el bar de la esquina, o a pasear en las carrozas de alquiler por los senderos del parque, o a dolernos de los reyes destronados y sus amantes trágicas que cabalgaban al atardecer en el galoppatoio. Más de una vez les servíamos de intérpretes con algún gringo descarriado.

No fue por ellas que llevamos a Margarito Duarte a la Villa Borghese, sino para que conociera el león. Vivía en libertad en un islote desértico circundado por un foso profundo, y tan pronto como nos divisó en la otra orilla empezó a rugir con un desasosiego que sorprendió a su guardián. Los visitantes del parque acudieron sorprendidos. El tenor trató de identificarse con su do de pecho matinal, pero el león no le prestó atención. Parecía rugir hacia todos nosotros sin distinción, pero el vigilante se dio cuenta al instante de que sólo rugía por Margarito. Así fue: para donde él se moviera se movía el león, y tan pronto como se escondía dejaba de rugir. El vigilante, que era doctor en letras clásicas de la universidad de Siena, pensó que Margarito debió estar ese día con otros leones que lo habían contaminado de su olor. Aparte de esa explicación, que era inválida, no se le ocurrió otra.

–En todo caso –dijo– no son rugidos de guerra sino de compasión.

Sin embargo, lo que impresionó al tenor Ribero Silva no fue aquel episodio sobrenatural, sino la conmoción de Margarito cuando se detuvieron a conversar con las muchachas del parque. Lo comentó en la mesa, y unos por picardía, y otros por comprensión, estuvimos de acuerdo en que sería una buena obra ayudar a Margarito a resolver su soledad. Conmovida por la debilidad de nuestros corazones, María Bella se apretó la pechuga de madraza bíblica con sus manos empedradas de anillos de fantasía.

–Yo lo haría por caridad –dijo–, si no fuera porque nunca he podido con los hombres que usan chaleco.

Fue así como el tenor pasó por la Villa Borghese a las dos de la tarde, y se llevó en ancas de su vespa a la mariposita que le pareció más propicia para darle una hora de buena compañía a Margarito Duarte. La hizo desnudarse en su alcoba, la bañó con jabón de olor, la secó, la perfumó con su agua de colonia personal, y la empolvó de cuerpo entero con su talco alcanforado para después de afeitarse. Por último le pagó el tiempo que ya llevaban y una hora más, y le indicó letra por letra lo que debía hacer.

La bella desnuda atravesó en puntillas la casa en penumbras, como un sueño de la siesta, y dio dos golpecitos tiernos en la alcoba del fondo. Margarito Duarte, descalzo y sin camisa, abrió la puerta.

Buona sera giovanotto –le dijo ella, con voz y modos de colegiala–. Mi manda il tenore.

Margarito asimiló el golpe con una gran dignidad. Acabó de abrir la puerta para darle paso, y ella se tendió en la cama mientras él se ponía a toda prisa la camisa y los zapatos para atenderla con el debido respeto. Luego se sentó a su lado en una silla, e inició la conversación. Sorprendida, la muchacha le dijo que se diera prisa, pues sólo disponían de una hora. Él no se dio por enterado.

La muchacha dijo después que de todos modos habría estado el tiempo que él hubiera querido sin cobrarle ni un céntimo, porque no podía haber en el mundo un hombre mejor comportado. Sin saber qué hacer mientras tanto, escudriñó el cuarto con la mirada, y descubrió el estuche de madera sobre la chimenea. Preguntó si era un saxofón. Margarito no le contestó, sino que entreabrió la persiana para que entrara un poco de luz, llevó el estuche a la cama y levantó la tapa. La muchacha trató de decir algo, pero se le desencajó la mandíbula. O como nos dijo después: Mi si gelò il culo. Escapó despavorida, pero se equivocó de sentido en el corredor, y se encontró con la tía Antonieta que iba a poner una bombilla nueva en la lámpara de mi cuarto. Fue tal el susto de ambas, que la muchacha no se atrevió a salir del cuarto del tenor hasta muy entrada la noche.

La tía Antonieta no supo nunca qué pasó. Entró en mi cuarto tan asustada, que no conseguía atornillar la bombilla en la lámpara por el temblor de las manos. Le pregunté qué le sucedía. “Es que en esta casa espantan”, me dijo. “Y ahora a pleno día”. Me contó con una gran convicción que, durante la guerra, un oficial alemán degolló a su amante en el cuarto que ocupaba el tenor. Muchas veces, mientras andaba en sus oficios, la tía Antonieta había visto la aparición de la bella asesinada recogiendo sus pasos por los corredores.

–Acabo de verla caminando en pelota por el corredor –dijo–. Era idéntica.

La ciudad recobró su rutina de otoño. Las terrazas floridas del verano se cerraron con los primeros vientos, y el tenor y yo volvimos a la trattoria del Trastévere donde solíamos cenar con los alumnos de canto del conde Carlo Calcagni, y algunos compañeros míos de la escuela de cine. Entre estos últimos, el más asiduo era Lakis, un griego inteligente y simpático, cuyo único tropiezo eran sus discursos adormecedores sobre la injusticia social. Por fortuna, los tenores y las sopranos lograban casi siempre derrotarlo con trozos de ópera cantados a toda voz, que sin embargo no molestaban a nadie aun después de la media noche. Al contrario, algunos trasnochadores de paso se sumaban al coro, y en el vecindario se abrían ventanas para aplaudir.

Una noche, mientras cantábamos, Margarito entró en puntillas para no interrumpirnos. Llevaba el estuche de pino que no había tenido tiempo de dejar en la pensión después de mostrarle la santa al párroco de San Juan de Letrán, cuya influencia ante la Sagrada Congregación del Rito era de dominio público. Alcancé a ver de soslayo que lo puso debajo de una mesa apartada, y se sentó mientras terminábamos de cantar. Como siempre ocurría al filo de la media noche, reunimos varias mesas cuando la trattoria empezó a desocuparse, y quedamos juntos los que cantaban, los que hablábamos de cine, y los amigos de todos. Y entre ellos, Margarito Duarte, que ya era conocido allí como el colombiano silencioso y triste del cual nadie sabía nada. Lakis, intrigado, le preguntó si tocaba el violonchelo. Yo me sobrecogí con lo que me pareció una indiscreción difícil de sortear. El tenor, tan incómodo como yo, no logró remendar la situación. Margarito fue el único que tomó la pregunta con toda naturalidad.

–No es un violonchelo –dijo–. Es la santa.

Puso la caja sobre la mesa, abrió el candado y levantó la tapa. Una ráfaga de estupor estremeció el restaurante. Los otros clientes, los meseros, y por último la gente de la cocina con sus delantales ensangrentados, se congregaron atónitos a contemplar el prodigio. Algunos se persignaron. Una de las cocineras se arrodilló con las manos juntas, presa de un temblor de fiebre, y rezó en silencio.

Sin embargo, pasada la conmoción inicial, nos enredamos en una discusión sobre la insuficiencia de la santidad en nuestros tiempos. Lakis, por supuesto, fue el más radical. Lo único que quedó claro al final fue su idea de hacer una película crítica con el tema de la santa.

–Estoy seguro –dijo– que el viejo Cesare no dejaría escapar este tema.

Se refería a Cesare Zavattini, nuestro maestro de argumento y guion, uno de los grandes de la historia del cine y el único que mantenía con nosotros una relación personal al margen de la escuela. Trataba de enseñarnos no sólo el oficio, sino una manera distinta de ver la vida. Era una máquina de pensar argumentos. Le salían a borbotones, casi contra su voluntad. Y con tanta prisa, que siempre le hacía falta la ayuda de alguien para pensarlos en voz alta y atraparlos al vuelo. Sólo que al terminarlos se le caían los ánimos. “Lástima que haya que filmarlo”, decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original. Conservaba las ideas en tarjetas ordenadas por temas y prendidas con alfileres en los muros, y tenía tantas que ocupaban una alcoba de su casa.

El sábado siguiente fuimos a verlo con Margarito Duarte. Era tan goloso de la vida, que lo encontramos en la puerta de su casa de la calle Angela Merici, ardiendo de ansiedad por la idea que le habíamos anunciado por teléfono. Ni siquiera nos saludó con la amabilidad de costumbre, sino que llevó a Margarito a una mesa preparada, y él mismo abrió el estuche. Entonces ocurrió lo que menos imaginábamos. En vez de enloquecerse, como era previsible, sufrió una especie de parálisis mental.

Ammazza! –murmuró espantado.

Miró a la santa en silencio por dos o tres minutos, cerró la caja él mismo, y sin decir nada condujo a Margarito hacia la puerta, como a un niño que diera sus primeros pasos. Lo despidió con unas palmaditas en la espalda. “Gracias, hijo, muchas gracias”, le dijo. “Y que Dios te acompañe en tu lucha”. Cuando cerró la puerta se volvió hacia nosotros, y nos dio su veredicto.

–No sirve para el cine –dijo–. Nadie lo creería.

Esa lección sorprendente nos acompañó en el tranvía de regreso. Si él lo decía, no había ni que pensarlo: la historia no servía. Sin embargo, María Bella nos recibió con el recado urgente de que Zavattini nos esperaba esa misma noche, pero sin Margarito.

Lo encontramos en uno de sus momentos estelares. Lakis había llevado a dos o tres condiscípulos, pero él ni siquiera pareció verlos cuando abrió la puerta.

–Ya lo tengo –gritó–. La película será un cañonazo si Margarito hace el milagro de resucitar a la niña.

–¿En la película o en la vida? –le pregunté.

Él reprimió la contrariedad. “No seas tonto”, me dijo. Pero enseguida le vimos en los ojos el destello de una idea irresistible. “A no ser que sea capaz de resucitarla en la vida real”, dijo, y reflexionó en serio:

–Debería probar.

Fue sólo una tentación instantánea, antes de retomar el hilo. Empezó a pasearse por la casa, como un loco feliz, gesticulando a manotadas y recitando la película a grandes voces. Lo escuchábamos deslumbrados, con la impresión de estar viendo las imágenes como pájaros fosforescentes que se le escapaban en tropel y volaban enloquecidos por toda la casa.

–Una noche –dijo– cuando ya han muerto como veinte Papas que no lo recibieron, Margarito entra en su casa, cansado y viejo, abre la caja, le acaricia la cara a la muertecita, y le dice con toda la ternura del mundo: “Por el amor de tu padre, hijita: levántate y anda”.

Nos miró a todos, y remató con un gesto triunfal:

–¡Y la niña se levanta!

Algo esperaba de nosotros. Pero estábamos tan perplejos, que no encontrábamos qué decir. Salvo Lakis, el griego, que levantó el dedo, como en la escuela, para pedir la palabra.

–Mi problema es que no lo creo –dijo, y ante nuestra sorpresa, se dirigió directo a Zavattini–: Perdóneme, maestro, pero no lo creo.

Entonces fue Zavattini el que se quedó atónito.

–¿Y por qué no?

–Qué sé yo –dijo Lakis, angustiado–. Es que no puede ser.

Ammazza! –gritó entonces el maestro, con un estruendo que debió oírse en el barrio entero–. Eso es lo que más me jode de los estalinistas: que no creen en la realidad.

En los quince años siguientes, según él mismo me contó, Margarito llevó la santa a Castelgandolfo por si se daba la ocasión de mostrarla. En una audiencia de unos doscientos peregrinos de América Latina alcanzó a contar la historia, entre empujones y codazos, al benévolo Juan XXIII. Pero no pudo mostrarle la niña porque debió dejarla a la entrada, junto con los morrales de otros peregrinos, en previsión de un atentado. El Papa lo escuchó con tanta atención como le fue posible entre la muchedumbre, y le dio en la mejilla una palmadita de aliento.

Bravo, figlio mio –le dijo–. Dios premiará tu perseverancia.

Sin embargo, cuando de veras se sintió en vísperas de realizar su sueño fue durante el reinado fugaz del sonriente Albino Luciani. Un pariente de éste, impresionado por la historia de Margarito, le prometió su mediación. Nadie le hizo caso. Pero dos días después, mientras almorzaban, alguien llamó a la pensión con un mensaje rápido y simple para Margarito: no debía moverse de Roma, pues antes del jueves sería llamado del Vaticano para una audiencia privada.

Nunca se supo si fue una broma. Margarito creía que no, y se mantuvo alerta. Nadie salió de la casa. Si tenía que ir al baño lo anunciaba en voz alta: “Voy al baño”. María Bella, siempre graciosa en los primeros albores de la vejez, soltaba su carcajada de mujer libre.

–Ya lo sabemos, Margarito –gritaba–, por si te llama el Papa.

La semana siguiente, dos días antes del telefonema anunciado, Margarito se derrumbó ante el titular del periódico que deslizaron por debajo de la puerta: Morto il Papa. Por un instante lo sostuvo en vilo la ilusión de que era un periódico atrasado que habían llevado por equivocación, pues no era fácil creer que muriera un Papa cada mes. Pero así fue: el sonriente Albino Luciani, elegido treinta y tres días antes, había amanecido muerto en su cama.

Volví a Roma veintidós años después de conocer a Margarito Duarte, y tal vez no hubiera pensado en él si no lo hubiera encontrado por casualidad. Yo estaba demasiado oprimido por los estragos del tiempo para pensar en nadie. Caía sin cesar una llovizna boba como el caldo tibio, la luz de diamante de otros tiempos se había vuelto turbia, y los lugares que habían sido míos y sustentaban mis nostalgias eran otros y ajenos. La casa donde estuvo la pensión seguía siendo la misma, pero nadie dio razón de María Bella. Nadie contestaba en seis números de teléfono que el tenor Ribero Silva me había mandado a través de los años. En un almuerzo con la nueva gente de cine evoqué la memoria de mi maestro, y un silencio súbito aleteó sobre la mesa por un instante, hasta que alguien se atrevió a decir:

Zavattini? Mai sentito.

Así era: nadie había oído hablar de él. Los árboles de la Villa Borghese estaban desgreñados bajo la lluvia, el galoppatoio de las princesas tristes había sido devorado por una maleza sin flores, y las bellas de antaño habían sido sustituidas por atletas andróginos travestidos de manolas. El único sobreviviente de una fauna extinguida era el viejo león, sarnoso y acatarrado, en su isla de aguas marchitas. Nadie cantaba ni se moría de amor en las trattorias plastificadas de la Plaza de España. Pues la Roma de nuestras nostalgias era ya otra Roma antigua dentro de la antigua Roma de los Césares. De pronto, una voz que podía venir del más allá me paró en seco en una callecita del Trastévere:

–Hola, poeta.

Era él, viejo y cansado. Habían muerto cinco Papas, la Roma eterna mostraba los primeros síntomas de la decrepitud, y él seguía esperando. “He esperado tanto que ya no puede faltar mucho más”, me dijo al despedirse, después de casi cuatro horas de añoranzas. “Puede ser cosa de meses”. Se fue arrastrando los pies por el medio de la calle, con sus botas de guerra y su gorra descolorida de romano viejo, sin preocuparse de los charcos de lluvia donde la luz empezaba a pudrirse. Entonces no tuve ya ninguna duda, si es que alguna vez la tuve, de que el santo era él. Sin darse cuenta, a través del cuerpo incorrupto de su hija, llevaba ya veintidós años luchando en vida por la causa legítima de su propia canonización.

 

Eva

Juan José Arreola

 

Él la perseguía a través de la biblioteca entre mesas, sillas y facistoles. Ella se escapaba hablando de los derechos de la mujer, infinitamente violados. Cinco mil años absurdos los separaban. Durante cinco mil años ella había sido inexorablemente vejada, postergada, reducida a la esclavitud. Él trataba de justificarse por medio de una rápida y fragmentaria alabanza personal, dicha con frases entrecortadas y trémulos ademanes.

En vano buscaba él los textos que podían dar apoyo a sus teorías. La biblioteca, especializada en literatura española de los siglos XVI y XVII, era un dilatado arsenal enemigo, que glosaba el concepto del honor y algunas atrocidades por el estilo.

El joven citaba infatigablemente a J. J. Bachofen, el sabio que todas las mujeres debían leer, porque les ha devuelto la grandeza de su papel en la prehistoria. Si sus libros hubieran estado a mano, él habría puesto a la muchacha ante el cuadro de aquella civilización oscura, regida por la mujer cuando la tierra tenía en todas partes una recóndita humedad de entraña y el hombre trataba de alzarse de ella en palafitos.

Pero a la muchacha todas estas cosas la dejaban fría. Aquel período matriarcal, por desgracia no histórico y apenas comprobable, parecía aumentar su resentimiento. Se escapaba siempre de anaquel en anaquel, subía a veces a las escalerillas y abrumaba al joven bajo una lluvia de denuestos. Afortunadamente, en la derrota, algo acudió en auxilio del joven. Se acordó de pronto de Heinz Wölpe. Su voz adquirió citando a este autor un nuevo y poderoso acento.

“En el principio sólo había un sexo, evidentemente femenino, que se reproducía automáticamente. Un ser mediocre comenzó a surgir en forma esporádica, llevando una vida precaria y estéril frente a la maternidad formidable. Sin embargo, poco a poco fue apropiándose ciertos órganos esenciales. Hubo un momento en que se hizo imprescindible. La mujer se dio cuenta, demasiado tarde, de que le faltaba ya la mitad de sus elementos y tuvo necesidad de buscarlos en el hombre, que fue hombre en virtud de esa separación progresista y de ese regreso accidental a su punto de origen.”

La tesis de Wölpe sedujo a la muchacha. Miró al joven con ternura. “El hombre es un hijo que se ha portado mal con su madre a través de toda la historia”, dijo casi con lágrimas en los ojos.

Lo perdonó a él, perdonando a todos los hombres. Su mirada perdió resplandores, bajó los ojos como una madona. Su boca, endurecida antes por el desprecio, se hizo blanda y dulce como un fruto. Él sentía brotar de sus manos y de sus labios caricias mitológicas. Se acercó a Eva temblando y Eva no huyó.

Y allí en la biblioteca, en aquel escenario complicado y negativo, al pie de los volúmenes de conceptuosa literatura, se inició el episodio milenario, a semejanza de la vida en los palafitos.

 

Cuento de Navidad

Ray Bradbury

 

El día siguiente sería Navidad y, mientras los tres se dirigían a la estación de naves espaciales, el padre y la madre estaban preocupados. Era el primer vuelo que el niño realizaría por el espacio, su primer viaje en cohete, y deseaban que fuera lo más agradable posible. Cuando en la aduana los obligaron a dejar el regalo porque excedía el peso máximo por pocas onzas, al igual que el arbolito con sus hermosas velas blancas, sintieron que les quitaban algo muy importante para celebrar esa fiesta. El niño esperaba a sus padres en la terminal. Cuando estos llegaron, murmuraban algo contra los oficiales interplanetarios.

–¿Qué haremos?

–Nada, ¿qué podemos hacer?

–¡Al niño le hacía tanta ilusión el árbol!

La sirena aulló, y los pasajeros fueron hacia el cohete de Marte. La madre y el padre fueron los últimos en entrar. El niño iba entre ellos, pálido y silencioso.

–Ya se me ocurrirá algo –dijo el padre.

–¿Qué…? –preguntó el niño.

El cohete despegó y se lanzó hacia arriba al espacio oscuro. Lanzó una estela de fuego y dejó atrás la Tierra, un 24 de diciembre de 2052, para dirigirse a un lugar donde no había tiempo, donde no había meses, ni años, ni horas. Los pasajeros durmieron durante el resto del primer “día”. Cerca de medianoche, hora terráquea según sus relojes neoyorquinos, el niño despertó y dijo:

–Quiero mirar por el ojo de buey.

–Todavía no –dijo el padre–. Más tarde.

–Quiero ver dónde estamos y a dónde vamos.

–Espera un poco –dijo el padre.

El padre había estado despierto, volviéndose a un lado y a otro, pensando en la fiesta de Navidad, en los regalos y en el árbol con sus velas blancas que había tenido que dejar en la aduana. Al fin creyó haber encontrado una idea que, si daba resultado, haría que el viaje fuera feliz y maravilloso.

–Hijo mío –dijo–, dentro de medía hora será Navidad.

–Oh –dijo la madre, consternada; había esperado que de algún modo el niño lo olvidaría. El rostro del pequeño se iluminó; le temblaron los labios.

–Sí, ya lo sé. ¿Tendré un regalo? ¿Tendré un árbol? Me lo prometieron.

–Sí, sí. todo eso y mucho más –dijo el padre.

–Pero… –empezó a decir la madre.

–Sí –dijo el padre–. Sí, de veras. Todo eso y más, mucho más. Perdón, un momento. Vuelvo pronto.

Los dejó solos unos veinte minutos. Cuando regresó, sonreía.

–Ya es casi la hora.

–¿Me prestas tu reloj? –preguntó el niño.

El padre le prestó su reloj. El niño lo sostuvo entre los dedos mientras el resto de la hora se extinguía en el fuego, el silencio y el imperceptible movimiento del cohete.

–¡Navidad! ¡Ya es Navidad! ¿Dónde está mi regalo?

–Ven, vamos a verlo –dijo el padre, y tomó al niño de la mano.

Salieron de la cabina, cruzaron el pasillo y subieron por una rampa. La madre los seguía.

–No entiendo.

–Ya lo entenderás –dijo el padre–. Hemos llegado.

Se detuvieron frente a una puerta cerrada que daba a una cabina. El padre llamó tres veces y luego dos, empleando un código. La puerta se abrió, llegó luz desde la cabina, y se oyó un murmullo de voces.

–Entra, hijo.

–Está oscuro.

–No tengas miedo, te llevaré de la mano. Entra, mamá.

Entraron en el cuarto y la puerta se cerró; el cuarto realmente estaba muy oscuro. Ante ellos se abría un inmenso ojo de vidrio, el ojo de buey, una ventana de metro y medio de alto por dos de ancho, por la cual podían ver el espacio. El niño se quedó sin aliento, maravillado. Detrás, el padre y la madre contemplaron el espectáculo, y entonces, en la oscuridad del cuarto, varias personas se pusieron a cantar.

–Feliz Navidad, hijo –dijo el padre.

Resonaron los viejos y familiares villancicos; el niño avanzó lentamente y aplastó la nariz contra el frío vidrio del ojo de buey. Y allí se quedó largo rato, simplemente mirando el espacio, la noche profunda y el resplandor, el resplandor de cien mil millones de maravillosas velas blancas.