viernes, 2 de febrero de 2024

Una estación de metro berlinesa

Uwe Johnson

 

Querría analizar aquí algunas de las dificultades con que tropecé al intentar describir una estación de metro berlinesa. Uno hombre entre otros muchos desciende de uno de los vehículos que acaba de detenerse, atraviesa la estación y se dirige a la salida. Se trata de un acontecimiento banal que ofrece la posibilidad de hacer algunas variaciones ínfimas. Después de haberlo observado o, para ser más exactos, habiéndolo contemplado cientos de veces, he tenido la idea de utilizarlo en una novela en la que trabajo actualmente. Necesitaba un elemento cualquiera que viniera a interrumpir el curso del relato. Cuatro frases formando un todo y destacándose del resto para marcar una pausa. Me pareció que podía convenirme precisamente ese hecho banal: un hombre desciende del metro. Pero no he podido hacer cuatro frases cortas, ni una larga, y acabé por elegir otro incidente para obtener el efecto buscado. Sin embargo, algún tiempo después ha comenzado a irritarme el hecho de que esa simple escena, un hombre que desciende del metro, se haya negado a simbolizar a Berlín, e intenté redactar un relato completo dedicado exclusivamente a describirla. Fue entonces realmente cuando comenzaron a surgir las dificultades.

El nombre de Berlín evoca una gran ciudad. Muchos millones de personas viven en forma permanente sobre un espacio que puede ser delimitado geográfica o políticamente. Disponen de comodidades que no existen en las zonas rurales: las estadísticas, o una simple mirada desde un avión, permiten ver una aglomeración de inmuebles de alquiler, de fábricas, de calles, de parques, de antenas de radio, de campanarios de iglesias, que se amontonan unos al lado de otros. En medio de todo ese conjunto, los individuos recorren distancias mayores que en el campo y convergen en su gran mayoría hacia un barrio céntrico. Al mismo tiempo que la gran ciudad produce y vende artículos de uso diario, proporciona servicios, informaciones y atracciones culturales destinadas a satisfacer una gama muy amplia de necesidades y demandas, la ciudad permanece, igualmente, en contacto con las regiones que la rodean lo mismo que con otras ciudades. La complejidad de su estructura social está en proporción con su extensión territorial. La nacionalidad, la historia, el paisaje y el clima le dan características específicas pero no modifican su composición total. En nuestros días –dado el nivel de progreso técnico– es cosa admitida que toda gran ciudad posee su propia red de transporte eléctrico, con sus vías aéreas o subterráneas sobre las que los trenes circulan de estación en estación. Uno de esos trenes se detiene y cambia de viajeros en la estación; un hombre desciende, camina a través de la multitud y se dirige a la escalera que lo conduce a la calle. El acontecimiento no puede ser más familiar. Correctamente descrito debe resultar comprensible, normal, para cualquier persona que tenga una experiencia directa o indirecta de la vida en una gran ciudad.

La frontera atraviesa este margen simplista. Y no se puede considerar que la gente lo sabe. Sabe, seguramente, que la antigua capital alemana está cortada como un islote en el seno del estado germano-oriental, islote que a su vez está cortado en dos. Alrededor del sector controlado por los norteamericanos, los ingleses y los franceses, los antiguos límites de la ciudad se han endurecido como una epidermis callosa que ha dejado de respirar. Esta mitad de la ciudad está económica y políticamente aislada. La otra mitad, controlada por el ejército soviético, participa de la vida del país que la rodea. Allí donde los dos sectores se encuentran, las naciones victoriosas han colocado, a lado y lado de la frontera, policías alemanes encargados de controlar los papeles y equipajes; no pasa nada que la policía no autorice o no note. También son conocidos algunos aspectos superficiales de esta situación: retenes, barreras, etc. En las avenidas, en las esquinas de las calles, sobre los canales, hombres en uniformes de colores y cortes diferentes están frente a frente, por parejas o por grupos; controlan los papeles de un individuo, después lo dejan alejarse a través de un no man’s land hacia los policías de vestidos diferentes. Estos proceden entonces a examinar a su vez los papeles como si hubieran caído del cielo. Un hombre a quien un vehículo lanzado a gran velocidad proyecta a través de la frontera, está fuera del alcance del campo que acaba de dejar. El hielo y el calor han resquebrajado las calles que delimitan la frontera y en los resquicios crece la maleza. A veces, un simple umbral sirve de demarcación; la acera no está en el mismo sector que el restaurante, donde la cuenta debe cubrirse con una moneda diferente. Cualquiera puede ser detenido a la vuelta de la esquina, la existencia de una frontera dentro de la ciudad es un fenómeno único, tan extraordinario que se está inclinando a aceptarlo como un hecho permanente cuando en realidad sólo representa el estado actual de una situación que no tiene más de quince o veinte años de existencia y que es susceptible de transformación. El nombre mismo de “Berlín” es engañoso. “Berlín” no existe. En realidad hay dos, cuyos inmuebles y cuya población pueden compararse. Hablar de “Berlín” es una vaguedad; o más propiamente, es formular una reivindicación política, la misma de los dos bloques cuando designan con el nombre del conjunto la mitad de la ciudad controlada por cada uno de ellos, como si la otra mitad no existiera o hubiera sido anexada a la suya. Las diferencias que es necesario evocar ahora no pueden comprenderse de conservarse un término así de impreciso.

Tenemos, por ejemplo, que un ramal del metro parte de una terminal que queda en un barrio situado en Alemania del Este; el metro se detiene en los límites de la ciudad para ser revisado, penetra en Berlín Occidental, circula algún tiempo por aquél y entra en Berlín Oriental; es revisado una segunda vez antes de atravesar otra parte de Berlín Occidental, donde se detiene en varias ocasiones. Allí (por ejemplo) un joven desciende del vehículo. Sube (por ejemplo) en una de las estaciones del barrio de donde partió el metro. En dos oportunidades ha tenido que presentar sus papeles y abrir su portapapeles. Ahora abandona el tren que va a penetrar dentro de un momento en territorio germano-oriental, donde será nuevamente revisado. Otro pasajero viene a tomar el puesto que el joven tenía hasta hace un momento.

Si esta situación merece ser descrita con precisión no es por lo que pueda tener de complejo y pintoresco sino porque es la de la frontera que divide al mundo, la de la frontera entre los dos sistemas que reglamentan en la actualidad la vida de los hombres. Las fronteras territoriales entre ejércitos hostiles se han convertido en líneas militares de demarcación petrificadas e impenetrables. De un lado y otro los hombres siguen destinos separados. Berlín, en cambio, es el campo cerrado donde los dos sistemas se encuentran. No se puede cavar un foso a través de la ciudad y suprimir totalmente los intercambios interiores; hasta este momento ninguna de las dos mitades se ha convertido en el gueto de la otra. Dentro de esa ciudad, dos organizaciones gubernamentales opuestas, dos estructuras económicas, dos culturas viven una proximidad tan grande que en ningún momento pueden perderse de vista; el contacto entre ellas es inevitable. Esto obliga a establecer una comparación muy precisa. La diabólica abstracción política a que está sometida la ciudad –la cual se traduce en una rigurosa codificación del lenguaje– disminuye su valor de campo de experimentación. Todo lo que parece sintomático de la división o de la reunificación de una nación también puede ser, en efecto, síntoma de hostilidad o de acuerdo entre los dos bloques mundiales. Yo no digo esto solamente para justificar la elección de mi tema. Pero la existencia de una frontera en ese lugar preciso crea una nueva forma de literatura. Exige la adaptación de la técnica literaria y del lenguaje a una situación que escapa de lo corriente. Para designar al viajero que desciende de una línea del metro en un sector “extranjero” y se instala en él durante algún tiempo, el término impuesto por la propaganda es el de “refugiado”. Esta etiqueta le vale una serie de ventajas de un lado de la frontera y de repulsas del otro. Mientras que ese viajero quizá, más sencillamente, todo lo que ha hecho es cambiar de domicilio. El observador que ya ha tomado partido define inmediatamente al viajero según sus relaciones con uno de los bloques, pero eso no implica que desconozca todo lo que a él se refiere y que incluso tergiverse lo poco que pueda saber de él. Por otra parte, su juicio político implica una referencia a medios de aniquilación masiva que no tienen cabida en un texto literario destinado a ilustrar, a partir de la descripción de un viajero que desciende de un vagón de metro, y quien en ese mismo instante ya está en trance de transformarse rápidamente, no sólo al nuevo universo de este hombre sino también aquel que deja atrás.

En la medida en que el objeto de un texto de este tipo es la búsqueda de la verdad, el autor debe guardarse de dos tendencias contrarias. Son conocidas algunas de las causas que llevan al error en el establecimiento y en la transmisión de la verdad: los testigos, al no haber observado el acontecimiento de cerca, son incapaces de relatar lo que no han visto. Entonces, por ello, inventan algo que les parece acorde con el sentido general del incidente. O arreglan tranquilamente los hechos en función de sus criterios morales o políticos. La prensa, la radio, la televisión vienen a darle nuevas modificaciones a esa información ya orientada. En cierta medida, esas modificaciones puede decirse que dependen de la interpretación dada por el primer testigo con la utilización de un adjetivo para designar el accidente. Cada cual deforma la realidad (si todavía es factible utilizar este término) en uno o en muchos sentidos, de acuerdo con las exigencias técnicas de su actividad. Estas alteraciones de origen individual o profesional, cuya complejidad va creciendo paso a paso, acaban por transformarse en una estructura rígida cuyos efectos se combinan con los de otra fuente de error todavía más peligrosa: la parcialidad política. A un lado y otro de la frontera cada campo tiene su esquema. Es claro que los criterios de uno no pueden aplicarse al otro. Es claro que el valor de un esquema no puede ser establecido sobre la base de los desmentidos que le inflige al esquema contrario o por las pruebas en su favor que consigue invocar. Pero el esquema sólo puede interpretar imperfectamente los acontecimientos superficiales en función de intereses de gobierno, de la fracción política o del grupo económico a los cuales están ligados los miembros de los órganos de información (encargados de aplicar el esquema) ya sea por obligación, por contrato o por necesidad de vivir. Esos intereses no son, naturalmente, inmutables, y su expresión se transforma con la situación general: sólo existen criterios provisionales de juicio; un caso puede ser tratado hoy de una manera absolutamente diferente a como fue tratado ayer un caso idéntico. Estos intereses no son –no sobra decirlo– lo bastante dignos de confianza como para que uno se sienta con deseos de someterse a ellos totalmente, ciegamente, ignorando con pleno uso de la voluntad lo que sostiene la oposición. Se da inclusive el caso de que las alianzas a corto plazo pueden sufrir una especie de corrupción a nombre de una voluntad de compromiso razonable (y absolutamente necesaria). En fin, puede observarse que un análisis de esos intereses sólo arroja resultados ambiguos y muy raramente exactos pues sus proyectos no se desarrollan necesariamente sin perderse en sinuosidades ni según una cadena causal. Razones: porque las preocupaciones tácticas que constituyen la base de la tergiversación de las informaciones no siempre son reveladas por la investigación; porque, en el seno mismo de los órganos de información o del grupo que detenta el poder, pueden ocultarse hombres que trabajan en realidad para el grupo contrario e introducen en el esquema contrafalsedades. Por consiguiente, si uno de esos servicios de información menciona al viajero del metro, el otro muy bien puede que lo ignore y no diga nada. El esquema A hará de él un testigo vedette de las excelencias del sistema a nombre del cual ese sistema opera. El sistema B lo pasará por alto. O más bien, hará de él un testigo de las terribles condiciones que reinan en el campo a donde se ha dirigido (con el cual el viajero no ha tenido todavía tiempo de familiarizarse y sólo lo ha elegido porque no quería seguir permaneciendo en el otro). La proximidad de esos dos sistemas políticos sólo ofrece, pues, una elección entre dos realidades cuya unión no está determinada por la lógica, entre dos realidades separadas por una frontera.

Cuando el autor de un texto de este tipo ha reunido todas las informaciones posibles sobre su viajero, puede comenzar a clasificarlas en función de esas dos ópticas. Debe proceder enseguida a minimizarlas o a ponerlas en relieve, lo cual no es una elección fácil. Hay muchos grados en la indiferencia o en el interés. Sin embargo, sean cuales fueren las apariencias, toda información ofrece un testimonio sobre el campo de donde proviene. Pero es todavía demasiado prematuro para preocuparse sobre la verdad o falsedad del incidente; lo que importa, por ahora, es la manera como será utilizado. El texto debe estar compuesto en tal forma que los esquemas A o B no puedan falsificar o explotar sus elementos. Es posible que esta empresa aparezca posteriormente como una simple pérdida de tiempo porque el texto, escrito en un momento particular, se refiere a un contexto móvil de tendencias y de relaciones que quizá van a modificarse y a invertir su sentido. La prudencia más elemental exige entonces que uno se guarde de transformar los diagnósticos extendiéndolos más allá de la conclusión inmediata del incidente presentado. Además, ¿para qué habría de añadirse un esquema suplementario de información a los ya existentes?

Hay un problema que se le plantea al autor desde un comienzo. Éste ha decidido, por ejemplo, considerar los tres millones de personas que han dejado el territorio germano-oriental como una cifra sintomática y relatar un incidente ligado a este fenómeno. Quizá lo mueve a ello el hecho de que él mismo –y es una cuestión que, en realidad, no tendría que entrar en consideración– ha venido de allí; quiere arrancar su experiencia personal de la temporalidad para hacerla acceder, mediante el relato, a la duración. Hasta ese momento todavía está dentro de su tema. Se defiende, niega que sus motivos sean egoístas y comienza a escribir. Pero al hacerlo se convierte entonces en portavoz de un grupo de gente que no lo ha designado para ello. O más bien, para ser más precisos, se le considera su portavoz. Se dirige a otro grupo al que debe, antes que todo, convencer de la importancia de su tema; sólo debe utilizar para ello argumentos literarios pero de tal manera que los detalles de la historia que se propone contar se carguen de intenciones que tal vez no tienen nada que ver con la literatura. Con lo cual el esquema de información C o Y puede ser considerado muy difícilmente como superior a los esquemas rechazados antes, puesto que el autor, después de todo, lo ha establecido con base en sus experiencias personales. Quizá éstas no son tan representativas como a él le gustaría creerlo. Además, también su método es susceptible de discutirse. Visita cierto número de estaciones del metro de la ciudad y anota lo que tienen en común. Pero cabría preguntarse si el establecimiento de un término medio sería representativo en caso de que todo lo que sale de lo común –categoría ésta que puede contener mucha más realidad en estas circunstancias– quede excluido. El autor sólo puede dotar al personaje que describe de actitudes que él mismo ha tenido o ha observado. Pero quizá puedan darse otras. Interroga a todos los testigos que puede encontrar. ¿Y si éstos mienten? Considera el incidente mismo como un ejemplo significativo que permite captar aspectos básicos de las condiciones de vida existentes a ambos lados de la frontera. ¿Pero en realidad no será simplemente una víctima de las estadísticas, no lo están llamando éstas a engaño? Quizá hay muchas personas, entre esos tres millones de refugiados, que podrían apoyar sus puntos de vista. ¿Cuál sería la proporción? ¿Un tercio contra dos? Además, podría ser que estuviera enredado en sus experiencias puramente personales. ¿Y si sus interpretaciones estuvieran basadas en prejuicios? ¿Y si se está dejando guiar por opiniones que jamás se ha tomado el trabajo de poner en tela de juicio porque nadie ha venido a discutírselas? Tales son sus premisas. Su método puede dar lugar a errores específicamente literarios: puede considerar como general lo que es solamente particular. Puede transformar en un principio lo que es simplemente una acumulación estadística. Y corre el peligro constante de presentar como realidad lo que es solamente un epifenómeno accidental.

Existen pocas situaciones a las que pueda aplicarse mejor la noción de dilema. La existencia de esta doble óptica en la búsqueda de la verdad se hace sentir en el terreno de la concepción de la obra (en todas formas ardua y difícil). Determina la elección de los detalles que deben constituir el texto tal como constituyen la realidad. La última guerra ofrece un ejemplo de esas dificultades, en razón de la frontera que ha dejado tras de sí. Alrededor de las estaciones del metro quedan todavía muchas ruinas: son un decorado y contribuyen a conformar la impresión que recibe el viajero a su llegada. El texto menciona pues, conscientemente, la presencia de una ruina. ¿Pero esta ruina puede resumir la guerra? El mundo y quizá un poco más de la mitad del pueblo alemán tienen por un hecho establecido que Alemania fue quien desencadenó una guerra y que sus dirigentes habían sido elegidos libremente en una época en que ya habían hecho públicos sus objetivos. Ha sido necesaria una extraña inversión de la situación para que la capital de un pueblo tan despreciado pueda constituir nuevamente un tema digno de interés. La desgracia ha sido olvidada a medida que el lugar de la culpa ha cambiado de función. No debe ocultarse el proceso de esta inversión. La descripción de la ruina debe solucionar entonces los problemas que siguen: ¿el ciudadano particular, prisionero entre un poder alienado y su propia decisión –igualmente alienada– de sostener ese poder, ha sido llevado finalmente a la culpabilidad colectiva? ¿Los hijos heredan la culpabilidad de sus padres? ¿O tienen ellos la excusa colectiva de que los aparatos gubernamentales han sido concebidos para ceder a las presiones personales de cierto número de dirigentes? Existen teorías precisas y encontradas sobre la influencia de los individuos en la Historia; casi cada semana se revelan nuevos hechos que vienen a modificar, en ciertos aspectos, nuestra interpretación de la guerra pasada. Si la Historia vacila en pronunciarse sobre esos problemas, es difícil que un texto literario pueda presentar una ruina como un elemento de información preciso y revelador.

Al presentarse en la frontera un incidente casi imperceptible, como el que intenta relatar el autor, éste no tiene las mismas consecuencias que si se presentara en una negociación diplomática. Un nuevo presente ha venido a congelarse sobre estructuras provisionales –y ahora caducas– establecidas en virtud de decisiones tomadas en Teherán o en Yalta antes, incluso, de que la guerra hubiera terminado. Hoy nadie puede juzgar legítimo y razonable que las estaciones del metro que se encuentran en el corazón del sector occidental estén controladas por los alemanes del este. Esta anomalía introduce un elemento de humor en la situación: los policías germano-orientales tienen derecho de controlar los papeles de un viajero que algunos metros más adelante puede manifestarles con gestos o muecas apropiadas (pues quizá no se atreve a expresarse en voz alta) que los juzga responsables de un estado de cosas que por su edad muy difícilmente han podido contribuir a establecer. Es un riesgo importante para el viajero, casi tan importante para poder comprender realmente la situación como su propio pasado; por ello mismo debe figurar en la descripción. Sin embargo, ruinas y policías aparecen como realidades que pertenecen a dos mundos por completo diferentes; su proximidad es engañosa; fijados por un instante en el seno de un conjunto en constante evolución, reclaman perspectivas diferentes.

El dilema afecta también el trabajo descriptivo. El aspecto exterior de la estación, por ejemplo, parece proporcionar una buena ilustración de la elección hecha por el recién llegado. En todo caso, es ahí donde baja del metro. La arquitectura es exactamente la misma a uno y otro lado de la frontera; encima de la plataforma, generalmente pavimentada con piedrecillas de color claro, hay algunas columnas de concreto que sostienen un techo inclinado. Los bancos y las salas de espera están colocados a intervalos regulares; hay también oficinas reservadas al personal y quioscos donde se venden golosinas y diarios. Felizmente hay diferencias. Todo lo que pertenece a Alemania del Este es triste y carece de brillo. En los pasajes subterráneos, el polvo de las vitrinas parece incrustado en los vidrios; la pintura se desconcha en los muros de las salas de espera; allí donde una bala ha venido a golpear, hace más de dieciséis años, una de las placas que indican el nombre de la estación, la estrella irregular del impacto es todavía visible sobre el esmalte. Pero los alrededores de la estación respiran opulencia, lo mismo que todo lo que en el interior ha sido cedido a las autoridades de Berlín Occidental. Sobre el gris pálido y sucio de los muros, el viajero ve avisos de productos que ignora, impresos en colores destinados a agradarle; en los trechos aéreos del trayecto ha observado, por debajo de él, una intensa circulación de vehículos entre los inmuebles de cristal y mármol. Ante la estación, un número muy grande de automóviles está estacionado a lo largo de la acera; los alemanes que hay en el interior de la estación le ofrecen gran variedad de refrescos y golosinas, de cigarrillos, de diarios que tienen un gusto y un estilo diferentes –o que quizá, inclusive, podrían ser mejores que los que conoce–. ¿Pero esta diferencia es determinante? Cuando se le invoca es para justificar la decisión del viajero de permanecer en esta parte. ¿Pero lo ha juzgado así? ¿Prefiere realmente vivir en un país que deja el campo libre a la competencia económica y que atraviesa, por el momento, un periodo de prosperidad? ¿Es hostil al control de la economía por los organismos gubernamentales pues allí de donde vienen los planificadores no han tenido mucha suerte? No son estas razones verdaderas para partir. El deseo de una vida más lujosa es una motivación muy poco extendida y que ni siquiera merece ser mencionada. La prosperidad que observa aquí lo impresiona. ¿Pero los éxitos económicos de un gobierno prueban su excelencia? Todavía no ha podido establecerse si la libre empresa es capaz de garantizar indefinidamente al ciudadano una abundancia de bienes de consumo semejante. Existe una teoría sobre los ciclos económicos, teoría sobre la cual los grandes expertos manifiestan los juicios más encontrados. Por otra parte, nada nos asegura que los dirigentes del estado germano-oriental no aprenderán un día a planificar y a dirigir una economía; su sistema también tiene sus expertos que han dejado de dirigirse la palabra porque han llegado a contradecirse de manera muy abierta. Y no es el caso de esperar una respuesta frente a estas consideraciones; el recién llegado ya ha tomado su decisión. La manera como un gobierno está organizado ejerce, naturalmente, una influencia sobre la evolución de la economía; pero la relación entre ambos términos no es directa. No aparece claramente definida. La libre empresa puede llegar a conocer días menos felices y, a la larga, se prevé que las economías dirigidas tendrán menos fracasos. La descripción de la estación de metro no nos permite hacer que aparezcan las verdaderas razones del viajero (las cuales se refieren, en realidad, al grado de democracia de una sociedad). Muy por el contrario, nos aleja de sus verdaderos motivos. Sin embargo, todo lo que encuentra será en adelante el decorado donde va a vivir. Sería imposible no señalar las tareas del color en la descripción de una estación ennegrecida –en realidad, el color es gris– por el polvo. Y quizá el viajero desorientado no hace justicia a las realizaciones de la libre empresa (teniendo en cuenta las posibilidades que todavía se le ofrecen a ésta) si las considera sólo “diferentes”, con una diferencia que no ha deseado y no comprende.

El recién llegado choca con obstáculos hasta en su misma conversación. No existe un lenguaje único para expresar los fenómenos heterogéneos que convergen en una estación de metro fronteriza. Los dos poderes que gobiernan a lado y lado de la frontera han modificado el comportamiento de sus conciudadanos al mismo tiempo que sus condiciones de vida. Cada uno ha dotado a sus súbditos de reacciones diferentes. La actitud frente a las consignas oficiales, las relaciones de trabajo y de amistad, el hecho de viajar sentado junto a otra persona en un vagón de metro, no son interpretados en la misma forma a ambos lados de la frontera. Cada campo tiene sus criterios. El viajero desembarca con un bagaje de hábitos y opiniones que ya no tienen ninguna razón de ser en su nuevo universo. Nota que sus vecinos no prestan la más mínima atención a cosas que lo aterran. Oye discutir sobre temas que le parecen demasiado baladíes o demasiado peligrosos para ser abordados en público. Y cuando se abandona, sigue lleno de reticencias. Se sentirá menos extraño en un país realmente extranjero. Si se limita a analizar sus impresiones, tendrá que atenerse a un punto de vista totalmente subjetivo que no le permite hacer una descripción de gente de otra nacionalidad. La existencia de palabras como “reservado” o “tranquilo”, viene a corroborar la ilusión de que pueden aplicarse a todas las actitudes y a todas las expresiones. En realidad, el carácter de un individuo es un factor mucho menos importante para su comportamiento que las motivaciones que lo determinan. Y esas motivaciones se diferencian profundamente de un sector a otro. Las asociaciones de imágenes toman un sentido completamente diferente: el policía, el anuncio publicitario y el polvo acumulado, por ejemplo, forman una combinación mucho menos peligrosa para el recién llegado que para los otros viajeros. Éstos no tienen los mismos criterios. La descripción de la estación puede sin duda alguna ser ampliada hasta evocar las circunstancias y los objetos lejanos que determinan todavía las reacciones del viajero. Con ello tal vez sería posible hacer perceptibles las diferencias, pero el texto resultaría muy pesado; y no se eliminarían todas las dificultades. Cada sistema, en efecto, ha creado su propia terminología, la cual se ha logrado imponer dentro de los límites de su territorio. Cada uno de los berlineses, por ejemplo, se considera libre, democrático y pacífico, mientras que el otro es calificado de belicoso, antidemocrático y dictatorial. Algunas de estas formulaciones han entrado al lenguaje corriente y son utilizadas sin ninguna ironía. En esta forma el viajero desembarca con un lote de definiciones que tienen que ver con objetos, con dogmas, con circunstancias políticas que no han dejado de rodearlo. De todas maneras, esas definiciones traducen juicios de valor y tomas de posición partidista, aunque estas últimas no serían utilizables en el relato. Es necesario tener en cuenta, sin embargo, una posible posición de indiferencia de parte del viajero con respecto a ellas: el hecho de que las utilice no quiere decir que las apruebe. Podría ser que no haya encontrado otras más satisfactorias y que sólo utilice las definiciones oficiales como una moneda cuya tasa de cambio debe adaptarse tácitamente a su poder de compra para conocer su valor real. Con tales útiles, le será difícil hacer comprender claramente su posición a los habitantes del otro sector. Y esto es válido tanto para el sector que ha abandonado como para aquél a donde llega. Hasta entonces había estado a merced de las agencias de información de la zona donde residía. Éstas no solamente le suministraban información parcializada, sino que le bloqueaban toda la que provenían de la otra zona, con el objetivo de poder imponer más desahogadamente su propia interpretación de los acontecimientos. Sólo muy raramente eran posibles las confrontaciones y siempre de manera accidental. La desconfianza sistemática en relación con la información suministrada por los diarios, la radio o los portavoces oficiales es, sin embargo, una actitud puramente negativa; sus resultados son muy inciertos. El viajero no siempre ha podido evitar una aceptación ciega de ciertas definiciones, de ciertos juicios sobre las condiciones que reinan del otro lado de la frontera; y los ha llevado consigo. Por las ventanas de su vagón ha notado ya fenómenos que le han sido anunciados y que ha interpretado según el esquema del que todavía está impregnado. Sólo con mucha dificultad podrá adaptar ese esquema a las relaciones que ahora encuentra. Sólo con mucha dificultad podrá asimilar las definiciones de la zona extranjera, compararlas con las de su antiguo universo, formular, en fin, sus propias definiciones en función de su experiencia personal. Un texto que quiera presentar este aspecto de los acontecimientos debe encontrar un lenguaje que logre a la vez expresar las verdades respectivas de los dos campos y seguir siendo comprensible independientemente de su contexto local, criterio éste tan exigente que se destruye a sí mismo por su novedad y su estrechez. Quizá, en últimas, el resultado sólo podría encontrarse en una solución diferente. (Algunas de estas anotaciones sólo se justifican, es claro, por el hecho de que las dos ciudades han constituido en otros tiempos la capital de un estado unificado, y en la perspectiva de una posible y deseable reunificación).

Pueden apreciarse entonces las diversas consecuencias literarias que se desprenden de las condiciones en que se presenta el tema, el cual no es otro, en realidad, que la situación de la Alemania de posguerra. En el caso que he elegido, esas condiciones afectan sobre todo la posición del autor. ¿Qué actitud debe adoptar ante su texto? La presencia de la omnisciencia es sospechar de entrada. La visión panorámica de un Balzac, inclinado desde su Olimpo, es admirable. Pero Balzac vivió entre 1799 y 1850. No creo que hoy un autor que se plantea como tarea primordial inventar y componer un texto pueda treparse sobre un taburete gigante para dominar desde allí el terreno, como el árbitro de un partido de tenis. ¿Cómo le sería posible conocer todas las reglas y todos los jugadores, observar escrupulosamente el comportamiento de cada uno, inventar autoritariamente cuando lo juzgue conveniente, ponerse cuando lo crea necesario en el lugar de sus personajes y sondear su corazón en una forma que casi nunca lo hace con el suyo propio? El autor debe admitir que está inventando lo que cuenta, que su información es incompleta e imprecisa. Después de todo, escribe por dinero. Puede intentar escapar de la situación subrayando sus esfuerzos para alcanzar la verdad, oponiéndole a su propia interpretación la que dan sus personajes, no hablando de lo que ignora y no haciendo pasar por una empresa puramente artística lo que es, en realidad, una nueva forma de búsqueda de la verdad. Esto puede llevarlo, naturalmente, a descubrir comportamientos que nada tienen de épico; pero si llega a darse, por ejemplo, un lazo real entre una ideología y los acontecimientos relatados, un debate sobre esta ideología podría ser un medio –y no el menos apropiado– para hacer comprender estos acontecimientos. De un autor sólo se espera una cosa: que sea capaz de dar cuenta de una situación. ¿Tendría entonces que hacerlo con métodos ya rebasados por esa situación? En la actual querella sobre la utilización de los tiempos verbales –construcción tradicional y técnicas más modernas– sólo le queda un camino: elegir el procedimiento más preciso, pues la precisión es una de las exigencias de su trabajo. Es claro que la búsqueda en cuyo desarrollo intenta adaptar su estilo a una realidad que se transforma sin cesar, sólo tiene validez para él mismo. Es claro que está llevado a realizar compromisos. Es claro que a veces se siente descorazonado porque su problema les interesa a los lectores mucho menos de lo que él desearía. Sin embargo, espero que la descripción de mis dificultades les haya dado una idea aproximada de lo que es una estación de metro berlinesa.

 

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