Care Santos
Son
unos
pájaros
de
expresión
triste.
Su
plumaje
es
negro,
tienen
las
patas
y
el
pico
de
un
vistoso
color
rojo
y
la
cara
como
si
llevaran
una
máscara
blanca.
Los
islandeses
los
llaman
lundis.
Los
ingleses,
puffins.
En
español
se
les
conoce
como
frailecillos.
Emigran
a
finales
de
abril,
y
realizan
un
alto
en
su
camino
en
una
isla
perdida
en
mitad
del
Atlántico
Norte
por
la
que
atraviesa
el
Círculo
Polar
Ártico,
llamada
Grimsey.
De
la
noche
a
la
mañana,
los
solitarios
acantilados
de
ese
lugar
remoto
se
pueblan
de
miles
de
pájaros
tristes.
Permanecen
allí
alrededor
de
tres
meses,
el
tiempo
suficiente
para
que
los
polluelos
nazcan
y
aprendan
a
volar.
Levantan
el
vuelo
durante
la
última
quincena
de
agosto,
dicen
que
nunca
más
tarde
del
día
veinte.
Dejan
tras
de
sí
la
negra
desnudez
de
los
acantilados
huérfanos
y
un
vaticinio
de
catástrofe
en
el
aire.
En lugares
como
Grimsey,
la
llegada
del
invierno
siempre
es
una
catástrofe.
Llegué a
la
isla
un
diecinueve
de
agosto,
con
la
cámara
al
hombro
y
una
consigna
de
mi
redactor
jefe:
–Atrapa
a
esos
bichos
justo
en
el
momento
en
que
se
larguen
y
habrás
sido
el
primero.
Alguno de
mis
compañeros
me
compadeció
por
tener
que
viajar
a
un
lugar
como
aquél.
Yo,
en
cambio,
bendije
mi
suerte.
Grimsey
era
el
destino
ideal
para
alguien
que
desea
olvidar
todo
cuanto
le
rodea.
En
las
últimas
semanas
había
llegado
al
límite
de
mi
aguante,
tanto
físico
como
moral.
La
muerte
de
mi
hermana,
tan
precipitada,
tan
injusta,
sin
tiempo
ni
para
el
último
adiós,
había
sido
lo
peor
que
me
había
ocurrido.
Luego
estaban
las
rarezas
de
Susana,
sus
silencios,
todo
aquello
tan
intangible
que
iba
mal
entre
nosotros.
Por
si
fuera
poco,
tenía
que
soportar
el
ambiente
enrarecido
de
la
redacción
a
raíz
de
los
rumores
de
compra
por
parte
del
gigante
editorial,
las
sospechas
de
que
se
estaban
orquestando
despidos
en
masa:
“Hay
dos
maneras
de
vender
una
empresa:
o
la
aligeras
echando
primero
a
los
que
más
cobran
o
los
que
llegan
se
encargan
de
purgar
la
plantilla.
Ya
veremos
qué
modalidad
eligen”,
dijo
el
redactor
jefe.
Todo
el
mundo
estaba
muy
preocupado.
Pero
yo
tenía
otros
quebraderos
de
cabeza.
Puede
que
Grimsey
no
fuera
el
destino
ideal
para
unas
vacaciones,
pero
era
una
oportunidad
de
alejarme
de
mi
vida
por
unos
días.
Contraté el
viaje
por
Internet
en
una
agencia
de
Akureyri,
la
capital
islandesa
del
Norte.
“Pasaré
un
día
antes
para
recoger
toda
la
documentación”,
escribí.
Poco
después
recibí
un
mensaje
muy
amable:
Estimado
señor
Arcos:
El
propietario
de
la
única
casa
de
huéspedes
de
Grimsey
nos
comunica
que
va
a
estar
ausente
a
su
llegada
a
la
isla.
A
pesar
de
ello,
dejará
preparado
todo
lo
necesario
para
que
su
estancia
sea
lo
más
placentera
posible.
“Por
mí
pueden
largarse
todos
menos
los
lundis”,
me
dije,
antes
de
responder
a
la
mujer
de
un
modo
más
diplomático.
Volé hacia
Islandia
un
sábado.
Aproveché
el
fin
de
semana
para
conocer
la
sofisticada
marcha
nocturna
de
Reykjavik.
El
lunes
a
primera
hora,
acompañado
por
el
tremendo
dolor
de
cabeza
de
la
resaca,
recordé
que
había
tenido
la
oportunidad
de
compartir
mi
cama
con
una
rubia
preciosa
con
nombre
de
valquiria
y
que
la
había
desdeñado
por
culpa
de
algunos
prejuicios,
todos
ellos
relacionados
con
Susana,
y
me
maldije
por
ser
tan
sentimental
y
tan
gilipollas.
Mi vuelo
con
destino
a
Akureyri
salió
puntual,
como
todo
en
Islandia.
Recuerdo
que
al
aterrizar
me
dije:
“Este
lugar
queda
muy
bien
en
las
fotos
de
las
guías,
pero
vivir
aquí
tiene
que
ser
un
infierno”.
Nada
más
llegar
al
pequeño
aeropuerto
me
dirigí
al
mostrador
de
Icelandair
y
facilité
mi
nombre
a
una
azafata
sonriente.
–Aquí
tiene
su
tarjeta
de
embarque,
señor
–me
dijo,
a
la
vez
que
me
entregaba
un
pedazo
de
papel.
Consulté mi
reloj:
me
daba
tiempo
de
sobra
de
tomar
un
par
de
cafés
bien
cargados
mientras
esperaba
la
salida
del
avión.
No
había
hecho
más
que
ponerme
en
la
cola
de
la
cafetería
cuando
la
azafata
se
acercó
a
mí
para
anunciarme
que
mi
vuelo
estaba
embarcando.
–Pero
si
aún
falta…
–repliqué.
–Lo
sé
–me
interrumpió
ella–
pero
hoy
no
esperamos
más
pasajeros
y
mejor
ganamos
tiempo.
La noche
anterior
había
tenido
la
oportunidad
de
aprender
que
bajo
esas
mejillas
sonrosadas
de
querubín
las
mujeres
de
la
isla
escondían
auténticas
vikingas
dispuestas
a
beber
hasta
no
tenerse
en
pie.
La
nostalgia
me
corroyó
por
dentro
como
uno
de
esos
aguardientes
caseros
cuando
pensé
en
lo
que
me
diría
mi
hermana
si
conociera
el
actual
estado
de
cosas:
–Siempre
serás
un
blandiblú,
grandullón,
luego
no
te
extrañes
de
que
la
primera
de
turno
te
deje
la
vida
hecha
un
yogur.
Continué mi
peregrinaje
hacia
el
mostrador,
donde
la
misma
señorita
rubia
se
apoderó
del
papel
que
acababa
de
entregarme
sin
que
su
sonrisa
se
marchitara
un
ápice
y
luego
señaló
hacia
la
única
puerta
y
dijo:
–Que
tenga
un
feliz
vuelo,
señor.
A unos
pocos
metros
de
donde
estábamos,
una
avioneta
esperaba
con
los
motores
en
marcha.
Me
llamó
la
atención
que
no
hubiera
ninguna
otra
azafata
en
lo
alto
de
la
escalerilla,
recibiendo
a
los
pasajeros
con
esa
amabilidad
fingida
que
caracteriza
a
los
auxiliares
de
vuelo.
Lo
achaqué
a
la
brevedad
del
trayecto.
“Si siempre
van
tan
vacíos,
no
me
extraña
que
necesiten
ahorrar
en
personal”,
me
dije,
al
comprobar
que
no
había
más
pasajero
que
yo.
Me habían
dicho
que
no
es
difícil
ver
ballenas
en
aquellas
latitudes,
de
modo
que
pasé
todo
el
viaje
concentrado
en
la
observación
de
la
cambiante
superficie
del
océano.
Ya
estábamos
llegando
cuando
distinguí
una
mancha
parduzca
bajo
las
olas.
Fue
tan
pasajera
que
bien
podría
haber
sido
una
ilusión.
Un
cetáceo,
sí.
O
tal
vez
un
fantasma.
Apenas una
décima
de
segundo
después
distinguí
bajo
mis
pies
el
cabo
de
Kross,
adornado
con
el
pequeño
faro
de
color
naranja
orgullosamente
erguido
sobre
los
acantilados
de
basalto.
En el
aeropuerto
me
aguardaba
una
diminuta
terminal,
custodiada
por
una
torre
de
control
que
parecía
extraída
de
un
juego
de
construcción
infantil.
Apenas
unos
metros
más
allá,
se
levantaba
la
fachada
amarillenta
de
la
única
casa
de
huéspedes
de
la
isla,
el
Guesthouse
Basar,
mi
hogar
durante
los
próximos
días.
Soplaban rachas
de
un
viento
helado
y
caía
una
llovizna
pertinaz.
Las
primeras
impresiones
de
la
isla
fueron
sensoriales:
el
olor
a
salitre
que
traía
el
aire
y
los
chillidos
de
las
golondrinas
árticas,
unos
pájaros
pequeños,
de
color
blanco,
con
fama
de
agresivos.
“Hágase
con
un
palo
para
defenderse
de
ellos”,
me
había
dicho
la
encargada
de
la
agencia
de
viajes
de
Akureyri
cuando
pasé
a
recoger
mis
reservas.
La
escasa
distancia
que
me
separaba
del
hostal
me
bastó
para
darme
cuenta
de
que
las
golondrinas
no
son
un
ejemplo
de
hospitalidad,
pero
tal
vez
fuera
exagerado
intentar
defenderse
de
ellas
a
bastonazos.
Por
el
momento,
se
limitaban
a
revolotear
a
mi
alrededor
chillando
como
si
tuvieran
algo
terrible
que
comunicarme.
En
eso,
pensé,
se
parecían
mucho
a
mi
redactor
jefe.
La soledad
del
lugar
intimidaba.
No
vi
a
nadie
en
el
destartalado
aeropuerto.
Ni
siquiera
uno
de
esos
miembros
del
personal
de
tierra
que
suele
guiar
al
piloto
en
sus
maniobras.
Tuve
la
necesidad
de
despedirme
de
alguien,
pero
cuando
volví
la
cabeza
para
hacerlo
descubrí
que
la
cabina
estaba
protegida
por
esos
cristales
espejados
que
no
permiten
ver
desde
fuera
lo
que
ocurre
dentro.
Me
limité
a
agitar
la
mano
en
señal
de
despedida,
a
cargarme
la
mochila
a
la
espalda
y
a
echar
a
andar
hacia
el
hostal.
EI Guesthouse
Basar
era
el
único
edificio
de
dos
plantas
de
toda
la
isla. En
la
de
abajo
estaban
las
amplias
dependencias
de
un
hogar
común
y
corriente,
que
sólo
se
diferenciaba
de
cualquier
otro
en
la
pequeña
tienda
de
recuerdos
que
ocupaba
parte
del
recibidor.
Por
lo
demás,
todo
parecía
dispuesto
como
si
los
propietarios
de
la
casa
se
hubieran
visto
obligados
a
huir
a
toda
prisa:
había
un
par
de
muñecas
desvanecidas
en
mitad
del
pasillo,
ropa
sucia
dentro
de
la
lavadora
y
en
la
nevera,
vituallas
corno
para
un
regimiento,
alguna
de
ellas
a
medio
consumir.
–¡Hola!
–saludé,
nada
más
entrar.
Descubrí a
un
lado
de
la
puerta
un
pequeño
zapatero
en
el
que
se
amontonaban
tres
pares
de
botas
de
montañero.
Eran
de
tamaños
diferentes,
y
bien
podrían
ser
de
otros
huéspedes.
Sin
embargo,
el
frío
y
la
ausencia
de
sonidos
no
dejaban
lugar
a
dudas
respecto
a
la
soledad
en
que
me
encontraba.
El
silencio
era
denso
y
cortante,
de
esa
naturaleza
distinta
que
sólo
conoce
la
quietud
de
los
lugares
vacíos.
Me sentí
ridículo
al
repetir
el
saludo
mientras
pasaba
a
la
cocina.
Observé
que
había
una
ventana
junto
al
fregadero
y
que
desde
allí
se
podía
disfrutar
de
una
hermosa
vista
del
prado
y
del
océano.
No
era
posible
oír
el
mar
a
tanta
distancia,
pero
los
chillidos
de
los
pájaros
se
escuchaban
con
toda
nitidez.
Al dejar
mi
mochila
sobre
el
mostrador
de
la
cocina
reparé
en
un
pedazo
de
papel.
Era
una
página
arrancada
de
una
vieja
agenda.
Correspondía
a
un
veintitrés
de
junio
que
cayó
en
jueves.
Estaba
escrita
con
letra
picuda
en
un
inglés
plagado
de
faltas
de
ortografía.
Decía
así:
Hi Friend!
Hop your
stay
will
be
a
good
one.
Help
yaur
self
to
all
that
ther
is
in
the
frids
and
kabbords.
Plis
wride
in
the
guest
book.
Best
regards,
S.
Decidí
salir
a
dar
una
vuelta,
aprovechando
que
había
dejado
de
lloviznar.
Quería
comprobar
que
el
único
restaurante
de
la
isla,
el
Krian,
se
encontraba
abierto.
Con
un
poco
de
suerte
podría
cenar
allí
mientras
mantenía
una
charla
amigable
con
la
propietaria.
Tomé el
único
camino
posible:
uno
de
negros
guijarros
prensados
que
discurría
junto
a
los
acantilados.
A
lo
lejos
se
distinguían
algunas
construcciones
modestas,
apenas
dos
docenas
de
casas:
la
aldea
de
Langavik.
Paseé
con
calma,
seducido
por
la
belleza
de
un
paisaje
que
no
debía
de
haber
variado
mucho
desde
el
primer
día
de
la
creación.
Las
olas
batían
con
fuerza
y
en
las
calas
de
agua
oscura
algunas
aves
enseñaban
a
nadar
a
sus
polluelos.
Las
golondrinas
árticas
me
ofrecieron
su
ruidosa
compañía
mientras
vagabundeaba
y
tomaba
fotografías
de
los
primeros
lundis
que
veía
en
mi
vida.
Se
apelotonaban
en
las
paredes
rocosas,
ofreciendo
un
espectáculo
único
sin
más
público
que
el
atardecer
y
las
rocallas.
Su
expresión
de
tristeza
ensimismada
parecía
elegida
a
propósito
para
aquel
escenario.
Decidí conocer
el
lado
Este
de
la
isla,
al
que
no
llegaba
camino
alguno.
Avancé
con
dificultades
entre
unos
pastos
demasiado
crecidos
que
el
viento
había
despeinado
en
todas
direcciones.
Jadeando,
llegué
hasta
los
acantilados
de
Sjalandsbjarg,
los
más
altos
del
lugar.
Tomé
fotografías
durante
un
buen
rato,
extasiado
con
la
majestuosidad
del
entorno.
Traté
de
imaginar
la
ferocidad
de
las
rocas
en
pleno
invierno,
o
en
mitad
de
una
tormenta.
“Este sitio
es
una
endiablada
casualidad
–recuerdo
que
pensé–,
un
puto
capricho
de
la
geografía”.
En efecto,
apenas
medio
centenar
de
kilómetros
más
al
norte,
Grimsey
no
sería
más
que
una
porción
de
tierra
muerta
en
mitad
de
un
mar
glacial.
Los
lugareños
lo
saben,
y
ésa
es
la
secreta
razón
de
su
amor
por
los
lundis.
Los
pájaros
son
la
excusa
que
precisan
para
permanecer
aquí:
su
confirmación
de
que
no
están
locos.
Tomé más
de
dos
centenares
de
instantáneas.
Cuando
decidí
regresar,
el
frío
me
había
dejado
sin
sensibilidad
en
las
manos.
Después
de
atravesar
de
nuevo
el
prado
hasta
dar
con
el
camino,
me
encontré
con
el
puñado
de
casas
de
la
aldea,
extendidas
ante
mis
ojos.
Frente
a
cada
una
de
ellas
se
veía
un
vehículo
aparcado.
“Tal vez
la
gente
no
se
atreve
a
salir
de
casa
con
este
tiempo”,
me
dije.
A la
derecha,
tras
descender
una
cuesta,
tropecé
con
una
edificación
de
madera.
Un
vistazo
al
interior
me
bastó
para
saber
que
se
trataba
del
único
supermercado
de
la
isla.
Los
fluorescentes estaban
encendidos
y
todo
parecía
en
normal
funcionamiento,
pero
no
había
nadie
tras
el
mostrador.
Como
si
el
propietario
hubiera
tenido
que
salir
a
atender
una
urgencia.
En
una
radio
sonaba
City
of
Dreams,
de
Talking
Heads:
We live in the city
of
dreams
We drive on the highway
of
fire
Should we awake
And find it gone
Remember this,
our
favourite
town.
Saludé.
Como
empezaba
a
ser
costumbre,
sólo
me
respondió
el
silencio.
Tenía demasiado
frío
para
esperar.
Me
hice
con
un
paquete
de
café,
dejé
quinientas
coronas
junto
a
la
caja
y
salí
de
nuevo
a
la
intemperie.
El restaurante
ocupaba
el
local
contiguo.
Eran
las
ocho
y
media:
me
pareció
una
hora
perfecta
para
cenar.
En el
interior
reinaba
un
ambiente
tibio
y
agradable.
Las
paredes
estaban
forradas
por
láminas
de
madera
y
a
un
lado
se
abrían
tres
ventanales
desde
donde
se
divisaba
el
puerto.
Había
un
impermeable
en
el
perchero
junto
a
la
puerta
y
una
vela
encendida
a
medio
consumir
sobre
cada
una
de
las
mesas.
Todo
parecía
dispuesto
para
recibir
clientes.
Me senté
a
una
mesa
y
observé
el
puerto.
No
pude
evitar
pensar
lo
mucho
que
deseaba
ver
a
alguien,
entablar
una
conversación.
En
los
muelles,
los
barcos
se
movían
como
si
fueran
ingrávidos.
Llevaba allí
un
buen
rato
cuando
reparé
en
un
caldero
sobre
el
mostrador.
Era
de
esos
grandes,
que
suelen
utilizarse
para
preservar
el
calor
de
su
contenido.
A
su
lado
aguardaba
una
pila
de
platos
y
un
cartel
que
rezaba:
SOPA
DEL
DÍA
SÍRVASE
USTED
MISMO
GRACIAS
La
sopa
del
día
era
crema
de
espárragos.
Mientras
me
servía
una
generosa
ración,
eché
un
vistazo
a
la
cocina.
Todo
estaba
en
reposo.
Había
un
vaso
de
agua
junto
a
los
fogones.
En
su
interior,
un
cubito
de
hielo
flotaba
a
la
deriva.
Además de
la
sopa,
tomé
de
la
nevera
un
par
de
cervezas
Viking.
Mientras
buscaba
el
abridor
pensé
qué
le
diría
a
alguien
que
entrara
en
ese
preciso
instante.
Pero
no
entró
nadie.
El café
también
aguardaba
sobre
el
mostrador,
en
otro
termo.
Las
tazas
y
las
cucharillas
estaban
junto
a
la
sopera.
Me
serví
una
buena
dosis
de
café
solo
y
me
la
tomé
con
calma,
de
pie
junto
al
ventanal.
Cuando
hube
terminado,
dejé
un
billete
de
dos
mil
coronas
sobre
el
mantel
y
me
despedí
hasta
el
día
siguiente
de
los
barcos
sin
alma.
Las
noches
de
verano
son
muy
cortas
en
Islandia.
A
las
tres
de
la
mañana,
las
golondrinas
árticas
se
encargaron
de
anunciarme
la
llegada
del
amanecer.
A
pesar
de
que
era
una
hora
intempestiva
y
de
que
hacía
poco
que
me
había
metido
en
la
cama,
decidí
levantarme.
Pensé
que
una
píldora
para
dormir
me
haría
bien.
Pero
al
mirar
por
la
ventana
de
la
cocina
descubrí
algunos
lundis
en
el
cielo.
Cuando
observé
mejor
me
di
cuenta
de
que
los
había
a
centenares,
por
todas
partes.
Mis
modelos
se
disponían
a
marcharse,
un
día
antes
de
lo
previsto.
Me
puse
los
vaqueros,
agarré
la
cámara
y
salí
a
cumplir
la
misión
que
se
me
había
encomendado.
Hice buenas
fotos,
al
precio
de
quedar
calado
hasta
los
huesos.
Tras
tres
horas
observando
el
éxodo
de
aquellos
bichos,
sólo
una
ducha
muy
caliente
podía
curarme
del
frío.
Del
cansancio
me
repuse
con
dos
píldoras
y
casi
veinte
horas
de
sueño.
Dormí
como
no
lo
había
hecho
desde
hacía
muchos
años,
como
un
niño,
como
alguien
que
ha
logrado
olvidar
todos
sus
problemas.
O
como
alguien
a
quien
de
pronto
han
extirpado
la
conciencia.
Desperté al
día
siguiente,
muy
temprano.
Hacía
un
tiempo
de
perros.
Lo
primero
que
hice
fue
llamar
a
la
agencia
de
viajes
de
Akureyri
para
reservar
una
plaza
en
la
avioneta
de
la
tarde.
Me
emocionó
volver
a
escuchar
una
voz
humana.
Luego
salí
a
dar
mi
último
paseo
por
la
isla,
con
la
esperanza
de
tropezar
con
alguien
de
quien
poder
despedirme.
La violenta
lluvia
y
el
viento
racheado
hacían
casi
imposible
caminar.
A
pesar
de
todo,
me
dirigí
a
la
aldea.
El
restaurante
continuaba
vacío,
lo
mismo
que
el
supermercado.
Tampoco
había
nadie
en
el
lugar
que
se
anunciaba,
ampulosamente,
como
Gallery,
y
que
no
era
más
que
una
tienda
atiborrada
de
artesanías
locales.
El puerto
seguía
poblado
de
barcos
silentes.
“Tal vez
ha
ocurrido
algo
y
todos
se
han
marchado
a
toda
prisa”,
aventuré,
antes
de
atreverme
a
llamar
al
timbre
de
una
vivienda.
A
la
entrada,
se
veía
un
todoterreno
que
parecía
caro.
Las
cortinas
de
todas
las
ventanas
estaban
corridas
y
eran
lo
bastante
opacas
como
para
ocultar
el
interior
de
la
casa.
Permanecí
allí
durante
un
buen
rato.
Aguardé
hasta
que
comencé
a
sentirme
ridículo.
“Es obvio
que
aquí
no
hay
nadie”,
me
dije.
La última
oportunidad
esperaba
en
el
restaurante.
De
nuevo
me
enfrenté
a
un
lugar
desierto.
Ahora
las
velas
de
cada
una
de
las
mesas
estaban
apagadas.
Desde
el
ventanal
se
veía
el
transbordador
a
punto
de
zarpar.
Nadie
subió
ni
bajó
de
él,
pero
cuando
llegó
el
momento
se
hizo
a
la
mar.
Lo
miré
hasta
que
se
perdió
de
mi
vista,
mientras
un
sentimiento
extraño
anidaba
dentro
de
mí.
Creo que
por
primera
vez
comprendí
a
las
golondrinas
árticas.
Aprovechando
un
rato
en
que
la
lluvia
me
concedió
una
tregua,
resolví
caminar
hasta
el
faro.
Se
encontraba
en
un
peñasco
negro
en
el
lado
más
meridional
de
la
isla,
un
lugar
imponente
expuesto
al
vendaval
y
al
océano.
Tardé
en
llegar
unos
cuarenta
minutos,
durante
los
cuales
no
dejé
de
sentirme
amenazado
–por
los
nubarrones,
por
los
pájaros,
por
la
soledad,
por
el
extenuante
silencio…–
aunque
cuando
alcancé
el
extremo
me
di
cuenta
de
que
había
merecido
la
pena.
Desde
allí
se
divisaba
un
paisaje
grandioso,
que
contrastaba
con
la
pequeñez
y
el
color
infantil
del
vigía
de
piedra.
Me encaramé
al
precipicio
para
tomar
una
fotografía
de
los
acantilados
basálticos.
Permanecí
allí
unos
pocos
segundos,
seducido
por
la
altura
y
el
vértigo.
Pensé
que
nadie
podría
sobrevivir
a
una
caída
desde
aquel
lugar.
Y
en
ese
mismo
momento
recuerdo
haber
sentido
cómo
una
racha
de
viento
me
empujaba
violentamente.
Fue
absurdo.
El
vendaval
me
golpeó
la
espalda
como
lo
habrían
hecho
un
par
de
brazos
fuertes,
y
logró
desplazarme
hacia
adelante.
Mantuve
el
equilibrio,
aún
no
sé
cómo,
después
de
un
traspié.
Con
el
corazón
desbocado,
tomé
la
decisión
de
regresar.
No
me
volteé
a
mirar
lo
que
quedaba
en
la
roca
frente
al
precipicio.
Durante el
camino,
la
lluvia
reapareció
con
más
virulencia.
La
diminuta
iglesia
del
pueblo,
rodeada
por
su
verde
jardín
plagado
de
tumbas,
se
me
presentó
como
el
único
refugio
posible.
No
tuve
que
pensarlo.
Recorrí
el
sendero
de
piedra
a
grandes
zancadas,
deseando
que
la
puerta
estuviera
abierta.
Dentro
aguardaba
un
pequeño
vestíbulo,
en
el
que
una
luz
mortecina
extendía
un
halo
de
claridad
sobre
el
libro
de
visitas,
custodiado
por
un
pingüino
en
cuya
tripa
alguien
había
escrito:
D
O
N
A
C
I
O
N
E
S
G
R
A
C
I
A
S
Mientras oía
golpear
la
lluvia
contra
la
techumbre
de
madera
me
entretuve
en
hojear
el
libro,
que
era
de
buen
tamaño
y
de
páginas
gruesas
de
color
ahuesado.
En
él
habían
estampado
su
firma
personas
procedentes
de
lugares
muy
distantes
entre
sí.
Había
coreanos,
ingleses,
estadounidenses,
italianos,
rusos
y
algún
que
otro
español.
Al
detenerme
en
la
última
página
no
pasé
por
alto
una
incoherencia:
los
últimos
dos
nombres
que
aparecían
en
el
libro
pertenecían
a
dos
mujeres
italianas,
“Alessia
e
Mattia”.
Bajo
sus
rúbricas,
las
visitantes
habían
escrito
la
fecha,
como
todos
los
demás.
“19
de
agosto
de
2007”,
leí.
El
día
en
que
estábamos.
No podía
ser.
A
todas
luces
se
trataba
de
un
error.
No
había
ningún
otro
turista
en
la
isla
y,
de
haberlo
habido,
nos
habríamos
encontrado
en
alguna
parte.
Me
deshice
de
la
incómoda
idea
con
una
explicación
lógica:
“Es
normal
que
la
gente
se
equivoque
de
fecha,
todo
el
mundo
pierde
la
noción
del
tiempo
cuando
está
de
vacaciones”.
Esperé a
que
amainara
un
poco
antes
de
atreverme
a
salir
de
la
iglesia.
Durante
el
rato
que
permanecí
allí
me
senté
en
uno
de
los
bancos,
en
un
silencio
tan
puro
que
daba
ganas
de
chillar,
como
hacían
las
golondrinas
árticas.
Me
fijé
en
que
el
órgano
estaba
abierto
y
tenía
la
partitura
preparada,
como
si
de
un
momento
a
otro
fuera
a
aparecer
el
organista.
Aunque
también
podía
tratarse
de
una
escenografía
para
turistas.
Después
de
todo,
aquel
lugar
era
el
más
visitado
de
la
isla.
Pero
poco
a
poco
me
di
cuenta
de
los
inquietantes
pequeños
detalles.
Centenares
de
moscas
muertas
y
resecas
en
el
borde
de
la
ventana.
Una
Biblia
abierta
y
cubierta
de
polvo.
Una
pila
de
misales
a
punto
de
desmoronarse…
Al salir,
atravesé
las
tumbas
del
pequeño
cementerio
sin
reparar
en
los
nombres
de
quienes
estaban
allí.
No
me
interesaba.
Sólo
quería
llegar
al
aeropuerto.
Sentarme
en
un
banco.
Esperar
la
llegada
de
mi
avioneta.
Marcharme
de
una
vez.
Ponerme
a
salvo.
No
quise
verla,
pero
la
vi.
Tras
la
ventana
de
la
casa
más
próxima.
Era
una
figura
humana.
Parecía
una
mujer
con
un
batín
de
seda.
Llevaba
algo
en
la
mano,
tal
vez
una
humeante
taza
de
café.
Puede
que
me
hiciera
señas,
pero
la
tormenta
me
impidió
distinguir
ese
detalle
con
claridad.
Levanté
la
mano,
emocionado,
mientras
corría
hacia
ella.
Sólo
cuando
estuve
muy
cerca
pude
comprobar
que
no
era
una
persona,
sino
una
burda
ilustración
adherida
a
la
parte
interior
del
cristal.
Representaba
a
un
arlequín
de
cara
compungida,
que
llevaba
una
rosa
en
la
mano.
Una
lágrima
violeta
resbalaba
por
sus
pálidas
mejillas.
Hizo
mella
en
mi
ánimo
con
la
crueldad
de
una
burla
que
no
puedes
desmentir
porque
sabes
cierta.
No pasé
por
el
hostal
a
recoger
mis
cosas.
Al
fin
y
al
cabo,
llevaba
mi
documentación
y
la
cámara,
poco
importaban
un
par
de
mudas
y
mi
cepillo
de
dientes.
Me
dirigí
directamente
al
aeropuerto.
La
avioneta,
como
todo
allí,
fue
puntual.
Esta
vez
no
me
extrañó
no
ver
al
piloto,
ni
que
ninguna
azafata
me
diera
la
bienvenida
a
bordo.
Como
había
imaginado,
nadie
llegó
en
aquel
vuelo
ni
ningún
otro
pasajero
subió
al
avión
conmigo.
Ocupé
mi
asiento
y
me
abroché
el
cinturón
de
seguridad.
Apenas
cinco
minutos
más
tarde,
los
motores
se
encendían
de
nuevo
y
la
voz
metálica
daba
instrucciones.
Pensé
que
esta
vez
no
tenía
ningún
interés
en
buscar
ballenas
en
el
océano,
porque
lo
único
que
me
apetecía
de
verdad
era
cerrar
los
ojos
y
no
abrirlos
de
nuevo
hasta
haber
llegado
a
nuestro
destino.
Tardé demasiado
en
hacerlo.
De pronto
distinguí
a
alguien
bajo
la
espesa
capa
de
agua
que
estaba
cayendo.
Un
ser
humano,
una
chiquilla.
Estaba
seguro
de
que
esta
vez
no
se
trataba
de
un
espejismo.
No
debía
de
tener
más
de
doce
años.
Vestía
un
abrigo
rojo
y
un
gorro
para la
lluvia.
Apenas
se
le
veía
la
cara,
de
la
que
sobresalían
un
par
de
mejillas
rubicundas
y
una
guedeja
de
cabello
muy
rubio.
Si
no
fuera
una
locura
me
atrevería
a
afirmar
que
se
parecía
a
mi
hermana
cuando
tenía
esa
edad.
La estuve
mirando,
como
hipnotizado,
hasta
que
la
perdí
de
vista.
Estaba
junto
a
la
pista
de
despegue,
empapada,
mirándome
fijamente
con
sus
hermosos
ojos
y
sonriendo
como
si
al
mismo
tiempo
se
alegrara
y
se
apenara
de
verme.
Agitaba
la
mano
en
el
aire
con
lentitud
de
funambulista.
Y así
continuó
hasta
que
no
pude
distinguirla:
agitando
la
mano.
Despidiéndose,
sonriendo.
Despidiéndose y
sonriendo.
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