Inés Arredondo
A Carlos
I
Aunque iban a la misma escuela, Pepe Rojas y Feliciano Larrea nunca fueron
amigos, lo cual no deja de ser extraño, aunque, pensándolo bien, la misma causa
que hubiera debido unirlos era la que los separaba, pues ambos sufrían el mismo
tipo de cuchufletas e insultos. Feliciano callaba a las horas de recreo apoyado
en una columna del patio, recibiendo las imprecaciones inmóvil, apenas con un ligero
parpadeo. Pepe se metía en cualquier salón mal cerrado y se ponía a dibujar; procuraba
no encontrarse con nadie, y que no descubrieran su escondite, y cuando recibía un
“joto” o un “mariquita” a la pasada, sonreía tontamente y se escurría lo más rápido
que le era posible. Ninguno de los dos, ni los otros niños, comprendían exactamente
a qué se referían con aquellas agresiones. Sólo cuando los condiscípulos miraban
los amaneramientos de uno y de otro, se daban cuenta de que en algo eran diferentes
a los demás.
Los maestros no intervenían, y para los chicos era un
suplicio ir a la escuela. Pepe, alegre, se desquitaba de sus amarguras tocando el
piano y jugando con sus dos hermanas menores. No tenía padre, pues éste había muerto
cuando él tenía poco más de tres años. Decía que lo recordaba, pero más bien reconstruía
su cara gracias a la gran fotografía de la sala y a otras colocadas por toda la
casa. Su madre era tan inocente que no veía diferencia entre su hijo y los hijos
de los demás.
Tenían, además del afeminamiento, otra cosa en común:
la música. Josefa Unanue les daba clases de piano y eran sus alumnos preferidos.
Ella le hablaba a uno de los avances del otro casi sin querer, porque estaba entusiasmada
con lo que iban adelantando ambos. Eran pequeños, pero estudiosos, y, según ella,
estaban extraordinariamente dotados.
Estaban en quinto año cuando Feliciano enfermó de derrames
biliares y no fue más por el colegio. En cambio, Pepe cerró su primaria con muy
altas calificaciones y a él y a su madre les extrañó mucho que no lo llamaran al
proscenio del teatro, en donde se hacía la ceremonia escolar de fin de cursos, para
premiarlo.
Feliciano tomaba clases particulares en su casa por
decisión de su madre y con gran disgusto de su padre. Así llegó al bachillerato.
Un día, en que, intempestivamente, entró don Feliciano
Larrea padre a su casa, Josefa Unanue lo llamó con cortesía y gracia a que pasara
a la sala a escuchar a su hijo tocar nada menos que la Sonata Opus 111 de Beethoven.
El padre gritó:
–¡Lo que quisiera sería oír una voz fuerte en la fábrica!
Josefa se disculpó y fue a abrazar a Feliciano, que
temblaba como una hoja. Esa tarde tuvo fiebre. Desde aquel día se cuidó de que su
padre lo oyera hacer sonar una sola nota.
El nuevo ataque biliar le impidió seguir tomando sus
clases normales, pero no levantarse a hurtadillas aunque fuera para tocar unas escalas.
Era incomprensible cómo aquel cuerpo enteco y ahora debilitado, podía sacar notas
tan fuertes y acordes tan sonoros. La madre lo ayudaba a volver a la cama cuando
comprendía, por cómo pulsaba el instrumento, que estaba agotado.
En cambio, Pepe Rojas era inmensamente feliz. Convenció
con facilidad a doña Rosario de que él no podía atender la tienda tan bien como
ella, y que en cambio, a pesar de su edad, llevaría la casa y se haría cargo de
sus hermanas, quitándole así un peso muy fuerte. La madre consintió y, desde que
salió de la primaria, Pepe se entendió con gasto, criadas, tarea de sus hermanas
y todo lo que hiciera falta. Pero el piano, y después el órgano, eran su ocupación
principal, aunque él lo disimulara todo lo que podía.
Aprendió a cocinar y el jardín de su casa era famoso
por las rosas que daba. Doña Rosario de Rojas recibía complacida los halagos y las
peticiones de flores, y Pepe las cultivaba con suma delicadeza y con el mismo amor
con el que ponía en atender plantas más humildes.
Sus hermanas crecieron y se fueron a ayudar a su madre
en la tienda. Cuando había santos o cumpleaños de las muchachas, Pepe tocaba alegres
tonadas para que aprendieran a bailar unas con otras.
Josefa Unanue lo adoraba, y le enseñó todo lo que pudo
y supo durante toda su vida, que fue larga.
Siempre le hablaba con gran entusiasmo de los avances
de Feliciano, de su sed de lecturas, de su estar muy por encima de lo que estaban
los chicos de su edad en cualquier parte del mundo. Pepe la escuchaba con gusto
y ni una sombra de envidia nubló su admiración vicaria por su antiguo condiscípulo.
En cambio, Feliciano envidiaba a Pepe su órgano, pero
no lo decía a su maestra. Aparte del afeminamiento y de la música había dos cosas
en común entre Pepe y Feliciano: no tenían amigos y nunca salían a la calle. Nadie
parecía extrañarse por ello.
Las Rojas y las Larrea se visitaban con frecuencia,
pero no llevaban a los niños, y después a los adolescentes, a esas visitas.
Los Larrea tenían también dos hijas y un hijo, nada
más que, en su caso, el hijo era el menor. Laura y Beatriz, muy jovencitas, iban
a casarse pronto a entera satisfacción de los familiares de las dos parejas, cuando
Josefa Unanue pidió hablar con toda la familia. Aquello pareció extraño, pero un
viernes por la noche la invitaron a cenar.
Josefa se presentó con un vestido de moiré color rosa
té, elegantísimo, pero demasiado juvenil para su edad; era uno de los trajes que
había traído de Europa hacía ya cinco o veinte años, ¿quién lo hubiera podido decir?,
parecía que siempre había vivido allí, formando parte de la pequeña sociedad del
pueblo. Sus maneras y su arreglo, por estar pasados de moda, parecían más refinados
y elegantes. Se comportó con una desenvoltura y un aplomo desusados en la maestra
de piano que todos conocían. Les hizo sentir no solamente que eran de la misma clase,
sino que ella era de una clase superior y tenía una autoridad especial. Conversó
y sonrió con gusto, comió con parquedad y al llegar a los postres dijo claramente:
–Quiero que hagamos un brindis.
Todos fijaron sus ojos en ella y levantaron sus copas.
Josefa se puso de pie.
–Brindo por Feliciano Larrea, que será, con la ayuda
de ustedes, uno de los más grandes pianistas de nuestro tiempo.
El brindis quedó en el aire, y ante las copas que nadie
se había llevado a los labios, Josefa continuó:
–Todo mi conocimiento de concertista, y un poco más,
posee ya Feliciano. Sus facultades no se pueden medir. Es necesario que vaya a Viena
y a París a perfeccionarse.
Y lentamente se llevó la copa a los labios y tomó un
sorbo, en medio de la inmovilidad y el silencio de todos los comensales, unos segundos
suspendidos en la espera. La respuesta llegó por boca de don Feliciano:
–¿Pero qué se ha creído usted?, ¿que puede venir y dar
órdenes en mi casa? Feliciano irá a la fábrica, así se muera.
–¿Así se muera? –saltó doña Ana, la madre–. A Feliciano
lo único que le importa para vivir es el piano, y si Josefa cree que allí está su
futuro yo también lo creo. Él no se parece en nada a ti ni tiene por qué morir,
sí, ¡morir! en tu maldita fábrica. Feliciano irá a Viena; de eso me encargo yo.
–Haz lo que quieras con tu… monigote. A mí no me sirve.
Yo necesito hombres, como estos muchachos, que pronto serán mis hijos. Pero no esperes
de mí ni un solo centavo.
Se hizo un silencio total. Por fin se escuchó el crujir
del mantel y el arañar de la mesa, que hacía, con sus poderosas manos, Feliciano.
El silencio era como un cilicio que los lastimaba a todos.
Doña Ana sonrió radiante, se levantó lentamente, alzó
la barbilla y la copa, y se dirigió a Feliciano:
–Por ti, hijo, por tu carrera.
Luego se volvió hacia Josefa y también brindó:
–Por el gran pianista Feliciano Larrea.
Las dos mujeres sonrieron entre sueños y bebieron de
su copa. Luego doña Ana, cuando posaba lentamente la suya sobre la mesa, fue diciendo
con palabras claras y pausadas, mientras mantenía los ojos bajos:
–Tengo derecho a mi dote y a sus beneficios. Con eso
será suficiente.
Don Feliciano tartamudeó:
–¿Una separación?
Ella posó su mano sobre el antebrazo de él:
–En los mejores términos.
Poniéndose de pie dio por terminada la cena, y, en vista
de las circunstancias, la reunión.
Esa noche, insomne y con fiebre, Feliciano pudo oír
la voz alta y colérica de su padre. Una frase se le quedó grabada con fuego en la
mente: “No vas a dejarme por ese marica, por ese homosexual…”
No conocía la palabra, pero supo que ella sellaba su
destino.
La doble boda fue un acontecimiento para todo el pueblo.
Sabían que desde la gran perla al más insignificante encaje, todo estaría perfectamente
calculado y en su sitio. Además, se habían extendido los más diferentes rumores
acerca del rompimiento del matrimonio Larrea, y unos decían que, posiblemente, si
iba el padre no asistiría la madre o a la inversa. Se tomaba partido por uno o por
otro sin conocer bien el motivo de la ruptura; sabían que había sido por el hijo,
pero no se comprendía la causa. Quería ser un gran pianista, y eso, ¿qué era? Nadie
sabía explicar cómo era, cómo vivía, qué hacía, en fin, lo que era un gran pianista.
Además, había curiosidad por ver al muchacho, pues nadie parecía conocerlo o recordarlo.
En la casa de los Larrea, de las modistas y de los amigos,
se hacían toda clase de preparativos, desde las faldillas y las alhajas hasta el
cuidado menú para el banquete.
Sólo Ana Larrea mantenía la calma sin dejar, sin embargo,
de afinar todos los detalles.
Había mandado llamar, con meses de anticipación, a Josefa
Unanue.
–Dígame qué se tocará y quién tocará el órgano el día
de la boda. El organista de la Catedral no es bueno. ¿Podría usted reemplazarlo
ese día?
Josefa se turbó intensamente. “Sí… se podrían tocar
trozos de la Gran misa”, y ella había tocado el órgano cuando estudiaba…
pero hacía tanto de eso. Claro, claro, comprendía que Feliciano no podía hacerlo,
no sólo por no estar familiarizado con el instrumento sino porque después de lo
sucedido, exhibirse en público como ejecutante lastimaría a su padre… ella lo pensaría…
pero, ¿quién, quién?…
–Pepe Rojas. Feliciano me ha contado todo lo que usted
le ha dicho de la manera espléndida con que ejecuta ese instrumento. Chayito me
platicó también sobre eso; me dijo que desde que llegó el órgano, hará de esto diez
años, y Pepe puso las manos sobre el teclado, pareció que lo había tocado durante
toda su vida.
–Lo sé, ya pensé en ello, pero Pepe no querrá: no sabe,
le tiene miedo a la gente, tiene miedo de…
–Sí, también él… quiero decir que tampoco él hace una
vida normal, pero detrás del inmenso órgano nadie lo verá y él podrá gozar de resonancias
que nunca ha escuchado. Dígale eso, que no es lo mismo un órgano que otro y que
la acústica de su sala no puede compararse con la de la Catedral. Dará un concierto
espléndido sin que nadie lo vea. Que no lo sepa nadie, ni Feliciano; ya se lo diremos
después.
Josefa se entusiasmó ante las razones de doña Ana y
supo infundir su entusiasmo, muy hondo, en el espíritu de Pepe, quien trabajó de
día y de noche sobre la partitura y ensayando sin tregua la Gran misa de
Beethoven que serviría de marco a la ceremonia.
Con un traje cualquiera salió Feliciano sigilosamente
de su casa el día de la boda. En su cuarto quedó colgado el jaqué que le habían
mandado hacer.
La iglesia estaba casi desierta a las cinco de la mañana.
Comenzaba a amanecer, pero en el interior aún era de noche y las velas iluminaban
fantasmagóricamente las paredes y los nichos de la Catedral. Eran las misas de los
pobres. A las doce del día, cuando el sol estuviera en el cenit y sonara la marcha
nupcial, estarían encendidas todas las grandes arañas. Feliciano sonrió al pensarlo.
A seis misas asistió esa mañana, pegado a la capilla
del Sagrario.
Vio cómo la gente besaba el suelo y sobaba las imágenes
de los santos. En el oratorio de su madre, donde oficiaba el padre Benito, no sucedía
nada de eso… El oratorio de su madre… cuando él era chico no existía, ahora recordó
que al levantarse de las fiebres biliosas, temeroso sobre sus piernas inseguras
y temblando de debilidad, lo primero que doña Ana lo hizo hacer fue ir a dar gracias
a un lugar nuevo, construido al fondo del gran jardín. Eso fue cuando tenía diez
u once años… ¿Ya su madre se avergonzaba de él? ¿Hasta para ejercer la religión?
Y para sentirlo sano, durante su mal había ideado separarlo de los demás. Aún en
su esperanza desconsolada pensó en eso. Un dolor agudo, como de hielo, lo traspasó.
Sabía que su padre hubiera preferido que muriera en aquellas crisis, pero nunca
había dudado del amor y del orgullo que creyó que su madre había sentido por él…
Pero ahora ella lo dejaba todo, todo, por acompañarlo, por guiarlo, por servirle
de enfermera y promotora… ¿No era muy extraño? Tal vez quería ver mundo, separarse
de su marido y él no era más que un pretexto, un muñeco que se agita frente a la
cara enemiga para humillarla más. Su madre humillaba a su padre prefiriéndolo a
él. Eso era lo que sucedía.
Y Dios, ¿dónde estaba Dios que permitía tanta ignominia?,
¿cómo era ese Dios que a él le mostraban justo y placentero, para aquellos miserables
que se humillaban en su presencia?, ¿qué hacía por ellos?, ¿qué hacía por él?
Los ritos y los cantos enfebrecieron aún más la mente
de Feliciano y se sintió fuera de todo contacto humano o divino. Pecador sin pecado,
vergüenza de todos sin haber hecho nada malo. Rodando como un ovillo se refugió
a la sombra del Santísimo, e, invisible, dejó pasar las horas sumido en el más profundo
desamparo. Fue peor que una larga noche de fiebre biliosa. Tal vez las peores horas
de su vida: acosado por todos, torpe, indefenso; acusado e inocente, pero mil veces
culpable de un pecado que todavía no había cometido. Que quizá no cometería nunca.
Era simplemente culpable de ser el que era. Bañado en sudor frío comprendió que,
hasta el día de su muerte, él sería la carga y la vergüenza de sí mismo.
No se dio cuenta de que la iglesia estaba sola, con
las puertas cerradas, y el sacristán y los monaguillos barrían y trapeaban cuidadosa
y apresuradamente todo el templo, jalando bancas y reclinatorios y volviéndolos
a acomodar; no se dio cuenta hasta que un chiquillo, un mocoso, se le paró enfrente
con ojos fieros y le gritó:
–¡Eh, tú!, ¿qué haces ahí?, ¿viniste a robar?
Estaba entumecido. No se podía mover, y no contestó.
El otro, al ver sus ojos extraviados, le volvió la espalda murmurando no sabía qué
cosas, pero estaba seguro de que eran acusaciones de sacrilegio. Más confuso y avergonzado
comenzó a moverse, sin saber a dónde ir, porque temía que el chiquillo fuera a acusarlo
y lo fueran a buscar.
Salió titubeante y se encontró con una iglesia transformada
y que olía a rosas y jazmines. Los cirios y las flores eran blancas, blancas las
cubiertas de los cuatro reclinatorios pegados al presbiterio, blancas las guirnaldas
que había a los lados del ancho corredor central y que separaban al público de lo
que sería el cortejo. Todo era paz y pureza, y se arrodilló conmovido. Vio acercarse
al padre Benito, seguido del monaguillo que casi gritaba:
–¡Es él! ¡Es él!
El padre Benito se acercó y le dijo:
–Por tu actitud veo que todo ha quedado como tu querida
madrecita deseaba. Ve y díselo. Que Dios te acompañe.
Feliciano farfulló cualquier cosa y caminó hacia la
puerta principal como si estuviera abierta. Allí se quedó tras el cancel. Cinco
eternos minutos después se asomó a una iglesia hermosamente vacía.
De pronto el silencio se hizo más sobrecogedor y luego
un acorde perfecto, en si bemol, que bajaba del coro, lo obligó a sentarse en la
última fila, inmóvil: arpegios, escalas, pequeñas variaciones sobre uno o dos acordes.
Alguien probaba el órgano con suavidad, y un poder intenso doblegaba al monumental
instrumento pasando de las partes de los arpegios a los acordes; manejaba los registros
a su completo antojo, y luego, de pronto, el Claro de luna de Schubert, y
sin tomar aliento la Toccata y fuga en re, La Dórica de Bach, pero no, no
fue ése el final, siguieron Buxtehude y otros autores que no pudo identificar… la
música caía sobre él como desde el cielo, dejándolo anonadado, sin pensamiento,
sin imágenes ni recuerdos, pura y sencilla como el amanecer. Aunque hubiera pasajes
áridos o dramáticos, la calidez del órgano llenaba todo aquello que pudiera parecer
extraviado. Los fortes eran capaces de enloquecer, y los pianissimos
de hacer de uno la cosa más humilde del mundo.
Feliciano no sabía quién era, dónde estaba. Con la cabeza
entre las manos permaneció escuchando, una, dos, ¿o tres horas? De golpe calló el
órgano. Feliciano levantó la cabeza, ¿qué era aquello?…
El sacristán abría las puertas laterales por las que
ya entraba la luz madura del mediodía. Vio cómo la gente se precipitaba apenas abiertas
a tomar buenos lugares. No comprendía tanta locura.
Se quedó sentado donde estaba, ordenando lo ocurrido
aquella mañana. Era imposible que él fuera tan culpable. Era imposible que alguien
a quien no conocía tocara el órgano de la manera en que lo hacía. Era la boda de
sus hermanas. ¡Dios Santo! Tanto en tan poco tiempo. No eran aún las doce.
A codazos, a empellones, de prisa, de prisa, llegó hasta
las gradas del presbiterio. Ahí se sentó, de cara al coro. “¿Cómo se escuchará desde
aquí?”
El cortejo entró al son de la marcha nupcial de Mendelssohn
y hubo un tropiezo en el órgano. “¡Por favor!”: el cortejo siguió avanzando. Sus
hermanas y su madre, en el esplendor de su belleza, tenían un notable parecido que,
hasta entonces, para él había pasado inadvertido. Sus padres y sus cuñados, y los
padres de los cuñados, todos pertenecían a una familia y a una clase social que
no eran las suyas.
Cuando el obispo hubo terminado la ceremonia nupcial
y subía las gradas hacia el altar, doña Ana reconoció a su hijo y le hizo una seña
entre alegre y amenazadora con el abanico. Feliciano se sintió mejor.
Estaba sentado en el extremo de la grada, de perfil
al altar donde se oficiaba. De pronto, al llegar al Kirie una música suavísima
comenzó a elevarse. El desconocido tocaba algo que le era ajeno, produciendo en
el órgano voces de tenor, de soprano, de coro, hasta de timbales. ¿Cómo podía hacer
aquello? Y otra vez la dulzura y hasta el silencio, para terminar en un gran final
que no parecía terminar nunca, un final que comenzaba y volvía a comenzar. Kirie
eleison con voz apagada decían claramente las notas y otras, con gloria inusitada,
ensordecían al volver a subir. A subir, a subir, hasta que el Kirie terminó.
No había coro, no había orquesta, pero en los oídos
de Feliciano sonaban todos. El Gloria, magnífico, se sostenía con la misma
fuerza y sensibilidad en los pianos y los fuertes; era un canto de entrega completa.
El Credo lo dejó confundido; rotundo en el enunciado,
con fe enorme en lo postulado al principio, a ratos se hacía íntimo como si no hablara
del Credo únicamente. Había en él algo más, tal vez eran delirantes comentarios
del alma dolorida durante la pasión y la crucifixión. ¿Quizá una duda amorosa sobre
la divinidad del crucificado? ¿Tal vez únicamente el pasmo por su hermosura? Y luego
los silencios. ¿Qué significaban? La vuelta a la fe contundente y sin fisuras volvía…
pero de nuevo el silencio y las voces en alto. ¿Inquiriendo?… ¿Asintiendo?… Una
fe que se iba gestando en secreto, hasta estar segura antes de proclamarse a grandes
voces. Pero aun así, al terminar el Credo, el creyente lo hacía en voz baja,
apenas audible, hasta descender, desfalleciente, en un posible amén casi
imperceptible.
Feliciano veía entre nubes el fastuoso rito religioso,
sabido y ahora nuevo. Esta misa pontificial de sus hermanas era lo más maravilloso
que había acontecido en su vida. Se volvió a mirar a su familia y allegados y los
encontró inmóviles y bellísimos. Luego recorrió con los ojos al público de la catedral:
sintió el calor, el fervor con que estaban viendo y escuchando. Una magia viva se
cernía sobre todos y el mundo era hermoso
El Sanctus, comenzado apenas de una manera patética,
se convertía incomprensiblemente en un coro de niños que jugaban a adorar al Señor,
y luego se continuaba con una especie de cadenza indefinida, dulce y melancólica,
para encontrarse con dos voces que no se sabe si imploran a solas o se hablan y
se contestan, pero que de algún modo buscan lo mismo, hasta irlo musitando poco
a poco con un preludio que van enriqueciendo. La hostia se eleva acompañada de un
único violín y voces que quedamente son sus cómplices. La paz de los campos se extiende
en la comunión, y millones de campesinos bendicen la gloria del Dios vivo.
Feliciano, de rodillas, apenas podía contener las lágrimas
de felicidad que le producía estar en presencia del Señor.
Pero llegó el Agnus y con él el Miserere,
tocado a dos voces, una aguda, como la de él y la otra de barítono, como la quisiera
tener. La súplica de misericordia no era arrastrada y vil, como en otras composiciones
sino de sincero dolor y arrepentimiento. Él tenía de qué dolerse, por qué pedir
que se le quitara el pecado latente. Él sabía lo que era ser un miserable,
por eso se sentía expresado en las frases largas en que hacía lento el momento:
“que quitas todos los pecados del mundo, perdónanos Señor”… “El mío no puede quitarlo”,
quiso gritar.
Feliciano sintió que la indignación le subía a las mejillas
y una rebelión interna, enorme, lo hizo ponerse de pie; blanco de ira se quitó como
un manto la gloria de Dios y la tiró a los pies del altar.
No vio el sobresalto de su madre ni las miradas inquisitivas
de invitados y curiosos. Atropellando a la multitud salió al aire libre. Un sol
rudo, implacable, lo esperaba en la calle.
Cuando sonó la última nota de la Marcha nupcial
de Wagner, con la iglesia semivacía, Pepe Rojas se dejó caer sobre los teclados
del órgano y sollozó de felicidad. No había lágrimas en sus ojos, era su pecho que,
como un fuelle, resoplaba y lo estremecía. Pasó un buen rato antes de que pudiera
recobrarse. “Gracias, Dios mío”, “Gracias, Dios mío”, repetía sin cansancio su alma
gozosa. Pero lo que pudo ser el principio de una brillante carrera para José Rojas
lo aplastó sin miramientos don Feliciano Larrea durante el banquete que se daba
a los novios en La Lonja.
Doña Rosarito no cabía en su pequeño cuerpo de gozo.
Esperaba impaciente una felicitación, y al no recibirla inmediatamente pensó que
lo procedente era esperar el momento en que don Feliciano se decidiera a dársela,
seguramente en público, y ¿por qué no? a la hora de los brindis. Temblando de emoción
vio pasar las horas y no pudo tragar bocado. Oía a su alrededor los muchos comentarios
que se hacían sobre la música que se había tocado y todos se preguntaban quién habría
podido ejecutar de esa manera, pues no se podía esperar aquella maravilla del organista
oficial de la Catedral. Ella hubiera querido gritar: “¡Fue mi hijo!”, pero su timidez
le impidió abrir la boca, pues se imaginó ser una gallina clueca gritando por su
pollito; además, la detuvo el orgullo: quería que, delante de todos, don Feliciano
Larrea, desde su alto sitial, consagrara a su Pepe adorado.
Josefa Unanue esperaba lo mismo.
La hora de los brindis llegó y don Feliciano pronunció
sendos discursos para las parejas. Se brindó por cada una de ellas, y ya al calor
del champaña no faltó quien gritara: “Un brindis por el organista”. Don Feliciano
palideció un poco, pero se puso de pie y dijo:
–Nada más justo. Ese talentoso joven puso la nota más
solemne que se dio en la ceremonia de la boda, después de la magnificencia que le
otorgó su ilustrísima, don Leandro Rivera y Mercado. Brindemos por él –levantó la
copa y se la llevó a los labios.
Pero otro impaciente volvió a gritar:
–¿Quién era?, díganos quién era.
Don Feliciano dejó parsimoniosamente la copa sobre la
mesa. Se hizo un gran silencio.
–Es un gran organista extranjero que hice venir exclusivamente
para estas bodas. No está presente porque, ustedes saben, los artistas son gente
extraña que no convive con nosotros los plebeyos –y rio ligeramente.
Se levantó un mundo de comentarios. Don Feliciano parecía
ausente, pensando ya en otra cosa.
Doña Ana se levantó vivamente de su silla y se enfrentó
a su marido, roja de ira.
–Feliciano. ¿Cómo has sido capaz?…
–¿De no invitarlo al banquete?, de ninguna manera hubiera
venido.
–No, no de eso, de no decir la verdad.
–He dicho toda la verdad, querida: un extraño tocó esta
mañana para nosotros y recibirá su paga.
–¿Es ésta su paga?
–No. Será la adecuada. Y ahora haz el favor de calmarte
y evitar un mayor ridículo. Aquí nuestros consuegros ya empiezan a preguntarse si
han emparentado con una mujer medio loca –y riendo se volvió hacia sus más cercanos
comensales.
–¿O no es así? Tanto escándalo por un machacador de
teclas, por bueno que sea.
Los nuevos parientes rieron, forzados, y doña Ana se
marchó al tocador para aplacar su ira.
Dolorosas lágrimas corrían por la cara de doña Rosarito,
que las enjugaba con toda la discreción que le era posible. Chayo, la hija mayor,
no se quería dejar vencer y dijo muy decidida: “Yo voy a decir la verdad”. Pero
doña Rosarito se lo impidió: “¿Lo vas a desmentir? Será tu palabra contra la de
don Feliciano Larrea, y a tu hermano nadie lo conoce y sabes muy bien por qué, como
lo saben todos los que están aquí. Únicamente haríamos el ridículo. Vámonos”.
Josefa, que se había acercado, alcanzó a oír las razones
de doña Rosarito y únicamente pudo agregar: “Yo me voy con ustedes”.
Estas ausencias ni siquiera fueron notadas entre la
algarabía de la fiesta.
Pepe, con todo y lo modesto que era, esperaba con ansiedad,
ya en su casa, una señal, un parabién, y éste lo trajo un mozo en una charola de
plata colmada de los platillos que a esa hora se servían en La Lonja. Aparte de
eso venía una bolsita de terciopelo negro con una tarjeta que decía: “Para un muchacho
de oro estas monedas que heredé de mis antepasados ‘filibusteros’” y la gran firma
de don Feliciano Larrea. Pepe abrió la bolsa con curiosidad y se encontró con diez
bellos y relucientes doblones de oro. Lleno de contento leyó y releyó el recado:
“un muchacho de oro”; nunca le habían dicho nada tan bonito, y viniendo de quien
venía…
Comió y bebió contento “a la salud de los novios”. Benditos
novios que le habían traído tantas satisfacciones.
En una ciudad que tenía cuando mucho doce manzanas por
treinta, contando los arrabales, todo quedaba tan cerca que, por ejemplo, entre
los Rojas y los Larrea había cuadra y media de distancia; lo mismo sucedía con La
Lonja. Así que, bajo el sol abrasador de las cuatro de la tarde, las Rojas y Josefa
tuvieron que dar varias vueltas a la manzana para calmarse y que los enrojecidos
ojos de doña Rosarito se aclararan un poco.
Cuando por fin llegaron a la casa, doña Rosarito llamó,
en lugar de abrir con su llave: había que tomarse el mayor tiempo posible. Pero
no hubo tiempo: Pepe estaba al acecho y abrió estrepitosamente, con los brazos extendidos.
Levantó a su madre del piso de la acera y la metió en vilo a la casa:
–Lo hicimos madre, lo hicimos.
Doña Rosarito se colgó con los brazos de su cuello y
comenzó a sollozar. Él la puso en el suelo y levantándole la barbilla le preguntó:
–¿Cree usted que el que todo haya salido bien es para
llorar?
–No, hijo, no, es la emoción.
Las dos hermanas y la maestra cayeron sobre él abrazándolo
y besándolo.
–¿Salió bien de veras, doña Josefa?
–Te salió magnífico, insuperable, sobre todo si tomamos
en cuenta que nunca lo has oído tocar con orquesta.
–Bueno, pero con la partitura…
–Tocaste instrumentos que ni siquiera has visto.
–Sí, en sus ilustraciones –rio Pepe.
Fueron entrando a la casa hablando de las diferentes
partes de la ejecución, y de la ejecución misma. Ya sentados, estuvieron largo rato
hablando sólo de música, hasta que Chayito exclamó:
–¡Le gustó muchísimo a la gente! En La Lonja todos,
todos hablaron de la música.
–¡Ah! ¿Sí? Pues yo les tengo una sorpresa. Viene de
don Feliciano Larrea.
Las cuatro mujeres se quedaron pasmadas.
–Sí, me mandó la mitad del banquete y vino del mejor
y… esto –dijo con gran satisfacción mostrándoles la bolsa y la tarjeta.
Las cuatro leyeron la tarjeta y los doblones rodaron
por el suelo.
Al alegre tintineo del oro, siguió un silencio cenagoso,
largo.
–¿Qué pasa? ¿Hay algo malo en esto? –preguntó Pepe,
azorado.
–Él es el filibustero –le contestó Josefa con dureza.
–¿Por qué?
Doña Rosarito, entre lágrimas, le relató lo sucedido.
–¿Así que nadie sabe que fui yo?
–No, pero hay alguien que tiene que saberlo –dijo Josefa
con decisión. Se despidió rápidamente y salió.
Feliciano estaba tirado, despatarrado, con las ropas
en desorden, entregado a su crisis religiosa. La música que había escuchado era
parte integrante de esta crisis. ¿Por qué ese Credo tan secreto? ¿Por qué
ese Miserere tan doloroso? ¿O era que solamente para él habían sido así por
su estado de ánimo anterior? Sí, había dudado de todo, hasta del amor de su madre,
de su entrega a él que tanto lo había enorgullecido, que tanto aliento le había
dado la noche de aquella cena. ¿Y Dios? Cada vez que su pensamiento lo tocaba era
tocar en una llaga abierta, donde no cabían las interrogaciones, no por el momento
al menos. Estaba destrozado, inerme, débil.
Las horas eran muy largas y muy cortas a la vez. Cuando
le anunciaron que su maestra de piano preguntaba por él, sintió un gran descanso,
hablaría con alguien y sabría algo que le importaba mucho: qué se había tocado y
quién lo había hecho.
Josefa estaba tan agitada que no quiso lanzar su acusación
a quemarropa y prefirió calmarse contestando pausadamente las preguntas que se le
hacían.
–Fue la Misa solemne de Beethoven. Está escrita
para voces, orquesta y coro. Lo que oíste fue una trascripción para órgano. Ya la
escucharás alguna vez en todo su esplendor.
–Pero si la oí en todo su esplendor. Oí a la soprano,
al tenor, al bajo, la orquesta, los coros, todo.
–Porque tienes muy buen oído y mucha imaginación musical.
–No, si no he escuchado nunca una orquesta, usted lo
sabe. Y hoy la escuché. Nunca han venido por aquí cantantes, y hoy los oí. ¿De quién
es la adaptación?
–Está hecha sobre una transcripción para órgano que
yo tenía, pero ahora que veas las dos versiones, mirarás con claridad que entre
la primera y la segunda hay un abismo: la armonía y…
–Sí, pero, ¿quién?, ¿quién?
–El mismo que tocó el instrumento.
–¿Quién fue?
–Pepe Rojas.
–¿Pepe?… Quiere usted decir… ¿que Pepe tocó esa maravilla
y que él hizo la adaptación?
–Eso mismo.
–Pero cómo, sin haberlo oído nunca.
–Trabajando día y noche sobre la complicadísima partitura,
simplificándola lo más posible para dar una idea remota de la grandeza de la Gran
misa. Contamos con la complicidad del padre Benito, que nos permitió experimentar
y experimentar en el gran órgano, que realmente nunca había sido usado en toda su
capacidad.
–Pero Pepe… Pepe…
–Sí, es un maestro en el órgano ¡y de los grandes! Lástima
que en este pueblo no sepan apreciarlo.
–Pero hoy la gente estaba embelesada con la música;
yo lo vi.
–Sí, hoy pudo ser el día de la consagración de Pepe,
pero tu padre lo impidió. Se avergonzó de él.
–¿Avergonzarse…?, ¿de qué?… ¡Ah, sí, de que es como
yo!… ¿Pero cómo lo hizo?
Josefa no esperaba otra cosa que desahogar su ira. Relató
punto por punto lo ocurrido aquel día. Después comentó con mayores detalles la dificultad
de la empresa que ella y Pepe emprendieron con tan buenos resultados. Terminó entregándole
la partitura original y la que Pepe y ella habían hecho.
–Estúdialas. Te será provechoso. Ahora, me voy.
–Aguarde un momento ¿Está usted segura de que mi padre
obró de esa manera porque Pepe es… como yo?
–¿Qué otra razón puede haber? Si hubiera sido Manuelito
Lizárraga o Pedrito Marcos, ¿no crees que los hubiera proclamado glorias de la ciudad?
Creo incluso que, siendo el gran benefactor que pretende ser, hubiera anunciado
que los becaría en el extranjero o algo así.
–Tiene usted razón… Pepe y yo no podemos ser glorias
de nadie.
–Pero lo son y eso, ni tu padre ni nadie puede evitarlo.
–Pero a Pepe…
–Nadie puede quitarle el triunfo de hoy. Todos lo reconocieron
como un gran organista aun bajo el disfraz de un extranjero. Y déjate de peros:
Pepe triunfó; alguien que entiende lo sabe ahora: tú. Y era lo que él quería, que
alguien lo reconociera. Adiós.
Feliciano volvió a su cama sintiéndose muy mal. Deliraba
con reunir al pueblo y decir la verdad sobre Pepe Rojas. Quería matar a su padre
delante de todos. Él mismo se sentaría al piano y tocaría febrilmente mientras agonizaba
su padre. Pepe saldría entretanto a recibir la ovación del pueblo, en aquel templete
imaginario en el que se impartía justicia…
Un carruaje se detuvo en la puerta de su casa y Feliciano
supo que habían regresado. Tambaleándose pudo llegar al corredor y luego se paró,
cerrando el paso, en el pasillo de entrada. En cuanto vio en el vano de la puerta
la figura gigantesca comenzó a gritar:
–Padre, es usted un cerdo, un cerdo, un cochino cerdo…
En dos zancadas don Feliciano Larrea estuvo frente a
su hijo. Levantó la mano y le dio una bofetada. Feliciano ni siquiera se tambaleó,
cayó redondo a los pies de su padre, quien pasó por encima de su cuerpo sin detenerse
a mirarlo.
II
Los preparativos para el viaje se aceleraron. No era cosa de esperar a que
los dos Felicianos volvieran a verse las caras. Era necesario huir cuanto antes.
–A Pepe, mamá, ¿por qué no nos llevamos a Pepe? Se lo
debemos.
–¿A Pepe?, ¿con nosotros?, ¿contigo?… Lo que dirían
de mí. Ni a Pepe ni a nadie.
La soledad era lo único que quedaba.
Sólo con su madre viajó y estudió Feliciano durante
años. Ella lo acompañaba incluso a las tertulias de los estudiantes de música y
esto provocaba incomodidad y una cierta sospecha maliciosa entre los compañeros
de generación de Feliciano.
Ni aun cuando Ferruccio Busoni desde su altísimo sitial
lo proclamó gran concertista y lo lanzó a la fama y a los viajes, pudo Feliciano
deshacerse de la custodia de su madre.
Viajó primero por Europa y después por el Oriente y
Estados Unidos sin contar nunca con un verdadero amigo. Se olvidó de ello y ¿quizá?
también del amor, condenado a la cadena que lo sujetaba frente al piano como único
medio de expansión. Por eso llegó a ser el mejor pianista del mundo en su momento.
Esto le permitió ganar carretadas de dinero que como
entraban salían, pues en su país había revolución y él era el único sostén de toda
su familia.
Supo que su padre había muerto trágicamente al negarse
a salir de su fábrica de hilados cuando fue incendiada. La fábrica se había desplomado
sobre él, que furiosamente trataba de apagar las llamas con sus manos. Lo supo y
no se conmovió, ni quiso orar junto a su madre por él: hacía tiempo que no rezaba.
También habían saqueado y quemado la tienda de los Rojas,
pero el padre Benito le había dado a Pepe el puesto de organista oficial porque
durante el tiroteo una bala alcanzó al maestro Manuel.
Feliciano, al saberlo, escribió a Josefa Unanue: “Es
absolutamente necesario que Pepe toque la Misa solemne de Beethoven para
que todos sepan quién es”. A lo que Josefa contestó: “Querido, fuera de ti, nadie
recuerda aquella Misa y, por otra parte, Pepe se niega a hacerlo porque la
ilusión y el entusiasmo de aquella memorable vez han desaparecido. Ahora Pepe es
un excelente organista y nada más. No podemos volver al pasado”. “¿Se le respeta
por lo menos?”, repreguntó Feliciano. “Como organista sí, como persona sigue recibiendo
el rechazo de todos”.
Feliciano mandaba a Josefa los anuncios de sus conciertos
que llevaban, a veces, su retrato, y una vez se le ocurrió pedir a su maestra una
fotografía suya, y, si era posible, una de Pepe Rojas. Recibió como contestación
una foto sobre telón pintado, donde aparecía Josefa sentada, ya muy vieja, y a su
lado un hombre de frente amplia y grandes ojos, muy parecido al niño medroso que
Feliciano recordaba. La dedicatoria era únicamente de Josefa, quien explicaba en
la carta: “Pepe no ha podido firmar porque cualquier contacto entre ustedes sería
un escándalo que te perjudicaría”. Estaban a miles de kilómetros de distancia y
Pepe temía al escándalo. En ese momento no lo comprendió.
Doña Ana estaba muy quebrantada de salud desde que supo
que su marido había muerto, cómo había muerto, y que su familia apenas pensaba en
la manera de reponerse de todo lo perdido, que era todo.
–Feliciano, voy a negociar una gira muy larga y muy
satisfactoria para ti. Pero será la última. Yo no puedo más.
Feliciano asintió. Su madre estaba realmente muy mal.
“Ahora podría liberarme de la tutela de mi madre, pero algo me lo impide, no sé
qué es. Por favor no haga mención a esto cuando me conteste.” Escribió a Josefa.
Josefa no contestó: había muerto.
Anciana y muy enferma regresó doña Ana a la pequeña
capital del estado. Tuvo la resistencia justa para llegar y morir. Antes de hacerlo
llamó a Feliciano y lo hizo jurar que no volvería al mundo “tan lleno de peligros”.
–Hijo… él no pudo con la vergüenza… se la quité… con
el viaje… te quise y el pecado no… y no al pecado… en tu mundo el pecado… júrame
que no te irás de aquí… ten compasión… lleno de peligros… ten compasión…
Ahora comprendía al fin la decisión de su madre de correr
mundo acompañándolo: había sido por amor a su padre y nunca a él mismo. Si su padre
se avergonzaba de él, su madre había hecho el sacrificio de dejar a su padre para
quitarle la vergüenza de los ojos. Lo comprendió plenamente, y así juró.
En el pueblo todos se habían olvidado de Feliciano:
su gloria, que daba vuelta al mundo, era desconocida por sus vecinos. Únicamente
los Rojas y los Larrea sabían quién era o quién había sido.
Después de los funerales de su madre mandó acondicionar
la que fuera capilla de doña Ana como un departamento completamente independiente
de lo que ahora era la casa de su hermana Laura, y los chiquillos, sus sobrinos,
pronto perdieron interés en su persona, callada y poco sonriente.
Se encerró en su departamento y no volvió a hacer sonar
una nota, pero todo el día y parte de la noche se ocupaba de ejercitar los dedos
en teclados sin piano, como un temeroso principiante. Por las noches, después de
las doce, salía a caminar por las calles, sobre todo por aquellas que daban al río.
Nadie transitaba a esas horas, a no ser el sereno. No, Pepe Rojas, que tampoco salía
de su casa más que para ir a la iglesia, paseaba a la misma hora. Los dos delincuentes
tenían una misma costumbre y cuando se encontraban un “buenas noches” impersonal
se cruzaba entre ellos. Parece ser que fueron las únicas palabras que se dijeron
en sus vidas.
Pero cuando Pepe murió, Feliciano Larrea dejó también
sus salidas de después de las doce.
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