Isabel Allende
El Juancho y su perra Mariposa hacían el camino
de tres kilómetros a la escuela dos veces al día. Lloviera o nevara, hiciera frío
o sol radiante, la pequeña figura de Juancho se recortaba en el camino con la Mariposa
detrás. Juancho le había puesto ese nombre porque tenía unas grandes orejas
voladoras que, miradas a contraluz, la hacían parecer una enorme y torpe mariposa
morena. Y también por esa manía que tenía la perra de andar oliendo las flores como
un insecto cualquiera.
La Mariposa acompañaba
a su amo a la escuela, y se sentaba a esperar en la puerta hasta que sonara la campana.
Cuando terminaba la clase y se abría la puerta, aparecía un tropel de niños desbandados
como ganado despavorido, y la Mariposa se sacudía la modorra y comenzaba
a buscar a su niño. Oliendo zapatos y piernas de escolares, daba al fin con su Juancho
y entonces, moviendo la cola como un ventilador a retropropulsión, emprendía el
camino de regreso.
Los días de invierno anochece
muy temprano. Cuando hay nubes en la costa y el mar se pone negro, a las cinco de
la tarde ya está casi oscuro. Ese era un día así: nublado, medio gris y medio frío,
con la lluvia anunciándose y olas con espuma en la cresta.
–Mala se pone la cosa, Mariposa.
Hay que apurarse o nos pesca el agua y se nos hace oscuro… A mí la noche por estas
soledades me da miedo, Mariposa –decía Juancho, apurando el tranco
con sus botas agujereadas y su poncho desteñido.
La perra estaba inquieta. Olía
el aire y de repente se ponía a gemir despacito. Llevaba las orejas alertas y la
cola tiesa.
–¿Qué te pasa? –le decía
Juancho–. No te pongas
a aullar, perra lesa, mira que vienen las ánimas a penar…
A la vuelta de la loma, cuando
había que dejar la carretera y meterse por el sendero de tierra que llevaba cruzando
los potreros hasta la casa, la Mariposa se puso insoportable, sentándose
en el suelo a gemir como si le hubieran pisado la cola. Juancho era un niño campesino,
y había aprendido desde niño a respetar los cambios de humor de los animales. Cuando
vio la inquietud de su perra, se le pusieron los pelos de punta.
–¿Qué pasa, Mariposa?
¿Son bandidos o son aparecidos? Ay… ¡Tengo miedo, Mariposa!
El niño miraba a su alrededor
asustado. No se veía a nadie. Potreros silenciosos en el gris espeso del atardecer
invernal. El murmullo lejano del mar y esa soledad del campo chileno.
Temblando de miedo, pero apurado
en vista de que la noche se venía encima, Juancho echó a correr por el sendero,
con el bolsón golpeándole las piernas y el poncho medio enredado. De mala gana,
la Mariposa salió trotando detrás.
Y entonces, cuando iban llegando
a la encina torcida, en la mitad del potrero grande, lo vieron.
Era un enorme plato metálico
suspendido a dos metros del suelo, perfectamente inmóvil. No tenía puertas ni ventanas:
solamente tres orificios brillantes que parecían focos, de donde salía un leve resplandor
anaranjado. El campo estaba en silencio… no se oía el ruido de un motor ni se agitaba
el viento alrededor de la extraña máquina.
El niño y la perra se detuvieron
con los ojos desorbitados. Miraban el extraño artefacto circular detenido en el
espacio, tan cerca y tan misterioso, sin comprender lo que veían.
El primer impulso, cuando se
recuperaron, fue echar a correr a todo lo que daban. Pero la curiosidad de un niño
y la lealtad de un perro son más fuertes que el miedo. Paso a paso, el niño y el
perro se aproximaron, como hipnotizados, al platillo volador que descansaba junto
a la copa de la encina.
Cuando estaban a quince metros
del plato, uno de los rayos anaranjados cambió de color, tornándose de un azul muy
intenso. Un silbido agudo cruzó el aire y quedó vibrando en las ramas de la encina.
La Mariposa cayó al suelo como muerta, y el niño se tapó los oídos con las
manos. Cuando el silbido se detuvo, Juancho quedó tambaleándose como borracho.
En la semioscuridad del anochecer,
vio acercarse un objeto brillante. Sus ojos se abrieron como dos huevos fritos cuando
vio lo que avanzaba: era un Hombre de Plata. Muy poco más grande que el niño, enteramente
plateado, como si estuviera vestido en papel de aluminio, y una cabeza redonda sin
boca, nariz ni orejas, pero con dos inmensos ojos que parecían anteojos de hombre-rana.
Juancho trató de huir, pero
no pudo mover ni un músculo. Su cuerpo estaba paralizado, como si lo hubieran amarrado
con hilos invisibles. Aterrorizado, cubierto de sudor frío y con un grito de pavor
atascado en la garganta, Juancho vio acercarse al Hombre de Plata, que avanzaba
muy lentamente, flotando a treinta centímetros del suelo.
Juancho no sintió la voz del
Hombre de Plata, pero de alguna manera supo que él le estaba hablando. Era como
si estuviera adivinando sus palabras, o como si las hubiera soñado y sólo las estuviera
recordando.
–Amigo… Amigo… Soy amigo… no
temas, no tengas miedo, soy tu amigo…
Poquito a poco el susto fue
abandonando al niño. Vio acercarse al Hombre de Plata, lo vio agacharse y levantar
con cuidado y sin esfuerzo a la inconsciente Mariposa, y llegar a su lado
con la perra en vilo.
–Amigo… Soy tu amigo… No tengas
miedo, no voy a hacerte daño… Soy tu amigo y quiero conocerte… Vengo de lejos, no
soy de este planeta… Vengo del espacio… Quiero conocerte solamente…
Las palabras sin voz del Hombre
de Plata se metieron sin ruido en la cabeza de Juancho y el niño perdió todo su
temor. Haciendo un esfuerzo pudo mover las piernas. El extraño hombrecito plateado
estiró una mano y tocó a Juancho en un brazo.
–Ven conmigo… Subamos a mi nave…
Quiero conocerte… Soy tu amigo…
Y Juancho, por supuesto, aceptó
la invitación. Dio un paso adelante, siempre con la mano del Hombre de Plata en
su brazo, y su cuerpo quedó suspendido a unos centímetros del suelo. Estaba pisando
el brillo azul que salía del platillo volador, y vio que sin ningún esfuerzo avanzaba
con su nuevo amigo y la Mariposa por el rayo, hasta la nave.
Entró a la nave sin que se abrieran
puertas. Sintió como si “pasara” a través de las paredes y se encontrara despertando
de a poco en el interior de un túnel grande, silencioso, lleno de luz y tibieza.
Sus pies no tocaban el suelo,
pero tampoco tenía la sensación de estar flotando.
–Soy de otro planeta… Vengo a
conocer la Tierra… Descendí aquí porque parecía un lugar solitario… Pero estoy contento
de haberte encontrado… Estoy contento de conocerte… Soy tu amigo…
Así sentía Juancho que le hablaba
sin palabras el Hombre de Plata. La Mariposa seguía como muerta, flotando
dulcemente en un colchón de luz.
–Soy Juancho Soto. Soy del Fundo
La Ensenada. Mi papá es Juan Soto –dijo el niño en un murmullo,
pero su voz se escuchó profunda y llena de eco, rebotando en el túnel brillante
donde se encontraba.
El Hombre de Plata condujo al
niño a través del túnel y pronto se encontró en una habitación circular, amplia
y bien iluminada, casi sin muebles ni aparatos. Parecía vacía, aunque llena de misteriosos
botones y minúsculas pantallas.
–Este es un platillo volador
de verdad –dijo Juancho,
mirando a su alrededor.
–Sí… Yo quiero conocerte para
llevarme una imagen tuya a mi mundo… Pero no quiero asustarte… No quiero que los
hombres nos conozcan, porque todavía no están preparados para recibirnos… –decía silenciosamente
el Hombre de Plata.
–Yo quiero irme contigo a tu
mundo, si quieres llevarme con la Mariposa –dijo Juancho,
temblando un poco, pero lleno de curiosidad.
–No puedo llevarte conmigo… Tu
cuerpo no resistiría el viaje… Pero quiero llevarme una imagen completa de ti… Déjame
estudiarte y conocerte. No voy a hacerte daño. Duérmete tranquilo… No tengas miedo…
Duérmete para que yo pueda conocerte…
Juancho sintió un sueño profundo
y pesado subirle desde la planta de los pies y, sin esfuerzo alguno, cayó profundamente
dormido.
El niño despertó cuando una
gota de agua le mojaba la cara. Estaba oscuro y comenzaba a llover. La sombra de
la encina se distinguía apenas en la noche, y tenía frío, a pesar del calor que
le transmitía la Mariposa dormida debajo de su poncho. Vio que estaba descalzo.
–¡Mariposa! ¡Nos quedamos
dormidos! Soñé con… ¡No! ¡No lo soñé! Es cierto, tiene que ser cierto que conocí
al Hombre de Plata y estuve en el Platillo Volador –miró a su
alrededor, buscando la sombra de la misteriosa nave, pero no vio más que nubes negras.
La perra despertó también, se sacudió, miró a su alrededor espantada, y echó a correr
en dirección a la luz lejana de la casa de los Soto. Juancho la siguió también,
sin pararse a buscar sus viejas botas de agua, y chapoteando en el barro, corrió
a potrero abierto hasta su casa.
–¡Cabro de moledera! ¡Adónde
te habías metido! –gritó su madre cuando lo vio entrar, enarbolando la
cuchara de palo de la cocina sobre la cabeza del niño–. ¿Y tus
zapatillas de goma? ¡A pata pelada y en la lluvia!
–Andaba en el potrero, cerca
de la encina, cuando…, ¡Ay, no me pegue mamita!… cuando vi al Hombre de Plata y
el platillo flotando en el aire, sin alas…
–Ya mujer, déjalo. El cabro se
durmió y estuvo soñando. Mañana buscará los zapatos. ¡A tomarse la sopa ahora y
a la cama! Mañana hay que madrugar –dijo el padre.
Al día siguiente salieron Juancho
y su padre a buscar leña.
–Mira hijo… ¿Quién habrá prendido
fuego cerca de la encina? Está todo este pedazo quemado. ¡Qué raro! Yo no vi fuego
ni sentí olor a humo… Hicieron una fogata redondita y pareja, como una rueda grande
–dijo Juan
Soto, examinando el suelo, extrañado.
El pasto se veía chamuscado
y la tierra oscura, como si estuviera cubierta de ceniza. El lugar quemado estaba
unos centímetros más bajo que el nivel del potrero, como si un peso enorme se hubiera
posado sobre la tierra blanda.
Juancho y la Mariposa
se acercaron cuidadosamente. El niño buscó en el suelo, escarbando la tierra con
un palo.
–¿Qué buscas? –preguntó
su padre.
–Mis botas, taita… Pero
parece que se las llevó el Hombre de Plata.
El niño sonrió, la perra movió
el rabo y Juan Soto se rascó la cabeza extrañado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario