Cristina Peri Rossi
Cuando nos conocimos, ella me dijo: “Te doy el punto final. Es un punto muy
valioso, no lo pierdas. Consérvalo, para usarlo en el momento oportuno. Es lo mejor
que puedo darte y lo hago porque me mereces confianza. Espero que no me defraudes”.
Durante mucho tiempo tuve el punto final en el bolsillo. Mezclado con las monedas,
las briznas de tabaco y los fósforos, se ensuciaba un poco; además, éramos tan felices
que pensé que nunca habría de usarlo. Entonces compré un estuche seguro y allí lo
guardé. Los días transcurrían venturosos, al abrigo de la desilusión y del tedio.
Por la mañana nos despertábamos alegres, dichosos de estar juntos; cada jornada
se abría como un vasto mundo desconocido, lleno de sorpresas a descubrir. Las cosas
familiares dejaron de serlo, recobraron la perdida frescura, y otras, como los parques
y los lagos, se volvieron acogedoras, maternales. Recorríamos las calles observando
cosas que los demás no veían y los aromas, los colores, las luces, el tiempo y el
espacio eran más intensos. Nuestra percepción se había agudizado, como bajo los
efectos de una poderosa droga. Pero no estábamos ebrios, sino sutiles y serenos,
dotados de una rara capacidad para armonizar con el mundo. Teníamos con nuestros
sentidos una singular melodía que respetaba el orden del exterior, sin sujetarse
a él.
Con la felicidad, olvidé el estuche, o lo perdí, inadvertidamente.
No puedo saberlo. Ahora que la dicha terminó, no encuentro el punto final por ningún
lado. Esto crea conflictos y rencores suplementarios. “¿Dónde lo guardaste? –me
preguntó ella, indignada– ¿Qué esperas para usarlo? No demores más, de lo contrario,
todo lo anterior perderá belleza y sentido”. Busco en los armarios, en los abrigos,
en los cajones, en el forro de los sillones, debajo de la mesa y de la cama. Pero
el punto no está; tampoco el estuche. Mi búsqueda se ha vuelto tensa, obsesiva.
Es posible que lo haya extraviado en alguno de nuestros momentos felices. No está
en la sala, ni en el dormitorio, ni en la chimenea. ¿El gato se lo habrá comido?
Su ausencia aumenta nuestra desdicha de manera dolorosa.
En tanto el punto no aparezca estamos encadenados el uno al otro, y esos eslabones
están hechos de rencor, apatía, vergüenza y odio. Debemos conformarnos con seguir
así, desechando la posibilidad de una nueva vida. Nuestras noches son penosas, compartiendo
la misma habitación donde el resquemor tiene la estatura de una pared y asfixia,
como un vapor malsano. Tiñe los muebles, los armarios, los libros dispersos por
el suelo. Discutimos por cualquier cosa, aunque los dos sabemos que, en el fondo,
se trata de la desaparición del punto, de la cual ella me responsabiliza. Creo que
a veces sospecha que en realidad lo tengo, escondido, para vengarme de ella. “No
debí confiar en ti –se reprocha–. Debí imaginar que me traicionarías”.
Era un estuche de plata, largo, de los que antiguamente
se usaban para guardar rapé. Lo compré en un mercado de artículos viejos. Me pareció
el lugar más adecuado para guardarlo. El punto estaba allí, redondo, minúsculo,
bien acomodado. Pero pasaron tantos años. Es posible que se extraviara durante una
mudanza, o quizás alguien lo robó, pensando que era valioso.
Luego de buscarlo en vano casi todo el día, me voy de
casa, para no encontrar su mirada de reproche, su voz de odio. Toda nuestra felicidad
anterior ha desaparecido, y sería inútil pensar que volverá. Pero tampoco podemos
separarnos. Ese punto huidizo nos liga, nos ata, nos llena de rencor y de fastidio,
va devorando uno a uno los días anteriores, los que fueron hermosos.
Sólo espero que en algún momento aparezca, por azar,
extraviado en un bolsillo, confundido con otros objetos. Entonces será un gordo,
enlutado, sucio y polvoriento punto final, a destiempo, como el que colocan los
escritores noveles.
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