lunes, 12 de febrero de 2024

Vanadio

Primo Levi

 

Un barniz es una sustancia inestable por definición. Efectivamente, al llegar a cierto punto de su carrera, se debe convertir de líquida a sólida. Hace falta que esto ocurra en el momento y en el lugar adecuados. El caso opuesto puede ser desagradable o dramático; puede suceder que un barniz se solidifique (nosotros decimos brutalmente “parta”) durante su estancia en el almacén, y entonces la mercancía hay que tirarla; o que solidifique la resina de base durante la síntesis, en un reactor de veinte o treinta toneladas, cosa que puede acabar en tragedia; o, por el contrario, que el barniz no se solidifique en absoluto, y en tal caso se convierte uno en un hazmerreír, porque un barniz que no “seca” es como un fusil que no dispara o un toro que no deja preñada a la vaca.

En el proceso de solidificación toma parte muchas veces el oxígeno del aire. Entre las diversas empresas, vitales o destructivas, que el oxígeno sabe llevar a cabo, a nosotros los barnizadores nos interesa sobre todo su capacidad de reaccionar en contacto con ciertas pequeñas moléculas, como por ejemplo las de algunos aceites, y de crear puentes entre ellas, transformándolas en un retículo compacto y por lo tanto sólido. De esa manera es como “seca”, por ejemplo, el aceite de lino.

Habíamos importado una partida de resina para barnices, concretamente una de esas resinas que se solidificaban a temperatura normal simplemente con exponerlas al aire libre, y estábamos preocupados. Controlada aisladamente, la resina se secaba normalmente, pero después de haber sido tratada con un determinado e insustituible tipo de negro de humo, su capacidad de secarse se atenuaba hasta desaparecer. Habíamos apartado ya varias toneladas de esmalte negro que, a pesar de todas las rectificaciones ensayadas, después de su aplicación continuaba indefinidamente pegajoso, como una de esas lúgubres tiras de papel para cazar moscas.

En casos como éste, hay que andarse con pies de plomo antes de formular acusación ninguna. El proveedor era la W., importante y prestigiosa industria alemana, uno de los muñones en que, después de la guerra, los aliados habían desmembrado la omnipotente IG-Farben. Gente de esta índole, antes de reconocerse culpable, echa en el platillo de la balanza todo el peso del propio prestigio y toda su capacidad personal para dar largas. Pero no había manera de evitar la controversia. Las otras remesas de resina reaccionaban bien con la misma partida de negro de humo, la resina era de un tipo especial que solamente producía la W., y nosotros estábamos ligados por un contrato y teníamos que seguir sin falta suministrando aquel esmalte negro, respetando el vencimiento de los plazos.

Redacté una carta muy cortés de reclamación, exponiendo los términos del asunto, y a los pocos días llegó la respuesta. Era larga y pedante, aconsejaba procedimientos obvios y que ya habíamos aplicado nosotros sin resultado, y contenía una exposición superflua y deliberadamente confusa sobre el mecanismo de oxidación de la resina. Pasaba por alto nuestra prisa, y sobre el punto esencial de la cuestión se limitaba a decir que se habían iniciado las pruebas correspondientes. No quedaba más remedio que encargar enseguida otra remesa, encareciendo a la W. que vigilase con particular cuidado el comportamiento de la resina con aquella clase de negro de humo.

Junto con el acuse de recibo de este último encargo, llegó una segunda carta, casi tan larga como la primera y firmada por el mismo doctor L. Müller. Era algo menos inconveniente que la primera, reconocía –aunque con muchas cautelas y reservas– lo pertinente de nuestra queja, y contenía un consejo menos perogrullesco que los anteriores: ganz unerwarteterweise, o sea que, de forma totalmente inesperada, los gnomos de su laboratorio habían descubierto que la partida rechazada mejoraba añadiéndole un 0.1% de naftenato de vanadio; un aditamento del cual, hasta entonces, en el mundo de los barnices no se había oído hablar nunca. El desconocido doctor Müller nos invitaba a verificar inmediatamente sus afirmaciones; si se confirmaba el efecto, sus observaciones podrían evitar a ambas partes las molestias y las incógnitas de una controversia internacional y de una reexportación.

Müller. Existía un Müller en una encarnación anterior mía, pero Müller es un apellido corrientísimo en Alemania, como en Italia Molinari, que es precisamente su equivalente exacto. ¿Para qué seguir dándole vueltas? Y sin embargo, al releer las dos cartas de pesadísima fraseología, plagadas de tecnicismos, no conseguía acallar una duda, de esas que no se dejan arrinconar y te rechinan por dentro como carcomas. Pero venga ya, Müller en Alemania habrá doscientos mil, déjalo y ocúpate de la rectificación del barniz.

…Pero luego, de repente, se me puso otra vez delante de los ojos un detalle de la última carta que me había pasado desapercibido; no era un error mecanográfico, se repetía igual dos veces; ponía exactamente “naptenat” y no “naphtenat”, como hubiera tenido que ser. Pues bueno, yo de la gente que conocí en aquel mundo ya remoto me acuerdo con una precisión patológica, y daba la casualidad de que aquel otro Müller, en un inolvidable laboratorio donde todo era hielo, esperanza y terror, también decía “beta-Naptylamin” en vez de “beta-Naphtylamin”.

Los rusos estaban a las puertas, y los aviones aliados venían dos o tres veces al día a hacer estragos en la fábrica de Buna. No quedaba cristal sano, faltaban el agua, el vapor y la energía eléctrica, pero las órdenes mandaban empezar a producir goma Buna, y los alemanes nunca discuten las órdenes.

Yo estaba en un laboratorio con otros dos prisioneros especialistas, semejantes a aquellos esclavos adoctrinados que los romanos ricos importaban de Grecia. Trabajar era tan imposible como inútil, y el tiempo se nos iba casi por completo en desmontar los aparatos cada vez que se oía la alarma aérea y volverlos a montar en cuanto cesaba. Pero las órdenes, ya digo, no se discuten, y de vez en cuando, entre los escombros y la nieve, se abría paso hacia nosotros un inspector para cerciorarse de que el trabajo del laboratorio se desarrollaba de acuerdo con las prescripciones. Algunas veces venía un SS con cara de adoquín, otras un viejecito de las milicias locales amedrentado como un ratón, y también, otras, un civil. El civil que aparecía con mayor frecuencia respondía por doctor Müller.

Debía ser persona de bastante autoridad, porque todos lo saludaban a él primero. Era un hombre alto y corpulento que andaría por los cuarenta años, de aspecto más bien tosco que refinado. Conmigo no había hablado más que tres veces, y las tres con una timidez poco habitual en un lugar como aquel, como si se avergonzara de algo. La primera exclusivamente de asuntos relacionados con el trabajo, precisamente de la dosificación de la “naptilamina”; la segunda vez me preguntó por qué llevaba la barba tan crecida, a lo que yo le respondí que ninguno de nosotros tenía maquinilla de afeitar, y lo que era peor, ni siquiera un pañuelo, y que nos afeitaban oficialmente todos los lunes; la tercera vez me dio una notita, escrita a máquina con toda nitidez, donde se me autorizaba a ser afeitado también los jueves y a retirar del Effektenmagazin un par de zapatos de cuero. Y me preguntó, tratándome de usted: “¿Por qué tiene un aire tan inquieto?”. Yo, que en aquel tiempo pensaba en alemán, me había dicho para mis adentros: “Der Mann hat Keine Ahnung”, este tipo no se ha enterado de nada.

Por encima de todo, está la obligación. Me apresuré a recabar de entre nuestros habituales proveedores una muestra de naftenato de vanadio, y me di cuenta de que la cosa no era tan fácil. No se trataba de un producto de fabricación normal, se preparaba en pequeñas dosis y solamente a petición. Cursé la correspondiente petición.

El retorno de aquel “pt” me había arrastrado a una excitación violenta. Volverme a encontrar, de hombre a hombre, ajustando cuentas con uno de los “otros” había sido mi deseo más vivo y permanente desde que abandoné el campo de concentración de Lager. Deseo satisfecho sólo en parte por las cartas de mis lectores alemanes. No me saciaban en absoluto aquellas honestas declaraciones de arrepentimiento y solidaridad formuladas en términos generales por gente a quien no había visto nunca, de la cual no conocía su otra cara, y que probablemente no estaba implicada en aquello más que desde un punto de vista sentimental. El encuentro que yo esperaba, con tanta intensidad que por las noches llegaba a soñar con él (en alemán), era un encuentro con alguno de aquellos de allá, que habían dispuesto de nuestras vidas, que no nos habían mirado a los ojos, como si nosotros no tuviéramos ojos. Y no lo soñaba por afán de venganza, que no soy ningún conde de Montecristo. Simplemente para volver a poner las cosas en su sitio, para poder preguntar: “¿Y qué?”. Si este Müller era mi Müller, no era el antagonista ideal, porque en cierto modo, tal vez solamente por un instante, había tenido compasión, o aunque no fuera más que un rudimento de solidaridad profesional. Posiblemente incluso menos; puede que simplemente le hubiera conmovido el hecho de que aquel extraño híbrido de colega e instrumento, que además encima era un químico, frecuentase un laboratorio sin el Anstand, la decencia, que el laboratorio requiere. Pero los que lo rodeaban no habían tenido ni siquiera esa sensibilidad. No, no era el antagonista ideal. Pero, como es bien sabido, la perfección no está en las vicisitudes que se viven, sino en las que se cuentan.

Me puse en contacto con el representante de la W., con quien tenía bastante confianza, y le pedí que indagara con discreción sobre el doctor Müller. ¿Cuántos años tenía?, ¿cómo era de aspecto?, ¿dónde había pasado la guerra? La respuesta no se hizo esperar mucho: la edad y el aspecto coincidían; nuestro hombre había trabajado primero en Schkopau, para adiestrarse en la tecnología de la goma, y luego en la fábrica de Buna, cerca de Auschwitz. Conseguí su dirección, y le mandé, de particular a particular, una copia de la edición alemana de Si esto es un hombre, acompañada de una carta en la cual le preguntaba si era él realmente el Müller de Auschwitz, y si se acordaba de “los tres hombres del laboratorio”. En fin, que perdonase aquella brutal intromisión, aquel retorno desde la nada, pero que yo era uno de esos tres, además de ser el cliente preocupado por el asunto de la resina que no secaba bien.

Me dispuse a esperar la respuesta, al mismo tiempo que en el plano del negocio continuaba –como la oscilación de un enorme y lentísimo péndulo– intercambiando cartas químico-burocráticas acerca del vanadio italiano que no daba tan buen resultado como el alemán.

Tengan por tanto la amabilidad de expedirnos con urgencia una información detallada sobre el producto, y enviarnos por correo aéreo 50 kg, cuyo importe tendrán a bien descontar, etcétera. Desde un punto de vista técnico el asunto parecía bien encaminado, pero no estaba claro lo que iba a pasar con el lote defectuoso de resina, si nos lo teníamos que quedar con un descuento sobre su precio, o reexpedirlo cargándoselo en cuenta a la W., o exigir una solución arbitrada. A todo esto, como es habitual en tales pleitos, nos amenazábamos mutuamente con recurrir a las vías legales gerchtlich vorzugehen.

La respuesta “privada” seguía haciéndose esperar, lo cual era casi tan irritante y enervante como la contienda burocrática. ¿Qué sabía yo de aquel tipo? Nada. Lo más probable es que, deliberadamente o no, todo aquello lo hubiera dado por cancelado. Mi carta y mi libro serían para él una intromisión maleducada y fastidiosa, una torpe invitación a remover un pozo ya bien sedimentado, un atentado contra la Anstand. No iba a contestar nunca. No era un alemán perfecto, qué lástima. ¿Pero existen los alemanes perfectos? Son una pura abstracción. El paso de lo general a lo particular nos depara siempre sorpresas estimulantes, cuando un oponente exento de perfil, larvario, se te configura delante poco a poco o de golpe, y se convierte en el Mitmensch, el co-hombre, con todo su relieve, sus tics, sus anomalías y sus anacolutos. Ya habían pasado casi dos meses. La respuesta no iba a llegar nunca. ¡Qué lástima!

Llegó, con fecha 12 de marzo de 1967, su elegante carta encabezada con una caligrafía vagamente gótica. Era una carta de apertura, breve y reservada. Sí, el Müller de Buna era él en persona.

Había leído mi libro, reconocido con emoción personajes y lugares; se alegraba de saber que me contaba entre los supervivientes, me pedía noticias de los otros “dos hombres del laboratorio”, y hasta aquí no había nada de raro, puesto que venían mencionados en el libro. Pero me preguntaba también por Goldbaum, a quien yo no había nombrado. Añadía que, con motivo de mi carta, había releído sus notas de aquel periodo. Estaba dispuesto de muy buen grado a comentarlas conmigo en un reencuentro personal por el que hacía votos y que podría ser “beneficioso tanto para mí como para usted, y necesario con vista a la superación de aquel horrible pasado” (“im Sinne der Bewältigung der so furchtbaren Vergangenheit”). Manifestaba finalmente que, entre todos los prisioneros que había conocido en Auschwitz, yo era el que le había producido una impresión más fuerte y duradera. Pero podía tratarse muy bien de un halago; del tono de toda la carta, y en especial de aquella frase donde hablaba de “superación”, lo que parecía desprenderse es que aquel hombre esperaba algo de mí.

Ahora me tocaba a mí el turno de respuestas, y me sentía cohibido. He aquí que la empresa había acabado con éxito y el adversario había caído en el lazo. Lo tenía delante de mí, era casi un colega en barnices, escribía como yo en papel con membrete, y se acordaba incluso de Goldbaum. Estaba aún bastante desenfocado, pero quedaba claro que pedía de mí algo así como una absolución, porque él tenía un pasado que necesitaba superar, y yo no. Yo necesitaba de él simplemente la concesión de un descuento sobre la factura de una resina defectuosa. La situación era interesante, pero atípica. Coincidía solamente en parte con la del reo ante el juez.

En primer lugar, ¿en qué idioma debía contestarle? En alemán no, por supuesto; estaba expuesto a cometer errores ridículos que resultaban incompatibles con mi papel. Siempre es mejor luchar en el propio campo. Le escribí en italiano. Los otros dos del laboratorio habían muerto, no sabía cómo ni dónde, lo mismo que Goldbaum; este último de hambre y de frío durante la marcha de evacuación. En cuanto a mí, lo esencial ya lo sabía por el libro y por la correspondencia burocrática en relación con el vanadio.

Yo tenía muchas preguntas que hacerle. Demasiadas y demasiado densas tanto para él como para mí. ¿Por qué Auschwitz? ¿Por qué Pannwitz? ¿Por qué los niños en las cámaras de gas? Pero intuía que no era el momento adecuado para superar determinadas barreras, así que me limité a preguntarle si aceptaba los juicios, implícitos y explícitos de mi libro. Si pensaba que la IG-Farben había asumido espontáneamente la mano de obra de los esclavos. Si tenía noticia entonces de las “instalaciones” de Auschwitz, que se tragaban diez mil vidas diarias, a siete kilómetros de las instalaciones de goma Buna. Y, en fin, ya que había hecho alusión a sus “notas sobre aquel periodo”, ¿por qué no me mandaba una copia de ellas?

De aquel “encuentro por el que hacía votos” no dije nada, porque me daba miedo. No servía de nada buscar eufemismos, hablar de pudor, de desprecio, de comedimiento. Miedo era la palabra. De la misma manera que no me sentía un conde de Montecristo, tampoco me sentía un Orazio-Curiazio. No me consideraba con fuerzas para ostentar representación de los muertos de Auschwitz, y tampoco me parecía sensato reconocer en Müller al representante de los carniceros. Yo me conozco; no estoy dotado de rapidez polémica, el adversario me distrae, según lo escucho corro el peligro de prestarle crédito; el desdén y el juicio certero los recupero luego, cuando estoy bajando las escaleras, cuando ya no sirven para nada. Me convenía seguir por carta.

Müller me escribió, tocante a nuestro negocio, diciéndome que los cincuenta kilos habían sido expedidos, y que la W. confiaba en un arreglo amistoso, etcétera. Casi al mismo tiempo me llegó a casa la carta que esperaba; pero no era como la esperaba. No era una carta típica, atenida a un paradigma. Llegados a este punto, si la historia que estoy contando fuera inventada, a mí no me cabría introducir más que uno de estos dos tipos de carta: o una carta humilde, cálida y cristiana de alemán converso, o bien otra altiva y glacial, de bellaco, de nazi impenitente. Pero esta historia no es inventada, y la realidad resulta siempre más compleja que la invención, menos peinada, más tosca, menos rotunda. Es muy raro que permanezca en un solo plano.

Era una carta de ocho folios e incluía una foto que me estremeció. El rostro era “aquel” rostro; aunque envejecido, y al mismo tiempo ennoblecido por obra y gracia de un fotógrafo experto, lo seguía sintiendo a cierta altura por encima de mí pronunciando aquellas palabras de compasión distraída y momentánea: “¿Por qué tiene usted un aire tan inquieto?”

Era evidentemente obra de un escritor poco avezado; una retórica de medias verdades, llena de digresiones y de elogios exagerados, enternecedora, pedante y empachosa que se oponía a cualquier juicio breve y global.

Atribuía los acontecimientos de Auschwitz al Hombre, sin hacer más distinciones. Los deploraba, y se consolaba pensando en otros hombres que yo citaba en mi libro, como Alberto o Lorenzo “contra los cuales se embotan las armas de la noche”. La frase era mía, pero repetida por él me sonaba hipócrita y desentonada. Contaba su historia. “Arrastrado en un principio por el general entusiasmo que despertó el régimen de Hitler”, se había inscrito en un partido nacionalista estudiantil, que poco después se incorporó oficialmente a las SS; había logrado salirse, y comentaba que “incluso esto se ve que era posible”. Durante la guerra, había sido movilizado en una compañía antiaérea, y solamente entonces ante las ruinas de la ciudad, había sentido “vergüenza y desprecio” por la guerra. En mayo de 1944 había podido (¡como yo!) hacer valer su condición de químico, había sido destinado a la fábrica de Schkopan de la IG-Farben, de la cual la de Auschwitz era una copia ampliada. En Schkopan se había encargado de adiestrar en las tareas de laboratorio a un grupo de chicas ucranianas, que efectivamente yo había conocido en Auschwitz, y cuya extraña familiaridad con el doctor Müller no me explicaba. Hasta noviembre de 1944 no lo habían mandado a Auschwitz con esas chicas. El nombre de Auschwitz no tenía por aquel tiempo ningún significado, ni para él ni para ninguna otra persona de las que conocía. Pero a su llegada, había tenido una breve conversación con el director cuando se lo presentaron (probablemente el ingeniero Faust), y éste le había advertido que “a los judíos de Buna no había que asignarles más que las tareas más modestas y la compasión para con ellos no estaba permitida”.

Había sido destinado a trabajar directamente a las órdenes del doctor Pannwitz, el que me sometió a mí a un curioso “examen de Estado” para cerciorarse de mis capacidades profesionales. Müller manifestaba tener una pésima impresión de su superior, y me puntualizaba que había muerto en 1946 de un tumor cerebral. Era él, Müller, el responsable de la organización del laboratorio de Buna; aseguraba que no había sabido nada de aquel examen, y que había sido él mismo quien nos escogió a los tres especialistas, y especialmente a mí. Según esta versión, improbable pero no imposible, yo le debía a Müller mi supervivencia. Afirmaba haber mantenido conmigo una relación casi de amistad entre iguales, haber charlado conmigo de problemas científicos, y haber pensado mucho, en aquella coyuntura, sobre cuáles eran “los preciados valores humanos que otros hombres destruían por pura brutalidad”. Yo no sólo no recordaba ninguna conversación de ese tipo (y mi memoria sobre ese periodo, como ya he dicho, es excelente), sino que el mero hecho de imaginar algo así, con aquel telón de fondo de desintegración, desconfianza mutua y cansancio mortal, estaba totalmente fuera de la realidad y no podía explicarse más que al calor de un ingenio y posterior wishful thinking. Seguramente era una cosa que él había contado a mucha gente, y no se daba cuenta de que la única persona en el mundo que no podía prestarle crédito era precisamente yo. Seguramente de buena fe, se había construido un pasado en el cual sentirse cómodo. No recordaba los dos detalles de la barba y de los zapatos, pero sí otros por el estilo y bastante plausibles, a mi parecer. Se había enterado de que yo tenía la escarlatina y se había preocupado de mi supervivencia, sobre todo al enterarse de que los prisioneros eran evacuados a pie. El 26 de enero de 1945 lo trasladaron de las SS al Volkssturm, el cuerpo del ejército donde iban a parar los reformados, los niños y los viejos y que estaba presuntamente encargado de cortarles el paso a los rusos. Afortunadamente para él, lo había salvado el director técnico antes mencionado, al autorizarlo para que pasase a la retaguardia.

A mi pregunta sobre la IG-Farben respondía resueltamente que sí, que había tomado a su cargo prisioneros, pero solamente con el fin de protegerlos. Es más, formulaba la disparatada opinión de que toda la fábrica entera de Buna-Monowitz, ocho kilómetros cuadrados de edificaciones ciclópeas, había sido construida con la intención de “proteger a los judíos y contribuir a su supervivencia”, y que la orden de no tener compasión con ellos era eine Tarnung, un enmascaramiento, Nihil de Principe, ninguna acusación contra la IG-Farben; nuestro hombre seguía dependiendo de la W., que era sucesora de aquella, y nadie muerde la mano que le da de comer. Durante su breve estancia en Auschwitz, “a su conocimiento nunca había llegado elemento alguno que pareciese indicar una tendencia a la matanza de judíos”.

Actitud paradójica y ofensiva, pero digna de tenerse en cuenta. En aquel tiempo era una técnica habitual entre la mayoría silenciosa alemana procurar saber la menor cantidad de cosas posibles, para lo cual lo mejor era no hacer preguntas. Tampoco él, evidentemente, le había pedido explicaciones a nadie, ni siquiera a sí mismo, aunque las llamas del horno crematorio, en los días despejados, fueran visibles desde la fábrica de Buna.

Poco antes del colapso final había sido hecho prisionero por los estadunidenses y encerrado durante algunos días en un campo para prisioneros de guerra que él, con sarcasmo involuntario, definía como “primitivamente equipado”.

Es decir, que en el momento de escribir eso, Müller seguía, igual que cuando nos conocimos en el laboratorio, sin tener Keine Ahnnung, o sea, no dándose cuenta de nada. Había vuelto a reunirse con su familia a finales de junio de 1945. El contenido de sus notas, que yo le había pedido, se resumía sustancialmente en esto.

En mi libro notaba una superación del judaísmo, una puesta en práctica del precepto cristiano de amar a los propios enemigos y un testimonio de fe en el Hombre. Y acababa insistiendo en la necesidad de que nos viéramos, en Alemania o en Italia. Estaba dispuesto a encontrarse conmigo cuando y donde me conviniese; aunque él prefería en la Riviera. Dos días después, por canales burocráticos, llegó una carta de la W., la cual –seguramente por casualidad– llevaba la misma fecha que la larga carta particular, además de la misma firma. Era una carta conciliadora, reconocían su error y se declaraban disponibles a cualquier tipo de sugerencia. Daban a entender que no hay mal que por bien no venga. El incidente había puesto de relieve las virtudes del naftenato de vanadio, que de ahora en adelante se incorporaría directamente a la resina, fuera cual fuera el cliente a quien se destinase.

¿Qué hacer? El personaje Müller se había entpuppt, había salido de la crisálida, se perfilaba nítido, bajo los focos. Ni infame, ni heroico. Dejando aparte la retórica y las mentiras de mejor o peor fe, lo que quedaba era un ejemplar humano típicamente gris, uno de los no escasos tuertos en tierra de ciegos. Me hacía un honor que no merecía al atribuirme la virtud de amar a mis enemigos. No, a pesar de los lejanos privilegios que me deparó su trato, y aun cuando no hubiera sido un enemigo mío en el estricto sentido del término, no era capaz de amarlo. Ni lo amaba, ni tenía ganas de verlo. Y sin embargo me despertaba un conato de respeto; ser tuerto no debe resultar cómodo. No era un cobarde ni un sordo ni un cínico, no se había adaptado, estaba ajustando cuentas con el pasado y las cuentas no le salían; se esforzaba por hacerlas coincidir, aunque fuera haciendo algunas trampas. ¿Se le podía pedir mucho más a un ex SS? La comparación, que tantas veces tuve ocasión de hacer, con otros honrados alemanes a quienes he conocido en la playa o en la fábrica, arrojaba un saldo a su favor. Su condena del nazismo era tímida y perifrástica, pero no había buscado justificaciones. Lo que buscaba era un coloquio. Tenía una conciencia, y se afanaba por mantenerla tranquila. En su primera carta había hablado de “superación del pasado”, Bewältigung der Vergangenheit. Luego he venido a saber que esta frase es un estereotipo, un eufemismo de la Alemania de hoy, donde se entiende universalmente como “redención del nazismo”. Pero la raíz walt que lleva engastada aparece también en palabras que significan “dominio”, “violencia” y “estupor”, y creo que si tradujéramos la frase como “distorsión del pasado” o “violencia hecha al pasado”, no andaríamos muy lejos de su sentido más profundo. Y sin embargo, era preferible ese refugiarse en lugares comunes a los obtusos florilegios de los otros alemanes. Sus esfuerzos de superación eran torpes, un poco ridículos, irritantes, tristes, pero decentes. Y además ¿no me había proporcionado un par de zapatos?

El primer domingo que tuve libre me dispuse, lleno de perplejidad, a preparar una respuesta lo más sincera posible, equilibrada y digna. Extendí la factura. Le daba las gracias por haberme ayudado a entrar en el laboratorio, me declaraba dispuesto a perdonar a los enemigos, y hasta incluso tal vez a amarlos, pero solamente si ellos demostraban algún signo de arrepentimiento, o sea si dejaban de ser enemigos. En el caso contrario, es decir, en el del enemigo que se sigue manteniendo como tal, que persevera en su voluntad de crear sufrimientos, la verdad es que no debe uno perdonarlo; se puede tratar de rescatarlo, se puede (¡y se debe!) discutir, pero tenemos el deber de juzgarlo, no de perdonarlo. En cuanto al juicio específico sobre su comportamiento, que Müller me pedía implícitamente, le citaba discretamente dos casos que yo conocía de colegas suyos alemanes, los cuales habían tenido con respecto a nosotros un comportamiento bastante más valiente que el que él reivindicaba para sí. Admitía que no todos hemos nacido para héroes y que un mundo en que toda la gente fuera como él, es decir, honrada e inofensiva, sería tolerable, pero que ese mundo es irreal. En el mundo real la gente que lleva armas existe, construye Auschwitz y deja que los honrados e inofensivos le allanen el camino. De nuestro encuentro en la Riviera no decía ni una palabra.

Aquella misma tarde Müller me telefoneó desde Alemania. Se oía mal y además ya no me resulta tan fácil entender el alemán por teléfono. Su voz sonaba cansada y como rota, hablaba en un tono agitado. Me anunció que para Pentecostés, dentro de seis semanas, vendría a Finale Ligure. ¿Podríamos vernos? Me tomó desprevenido y le contesté que bueno. Le pedí que me precisara con tiempo los detalles de su llegada y no aludí para nada a la factura, ya a aquellas alturas un asunto superfluo.

Ocho días después recibí una esquela de la señora Müller donde me participaba la muerte repentina del doctor Lothar Müller, a los sesenta años.

 

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