Rafael Arévalo Martínez
¡Insondable y sagaz Naturaleza
a que por llenar tu aspiración te esfuerzas!
Tú cuidas en los autos de la vida,
de la especie Petrarca, madre mía,
porque en esa mujer de sus encantos
él engendró la raza de sus Cánticos.
Peter Altenberg – Trad. G. Valencia
Un día, después de narrar “La Signatura
de la Esfinge”, Cendal dijo a Elena, su radiante protagonista:
–Ya le referí su propia
historia, la de la Dominadora. Yo hoy necesito que también escuche la mía, la del
profesor Cendal, el Hechizado.
Y la narró así:
“Conocí a la mujer que
es su heroína en la ciudad de Los Ángeles, hace seis u ocho años. Ella entonces
ya era una pintora de mérito, pero aún desconocida. Muy joven, tendría apenas unos
diez y ocho años. Acudí a la exposición de sus cuadros en una modesta sala de la
bella ciudad yanqui. Un amigo de la colonia hispanoamericana me había llevado a
ella y no me arrepentí de visitarla. Enamorado de una de sus obras, quise comprarla
y así entré en relaciones –¿cómo la llamaremos?– con miss Incógnita, la protagonista
de mi historia.
“No me interesó mucho;
me defraudó; la sentí brusca hasta la dureza; franca hasta la ofensa. Me dio la
impresión de una mujer cualquiera, vulgar, simpática sin duda, atrayente, pero no
hasta esos límites que salvan del olvido. A los pocos meses era famosa. Se disputaban
sus cuadros a precio de oro. Después yo me vine de Los Ángeles y supe poco de ella.
Solo de cuando en cuando, con los amigos de allá, me llegaban noticias espectaculares
de miss Incógnita. Se la veía de pronto, teatral y violenta, realizando hechos insólitos.
Así supe de su casamiento con una estrella de cine, es decir, con un galán joven,
muy bello, de apariencia felina. Así supe de su divorcio, apenas al año de haber
casado; de su divorcio ruidoso y muy explotado por la prensa toda del mundo; de
aquella violenta acción suya, en que llevó a su marido a los tribunales y lo obligó
a entregarle una gruesa suma de dinero. Supe también, así, sin muchos detalles,
de otras cosas violentas que por inusitadas llegaban hasta mí, a pesar de la distancia,
en alas de las hojas callejeras o de una maledicencia internacional. Otros procesos
escandalosos fijaron en ella la atención del público de los grandes diarios. Siempre
entonces ganaba su causa y convencía a los jurados o a sus jueces. Extraña fascinación
parecía acompañarla. Todos los suyos eran actos de fuerza y de violencia. Naturalmente,
acabó por serme poco simpática. Murmuraciones femeninas para actos menos trascendentales,
también me fueron muy penosas. Se creyera que doquier iba causaba daños u ofensas.
Un día, fue otra pintora la que me dio no sé qué quejas de injurias recibidas de
miss Incógnita. Otro día, un conocido escritor hispanoamericano me habló de ella
con indignación. Más tarde, un viajero guatemalteco, que había visitado Los Ángeles,
me refirió penosas escenas conyugales, de cuando estaba unida a la estrella de cine.
Me acuerdo de que fue, por cierto, una reyerta de ferrocarril, con su marido, en
la que enfocaba a los dos cónyuges una luz muy desfavorable, la que me contó mi
compatriota. Llegué a sentir por ella esa imprecisa enemistad que sentimos por las
personas que no nos importan, pero que nos desagradan vagamente.
“Otro día, se supo que
venía a Guatemala. Fui comisionado por centros culturales de mi país para ir a su
encuentro. Acepté, porque por aquella época me encontraba muy cansado y me venía
bien el alivio de un viaje por ferrocarril. La comisión de la que formaba parte
estaba compuesta por muchas personas, porque miss Incógnita era ya una celebridad
mundial y despertaba profundo interés. También ella venía con un largo cortejo.
Naturalmente, en el tren no pudimos hablar mucho. Solo me acuerdo de la viva atracción
que sentí al verla atravesar el carro, como una soberana, entre las dos filas de
los que habíamos ido a encontrarla, seguida, como fieles cortesanos, de su secretaria
y de otras personas de su séquito, majestuosa, alta, fuerte, dominadora, con paso
largo y rápido, parecido al tranco; con paso extrañamente firme y elástico. Me favorecieron
las circunstancias y hubo de sentarse a mi lado. Tuvo la cortesía de rigor. Hablamos
de sucesos mundiales, de política extranjera, de Estados Unidos, de su arte pictórico…
Parecía la nuestra una conversación de diplomáticos, impersonal, cortesana hasta
el exceso hasta llegar a ser casi una insolencia de salón, fría y orgullosa. Tal
vez aquella mujer venía cansada. De repente sonreía y se iluminaba su rostro; pero
esta sonrisa siempre era prodigada de algún alto señor, que detentaba el poder.
A su llegada a Guatemala, y después que la acompañé hasta el Palace Hotel, nos dejamos
de ver mucho tiempo. A mí me absorbían mis ocupaciones universitarias. A ella su
arte. Parecía que aquella trágica visitante había derrochado su fortuna y pasaba
en Guatemala, por vía de tránsito, mientras conseguía dineros para seguir adelante.
Creí que en nuestra patria faltaría el aire respirable de un gran público y de una
gran cultura para su celebridad; pero se fue quedando. Algo ata en nuestro Istmo
Central a los huéspedes excelsos. Prolongó su estancia en Guatemala. Estableció
una academia de pintura, arrendó y alhajó una vivienda muy presentable, y nos olvidamos
de que era una personalidad mundial, ruidosa, violenta y excesiva. Parecía adormecida.
Tal vez era la edad. Aunque joven aún, ya no estaba en la primera juventud. Tendría
unos treinta años. O la maternidad. Porque traía con ella una preciosa niña, Alicia,
de cinco años, único fruto de su frustrado matrimonio. Seguía siendo bastante bella,
pero con una belleza que no me interesaba. Era demasiado alta para mí. A mí no me
gustaban las mujeres altas. Un día la encontré en la calle y me invitó para acompañarla
al cine. Fui con ella. Hasta entonces había sido para mí indiferente. En aquella
noche empecé a darme cuenta de su terrible atracción, de que era una circe peligrosa
que convertía en bestias o en ángeles a los hombres que la amaban. Esta atracción
allí, en público, no pudo ser muy honda; pero bastó para que me interesase por la
bella mujer. Desde entonces visité su casa, cada mes, con más frecuencia. Tomé la
dulce costumbre de ir a pasar largos ratos a su lado; hasta llegar a visitarla todos
los días a la misma hora.”
–Pero está usted contando
mi propia historia…
–No. La de miss Incógnita.
Prosigo.
“Voy a contarle sencillamente
cómo me atrajo miss Incógnita. Cómo busqué a miss Incógnita. Cómo me hizo mercedes
imponderables miss Incógnita. Cómo necesité para vivir de miss Incógnita.
“Como le iba diciendo,
fui a visitarla todos los días. Pronto mi cuerpo salía por la puerta de su casa,
al transcurrir el breve tiempo concebido a las diarias entrevistas; pero mi corazón
quedaba adentro. Me iba a esperar la hora propicia para volver a verla. Y ya lejos
de ella seguía viviendo para ella. Y trabajaba para ella, porque al trabajar me
preguntaba si miss Incógnita gustaría de mi obra…”
–Pero estaba usted sencillamente
enamorado de miss Incógnita. ¡Qué modo de desfigurar la verdad y de complicar la
sencillez!
–Por imposible que le
parezca yo no amaba a Elena –digo– a miss Incógnita, en el sentido que comúnmente
se da a este verbo amar. Mas deje que prosiga. Tomé, decía, el dulce hábito de visitarla
todos los días. Y así empezó el hechizo, porque es la historia de un hechizo la
que yo le voy a referir; y su título puede ser muy bien “El Hechizado”.
“Pronto toda mi vida
tuvo por centro la personalidad de miss Incógnita. Todo estaba subordinado a ella.
Puede en verdad decirse que vivía para ella; pero debe con más propiedad decirse
que vivía por ella; que empezaba a vivir gracias a ella: que mi vida antes de conocerla
más parecía muerte.
“El hechizo, que empezó
casi inmediatamente, a raíz de nuestras primeras entrevistas, fue en aumento día
por día. Cuando llegó a su mayor intensidad, se convirtió en algo tan extraordinario
que a pesar de su difícil expresión merece referirse, porque envuelve la idea de
una gran esperanza y de un gran consuelo para los hombres: la esperanza de que la
dicha bien puede aguardarnos en la mañana de cada día; el consuelo de que no conocemos
sino una pequeña parte de nuestro reino y de nuestras posibilidades: de que cada
momento acaso nos entregue la llave que abre la puerta del paraíso terrenal.
“El turbador influjo
de la presencia de miss Incógnita de tal modo fue cada vez más grande; de tal modo
creció su atracción irresistible, que muchas veces, cuando, en nuestras diarias
entrevistas, se separaba de mí un momento, para cumplir cualquier ocioso y sagrado
rito del culto femenino, quemar una esencia aromada, velar una luz, traer un libro
o asistir a Alicia, yo me sorprendía componiendo y recitando el verso inicial de
una composición que no proseguía nunca y que gemía así suavemente:
Pero si apenas te vas
ya mi corazón te llama.
“Y entonces entreveía
vagamente que miss Incógnita podía ser algo más que la leona, magnífica y terrible,
de su misteriosa signatura: que podía muy bien ser la esfinge de mi primera visión,
pues este símbolo oscuro, este símbolo egipcio del terror y de la voluptuosidad,
era el de un vampiro femenino, que atraía hasta la muerte a sus víctimas, y que,
a pesar de ser un mito solar, representaba un demonio maléfico. Y yo, que temía
y adoraba a Elena al mismo tiempo, comprendía que gran parte de mi amor era producido
por mi miedo.”
–¿A Elena otra vez?…
–Digo, a miss Incógnita.
–Una miss Incógnita
que era también una leona como yo…
–Perdone: su terrible
signo me llena de vagas obsesiones.
“Mi divina amiga –le
contaba– pronto me enriqueció tanto la vida, me colmo de tantos dones, que no exageraría
si le dijese que llegué a considerarme como la mitad de mí mismo; y a creer que
la otra mitad era ella. Su opulenta naturaleza artística, llena de sombría magnificencia
y de terrífica belleza, de tal modo estimulaba en mí al creador de arte; su alma
grande de tal modo despertaba mi alma dormida, también grande, y la hacía surgir
de su marasmo; que todas mis posibilidades humanas parecían multiplicarse; y que
cada una de ellas alcanzaba su misteriosa y plena realización. Al mismo tiempo todo
en torno de mí cobraba sentido y crecía en valor. Como ve, el fenómeno consistía
en ese acrecentamiento de la vida que produce todo placer; en una intensidad de
la vida, tal como la que nos da momentáneamente el alcohol, el hashish o cualquier
droga embriagante. Miss Incógnita me abría las puertas de felicidad; pero no con
ganzúa sino con las llaves apropiadas; no me llevaba a paraísos artificiales, sino
al singular paraíso terrenal de que antes hablé.
“Me duelo de expresar
lo inexpresable. ¿Cómo contar lo que no tiene nombre? ¿Cómo referir ahora, en lengua
de los hombres, aquel misterio que por entonces vi encerrado en tantas cosas?, en
los paisajes que no podía admirar si ella no estaba a mi lado; en el pan que me
sabía mejor si lo comía a su mesa; en la música que, si la escuchaba en su presencia,
prolongaba sus melodías hasta más allá de la tierra; en el color que multiplicaban
matices antes no vistos y turbadores a fuerza de belleza insospechada. Yo era más
receptor y, naturalmente, el mundo se agrandaba para mí: la medida de mi vaso había
crecido hasta hacerme recordar aquella frase de Teresa, urgida del amor divino;
y que casi parece que se profana al traerla a este amor humano: Señor, dilataste
mi corazón.
“Y luego, como amor
es sabiduría, yo a su contacto sabía muchas cosas. Sabía el misterio de la oruga
que se arrastra; el del pájaro que vuela; el del árbol que crece; el de la estrella
que pasa; el del brote de la hoja en el seno del árbol; y el de la hojuela tierna
que rompe la tierra; el misterio del loco y el del genio; el de la bestia y el del
ángel; el del dolor y el de la alegría; el de la pena y el del disfrute; el misterio
de las materias embriagantes: el alcohol, el tabaco… y su necesidad… ¿Por qué cansarla
con una lista que tendría que contener el mundo entero?
“Llegué a considerarme
como una bombilla de una lámpara eléctrica. Mi destino era arder e iluminar; pero
ni ardía ni iluminaba; y sin embargo no estaba muerto; aquel filete que creó Edison
y que era como mi misteriosa naturaleza lumínea, no se había roto; pero yacía en
la oscuridad. De pronto unos dedos divinos movían un conmutador invisible, que daba
paso a la corriente misteriosa, y yo me encendía e iluminaba como un sol. La corriente,
el conmutador y los dedos invisibles provenían de ella, la maga celeste, miss Incógnita.
El fluido que encendía las almas era el que animaba su propia vida encendida. Si
ella se iba, yo volvía a mi opaca vida de cristal apagado y a mi pena de recordar
la luz de su presencia.”
–Siga. Estoy ávida de
oírlo. ¡Oh qué divino mito solar está refiriendo!
–¡Encontraba en miss
Incógnita tantas cosas! En ella buscaba, entre otras, un medio artístico, en mi
ciudad natal, mortífero desierto para el arte… ¡Era una naturaleza artística tan
ricamente dotada la de mi amiga!…
–…
–Y luego, la compañía
necesaria. Robinson de una extraña isla desierta, buscaba también en ella alguien
más que un loro y que Domingo para poder hablar, para poder conversar. ¡Oh una conversación
humana! Antes de conocerla me moría de mudez y de sordera. Estaba hambriento de
oír una voz humana. Y más si era una voz de mujer. ¡Qué inefable es la voz de la
mujer! ¡Qué maravillosa es su voz, Elena!
–¿Por qué lo dice?
–Porque me llena de
dulzura.
–¡Cendal!…
–Pero prosigo. ¡Ah!
¿Qué le iba diciendo? A veces me conturba tanto su voz, Elena, que apenas puedo
proseguir. ¡Ah! Sí: ya sé. Contaba que estaba solo, solo hasta la muerte. Desesperadamente
solo. Solo en una isla desierta. Sediento del trato humano. Rodeado únicamente de
animales y de niños. Miss Incógnita era para mí la compañía humana, imprescindible.
Miss Incógnita era un ser de mi altura espiritual y moral. Un ser de mi misma evolución
y de mi misma jerarquía. Un ser hecho a mi imagen y semejanza. Le hubiera perdonado
un crimen. La hubiera buscado aunque fuese homicida o ladrona. Ramera, hubiera seguido
siendo un ser humano en mi terrible soledad. Incendiaria, hubiera besado sus voraces
manos destructoras. Asesina, sus bellas manos cubiertas de sangre…
“Y además de un ser
humano, era algo aún más grande para un hombre: era una mujer…”
–…
–¡Una mujer! Hemos llegado
ya, en nuestra historia, hasta hablar de la mujer… ¡El tema eterno! Todo conduce
a ella, porque es el ápice del mundo. Toda obra de magia no enseña sino el camino
que lleva a la mujer. Aladino es un símbolo. Las mil y una noches lo mismo.
“¿Cuándo sabremos lo
que es una mujer? Todo el tesoro de la cultura humana, toda la civilización, no
ha hecho sino procurar enseñárnoslo. Toda novela, toda obra de arte, toda obra científica,
procura hacérnoslo entender. Y así seguiremos durante siglos, hasta el fin de las
edades, esforzándonos por entender a la mujer. Cuando al fin la entendamos habremos
aprendido la lección final y el mundo ya no tendrá objeto.
“Toda la Historia no
es sino la historia de la redención de la mujer. Empieza en la esclavitud; va emancipándose
poco a poco. Cuando más progresan los pueblos más se la respeta. En nuestros días
ya casi es igual al hombre; después será superior; después su soberana.
–¡Sutil adulador, cuánto
veneno encierran sus palabras perfumadas!
–Miss Incógnita fue
para mí esta Isis desvelada. ¡Oh tesoro de la amistad de una mujer! No me canso
de repetir esta frase, como quien da vueltas a la misma noria, porque no puede libertarse
con un concepto claro. ¿Cómo explicarle lo que yo recibía de miss Incógnita? La
mujer en cada instante de la vida puede hacernos una dádiva infinita. Es la dispensadora
celeste, la dadora suprema, la fuente divina. Es la administradora de esos “tesoros
de mi Padre” de que habló el Cristo. Todas las suyas son dádivas imponderables,
sin sombra de la tierra. Aun en el dolor y en la muerte nos regala. En el dolor
es Verónica. En la muerte, María. Miss Incógnita tenía su regalo siempre pronto
para mí. Su regalo de las horas matinales. Su regalo del mediodía. Su regalo de
la tarde. Su regalo nocturno. Su regalo para la ausencia. El inenarrable regalo
de su presencia.
“Le explicaré a trozos
algunas de estas dádivas para que usted conjeture las demás. Al parecer pequeñas,
para mí encerraban el mundo. Así voy a hablarle de sus continuos cambios de traje.
Miss Incógnita unas veces era verde como la primavera, y otras roja como un crepúsculo
de los trópicos; y otras negra como la noche… Con su traje verde usaba un listón
amarillo en el cabello. Con su traje rojo se ponía un inmenso rubí en el dedo anular.
Con su traje negro ceñía a su garganta un collar de piedras negras. Y con todos
estos trajes vestía un alma nueva…”
–Toda mujer…
–Amiel dijo que cada
estado de alma equivale a un paisaje diferente. Yo le podría decir, recordándolo,
que cada cambio de traje de miss Incógnita equivalía no solo a que adquiriese un
espíritu distinto sino a que me ofreciese un nuevo aspecto de la naturaleza, lleno
de singular magnificencia.
“Otras veces me enseñaba
encajes, telas preciosas, joyas, raras alfombras, objetos únicos que descubría no
sé dónde. Un día me pareció cosa de encantamiento cuando, con ademán misterioso
y andando de puntillas, como quien teme despertar a un niño, me llevó hasta su alcoba.
Allí, en un ángulo escondido, me descubrió cualquier objeto bello; y digo cualquiera,
porque no necesitaba para que yo lo admirase más que estar en su poder.”
–Al fin lo veo a usted
algo ponderado.
–La intimidad de una
mujer entraña un goce turbador. La mujer lleva la divina canasta con todos los dones
de la tierra. Se nos deshace en los labios la melífica pulpa de sus frutos. ¿Comprende
ahora por qué al permitirme disfrutar de su intimidad: al concederme aquella indecible
gracia de penetrar al huerto sellado de su casa, su presente excedía al más regio
que pudo otorgar soberano alguno? Yo vivía agradecido y humilde, como un siervo
regalado con exceso por su señor. El misticismo tiene un aspecto humano y otro angélico,
los dos por naturaleza puros. El misticismo del amor terreno ya sé que está muy
alejado y muy por bajo del misticismo del amor divino; pero los dos son de la misma
esencia. La escala de Jacob principia, así, con eslabones de atracciones humanas,
para acabar en los brazos del padre celestial, que la sostiene. Depurad un amor
cualquiera y empezaréis a subir por ella. ¡Y era tan pura mi amistad por miss Incógnita!…
Yo estoy escribiendo mis moradas humanas, así como Teresa escribió sus moradas divinas.
¡Subsuelos de moradas celestiales!
“Cada vez que entraba
en su casa me parecía profanar algo sagrado. Así es de augusta la intimidad de una
mujer querida. Hubiera deseado descalzarme, como los creyentes en los templos musulmanes.
Guardar silencio. Observar los ritos de un culto desconocido. Saber ostentar los
más puros signos de respeto. Todo esto y algo más fue miss Incógnita para mí. Pero
basta ya. Me resigno a no poder expresar nunca lo que deseaba. ¡Que el tesoro de
la amistad de una mujer quede secreto y sellado, sin más llaves que las del iniciado!
¡Que no se profane nunca la intimidad de una mujer con una revelación antes de tiempo!
–¡Cuántas cosas bellas
pone el genio de la especie en las palabras de los hombres! Puro apetito sexual.
¡Con qué bello poema usted ha envuelto su amor! Su historia es un poema de amor
y nada más…
–Dura es usted hoy,
Elena. Pero no importa. Déjeme proseguir.
“Yo entendí con la amistad
de miss Incógnita la suprema elección que es el amor entre seres superiores; y por
qué no se puede amar más a una sola mujer, con exclusión de otra alguna. El amor
único es un amor total: el cuerpo y el alma. El cuerpo es mercancía de poco precio,
que se vende en muchas tiendas. El alma no se vende jamás. Yo buscaba un alma en
miss Incógnita; y creo haber elegido la mejor parte. Solo que el alma puede entregarse
a todos sin reservas y no se pierde ni se amengua. Es como una llama, más grande
mientras más se comunica y se prodiga. En cambio el cuerpo es prohibición. Pero
no para el profesor Cendal. Aquel bello cuerpo de miss Incógnita pudo haber sido
de cualquiera sin dolerme…
“Y así pasaron los días
para mí, prisionero en la cárcel de un hechizo; paciente de una dolencia divina.
Así compuse mi obra de arte. No era preciso ya que miss Incógnita estuviese inmediatamente
a mi lado para encenderme: bastaba que me conmutase. Me entregué a labores maravillosas.
El mundo volvió a rendírseme en aquella temporada triunfal. Afluyó a mí el dinero,
la fama, el buen éxito, el poder. Y lo mismo le pasaba a Elena. Parecía que juntos
polarizábamos la energía. ¿Comprende? Polarizábamos una fuerza extraña, que era
el substratum arcano de la vida y que se desenvolvía en riqueza, abundancia, poder,
goce, disfrute… Captábamos una fuerza extraña.
“¡Ah, pero usted sabe
que estas cosas no son duraderas! Yo vivía presa de un miedo inenarrable, en medio
de mi goce. No sabía de qué modo propiciar al destino y aplacar a los hados inclementes;
y comprendía que aquella celeste dicha tocaba a su fin. Había robado el licor de
los dioses y tenía que purgar mi crimen…”
–¿Y bien? Ha llegado
usted al momento culminante de su narración…
–Y en él me quedo. No
tengo nada que añadir. ¿No ha comprendido usted que en este mismo instante y a su
lado vivo mi hora triunfal? La vivo, lleno de miedo de que se me arrebate…
–Sí; ya lo sabía. Desde
el principio de su historia. Ya lo interrumpí antes varias veces para decirle que
estaba usted contando mi propia historia, al contar la suya. ¿Por qué esa mistificación
pueril? Miss Incógnita soy yo.
–Sí, usted, Elena.
–Vuelvo a preguntarle,
¿por qué ese velo que ocultaba la verdadera identidad de miss Incógnita?
Sin él me hubiera sido
imposible referirle de qué lejano sitio, en que la menospreciaba a usted, caminé
hasta aprender a quererla y admirarla. Con toda mujer a quien odiamos o menospreciamos
podríamos así, con pies ligeros, hacer este largo recorrido que para en el amor…
Con la peor. Bastaría para ello conocerla…
“Y además, pudor de
amigo… Sin ese velo tampoco hubiera podido explicarle todo lo que es usted para
mí y cuán dulce me es su amistad.
“Fuego que interno sentí
tornó mi alma ardiente y pura
y se apoderó de mí
la divina calentura.
“En mi labor de poeta
yo me sentí tan cansado
como un titán agobiado
por el peso de un planeta.
“Sentí mis miembros estrechos
y aquella angustia distinta
que postra sobre los lechos
a las mujeres encinta.
“Y hasta los locos intentos
y hasta los antojos varios
con que asimilé elementos
a mi labor necesarios.
“Sentí masculina urgencia
y femenina ternura
y fecundé con violencia
y concebí con dulzura.
“Me separé de Elena,
después de mi larga relación, con un acrecentamiento de aquella vaga zozobra de
perderla que era el cruel pago de mi hechizo. Vagamente adivinaba que el hecho de
vaciarla mi corazón precedería inmediatamente a su irreparable pérdida, tal como
sucede con esos amantes que se retratan juntos en el momento en que, sin saberlo,
ya está decretada su separación. O como esos grupos de familias numerosas que fija
una fotografía breves meses antes de que la muerte empiece a segar sus miembros
más queridos. Son extraños signos en la vida de las almas.
“Y entonces, cuando
el sol de mi triunfo estaba en el cenit, y como lo prevía mi alma, iluminada por
el amor, aconteció la desgracia irreparable. Siempre me acordé de aquella hora que
fue la de mi mayor gloria, tan próxima, ay, a la de mi más cruel humillación. Como
acontece siempre en almas como la mía, un amigo había marcado mi perihelio. Las
palabras de un amigo, muy amado, antes irreductible y que ahora se me rendía, me
daban la victoria, cuando llegó el dolor.
¿Cómo fue aquel hecho
arcano e inevitable? Fui como de costumbre, aquella tarde, una hora después de la
de mi dicha, a visitar a mi temerosa Elena, y la encontré irritada e intratable.
Ya mi pobre alma guardaba las cicatrices de heridas anteriores, causadas por sus
garras lacerantes, pero hasta entonces había sido apenas un juguete para la gran
felina. Aquella tarde infausta tiró a herir con saña. Por cualquier motivo obscuro
de pronto me clavó nuevamente las garras implacables. Esta vez estaba decretada
mi muerte, y fue mortal la herida. Sus frases desgarrantes me obligaron a alejarme
de ella para siempre. Sus hirientes palabras me mataron. Cada vocablo castellano
se volvía en su boca un diente cruel. Me retiré de su casa decidido a no buscar
ya más su presencia bendita y terrible.
“E iba así, herido de
muerte, vacía la mirada, hacia mi vivienda, cuando me encontré –oh coincidencia
singular– al suave amigo que en la mañana de aquel mismo día me había dado la felicidad.
Se aproximó a mí para felicitarme de nuevo por mi triunfo. Y entonces emprendimos
un paseo, en busca del campo. Al llegar a él, yo sollocé en su pecho:
–Voy herido de muerte.
Es el precio de mi obra. Así los Señores de la Vida llevan, como fieros negociantes,
una contabilidad despiadada. Me llegó el cheque girado contra el futuro, a la hora
de la felicidad, a la hora de recibir. Esta es mi hora de pagar. ¡Y cuán caramente!…
–No sea loco. Usted
está en plena madurez. Usted ha fulgido como un sol últimamente. Su labor social
es insustituible… Como su última obra esperamos muchas más.
–No puede ser. Yo podía
crear cuando estaba completo. Hoy he perdido la mejor mitad de mí mismo. He perdido
a Elena. Usted sabe que sin su colaboración me es imposible producir mi obra de
arte.
–Imposible? ¿Está usted
seguro? ¿No es víctima de la ilusión producida por un genio maléfico?
–No. Mi pena ha sido
tan grande en este día de prueba que ha socavado la tierra hasta profundidades inescrutables.
Allí ha edificado los cimientos de una arquitectura de la angustia. Lo que quiere
decir que mi dolor se ha trasmutado en conocimiento, y que ya sé cómo nacen los
hijos espirituales a la vida del arte.
–Diga.
–Así como para que nazca
un hijo en el plano físico es necesaria la unión de un hombre y de una mujer, por
aleatoria y momentánea que parezca, así para que surja la obra bella, el hijo del
espíritu, es también necesario el enlace de dos almas de sexo diferente. Y sin esta
unión ninguna labor artística puede alcanzar la inefable vida del arte.
–¿Entonces, la Mona
Lisa, los caprichos de Goya, las preciosidades de Benvenuto, la obra alargada del
Greco, la Divina comedia, cruel y luminosa?…
–Fueron el fruto de
la unión de Leonardo, de Goya, de Cellini, del Greco, de Dante con otras tantas
almas femeninas…
“Habría que investigar
esta genealogía de la obra de arte. Y así en el mundo científico y en todo orden
de cosas. Los esposos Curie nos dan el ejemplo. Él no podía comer otro pan que el
amasado por su compañera. Para cuántos hombres de genio existe esta dependencia,
esta limitación del amor. Cuando la compañera falta y ya no puede amasarles el pan
cotidiano, se dejan morir de hambre.
“¿En qué alma de mujer,
caprichosamente deformada, depositó Goya sus extrañas visiones? ¿Qué alma cruel
e iluminada de mujer recibió la Divina comedia? ¿Qué alma beatíficamente
serena y llena de gracia, qué armoniosa alma de mujer fue un seno para la Gioconda?
“¿Qué implacable alma
de mujer colaboró, maleable y preciosa como el oro, dura y luminosa como el diamante,
con Cellini? ¿Quién tiraría del alma alargada de la mujer que acompañó al Greco?
¿Qué alma femenina, visionaria y alucinada, se embriagó con Poe? Elena era mi Beatriz
y mi Laura. Ida, estoy muerto. Mi genio está perdido.
“Yo, momentos, hace,
pensaba: el hombre es la mitad de sí mismo; la otra mitad es la mujer. Acaso hay
que buscar un concepto más exacto.
“Emerson dijo, ¡cuán
sabiamente!: ‘El hombre es la mitad de sí mismo; la otra mitad es su expresión’.
Pero como para su expresión necesita de la mujer, volvamos a la trinidad, de la
que no podemos prescindir, y digamos: el hombre es una tercera parte de sí mismo;
otra tercera es la mujer, y la otra el hijo. ¡Oh esposa del Espíritu Santo!
“¿Cómo materializarme
aquí lo necesario, sin acudir a una grosera imagen? ¿Cómo decirle, sin ofenderlo
y ofenderla, que Elena era para mí la matriz mental? Juntos los dos –los dos artistas–
concebíamos seres maravillosos. De aquella unión de las almas nacían los hijos del
espíritu. Para esto también nos es necesaria la mujer.”
–…
–Se producía una divina
alquimia… Y una química celeste. Yo necesitaba aquel rojo subido del alma de Elena
para colorear mi alma pálida. Y los dones de extrañas materias, que solo en su terreno
podía encontrar, y que eran mi cotidiano alimento. Como una invisible paloma, mi
alma venía a comer en sus manos granos de ilusión y de ensueño. Así, encendido por
su llameante corazón de mujer, pude de nuevo crear mi obra de arte. También el artista
es un mago. También, como una parturienta celeste, cae en el lecho del dolor y necesita
el comadreo del espíritu. La mujer se lo da. Para aquel su hijo divino necesita
la asistencia de lo desconocido. La mujer se lo da. Yo no he podido ser genial porque
ninguna mujer me ha amado lo bastante como para ayudarme en el trance de mi maternidad…
–¡Qué sublimes horrores
dice usted!
–El cosmos es también
una mujer. La materia es una mujer. El mundo surgió de la luz –elemento masculino–
cuando brillaba sobre el haz de las aguas –elemento femenino–. Para poder crear
en alguna forma tenemos que volvernos femeninos.
–Feminidad horrenda.
Parece que vacila su sexo.
–Vacila en todo artista.
Esa parte de mujer a que me refiero nada resta a nuestra masculinidad; pero yo no
puedo explicarle más esto por ahora. Elena, maga celeste, me dio todo lo que he
enumerado. Así toda mujer puede enriquecer al hombre. La única condición exigida
es que medie entre ambos el amor.
“Pero para mí el amor
está perdido.
“Y ahora, sin Elena,
regreso a mi mudez, torno a mi sordera, vuelvo a perder los ojos…
“Alfonso, discreto amigo,
que conocía a Elena y que me conocía a mí, aceptó lo inevitable.
“–¡Oh, qué dolor! –proseguí–
vivo, vuelvo a mi muerte; creador, vuelvo a mi esterilidad; gozoso, vuelvo a mi
dolor. Usted sabe que sin ella no puedo vivir…
“Y Alfonso, que se afligía
porque no podía consolar mi angustia de muerte, dejó de verme y fijó sus ojos en
la obscuridad circundante, como pidiendo auxilio. De pronto surgió del silencio
exterior el sonido de un auto que se acercaba. Entonces Alfonso vio a su derecha
y dijo:
“–¡Sus! Mire. Ahí va
Elena…
“Y a pesar de la penumbra,
distinguimos el regio carro amarillo de la leona.
“La noche había cerrado
y por eso Elena abandonaba su inacción. Pasaba en su raudo coche, con las luces
encendidas y sus ojos aun más lucientes en la oscuridad. Estábamos en los alrededores
de la metrópoli y ella pronto los salvó para internarse en el campo libre. Me pareció
que al pasar sonreía, extraña, cruelmente, en la sombra.
“Sollocé, cobarde, mientras
desfallecía en brazos de mi amigo, que se apresuró a sostenerme, y balbuceé, como
si me pudiese oír, apretando las manos contra el pecho y pensando en todo lo que
moría conmigo; en toda la obra de que me encontraba lleno, en mis hijos espirituales,
nonatos, pero de los que ya me sentía henchido:
“–¡Piedad para las cosas
que llevo aquí conmigo!
“Inútil ruego en la
noche, inclemente y sorda.
“Elena, la nocturna
cazadora, que solo hace su presa en las tinieblas, corría hacia los espacios abiertos,
llevando mi alma despedazada entre sus fauces sangrientas…”
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