martes, 2 de enero de 2024

Una tumba perdida

Bernard Malamud

 

Hecht fue toda su vida una flor tardía.

Una noche lo despertó el ruido de la lluvia contra las ventanas y pensó en su joven esposa en su tumba húmeda. Esto era nuevo para él, porque hacía tantísimos años que no pensaba en su mujer que su recuerdo lo hacía sentirse violento. Se imaginó la tumba descubierta, hilillos de agua serpenteando en todas direcciones, y a Celia, con quien se había casado siendo ambos de edad desigual, que yacía sola en medio de una humedad cada vez mayor. Ni una flor crecía en su tumba, aunque él juraría que había contratado cuidado perpetuo.

Irrumpió en sus propios pensamientos, quizá para cubrirla con una sábana de plástico, pero por mucho que rebuscó en el cementerio, entre árboles que chorreaban agua y entre numerosas parcelas empapadas, le resultó imposible localizar su tumba. El sueño que estaba soñando no le facilitaba el nombre, la fila o la parcela de la tumba, y aunque siguió rebuscando durante horas, lo único que sacó en limpio a fin de cuentas fue que se había empapado de pies a cabeza. La tumba había volado. ¿Cómo iba él a tapar a una mujer que no estaba donde tenía que estar? Bueno, es que Celia es así.

A la mañana siguiente Hecht se decidió por fin a levantarse de la cama y se fue a Jamaica en el metro para ver dónde estaba enterrada. Llevaba muchos años sin ir al cementerio, lo cual, por otra parte, no tenía por qué sorprender a nadie en vista de las circunstancias pasadas. Su vida con Celia no había sido precisamente convencional. Y, a pesar de todo, muchas cosas cambian a lo largo de una vida, o por lo menos parecen cambiar. Hecht, no sabía por qué, había empezado últimamente a recordar su vida de manera más vívida. Después de cumplidos los sesenta y cinco años no queda más remedio que aceptar que ciertas cosas que tienen dos aspectos distintos parecen adquirir otro más que complica su imagen cuando se les mira o se les cuenta. Y Hecht las contaba.

Ahora bien, aunque se había pasado toda su vida, más o menos, dedicado a los negocios, Hecht conservaba pocos papeles, y aunque aquella mañana pasó revista al montoncito de papeles, no vio en ellos nada que le sirviera para concretar el paradero actual de Celia, de modo que, después de ir mirando las lápidas un poco al azar durante una hora, acabó diciéndose que era mejor dejarlo y se pasó otra hora en la oficina principal con una joven secretaria que ingresó sin resultado alguno su nombre y el de Celia en una computadora de la que no salieron más que fechas de entierro, parcelas y contraparcelas, y esto sólo sirvió para irritarlo.

–Mire usted, señorita –dijo Hecht a la joven secretaria, que estaba un tanto confusa–, si no se le puede sacar más a esta máquina tendremos que buscar otra manera, porque se me está acabando la paciencia. Esta tumba se ha perdido, que yo sepa, y no va a haber más remedio que hacer algo sensato para encontrarla.

–Usted perdone, pero no sé qué piensa que estoy haciendo.

–Lo que esté usted haciendo, sea lo que sea, nos está sirviendo de muy poco. Esta computadora pasa por tener buena memoria mecánica, pero o se le oxidaron las piezas o está descompuesta. También es cierto que yo tampoco he traído papeles, pero que yo sepa lo único que nos ha dicho hasta ahora su computadora es que no tiene nada que decirnos.

–Nos ha dicho que encuentra dificultades en dar la información que a usted le interesa.

–O sea, nada de nada –dijo Hecht–. Me permito recordarle que perder una tumba no es como perder un anillo de casado. Lo que se nos ha perdido es toda la parcela del cementerio donde está enterrada una señora que en otro tiempo fue mi esposa, y eso es exactamente lo que estoy tratando de recuperar.

La bonita joven con quien hablaba Hecht tuvo una conversación apenas audible con un personaje desconocido, y luego se oyó el zumbido del interfono y Hecht recibió permiso para entrar al despacho del director.

–Mr. Goodman dice que puede usted pasar.

Hecht estuvo a punto de decir: “Bravo, Mr. Goodman, pero se limitó a asentir y seguir a la joven a un despacho interior. Ella llamó a la puerta y se fue. Del otro lado le llegó una voz afable:

–Adelante, adelante.

Mr. Goodman le indicó una silla que había delante de su mesa y Hecht se retrepó en ella mientras el otro cogía un recipiente de un cuarto de litro y escanciaba jugo de naranja en un vasito verde.

–¿Toma usted un juguito conmigo? –preguntó, indicando el recipiente con un movimiento de cabeza–. Suelo tomarme un refresco a esta hora de la mañana. Me equilibra.

–Gracias –dijo Hecht, queriendo decir que tenía cosas más serias en que pensar–, la razón de que me encuentre aquí es que estoy tratando de localizar la tumba de mi mujer, hasta ahora sin éxito.

Carraspeó, sorprendido de la emoción que se le concentraba en la garganta.

Mr. Goodman observaba a Hecht con interés.

–Su secretaria no consigue dar con ella –siguió Hecht, lamentando no haber encontrado los documentos oportunos con los cuales identificar el lugar de la tumba–, puso a prueba todas las combinaciones posibles de la computadora pero sin ningún resultado. Lo que se había perdido, que es la tumba de una mujer, sigue tan perdido como antes.

–Eso de perdido es prematuro –sugirió Goodman–, creo que sería mejor decir desplazado. Llevo veintiocho años en este negocio y no creo que se nos haya perdido una sola tumba.

El director tecleó suavemente su computadora personal, examinó la pantalla entrecerrando los ojos y se encogió de hombros:

–Me temo que hemos llegado a un punto muerto. El volumen de la letra de los archivos que usábamos antes de instalar aquí computadoras parece haberse perdido. Le aseguro a usted que este estado de cosas tiene forzosamente que ser provisional.

–Eso es lo que me dijo su señorita.

–No es mi señorita, es una de mis secretarias.

–Perdóneme –dijo Hecht–, no quise ofenderlo.

–Lo mismo le digo –dijo Goodman–, pero seguiremos buscando. ¿Tendría usted la bondad de decirme, si no le importa, cómo eran sus relaciones con su esposa en el momento de su muerte?

Dijo esto mirando por encima de las gafas de media luna para comprobar lo que escribía en la computadora.

–No había relaciones. Estábamos separados. ¿Qué tiene eso que ver con la parcela del cementerio?

–La razón de que se lo pregunte es que he pensado que así le podría refrescar la memoria. Por ejemplo: ¿es éste el cementerio que usted busca, el del monte Jereboam? Hay gente que nos confunde con el del monte Hebrón.

–Le aseguro que es el del monte Jereboam.

Al cabo de un momento de vacilación, Hecht dio algunos datos más:

–Mi mujer no era una persona muy estable. Me abandonó en dos ocasiones y desapareció durante meses. Aunque la recibí en mi casa dos veces, no estábamos juntos cuando murió. En una ocasión me amenazó con suicidarse, pero luego no se suicidó. Acabó muriendo de una enfermedad normal, no de cáncer, y eso fue años después, cuando ya no vivíamos juntos, pero así y todo fui yo quien se ocupó del entierro y, desde luego, sin duda alguna, en este cementerio. Tengo entendido que durante algún tiempo vivió con un hombre a quien había conocido no sé dónde, pero cuando ella murió fui yo quien se encargó del entierro. Ahora tengo sesenta y cinco años y últimamente he sentido la necesidad de visitar su tumba, después de todo vivió conmigo en mi juventud. Y ésta es la tumba que ahora todos me dicen que no consiguen localizar.

Goodman se levantó de la silla; era un hombre de poca estatura.

–Daré orden de que se proceda a una búsqueda minuciosa.

–Y cuanto más rápida mejor –replicó Hecht–, sigo con curiosidad por saber qué es lo que ha pasado con esa tumba.

Goodman casi soltó una carcajada, pero se contuvo y alargó la mano:

–No se preocupe, lo tendré bien informado.

Hecht salió de allí enfadado. En el tren, de vuelta a la ciudad, pensó en Celia y en sus diversas desdichas. Se lamentó de no haberle dicho a Goodman que ella le había arruinado la vida.

Aquella noche llovió. Hecht notó con sorpresa que había humedad en su almohada.

Al día siguiente volvió al cementerio. “¿Qué es lo que olvidé que debía recordar?”, se preguntó. Estaba claro: la parcela, la fila y el número de la tumba. Aunque lo buscó con gran solicitud no hubo forma de encontrar nada. ¿Cómo es posible recordar algo que se ha arrojado para siempre de la memoria? Es como plantar alubias en un saco de alpiste.

–Lo que tengo que hacer es tener paciencia, ya lo encontraré. Con el tiempo acabaré acordándome. Cuando la memoria dice que sí, es inútil contestar que no.

Pero pasaban las semanas, y Hecht seguía sin acordarse por mucho que lo intentara. “¿Será posible que haya llegado a un punto muerto?

Al cabo de un mes me llamaron por fin del cementerio. Era Mr. Goodman, que carraspeaba. Hecht se lo imaginó sentado a la mesa, sorbiendo su jugo de naranja.

–¿Mr. Hecht?

–Al habla.

–Feliz Rosh-ha-shonah.

–Igualmente.

–Mr. Hecht, celebro decirle que todo va bien. ¿Quiere usted saber la verdad?

–Adelante, lo que sea –dijo Hecht.

–Bueno, me expresaré mejor. Hemos localizado a su mujer, y resulta que está en la tumba donde la computadora no conseguía localizarla. Si quiere que le diga la verdad, la hemos encontrado en otra tumba, con un señor.

–¿Qué clase de señor? ¿Quién diablos es? Yo soy su marido legítimo.

–Bueno, pues éste, siento tener que decírselo, es el mismo señor con quien su mujer vivió cuando lo dejó a usted. Estuvieron juntos en distintas épocas, de modo que tampoco tiene por qué sentirlo tanto. Después de morir ella, este sujeto consiguió una orden judicial para que la trasladaran a otra tumba, donde también lo enterraron a él. El juez le proporcionó la orden porque ese señor lo persuadió de que la había querido durante muchos años.

Hecht no entendía nada.

–Pero ¿qué me está diciendo? ¿Cómo pudo hacer trasladar la tumba si no era propiedad legal suya? La tumba de mi mujer me pertenecía a mí. La pagué al contado.

–La tumba sigue donde estaba –explicó Goodman–, pero los apellidos se confundieron. Su apellido es Kaplan, pero a ella la enterraron con el de Caplan. La tumba de usted sigue en el cementerio, lo que pasa es que la teníamos archivada con el apellido Kaplan, no Hecht. Le pido mil excusas por este error, pero me parece que ya hemos resuelto el misterio.

–Bueno, pues muchas gracias –dijo Hecht.

Se dijo que había perdido una esposa, pero por lo menos ya no era viudo.

–Ah, y otra cosa –le recordó Goodman–, no olvide que ha salido ganando una tumba para uso futuro. Está vacía, y la parcela le pertenece a usted.

Hecht dijo que la cosa era evidente.

El asunto este lo había dejado pasmado. Y, sin embargo, cada vez que le entraban deseos de contárselo a algún conocido, o a alguna persona que acabara de conocer, algo lo frenaba en su interior.

 

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