Vladimir Nemcov
Nunca estuve en el frente –comenzó Petrov–. Era
demasiado joven. Durante la guerra estudiaba y trabajaba en un laboratorio
radiotécnico.
Lejos, en los campos de batalla,
los cazas brillaban en el cielo, los aviones de reconocimiento indicaban por
radio los objetivos. Los pilotos de los bombarderos intercambiaban mensajes
entre el silbido de los proyectiles y el pitido de las señales telegráficas.
Yo escuchaba todo esto a través
de un receptor ultrasensible del laboratorio. Luego, aquellas voces se
apagaron, el frente se alejó cada vez más, y con él, mi esperanza de poder
llegar a ser un día radiotelegrafista del ejército.
Porque la dirección del
instituto no me permitió alistarme. A pesar de ello, tuve la ocasión de
trabajar como radiotelegrafista de un carro de combate. Pero después de la
guerra.
Por encargo del instituto me
había trasladado por aire a una pequeña ciudad siberiana; debía instalar, junto
a la estación ionosférica local, un nuevo aparato registrador construido por
nuestro laboratorio. Aprovechando la ocasión, debía también examinar cierto
equipo de acumuladores ideado por un inventor del lugar, y en caso de hallarlo
interesante, considerar la posibilidad de enrolar a su autor en nuestro
instituto.
En aquella época yo soñaba con
construir un aparato excepcional, al que ya había dado un nombre: “ojo
omnividente”. Pero me hacían falta acumuladores potentes y ligeros y nadie los
había inventado todavía.
Por lo tanto, había aceptado con
verdadera alegría la misión de examinar el trabajo del inventor siberiano. Tal
vez se trataba precisamente de lo que yo buscaba.
Pero quién habría podido
sospechar las extraordinarias aventuras que me aguardaban…
Las recuerdo ahora con cierto
embarazo. La juventud es romántica y con frecuencia ingenua… Por supuesto, hoy
juzgaría los hechos de otra manera y miraría a mi alrededor con más sentido
común. Pero entonces todo me aparecía bajo una luz distinta y, sobre todo, con
proporciones mayores.
No me juzguen con demasiada
severidad. Aun hoy, ni siquiera yo mismo consigo distinguir en aquellos
acontecimientos la realidad de la fantasía.
De todas formas, les contaré los
hechos tal como me parecieron entonces. La tarde en la que se inició este
relato estaba yo sentado junto a la ventana abierta de una habitación del
hotelito en el que me alojaba desde mi llegada. Giraba distraídamente el botón
de sintonía de una pequeña radio portátil, que yo mismo había construido y de
la que no me separaba nunca.
Del altavoz salían estridentes
melodías, fragmentos de conversaciones, el silbido intermitente de las señales
telegráficas. Continuaba desplazando la aguja sobre el cuadro luminoso. No
había transmisiones interesantes y sólo fuertes parásitos.
Me recosté sobre el respaldo de
la butaca, dejando, por casualidad, detenida la aguja en el número 68.
En el horizonte apenas se
delineaba el perfil irregular del bosque lejano, dominado por el cielo
estrellado de agosto. Una estrella fugaz surcó el cielo, dejando una estela
azul pálido. Pensé instintivamente si no debería haber formulado un deseo,
recordando la leyenda popular.
Recordé mis audaces sueños
juveniles, la nave planetaria que, como la estrella fugaz, había trazado en el
cielo un surco luminoso. ¿Y si mis sueños se realizaran? Ya no era un muchacho,
pero aún pensaba en mis viajes extraordinarios. Hubiera querido explorar
lugares nunca hollados por pies humanos.
De la taiga llegó un rumor
sordo, lejano. Me asomé a la ventana y presté atención, pero ya no oí nada más.
El silencio era absoluto. El
viento me agitaba el cabello. Sólo el zumbido de la radio seguía resonando
fastidiosamente en mi oído. Parecía que no pasara nada extraordinario.
¿Y aquella explosión? No conocía
el lugar. ¿Qué se puede ver desde un avión cuando se sobrevuela la infinita
taiga? Quizá se efectuaban trabajos, tal vez estaban abriendo una nueva
carretera o desraizando cepas.
No tenía sueño, así que tomé el
libro que había traído para el viaje. Por una rara coincidencia se trataba de
una recopilación de novelas de Wells.
Hojeando las páginas volví a ver
a los marcianos que ya había conocido en mi infancia, releí –por enésima vez–
la descripción de su llegada a la Tierra. Pensé, con una sonrisa, en que estas
fantasías parecían más reales ahora, sólo doce años después. Dejé el libro y
mis pensamientos se concentraron sobre lo que debía hacer el día siguiente. Era
mi primer servicio. Tenía que encontrarme con un tío mío, profesor retirado,
actualmente director de la estación ionosférica, el profesor Cernikov. ¿Había
cambiado Nicolás Spiridonovic? Hacía dos años que no nos veíamos.
Del altavoz salieron señales
extrañas. Un silbido discontinuo e incomprensible, como si alguien poco experto
moviera el manipulador de transmisión con mano nerviosa.
Me puse a descifrarlas. Tres
breves impulsos, uno tras otro: parecía la letra S; luego, tres líneas. ¿Una
señal de socorro, un SOS?
Alrededor del cuadro luminoso
bailaban algunas mariposas nocturnas, y desde el fondo, cerrado por la espesa
redecilla, continuaban saliendo señales, puntos y rayas, como si alguien
pidiera socorro.
–Incendio… is… la –conseguí
descifrar.
Extraño. ¿De qué isla podía
tratarse si por los alrededores sólo había estepa y taiga? ¿Tal vez se trataba
de señales más lejanas? No, incluso variando la sintonía, las señales seguían
claras en una banda bastante amplia, lo cual demostraba que el transmisor no
debía estar lejos.
Mi radio estaba dotada de una
antena móvil. La hice girar hasta obtener la máxima intensidad. El indicador de
la antena me señaló que las llamadas venían de la taiga. ¿Una onda reflejada?
Poco probable.
El sonido del teléfono
interrumpió mis pensamientos. Tomé el receptor mientras disminuía el volumen de
la radio. Las misteriosas señales continuaban sonando.
–Habla el capitán de ingenieros
Jarcev por encargo del profesor Cernikov –oí decir a una voz un poco velada–.
El profesor me ha comunicado que recibió su telegrama y me ha pedido que lo
acompañe a la estación ionosférica.
–Gracias… ¿Tan difícil es
llegar?
–Verá… Es accesible sólo a
caballo. Mañana por la mañana, ¿de acuerdo?
–Muy bien, gracias –contesté
distraídamente, con el oído aún atento a las señales transmitidas por la
radio–. A propósito… estoy recibiendo señales muy extrañas. ¿Hay alguna
estación de radio en las cercanías? No sé qué pensar… Aquí están de nuevo… Un
momento…
–¿Qué transmiten?
–Consigo entender sólo dos
palabras: “incendio”, “isla”, “incendio”, “isla”, y nada más. Escuche –acerqué
el micrófono a la radio–. ¿Qué le parece? ¿Las oye?
Pero no obtuve respuesta.
–¿Terminaron? –preguntó la
telefonista.
Esperé casi diez minutos por si
el desconocido que se había presentado como el capitán de ingenieros Jarcev
volvía a llamar. ¿Por qué había cortado la comunicación?
La radio continuaba
transmitiendo las señales. Ahora eran roncas, débiles. El cielo se aclaró como
si amaneciera. ¡No era posible! Me acerqué a la ventana. Sobre el bosque se
extendía una faja clara que a trazos adquiría un esplendor intenso, para luego apagarse
e irisar de nuevo como una cruel lengua de fuego.
Alguien llamó a la puerta
nerviosamente.
–¡Adelante!
Sobre el fondo de la luz del
corredor se recortó en la puerta el rostro de un hombre. Era el piloto del
avión en el que yo había venido.
–Camarada Petrov –explicó, con
voz insegura–. Nos piden que hagamos un vuelo de reconocimiento. Parece que hay
alguien…
–¿Qué reconocimiento? ¿Quién?
–En la taiga. Hay un incendio…
Involuntariamente, volví la
mirada hacia el bosque. Sobre la taiga se extendía un amanecer de fuego. Cerré
la ventana y me incliné sobre la radio para apagarla.
–I… s… l… a –repitieron las
señales por última vez.
Tras las negras columnas de humo que oscurecían el
horizonte se transparentaba un retazo de cielo azul. El disco del sol de
levante era rojo oscuro.
Volábamos sobre la taiga.
El comandante del aeródromo
había indicado al piloto la dirección en la que debían realizarse los
reconocimientos. ¿Pero hallaríamos espacio suficiente para aterrizar?
Respirábamos con dificultad. El
humo se hacía sentir y teníamos la garganta inflamada.
Estábamos sobrevolando la zona
del incendio.
En la negra cortina de humo
llameaban lenguas de fuego. Tizones ardientes proyectados hacia el aire
lanzaban millones de chispas que se arremolinaban bajo las alas del avión. Una
rama ardiente centelleó junto a nosotros como una bala trazadora. De improviso
el avión se metió en una corriente ascendente y fue necesario tomar altura.
Volábamos sobre el bosque en
llamas hacía ya una hora y no habíamos encontrado nada aún. No era posible ver
nada en aquel caos.
Durante un instante brilló bajo
nosotros algo que parecía un lago. Sí, allí debía encontrarse la isla desde la
cual se transmitían las señales.
Empezamos a girar, descendiendo
todo lo posible e intentando, en los breves instantes en los que el viento
disipaba el humo, localizar y observar la isla.
Por fin conseguí ver dos figuras
sobre la hierba amarillenta. Agitaban los brazos y tal vez querían decirnos
algo.
La imagen duró un instante y
luego desapareció otra vez en el humo.
El lago estaba rodeado en tres
lugares por el bosque en llamas. El fuego se acercaba a los árboles de la
orilla. Tizones ardientes caían al agua, levantando blancos vapores mezclados
con el humo negro.
Tomamos altura y, esperando un
momento hasta divisar otro instante el lago, nos lanzamos en picada. Rozamos
casi el agua en las cercanías de la isla. Conseguí ver a mi derecha a dos
hombres junto a una empalizada en llamas.
Aterrizar era imposible. Lo
comprendí desde el momento en que el avión se remontó casi verticalmente,
atravesando un denso estrato de humo ardiente.
Recobrada la línea de vuelo del
aparato, el piloto se volvió para preguntarme:
–¿Lo vio?
Una gota de sudor había dejado
una huella blanca sobre su cara, ennegrecida por el humo.
Mientras regresábamos no dejé de
mirar atrás en la irrazonable esperanza de ver extinguirse el incendio. Pero no
fue así. Parecía adquirir cada vez mayor vigor.
Pensaba en los hombres rodeados
por las llamas, los veía mojar la hierba, arrancar los matorrales. ¿Resistirían
hasta la llegada del socorro? El fuego se apagaría más pronto o más tarde.
¿Pero cómo salvar a aquellos hombres?
Eché una mirada al ala del
avión, cubierta por una delgada tela saturada de barniz de nitroglicerina, y me
puse pálido. Nuestro pájaro mecánico hubiese podido inflamarse como una cinta
de celuloide…
¿Cómo se podía llegar a la isla?
Recordé casos en los que carros
armados habían conseguido atravesar un pueblo en llamas.
Golpeé en la espalda al piloto.
Este redujo el gas y se volvió con aire interrogativo.
–¡Los salvaremos con un tanque!
–grité.
El piloto sacudió la cabeza y me
indicó con la mirada un tubo delgado.
Una lágrima transparente
resbalaba a lo largo del tubo metálico: era una gota de bencina.
Por fin tomamos tierra. No había
que perder un minuto.
Me froté rápidamente la cara,
llena de hollín, y, sin pérdida de tiempo, corrí hacia la escuela de carros
armados.
Me recibió el director, teniente
coronel Stepanov Egor Petrovic. Al verme, preguntó:
–¿Los vio?
Emocionado le expliqué el vuelo
sobre la taiga, deduciendo tristemente que sería imposible salvarlos desde el
aire (los helicópteros apenas se conocían).
Stepanov, pensativo, se pasó una
mano por la cara. Fue en aquel instante cuando lo vi en realidad, sencillo,
sorprendentemente modesto, de pelo gris, espesas cejas negras, ojos
semicerrados de miope, los rasgos de su rostro suaves y, al mismo tiempo autoritarios.
–Bien, habrá que pensar otra
solución –dijo, con calma.
Y por lo que añadió luego,
deduje que incluso antes de mi llegada se había reunido con un pequeño grupo de
alumnos para estudiar el salvamento de los hombres atrapados en la taiga en
llamas. Y, como es natural, habían pensado en abrirse camino con un carro
armado antes que yo.
–¡Yo voy, teniente coronel! –la
oferta procedía de un alférez moreno, rechoncho, de negros cabellos rizados y
un par de pequeños bigotes sobre el labio superior. Sus grandes ojos azules se
fijaban llenos de esperanza en el teniente coronel–. Mi tanque nunca se ha
incendiado. Podríamos eludir la zona más peligrosa, pero si es absolutamente
necesario, la atravesaremos. ¡Deme la orden, Egor Petrovic, se lo ruego!
Stepanov sacudió la cabeza.
–No, Beridze. Es imposible
atravesar una zona de diez kilómetros en llamas. ¿Qué opina, capitán? –preguntó
dirigiéndose a un oficial de elevada estatura, de pie junto a la ventana.
El capitán, como para desechar
algún pensamiento molesto, agitó un brazo.
–Tiene razón, teniente coronel.
El combustible se inflamaría y la tripulación no resistiría una temperatura tan
elevada.
Pensé que ya había oído aquella
voz. Siguió un breve silencio. De la ventana llegaba, desde lejos, el rumor de
un motor.
–Entonces –el teniente coronel
se pasó una mano sobre el cabello gris con aire pensativo, mirando a los
oficiales con ojos semicerrados–, ¿un carro armado no podría pasar?
–No –confirmó el oficial alto–,
pero ya sabe mi parecer: no hay otro camino…
–Temo que no resulte –observó
Stepanov–. Es demasiado complicado. Pero parece que no nos queda otra
posibilidad.
–¿Nos permite emplear el tanque
de adiestramiento? Lo prepararemos de forma adecuada –el capitán echó una
mirada al reloj–. Estará listo a las dieciséis en punto…
Stepanov reflexionó aún un
instante y luego le tendió la mano.
–Tengo confianza en usted,
tovarich Jarcev.
Es el que ha telefoneado, pensé
entonces.
–Ya está bien de discusiones
–continuó el teniente coronel.
–Nos ocuparemos de los detalles
en cuanto se hayan distribuido las misiones y los hombres se hayan puesto a
trabajar.
Sacó del bolsillo una cigarrera
y tomó un cigarro, sacudiéndolo sobre la tapa.
–¡Bien! –Jarcev giró sobre sus
talones y salió de la habitación.
Alejandro Beridze, que, muy agitado, estaba
golpeando la fusta sobre las manos, me dijo, con el tono del que quiere
convencer como sea a su interlocutor:
–Andrej es un valiente, un
hombre estupendo. Una mente despejada, con un gran talento de inventor… Durante
la guerra dirigía una oficina en el frente. Recientemente inventó un nuevo tipo
de acumulador, sorprendente… Pero nadie sabe por qué lo descartaron. Quizá le
encontraron defectos.
Luego me tomó de la mano para
llevarme hacia la puerta.
–Vayamos al polígono… –Beridze
no callaba ni un momento–. Un hombre de veras sorprendente… Cuando una cosa no
le sale bien, no bebe, no come, por la noche no hace más que andar arriba y
abajo por el patio y fumar. Esta noche fue a la taiga en motocicleta. Quería
llegar al lago a toda costa… Su novia está allí. La ama, pero no lo dice…
Volvió con la guerrera quemada, los cabellos y las cejas chamuscados. ¡Es un
hombre fuerte, orgulloso!
Llegamos al polígono. Desde
lejos se divisaba sobre el fondo claro del cielo la silueta de un enorme
tanque. Junto a él, Jarcev mordisqueaba pensativamente un lápiz.
Cuando nos vio se metió el lápiz
en el bolsillo y vino rápidamente a nuestro encuentro.
–Le pido disculpas –me dijo,
frunciendo las cejas y apretándome fuertemente la mano–. Fui descortés al
interrumpir nuestra conversación telefónica. Pero tiene que comprenderme… Aquel
mensaje tan imprevisto… ¿Sabe? Allí tengo… amigos míos… y además hoy teníamos
que visitar al profesor.
–No importa, no importa
–refunfuñé, con el pensamiento puesto en las personas abandonadas en la taiga–.
El profesor puede esperar, no se preocupe. ¡Ya iremos luego!
Jarcev me miró, retirando
bruscamente la mano.
–¿Pero qué dice? ¿Puede esperar?
–¿Por qué no? ¡Esperará! Además
tampoco es tan urgente, Jarcev. Esto es más importante.
Jarcev se volvió. El hecho de
que su descortesía no me hubiese extrañado lo había dejado perplejo, por lo
visto. Quise de alguna manera distraerlo de pensamientos desagradables y por
eso le pregunté:
–¿Cómo piensa proteger el motor?
Con el aire aspirará también el fuego, y el combustible…
–No habrá combustible… –me
contestó bruscamente Jarcev–. Perdóneme, ya traen el asiento.
Y corrió al encuentro de la
camioneta que llegaba.
Confieso que no comprendí que un
motor pudiera funcionar sin combustible, pero me pareció inútil seguir
molestando a Jarcev, pues antes o después lo sabría.
Corrí varias veces en busca del
radiotelegrafista, el cual continuaba recibiendo las señales de socorro. Pero
por más que gritara en el micrófono, no obtenía ninguna respuesta.
Probablemente la estación local de la isla no podía recibir. ¿Por qué? Misterio.
Los alumnos estaban recubriendo
la coraza del tanque con gruesas capas de amianto. Daba una cierta impresión
ver aquel artefacto cubrirse de un blanco invernal sobre el fondo verde del
prado.
Dos soldados se afanaban junto a
un montón de material rosado. Un compresor empezó a toser y, una vez en marcha,
emitió ronquidos en tono bajo y potente. El tejido palpitaba, transformándose
en espesas cubiertas cosidas. Se hincharon con aire comprimido sacos de tela de
amianto y vidrio impregnado con una composición especial; debían revestir las
paredes interiores del carro para aislarlas del calor.
Lancé una ojeada a través de la
tronera del conductor. En el asiento del mismo estaba Beridze, quien daba
vueltas, con el ceño fruncido, a la manivela del reóstato; parecía un
tranviario. Por lo visto, el nuevo sistema no le gustaba mucho; no estaba acostumbrado
a él.
Apenas me había alejado de la
tronera, cuando Jarcev se me acercó.
–¿Vienes conmigo, Alejandro?
–preguntó en voz baja.
–¿Por qué me lo preguntas,
Andrej? ¿No soy tu amigo? Te seguiré en el agua y en el fuego…
–De momento, sólo por el fuego
–contestó Jarcev, con sonrisa triste.
Transcurrieron varias horas de
intenso trabajo. Sobre el campo se extendió una bruma gris azul. Era el humo
acre, pesado, que silenciosamente venía de la taiga.
Llegó una pequeña camioneta
cargada con baterías en cajitas de material plástico azul. Los acumuladores
fueron fijados en alojamientos adecuados, instalados en el tanque. Los
electricistas controlaron los contactos. Se encendieron los faros, brillantes, parecidos
a potentes proyectores. Comprendí que usaran acumuladores tan grandes; de otra
forma no sería posible ver a través del humo.
El teniente coronel giró
alrededor del tanque, pasó la mano sobre los extraños costados de blando
amianto y tocó los almohadones de aire del revestimiento, comprobando que todo
estuviera en orden,
Poco después Andrej Jarcev daba
algunas instrucciones a Alejandro, temiendo, sin duda, que éste se encontrara
en dificultades ante los insólitos instrumentos que debía manejar.
Me sentí lleno de envidia.
Ningún hombre había intentado aún navegar en un mar de fuego. ¡Ellos serían los
primeros!
En la penumbra caliginosa, el
tanque parecía un pájaro fantástico. El haz de luz de los faros encendidos se
entrecruzaba con el humo, dando lugar a una bruma plateada, transparente,
colocada sobre el carro como una gran cola. En la hierba se desenrollaba un
grueso cable negro.
–¡Ahora comprendo! –me dije–. El
carro está unido a una fuente de energía eléctrica. Arrastrará el cable que
alimenta el motor eléctrico… Genial, pero poco práctico. ¿Cómo conseguirá
arrastrar diez kilómetros de cable?…
–¿Intenta llevar la central
eléctrica a la taiga? –pregunté a Jarcev, que en aquel momento pasaba a mi
lado.
El capitán me miró sorprendido.
–¿Qué central eléctrica? Estamos
cargando los acumuladores.
–¿Quiere decir que el motor del
carro será alimentado por acumuladores? –estaba profundamente maravillado–.
¡Pero deberán tener una capacidad enorme! ¿Son como esos acerca de los cuales
nos habló Nikolaj Spiridonovic?
–Sí. Pidió que se realizaran
experimentos prácticos. Estos acumuladores, con el mismo peso y volumen, tienen
una capacidad diez veces superior… Pero ya lo sabrá por los informes –Jarcev
calló, golpeando nerviosamente el lápiz sobre los dedos–. La verdadera prueba
empieza ahora, de modo que el representante de Moscú podrá establecer con
exactitud su valor práctico.
Me volvió la espalda y se
marchó.
Tuve la impresión de que dijo
“representante de Moscú” con una cierta ironía. Quizá no tenía mucha fe en un
experto tan joven. ¡Tampoco el inventor era tan viejo! No, no se trataba de
esto. El nerviosismo de Jarcev era natural, dadas las circunstancias.
Mientras, se estaban llevando a
cabo los últimos preparativos. Se controlaron los trajes de amianto
proporcionados por la sección de bomberos, se cargaron tanques de oxígeno,
medicamentos; en una palabra, todo lo necesario para el arriesgado viaje.
El radiotelegrafista no había
logrado establecer contacto con la isla. Era, pues, inútil instalar una radio
en el tanque, que hubiera requerido tiempo y restado espacio, más necesario
para los acumuladores.
Por fin parecía todo listo.
Jarcev esperó con impaciencia a que estuviera dispuesto el cable de
alimentación, se sentó en el asiento del conductor y, entornando los ojos, giró
la manivela de mando.
Todos permanecimos inmóviles: el
teniente coronel, con el cigarro a medio fumar; Beridze, con el cable apoyado
en el hombro; un joven recluta, con las manos tendidas hacia el tanque. Durante
un instante la escena pareció una imagen cinematográfica.
De improviso se oyó un silbido
monótono, las portillas de la coraza anterior y de la torreta vibraron y el
tanque empezó a moverse lentamente.
El instante de tensión pasó.
Egor Petrovic se llevó el cigarro a los labios y aspiró una bocanada con
satisfacción; Beridze tiró el cable y echó a correr detrás del tanque, mientras
el recluta aplaudía, maravillado, y sonreía como un niño.
Por mi parte, comprendí que los
acumuladores de Jarcev merecían la máxima atención. Relativamente pequeños y
ligeros, proporcionaban una potencia capaz de mover un carro armado. Hubiera
querido disponer de uno inmediatamente para probarlo… Pero no era aquél el
momento adecuado.
El tiempo apremiaba. Cada minuto
era precioso. Andrej se puso rápidamente el traje de amianto. Corrió hacia mí,
cerrando, mientras caminaba, la cremallera. Murmuró emocionado:
–Estoy seguro de que la máquina
no nos decepcionará. La hemos probado muchas veces en el polígono… Pero tengo
miedo de no encontrarlos. En el bosque en llamas ya no quedan ni caminos ni
senderos.
–Pero la estación de radio lo
conducirá a la isla.
Aconsejé a Jarcev que se
orientara por radio. Como la escuela no disponía de aparatos adecuados, me vi
obligado a ofrecerle el mío.
–Tiene una antena especial de
dirección… Compensada con mucho cuidado… –había empezado a dar explicaciones
técnicas, pero de improviso callé.
Resultaba muy difícil el manejo
de mi receptor experimental, dada su abundancia de interruptores y mandos. En
mi laboratorio nadie lo conocía a la perfección. Mi jefe lo llamaba “la
armónica” y decía que había que aprender a “tocarla”.
A pesar de todo, salté sobre la
primera camioneta que pasó y fui al hotel para recogerlo.
Tras echar una mirada a mi
aparato, Jarcev suspiró:
–Ninguno de mis
radiotelegrafistas podría manejarlo. Están acostumbrados a los aparatos comunes
–me miró, luego me volvió la espalda para dirigirse al tanque.
Sentí como si algo se helara en
mi interior. ¿Iba a perder aquella ocasión única de realizar un viaje a través
del fuego? Sin contar, y esto era lo principal, que podría efectivamente
ayudarlos a encontrar la isla, siempre que la radio de los sitiados no cesara
de funcionar.
No lo pensé dos veces y dije,
con voz decidida:
–Voy con ustedes. Es cierto que
nadie podrá manejar esta radio.
Jarcev objetó algo, pretextando
el riesgo, pero se le notaba indeciso.
Al acercarse el teniente coronel
y saber de lo que se trataba, meneó la cabeza:
–Es difícil tomar una decisión.
La operación es peligrosa. Pero si insiste, si desea contribuir a salvar a
nuestros compañeros, entonces… –calló, me abrazó paternalmente, estrechándome
con fuerza la mano.
Siempre recordaré aquel momento.
No tenía una idea muy clara de lo que me esperaba, aunque debo confesar que en
mí hablaba más el romanticismo de la juventud que la dura necesidad. Pero en la
isla nos necesitaban.
Pronto estuvimos junto a la
torreta del tanque, enfundados en blancos trajes de botones niquelados, con
casco y guantes. A la espalda, a modo de mochila, llevábamos los tanques de
oxígeno. Delante de nuestra insólita máquina rugía otro potente tanque, que
debía remolcarnos hasta el límite de la taiga, a fin de que no malgastáramos
energía antes de tiempo.
Jarcev hizo rápidamente unos
cálculos en un bloc. Confieso que la cosa me sorprendió. ¿Era aquél el momento
de plantear problemas? Parecía una pérdida de tiempo.
El teniente coronel Stepanov
miró por última vez a la tripulación.
–¡Dense prisa, los esperan!
Jarcev se mordió los labios y
guardó el bloc en el bolsillo de amianto. Después de erguirse, dio al conductor
del carro que debía remolcarnos la señal de partida.
Se oyó rugir el motor. Tras
tensarse el cable, nuestro tanque eléctrico empezó a moverse.
Seguimos una carretera
polvorienta. El carro que nos remolcaba era invisible. La única señal de su
presencia era el cable tenso, iluminado por la luz de nuestros faros.
Parecíamos marchar a remolque de una negra nube de humo.
Entre el humo se distinguían
sombras vagas. Los animales del bosque en fuga. Vi relampaguear los cuernos de
un alce enloquecido. Un lobo corría a su lado, sin mirarlo siquiera; liebres y
ardillas saltaban sobre la hierba quemada. Negros pájaros revoloteaban en el
aire, piando y batiendo las alas.
Frente a nosotros se percibía la
ardiente respiración del fuego. Recuerdo con un poco de vergüenza que entonces
le dije a Jarcev:
–¡Y pensar que ningún hombre
navegó hasta ahora por un mar de fuego!
Jarcev me miró maravillado y de
pronto ordenó:
–¡Pónganse las máscaras!
Indudablemente era el mejor
sistema de refrescar mi inoportuno entusiasmo…
Nos encontrábamos en un mundo
extraordinario. Briznas de hollín revoloteaban ante la luz de los faros, y se
posaban sobre el suelo como una bandada de cuervos. A intervalos, una rama en
llamas caía como un fabuloso pájaro de fuego.
El tanque que nos arrastraba se
detuvo. Como si el cable estuviera animado, se soltó y desapareció entre las
cenizas. De la oscuridad surgió el conductor de nuestro remolque para gritar al
oído de Jarcev:
–No podemos continuar. El motor
hierve.
Dicho esto, hizo retroceder a su
máquina, deteniéndola en una encrucijada. Ahora debíamos valemos por nuestros
propios medios.
¿Dónde estaba la carretera
invisible que nos llevaría al lago? ¿Seguía transmitiendo la radio de la isla?
Encendí mi radio, orienté la
antena en dirección al bosque y oí de nuevo las señales intermitentes.
Jarcev me rozó el hombro.
–¿Se oyen?
Incliné la cabeza
afirmativamente e indiqué la dirección nordeste.
Me dejó entrar primero. Luego
Andrej cerró la portilla tras sí y giró el interruptor de la refrigeración.
El carro entró en el bosque en
llamas. Lancé una mirada a través de la tronera de la torreta. No se veía nada,
excepto humo surcado por lenguas de fuego. Parecía como si mirara por el
portillo de un horno crematorio. Involuntariamente cerré los ojos. Qué macabra
asociación de ideas…
Una llama penetró por la
estrecha tronera. Ni el amianto ni el espeso traje nos protegían del calor.
El tanque avanzaba entre
montones de tierra y troncos quemados, contra los que golpeaba, desviándose a
derecha e izquierda.
Oímos un fuerte golpe sobre la
coraza. Un tronco derribado por el fuego había caído sobre nosotros.
Al primero siguieron otros
golpes. El tanque sufría una granizada de tizones ardientes.
A nuestro alrededor bailaban
olas de fuego. Se levantaban liberando columnas de denso humo, se lanzaban con
encarnizamiento contra las ramas dobladas de los árboles. Delgados riachuelos
de fuego serpenteaban a lo largo de los troncos resinosos, atacando las ramas
secas. Luego, de golpe, el árbol se inflamaba como una tea gigantesca,
disparando por doquier con estruendo fragoroso una lluvia de chispas.
Ante nosotros sólo se veía el
fuego, fuego por todas partes, hierba en llamas, ramas incandescentes… En aquel
mundo cegador no había sombras: todo era incandescente, luminoso, chispeante.
Un mar de luz. La vista buscaba con desesperación una sombra salvadora. Me
lloraban los ojos, y tuve que girar la cabeza para no quedar cegado.
De pronto, el carro se detuvo.
–¿Qué dirección debemos tomar?
–gritó Alejandro, encaramándose en la torreta.
Obligado a desviarse
continuamente, había perdido la orientación.
En el carro brillaba una pequeña
lámpara apenas perceptible en el humo, como el punto luminoso de un cigarro
encendido en una habitación oscura.
Me pareció como si Jarcev me
mirara interrogativamente. ¿Qué podía contestarle? Encerrados en la caja de
acero del tanque, no era posible escuchar las señales de la estación de la
isla.
–Tendríamos que abrir la
portilla –dije, dubitativo, mientras con los ojos seguía las lenguas de fuego
que lamían la tronera.
Andrej vaciló. Pero no quedaba
otra salida y levantó la portilla.
Las llamas se arremolinaban
sobre nuestras cabezas. Cogí la radio, la tapé con un trozo de tejido de
amianto y me senté sobre el borde de la torreta. Aun a través del amianto y del
traje acolchado, sentía el metal incandescente.
Al girar los botones del aparato,
procuré protegerlo de posibles llamaradas. En la onda 68 no se oía nada.
Silencio absoluto.
Andrej levantó la cabeza y me
tocó la pierna. Sus ojos me interrogaban a través del vidrio de la máscara.
Pasaron algunos minutos
angustiosos. El ruido del fuego y el estrépito de los árboles en llamas me
impedían oír las conocidas señales.
Andrej gritó algo. Al ver que no
le entendía, me gritó al oído:
–¡Continuemos al azar! ¡De otra
forma llegaremos tarde!
Me encogí de hombros. Intentando
captar a toda costa las señales, sintonicé de nuevo la radio.
Volví a oír el conocido silbido
intermitente al desplazar la aguja sobre la cifra 120. A veces se desvanecía, a
veces se oía claramente en medio del rugido del bosque en llamas. Línea… línea…
punto…
Protegiéndome con la tapa de
amianto de las llamas que asaltaban por todas partes, giré la manivela de la
antena para establecer la dirección de la estación ionosférica, de donde
provenían las nuevas señales.
La aguja indicó la dirección
exacta. Ahora debía controlar si la señal era directa o reflejada, pero yo
también empezaba a confundirme… No importa, decidí tomar como buena la señal y
determiné la dirección de la isla…
Descendimos y Andrej cerró la
portilla.
Desde el suelo se elevaba la
espiral de un tifón de fuego, ante la cual corría una tormenta de chispas. Nos
parecía haber caído en medio de una tremenda tempestad de nieve iluminada por
un sol cegador.
Cuanto más penetrábamos en la
taiga, tanto más ingente era el incendio. Frente a nosotros no veíamos nada: ni
troncos, ni ramas; sólo llamas hirvientes, compactas, palpables, corno si
nuestra máquina navegara en magma incandescente.
El tanque se detuvo de nuevo.
Volutas de humo blanco se elevaban en torno a la torreta.
No, no era humo. Por la tronera
vimos que el tanque se hallaba en medio de una nube de vapor de agua.
Alejandro se unió a nosotros y
gritó:
–¡El frente está roto! ¡Llegamos
al lago!
“Isla de las Frambuesas”, era la denominación que
Andrej y Alejandro habían convenido dar al islote sin nombre situado en el
centro del lago, en cuya orilla, por fin, nos hallábamos.
Habíamos obtenido el primer
éxito. Pero para llegar a la isla era necesario encontrar el puente. ¿Cómo
lograrlo en medio del fuego y del humo? No se veía nada.
–Bordeemos la orilla del lago
–propuso Andrej–. En algún sitio aparecerá.
Abrimos la portilla superior. A
través del humo se entreveía el brillo de las rosadas aguas del lago. Ante
nosotros, un poco a la izquierda, se elevaban, negros y compactos, árboles no
tocados aún por el fuego. El tanque avanzaba a lo largo de la orilla arenosa,
sumergiendo de vez en cuando las cadenas ardientes en el agua, que hervía,
envolviendo la coraza en densas columnas de vapor.
No vimos el puente hasta que
casi estuvimos sobre él. El negro tablero de troncos apareció de improviso al
alcance de la mano.
–¿Resistirá? –preguntó Alejandro
a Andrej.
–Creo que sí. Los pilotes y el
tablero son fuertes –contestó el segundo, mirando atentamente los contornos,
apenas perceptibles, de la isla.
El tanque descendió lentamente
sobre el tablero, luego se detuvo como si reflexionara. Alejandro saltó de la
portilla y se puso a correr sobre el puente, desvaneciéndose en el humo. Un
minuto después volvió, agitó una mano y ocupó su puesto.
Al principio, con desconfianza,
luego, con más rapidez, el carro atravesó el puente hasta llegar a toda
velocidad a la orilla opuesta.
En la parte occidental de la
isla ardían las copas de los pinos altos, a nuestra izquierda se quemaba un
matorral. “Probablemente, frambuesas –me dije–; estas islas lacustres siempre
son ricas en frambuesas”. Y en aquel mismo instante comprendí que estábamos
cerca de nuestro objetivo.
Los acumuladores de Jarcev
habían resistido la primera prueba. De no ser por la situación en que nos
encontrábamos, hubiera felicitado con alegría al inventor, pero pensé que
podría ser inoportuno…
Sentado junto a Alejandro,
Andrej indicaba el camino hacia el edificio de la estación ionosférica.
El tanque chocó con una chimenea
de ladrillo, en torno a la cual se amontonaban vigas de hierro, tubos y redes
retorcidas. Sobre las vigas de madera quemadas vagaban aún algunas llamitas
azuladas.
Era todo lo que quedaba del
edificio. Pero, ¿dónde estaban los hombres que allí dentro vivían y trabajaban?
¿Qué había sido de ellos?
Me senté sobre la torreta y
volví a sintonizar la radio. Nada… ninguna señal… Hice recorrer a la aguja todo
el cuadrante. Parásitos… música… el locutor de Moscú que hablaba del cereal
cultivado más allá del Círculo Polar, de un nuevo ballet, de nuevos libros.
Como siempre, el éter vivía su vida intensa, alegre o triste, pero las señales
que yo buscaba no se escuchaban…
Delante de mí, como sobre un
negativo, veía las caras de Andrej y Alejandro, que regresaban.
No pudieron contar nada
satisfactorio. Habían registrado casi toda la isla, pero sin resultados.
–Vamos por aquella parte.
Busquemos cerca del agua –propuso Alejandro, jalando a Andrej de la manga.
Se marcharon otra vez. Pasó
tanto tiempo que empecé a preocuparme. Me quité el guante para mirar el reloj:
eran ya las seis de la tarde. Quedaba oxígeno para dos horas. Aunque llevábamos
dos botellas de reserva destinadas a los hombres que contábamos encontrar en la
isla, así como trajes de amianto y máscaras.
No lejos de la chimenea, que
apenas se distinguía a través del humo, vi una línea luminosa vertical. Con el
temor de ver confirmado un vago presentimiento, corrí hacia el edificio
destruido.
Era justamente lo que pensaba:
la antena de la radio estaba ardiendo. Pero si nuestros compañeros habían
utilizado aquella antena, no debían estar lejos…
–Razonemos –me dije, intentando
mantenerme tranquilo–. Todas las antenas tienen una toma de tierra… Debo
encontrarla… ¿Pero, cómo hallar un cable con este humo tan intenso?
No me quedaba otro remedio que
pedir socorro. Sin pensar en las consecuencias me quité la máscara y empecé a
gritar:
–¡Vengan aquí en seguida!
El humo agrio me llenó la
garganta. Empecé a toser, grité de nuevo y sentí que me sofocaba.
Conteniendo la respiración,
intenté ponerme la máscara, pero no conseguía desenredar los lazos. Me la puse
al revés, el tubo de oxígeno se enredó… Eché a correr hacia el carro, tropecé y
caí sobre carbones ardientes.
La última cosa que percibí fue
un retumbar en los oídos, como si centenares de campanas sonaran junto a mí.
Recuperé el conocimiento con la agradable sensación
de poder respirar de nuevo. Una cara cubierta con una máscara estaba inclinada
sobre mí. El vidrio de las gafas reflejaba una débil luz. Reinaba un extraño
silencio.
Pregunté:
–¿Andrej? ¿Alejandro?
El hombre enmascarado sacudió la
cabeza y dijo:
–Estese tranquilo, no se agite.
En este momento debo aclarar que
con la máscara puesta nos era difícil entendernos, no sólo entonces, sino
durante todo el viaje. Lo explico ahora como si nuestras conversaciones fuesen
muy animadas, pero en realidad eran bastante taciturnas, y la mayoría de las
veces se reducían a gestos.
Aún recuerdo que me pareció
haber oído ya antes la voz de aquel desconocido.
Miré a mi alrededor. Me hallaba
en una barraca de madera, sin ventanas, probablemente bajo tierra. Los rincones
del local se hundían en la sombra, mientras una débil lamparita iluminaba botes
y cajas metálicas. En el centro surgía el cofre negro del transmisor con
niquelados deslumbrantes y dos grandes cuadrantes redondos que me miraban
ciegamente como órbitas vacías.
Me daba vueltas la cabeza. Sin
duda había aspirado mucho humo y no me sentía demasiado bien. Precisamente por
eso no estoy en situación de describir con mucho detalle mi encuentro con el
profesor Cernikov, porque él era el hombre que estaba junto a mí.
Alto, sólido, demasiado fornido
para el traje de amianto que lo protegía, estaba de pie ante mí y me preguntaba
algo.
–¿Quién es usted? –inquirí en
seguida.
–Cernikov Nikolaj Spiridonovic.
Tal vez haya oído hablar de mí…
Incliné la cabeza
afirmativamente y volví a mirar a mi alrededor. El profesor vestía un traje
igual al mío. Por lo tanto, Andrej y Alejandro no debían estar lejos. ¿Dónde se
hallaban? ¿Dónde estaba la hija de Nikolaj Spiridonovic?
–Tranquilícese, sus amigos
volverán pronto. Han ido a recoger a mi ayudante.
Nikolaj Spiridonovic se dirigió
hacia la puerta de salida, cubierta con una tela alquitranada, gris como el
humo que se fundía con la oscuridad caliginosa del ambiente.
Recordé que en una de sus
lecciones, el profesor nos explicó que los hombres ya habían recorrido a lo
largo y a lo ancho todos los ángulos de la esfera terrestre, cada continente,
cada isla del océano. El hombre había viajado por doquier: bajo el agua, bajo
la tierra, en el aire. En el futuro, su mayor interés sería viajar por la
ionosfera con las ondas de radio. ¡Había aún tantas cosas misteriosas y poco
conocidas allí arriba!
Por tal motivo, el profesor se
alejó de la capital para aislarse en aquella estación ionosférica, que le
permitiría dedicarse a sus exploraciones con completa tranquilidad. Durante el
verano se le había reunido su hija Valja, estudiante de radiotecnia, con el fin
de hacer prácticas bajo la guía de su padre.
Y de pronto todo había acabado.
La estación había sido destruida por el fuego, salvándose únicamente parte de
los aparatos de radio. Pero no lo supe hasta más tarde; entonces estaba
preocupado por la suerte de mis nuevos amigos y de la desconocida muchacha, que
todavía no habían encontrado.
Pero lo que más me sorprendió
fue la conducta de Nikolaj Spiridonovic.
Silencioso durante largo rato,
se encogió al fin de hombros como para librarse de un peso invisible, e
inclinándose sobre mí, dijo:
–Sus amigos me han dicho que es
usted ingeniero electrónico. Si no me equivoco, somos colegas…
No recuerdo mi respuesta, pero
creo recordar que negué categóricamente aquella calificación tan lisonjera.
En realidad sólo era un técnico
en los inicios de su carrera y no un experto de la propagación de las ondas de
radio.
–Eso no quiere decir nada
–rebatió el profesor, acompañando sus palabras con la mano. De detrás de mi
espalda tomó el receptor construido por mí–. ¿Es suyo?
Tuve que admitirlo, aunque no
pude comprender sus intenciones.
–Me molesta cansarlo –empezó
excusándose–, las circunstancias no son muy oportunas, pero en estos últimos
días se han verificado extraños fenómenos en la ionosfera. Y hoy ha sucedido
algo absolutamente increíble. No sé cómo explicarlo… Tal vez una ionización de
las partículas de carbón producidas por las llamas o una refracción parcial en
el estrato E…
Debo precisar que las palabras
del profesor no fueron probablemente éstas y que tal vez no se refirió siquiera
al estrato E. Luego me habló de una serie de hipótesis que no comprendí del
todo. Dijo que tuvo la rara fortuna de observar la difusión de las ondas a
través de una espesa barrera de fuego. Podían producirse fenómenos
interesantísimos… Me quedé perplejo, sin saber cómo interpretar sus palabras.
¿Fanatismo o extravagancia de científico pasado de moda? Había perdido a su
hija, estaba rodeado por un anillo de fuego, le quedaba poco oxígeno y
permanecía allí, interesándose por los fenómenos de la ionosfera…
–¿Las ha tomado usted por ondas
reflejadas? –me preguntó, para, al punto, continuar–. He transmitido señales en
varias frecuencias diferentes, pero no he logrado controlar la fundamental de
diez metros… Tampoco salvar el receptor… Tuve que enviar a todos los hombres de
la expedición… Espero que captara usted esa onda…
–No lo recuerdo –admití
honestamente–. En una frecuencia se oía, en otras no. He probado en varias.
–¿Y no ha tomado notas?
–Perdone, Nikolaj Spiridonovic,
pero ni siquiera se me ocurrió.
El profesor se levantó enojado,
dándose un golpe con la lámpara colgada del techo, que osciló, animando sobre
la pared una enorme sombra con los brazos levantados.
Tropezando con las cajas
esparcidas por el suelo, Nikolaj Spiridonovic se dirigió hacia una esquina
alejada, tamborileó sobre el cuadrante colocado sobre el cofre del receptor y
se volvió de repente hacia mí.
–¿Es posible que el profesor que
durante tantos meses seguidos les ha hablado de las leyes que gobiernan las
ondas de radio, no haya conseguido meterles en la cabeza el espíritu de
iniciativa que distingue a un científico de un artesano? ¿Quién era su profesor?
–El profesor Cernikov –contesté.
Alguien levantó la tela
alquitranada de la entrada. Entre espiras de humo denso aparecieron en el
umbral Andrej y Alejandro.
–Valja no está en la isla –dijo
Andrej, levantando su máscara.
Su voz era ronca. Tosió,
tapándose la boca con una mano. Luego se puso otra vez la máscara y salió.
La lamparita seguía oscilando.
Cuando se detuvo y se inmovilizaron las sombras, en las paredes observé que
sólo una, la más grande, conservaba un ligero temblor. Eran los hombros de
Nikolaj Spiridonovic, que no podía contener su dolor.
Más tarde me contaron que, al caerme, había
tropezado con un cable. Era el cable de la antena que estaba buscando. Su otro
extremo terminaba en la barraca subterránea donde el profesor y su hija se
habían refugiado. Todos los demás miembros de la estación ionosférica, tal como
nos dijo Nikolaj Spiridonovic, habían salido de expedición o se habían marchado
a la ciudad para aprovechar el día festivo. El incendio de la taiga les había
impedido regresar.
Andrej y Alejandro habían
acudido a mis gritos. Inmediatamente me habían puesto la máscara y llevado a la
barraca siguiendo el cable de la antena.
En la barraca habían encontrado
al profesor Cernikov, sentado junto al transmisor con un pañuelo apretado sobre
la boca, que enviaba señales al éter. La corriente estaba proporcionada por
acumuladores tipo Jarcev, que el profesor había llevado a la barraca en cuanto
estalló el incendio.
Cernikov había anotado incluso
el trabajo de la estación de radio, con la hora, el minuto y la longitud de
onda, dejando programadas las transmisiones como para prolongar la vida del
transmisor al menos tres días.
Tras confiarme a los cuidados de
Nikolaj Spiridonovic, Andrej y Alejandro habían registrado toda la isla, pero
sin hallar rastro de Valja. ¿Cómo no preocuparse?
Nikolaj Spiridonovic estaba
sentado sobre una caja, con la cabeza inclinada y con los ojos fijos, mirando
el piso de ladrillo a través del vidrio de la máscara.
–¿Cuánto tiempo ha pasado desde
entonces… desde que Valja…? –Andrej buscaba las palabras. El profesor se
inclinó aún más.
–Hace casi una hora… –dijo con
voz sorda–. Encontró en un rincón una vieja máscara antigás y huyó. ¡Loca!…
Intenté hacerla volver…
Subimos por la vacilante
escalerilla. Andrej apartó la lona y abrió la puerta. Fuimos embestidos por el
humo denso que descendió a la barraca como un agua turbia.
Ya no estaba la antena; sin duda
se había derrumbado. Alrededor del lago el fuego arreciaba.
Saltando entre los matorrales
ardientes nos acercamos al tanque. Bajo nuestros pies chisporroteaban tizones
recubiertos por una transparente película gris. Por fin vimos el tanque a la
luz anaranjada de las llamas. Negras manchas de hollín cubrían la coraza, que
parecía un extraño animal.
Nikolaj Spiridonovic miraba
atentamente en torno suyo, intentando ver a través de la espesa cortina de
humo.
Mientras se acercaba al carro,
al observar los acumuladores envueltos en material aislante, preguntó a Andrej:
–¿Son los mismos?
Andrej asintió con la cabeza.
Alejandro cogió al profesor por
un brazo y lo ayudó a entrar al tanque. También Andrej y yo nos dispusimos a
ocupar nuestros puestos.
Reflexionando sobre la suerte de
Valja, llegué a la conclusión de que la muchacha había conseguido pasar el
puente cuando el anillo de fuego no se había estrechado aún alrededor del lago.
¿Pero habría llegado muy lejos? ¿Habría muerto? No quería ni pensarlo.
Levantando nubes de chispas el
tanque se dirigió hacia el norte.
Di una ojeada al indicador del
manómetro y noté con preocupación que nos quedaba oxígeno para poco más de una
hora. En aquel breve lapso debíamos encontrar a Valja y salir de la taiga.
Alcanzamos la orilla. Sobre el
lago se extendía una línea de fuego.
–¡El puente arde! –gritó
Alejandro con voz ronca, a través de la máscara, golpeando furioso la coraza
con el puño.
Efectivamente, la balaustrada y
el tablero del puente estaban en llamas.
Los troncos devorados por el
fuego se precipitaban al agua, arrastrando consigo las traviesas en llamas del
tablero y levantando nubes de vapor acuoso. El camino de regreso estaba
cortado…
Salimos del tanque y nos
reunimos cerca del agua, mirando a la otra orilla con una mezcla de temor y
esperanza. Era imposible atravesar el lago a nado, dejando el tanque en la
isla. No habríamos dado ni un paso por el fuego a pesar de nuestros equipos protectores.
–¿Su tanque no flota? –nos
preguntó, preocupado, el profesor–. ¿No es anfibio? Andrej meneó la cabeza.
Pregunté la profundidad del agua en aquel punto.
–De seis a siete metros
–contestó Andrej–. Imposible vadearlo.
Quedamos silenciosos. En la
orilla opuesta se desplomó un pino. Algunas ramas incandescentes volaron hasta
nosotros. Nikolaj Spiridonovic sacudió los carbones ardientes que le habían
caído sobre la manga y miró a Andrej en espera.
–Pasemos sobre el fondo –propuso
Alejandro.
–Justo, pasemos sobre el fondo
–confirmó, distraídamente, el profesor, sumergido en sus pensamientos.
Andrej se acercó a mi máscara y,
mirando al profesor, me dijo rápido:
–Es la única solución. El
peligro es grande, pero no queda otra salida. Desde aquí a la otra orilla habrá
unos cincuenta metros. En caso de emergencia, dejaremos los portillos abiertos.
Si el motor se para, continuaremos a nado.
Reconozco que la idea no me
gustaba en absoluto. ¡Aventurarse en el agua con un carro armado!… Pero los
otros dieron su conformidad y no podía hacer otra cosa que aceptar.
Alejandro obturó cuidadosamente
con una cinta especial las rendijas del colector del motor, comprobando
posibles agujeros en los instrumentos y apretando los tapones de los
acumuladores. Envolví la radio en una tela impermeable.
–¡A sus puestos! –ordenó Jarcev.
Nuestro conductor ya estaba
dispuesto. El profesor entró con cierta dificultad en la torreta. Andrej y yo
nos quedamos arriba, agarrados a las manillas.
El tanque alcanzó la orilla. El
agua, iluminada por el fuego, parecía hierro fundido recién salido del horno.
Lentamente, como quien antes de
tomar el baño mira si el agua está fría, el carro descendió al lago. Las
cadenas levantaron grandes chorros, que se escurrieron por los costados como
una mágica lluvia de oro. De improviso, el carro se detuvo.
Vimos aparecer a Alejandro, que
nos dijo:
–Quiero asegurarme de que no hay
agujeros o grietas. ¿Me permite, camarada capitán?
Obtenido el permiso de Jarcev,
se lanzó al agua, pero al punto apareció en la superficie, flotando como un
corcho. La gran botella de oxígeno le impedía descender al fondo.
Enojado por el error cometido,
Alejandro regresó de la orilla con una gran piedra, y manteniéndola bajo el
sobaco, desapareció en el lago.
A través de su superficie se
extendía una línea de puntos negros. Eran los extremos de los pilotes, todo lo
que había quedado del puente.
Alejandro no volvía. Andrej
escrutaba el velo azul del humo que oscilaba sobre el lago. Nikolaj
Spiridonovic taconeaba nerviosamente. De los árboles caían ramas encendidas y
carbones incandescentes que, en contacto con el agua, se apagaban con un
chirrido.
De pronto, junto a una rama aún
inflamada que cayó en aquel momento, reapareció Alejandro. La rama le iluminaba
el camino como una antorcha.
Con pocos y medidos movimientos,
Alejandro alcanzó la orilla.
–Hay que pasar más a la derecha
–indicó, lanzándose sobre la torreta.
El carro se puso otra vez en
marcha. Las cadenas se hundieron en el agua, que empezó a entrar por los
portillos anteriores. Poco a poco llenó también la torreta, hirviendo como en
una cacerola.
Yo estaba aterrado.
A través del agua verdosa
brillaba diáfana la luz de los faros. Pálida, apenas visible, se veía también
la lamparita de la torreta. Por último, las olas turbulentas se cerraron sobre
nuestras cabezas.
Bajo el agua no noté nada
sorprendente, ni peces extraños ni algas multicolores. Pero no olvidaré nunca
aquel breve viaje submarino.
Andrej había descendido, pero yo
permanecía junto al portillo superior.
El lago estaba limpio y
transparente y los faros iluminaban buena parte de su extensión, contrariamente
a cuanto sucedía arriba, entre el humo.
Ante nosotros se veía un fondo
arenoso, de apariencia fosforescente, sembrado de extrañas piedras recubiertas
de musgo. Parecía una playa cubierta de matas ralas en una mañana de niebla.
Pero bastaba mirar a lo alto
para que esta impresión se desvaneciera.
Sobre nuestras cabezas estaba
suspendido un enorme espejo animado, ondulante, palpitante. Las luces de los
faros reflejadas sobre la arena dorada chocaban con la bóveda vítrea y volvían
nuevamente hasta nosotros, se agitaban bajo el agua como si intentaran
atravesar el espejo transparente. Sí, era verdaderamente transparente. A través
de él se adivinaba una llama rosada.
–Esta será la aurora del mundo
submarino –me dije.
No quitaba los ojos de la bóveda
de cristal, el cielo de los habitantes del lago, que veía encenderse fuegos
deslumbrantes, semejantes a estrellas fugaces. No conseguía comprender la causa
de tan insólito fenómeno, pero luego comprobé que se trataba de los tizones
ardientes que caían en la superficie del lago.
En lugar del aullido de las
llamas y el estrépito de los árboles ardientes se escuchaba el rumor de las
cadenas sobre el fondo duro, el borboteo y la agitación del agua.
Por el portillo superior
apareció entre una nube de burbujas Nikolaj Spiridonovic; se sentó en el borde
de la torreta, mirando los tizones incandescentes que aparecían y desaparecían.
Levantó instintivamente una mano para señalarlos; al hacerlo, soltó la manilla
a la que estaba sujeto, soltándose a la vez en el agua una enorme burbuja que
subió rápidamente a la superficie.
Asustado, sacudí algunos golpes
sobre la coraza, que sonaron como los golpes de una campana seguidos de un
súbito silencio. El tanque se detuvo. Apareció Andrej, a quien intenté explicar
por señas lo que había sucedido.
El profesor difícilmente podría
haber alcanzado la orilla opuesta. Aunque lo hubiera conseguido, no podría
salir del agua, porque la cortina de fuego había alcanzado ya el borde del
lago.
Miré a lo alto y me pareció ver
la mitad de una figurita de porcelana partida en dos. El traje blanco y las
blancas botas de amianto parecían cubiertas de esmalte.
Tal vez a causa de la crisis por
la que atravesaba, prisionero en el fondo de un lago, o a causa de los milagros
de la memoria humana, el hecho es que la imponente figura de Nikolaj
Spiridonovic me recordó entonces una figurita que rompí de muchacho. La situación
del profesor no era realmente trágica, pero de todos modos una comparación tan
inoportuna me molestó. Y lo malo es que aún hoy no consigo separarlo de mi
mente.
Rota la superficie del agua,
apareció sobre nosotros una mano de porcelana, luego la máscara. El profesor
debía mirarnos desde algunos metros de altura, flotando sobre aquel techo
excepcional.
De improviso se oyó un extraño
sonido musical. Se repitió una vez más y otra, como si alguien hiciera vibrar
los dientes de un peine.
Alejandro salió por el portillo
anterior y, agarrándose a las partes salientes del tanque, nos alcanzó.
Sujetando una manilla con una mano, con la otra se quitó el capuchón de amianto
con la máscara, y se puso en la boca el tubo de goma del oxígeno. Luego nos
preguntó:
–¿Qué pasó?
Todo se explicó con bastante
sencillez. Si se hace vibrar una goma delgada como un papel sobre un peine, se
puede hablar también bajo el agua. Las oscilaciones de esta membrana sui
generis se difunden en el agua como en el aire.
Ni yo ni Andrej tuvimos que
recurrir a este sistema para responder a la pregunta de Alejandro. Este ya
había visto a Nikolaj Spiridonovic suspendido en lo alto, y apretando la goma
sobre los labios, pronunció:
–¡En seguida vuelvo!
Un minuto después, como si fuera
lanzada por un invisible trampolín, la blanca figura, seguida por una cuerda,
flotaba hacia la superficie, con una extremidad atada a la cintura de Alejandro
y la otra al tanque.
Con poco esfuerzo arrastramos
hacia el tanque a nuestro compañero, que había abrazado al profesor.
–Nunca hubiese pensado… –confesó
más tarde Nikolaj Spiridonovic– que un día me arrastrarían de la superficie de
un lago al fondo para salvarme…
El motor volvió a zumbar. Su voz
apagaba todos los rumores del mundo subacuático: el murmullo de las corrientes
frías, el borboteo de las burbujas de gas desprendidas de nuestros aparatos, el
estruendo de los tizones incandescentes.
El tanque avanzaba sobre la
arena brillante, sobre las algas verdes, bajo millones de brillantes burbujas
semejantes a perlas de cristal.
Algo se separó con fuerza de la
torreta y se perdió sobre nosotros.
–Quizá sea un tizón que quedó
prendido en la portilla –dije, pero mientras, el tanque se había ya alejado y
no conseguí ver nada.
El agua color ámbar anunció la
cercanía de la orilla. Ya se notaba la luz de las matas en llamas, con la que
se confundía el haz de nuestros faros.
El fondo empezó poco a poco a
elevarse hacia el techo de vidrio. Este fue descendiendo cada vez más hacía
nosotros hasta que, por fin, el tanque lo rompió.
El fuego se enfurecía entre los
juncos de la orilla, lamiendo el agua.
Nos refugiamos al punto en la
torreta, cerramos las portillas y pusimos en marcha la refrigeración. La
atmósfera era tan ardiente que parecía como si el carro fuera a fundirse.
El tanque marchaba en línea
recta, superando infinitas barreras de troncos abatidos, escalando montañas de
carbón y ceniza y levantando millones de chispas. La refrigeración era
claramente insuficiente y nuestros mojados trajes transpiraban vapor.
Pasaron cinco, diez minutos
angustiosos. Se hizo difícil respirar. La aguja del manómetro se desplazaba
continuamente hacia la izquierda, pues no nos quedaba ya más que una hora de
oxígeno.
¿Cuánto tiempo duraría aún la
energía de los acumuladores? Había que saberlo. Tomé un bloc y, siguiendo el
ejemplo de Andrej, empecé por anotar las indicaciones de los instrumentos.
El tanque aminoró la marcha y se
detuvo. Alejandro cerró el portillo. Ante nosotros sólo había una cortina de
fuego. Intentó rodear el centro del incendio. Giró hacia la derecha, aunque
también allí surgían las llamas insaciables. Giró hacia la izquierda, donde, a
través del humo, se divisaban troncos negros aún no tocados por el fuego. Tal
vez allí se había refugiado la muchacha.
Alejandro detuvo la máquina un
instante y luego, con furia, como si con las cadenas quisiera aplastar a un
enemigo, lanzó el tanque hacia adelante.
Mi cabeza dio contra el portillo
superior y tuve la impresión de que la tierra desaparecía bajo mis pies.
Mis ojos se oscurecieron. La
caída me pareció interminable. Otro golpe cien veces más fuerte y luego el
silencio.
Cuando volví a abrir los ojos vi en una
semioscuridad caliginosa que todos mis compañeros yacían sobre el piso. Nikolaj
Spiridonovic se lamentaba débilmente. Andrej intentaba levantarse, agarrándose
con las manos a la superficie lisa de los cojines hinchados. Sentí un golpe
sobre la portilla y pasos rápidos sobre la coraza.
El techo de la torreta se abrió
y apareció la cabeza de Alejandro.
–¿Vivos?
Andrej se frotó la espalda,
dolorida.
–Vivos, Alejandro.
–Eso parece –murmuró el
profesor, palpándose la cabeza.
–¡Mire! –gritó Alejandro,
aferrándome por los hombros y ayudándome a salir del tanque–. ¡Se acabó el
incendio! ¡No llegó hasta aquí!
Efectivamente, ya no había
fuego. Parecía que hubiéramos caído en otro mundo. Como si hubiéramos
“atravesado la tierra de parte a parte”. Había oído decir muchas veces esta
frase, pero sólo entonces comprendí plenamente su significado.
Lejos, desde un punto
indeterminado, llegaba el aullido de las llamas. Sobre nuestras cabezas se
espesaba un humo negro semejante a algodón en rama, a través del cual aparecían
retazos de cielo como vistos por un techo de vidrio cubierto de nieve.
Obedeciendo instintivamente a un
impulso repentino, corrí a abrazar los fríos troncos de los árboles, apoyé en
ellos la cara, buscando a través de la delgada goma de la máscara aquella
sensación de frescor que representaba la salvación.
Alejandro se inclinó para
recoger una margarita.
–El fuego ha pasado cerca –dijo,
examinando la flor–. No lo comprendo.
No supe qué contestar. Por otra
parte, mi atención estaba atraída por Andrej, que parecía como si preparara una
exploración. Había cogido un traje de amianto, una máscara y se había metido
una brújula en el bolsillo. Al ver que yo estaba subiendo sobre la torre para
coger mi radio, me dijo:
–De paso deme por favor la
botella de oxígeno.
Quería la última botella que
quedaba, la destinada a Valja.
Descubrí entonces que los trajes
contra incendio eran de tipo experimental y no tenían botellas de reserva. Por
otra parte, los bomberos no las necesitaban. Para ellos una sola había sido
siempre más que suficiente.
Bajé al tanque, pero no encontré
la botella, a pesar de que recordaba perfectamente dónde había sido colocada.
Andrej se inclinó sobre la
portilla y me gritó con impaciencia:
–¿Aún no la encuentra? ¡A la
derecha, a la derecha!
Convencido de que la botella ya
no estaba, se volvió hacia Alejandro y el profesor, pero ninguno de los dos
sabía nada. Recordé entonces aquella cosa que había saltado por la portilla
hacia la superficie, cuando nos encontrábamos en el fondo del lago. Sin duda se
trataba de la botella que habíamos reservado para Valja. Cada uno de nosotros
había tenido siempre el pensamiento puesto en la muchacha, pero casi por un
tácito acuerdo ninguno había pronunciado su nombre.
Creía que Andrej no se irla sin
la botella, pero de pronto nos dimos cuenta de que había desaparecido.
Pasaron algunos minutos. Andrej
no volvía. Alejandro, el profesor y yo mirábamos preocupados la negra cortina
de humo.
Muy probablemente Andrej había
querido establecer la dirección de marcha con la brújula. Para ello debía
alejarse de la masa de acero del tanque lo menos una decena de metros. Pero,
¿nos volvería a encontrar? Habíamos apagado los faros para conservar los
acumuladores, ya descargados en parte; gritar hubiese sido inútil, porque la
voz se filtraba mal a través de la máscara. Podría haber pasado junto a
nosotros sin vernos.
Poco después apareció una figura
completamente blanca. Se acercó al tanque y el hombre saltó hábilmente sobre la
coraza. Los redondos cristales de las gafas de su máscara brillaban, reflejando
la luz de la débil lamparita encendida en la torreta.
–¡Andrej! –exclamé contento,
ayudándolo a entrar al tanque.
–¡No soy Andrej! –era la voz de
Alejandro.
En las tinieblas caliginosas
todo era confuso. Alejandro había hecho una exploración por su cuenta y Nikolaj
Spiridonovic y yo ni siquiera habíamos notado su ausencia.
Seguimos esperando a Andrej. El
oxígeno se agotaba, había que darse prisa. El pensamiento que siempre quise
ignorar se hacía más insistente. Quizá Andrej se había perdido, quizá le había
sucedido algo grave.
Alejandro corrió alrededor del
carro, levantando su máscara y gritando, pero sin ningún resultado.
En aquel momento comprendí que
mi radio podría ser útil de nuevo.
Nikolaj Spiridonovic y Alejandro
estaban hablando entre ellos. Escuchaba los sonidos sordos provenientes de sus
máscaras y me parecía que todo era un sueño, que en realidad no existía la
taiga en llamas ni el tanque, ninguna de aquellas personas tan cercanas. Quería
restregarme los ojos para despertarme, pero los párpados estaban cubiertos por
la máscara y mi mano resbaló sobre el vidrio.
El tiempo era precioso. Tras
recobrarme, me llevé aparte a Alejandro.
–Intentaré buscar a Andrej. Si
dentro de… –miré el manómetro del oxígeno–, dentro de media hora no he vuelto,
no me esperen, váyanse. ¡Hay que salvar al profesor!
–¿Qué dice? –rebatió Alejandro–.
¿Cómo vas a volver? ¿Cómo te orientarás?
No perdí tiempo en
explicaciones. La idea que se me había ocurrido era de una sencillez
verdaderamente ridícula. Me metí en la torreta del tanque, cogí la radio
envuelta en una tela de amianto y empecé a prepararme.
Al notar mi actividad, Nikolaj
Spiridonovic dijo:
–¿Qué pretende hacer? Se
perderá…
–No, encontraré el camino de
regreso.
–¡Pero no verá nada con este
humo!
–No necesito ver. Le ruego sólo
que una y separe a intervalos estos dos hilos –expliqué.
Tras una última ojeada al
manómetro, me sumergí en el humo.
No sé qué les parecerá esta parte de mi relato, en
la que les hablaré de un descubrimiento extraordinario. Podría sugerir un
título, por ejemplo, “El enviado del cielo”. Desde luego es el que más se
adapta. De todos modos, esto es asunto suyo.
Otra cosa quiero decir. En mi
acción no hubo nada de heroico; salí en busca de Andrej, porque estaba
firmemente convencido de regresar al tanque, como si me hubiese unido a él una
cuerda delgada y sólida.
Mas aquí entramos ya en el campo
de la técnica, pero de ello hablaré más tarde. Aunque se trata de una técnica
tan primitiva, que la recuerdo con un cierto embarazo.
Al alejarme del tanque me
pareció descender por un profundo barranco cubierto con una espesa niebla.
Afortunadamente el tanque se había detenido justo en el borde. Caminaba de
prisa, casi corriendo. Pensaba que Andrej no habría vuelto a subir y que estaría
aún buscando a Valja en el barranco.
De pronto tropecé con algo y caí
sobre la hierba. Mientras intentaba librar el pie, noté en la mano una cuerda
delgada y sólida.
¿Cómo estaba allí? Tiré de ella
hacia mí y noté que estaba atada a alguna cosa más abajo. Haciendo correr aquel
hilo de Ariadna entre los dedos, descendí al barranco, contento de haber
encontrado una guía para el regreso. Andrej había recurrido tal vez a aquel
antiguo sistema para no perderse. En ocasiones es útil conocer la mitología.
Delante el humo parecía más
denso. A través de los negros arabescos se transparentaba una luz apenas
perceptible. Ascendía y descendía acercándose a mí, como si estuviera siguiendo
a alguien con una vela.
La luz vacilante llegó justo
delante de mí. Extendí inmediatamente un brazo para detener al inesperado
transeúnte, pero mi mano sólo encontró el vacío. La vivaracha llamita siguió
corriendo a lo largo de la delgada cuerdecita, chirriando y crepitando, se
acercó a mi mano, la lamió con una ardiente lengua rosada hasta desvanecerse.
Así se desvaneció también mi
esperanza de retroceder con el viejo sistema de Ariadna. De todos modos,
recordaba la dirección seguida por la llamita y descender a un barranco es
fácil.
Cuanto más descendía, más
transparentes se hacían las tinieblas.
Una luz extraña, temblorosa,
aclaraba el fondo. A través de la niebla negra se traslucía un disco rojo,
semejante al que aparece cuando miramos al sol a través de un vidrio ahumado.
El pequeño sol daba una luz cada
vez más viva. Perdiendo poco a poco su tonalidad rojo oscura, fue adquiriendo
un color rosado y luego naranja.
No, no era el sol reflejado en
el agua. Era una esfera incandescente, cuyo calor era perceptible. Desde lejos
vi que reposaba entre matorrales carbonizados. Estaba rodeada por una faja
negra, quemada, como si hubiera caído de lo alto y justamente por su causa
hubiese empezado el incendio.
Me acerqué para examinar el
pequeño astro caído sobre la tierra, que recordaba un “modelo operativo” del
Sol y en el cual hasta se podían distinguir algunas manchas.
Estaba convencido de encontrarme
en presencia del meteorito cuya caída había observado la tarde anterior. Pero
no se había quemado, no había estallado, no se había hundido en el suelo.
Los meteoritos me interesan,
había leído mucho sobre ellos. Los científicos afirmaban que un bosque nunca ha
ardido a causa de un meteorito, que llegan fríos a la Tierra.
¿Qué era entonces?
¿Un proyectil, un cohete
espacial lanzado desde otro planeta? ¡Era imposible!
Me detuve tan sorprendido que
sentí que me faltaba la respiración.
En las tinieblas caliginosas,
iluminadas por el rojo reflejo de la esfera de fuego, se movían ciertos seres
extraños semejantes a gigantescos cangrejos con monstruosas pinzas. El susto me
impidió, en un primer momento, calcular su número. Luego observé que delante de
mí sólo había dos. Debían ser criaturas malvadas y pérfidas. En todo caso
aquellos a los que estaba observando me parecían indispuestos el uno con el
otro. Movían amenazadoramente las tenazas y mostraban una luz de maldad en los
ojos.
Hoy me avergüenzo al admitir mi
error, pero debe tenerse en cuenta la situación: un mundo misterioso iluminado
por una trémula aurora violeta, una esfera violeta, una esfera de fuego, la
terrible tensión de las últimas horas, difícil de soportar para quien no está
acostumbrado… Cualquiera en mi lugar hubiese visto visiones.
Vi luchar a los dos desconocidos
seres hasta que uno de ellos, el más alto y gordo, agarró a su compañero y lo
arrastró lejos de la esfera.
Oí un grito de desprecio lanzado
por una voz femenina y una exhortación de Andrej.
Había venido en busca de Andrej
y no lo había reconocido, aun cuando en las últimas horas sólo lo hubiera visto
con máscara y traje… Es cierto que Andrej llevaba la máscara antigás;
evidentemente había dado la suya a Valja. Pero era hermoso haberlos encontrado…
No me detendré en la historia
del encuentro. Intenté arrastrar a Andrej y a Valja lo más lejos posible del
meteorito, temía alguna radiación y recordaba que quedaba poco oxígeno. Por
otra parte, Andrej no habría podido resistir mucho tiempo con la máscara
antigás.
Pero Andrej, mirando a Valja de
perfil, llevó la conversación por otros derroteros.
–¿Vio? –preguntó, indicando el
meteorito–. ¿Qué hacemos con él?
–Ante todo volvamos al tanque.
Hay que tomar el camino más corto para salir del barranco.
Valja me tendió la cuerdecita.
–He sido previsora.
Pero en sus manos sólo quedaba
parte de ella.
Durante la disputa con Andrej no
había advertido que la llamita se estaba consumiendo y que se había apagado al
contacto del guante de amianto.
Tuve que tranquilizarla.
–Encontraremos el tanque gracias
a la radio –abrí la tela de amianto en la que estaba envuelto el receptor.
Andrej observó, sorprendido:
–Pero el tanque no lleva
transmisor.
–Esté tranquilo. Ya está
funcionando. Volvamos ahora. Luego se lo contaré.
Pero Valja estaba interesada en
otra cosa.
–¿Cómo piensa transportar el
meteorito? Hay que hacerlo lo más rápido posible.
–He aquí la razón de la disputa
–me dije e inmediatamente concebí un plan. No podíamos perder tiempo
convenciendo a una muchacha que desvariaba.
–¡Les ruego que no se queden
atrás! –ordené, asumiendo las funciones de jefe–. Volveremos más tarde para
recoger el meteorito.
Mi decisión convenció a Valja,
que me siguió dócilmente, cosa que el comandante de la expedición no había
conseguido. Las relaciones de Jarcev con Valja debían ser más complejas, pues
ella no quería obedecerle en modo alguno.
Yo no tenía derecho, por
supuesto, a prometer la recuperación del meteorito, pero pensaba que otros lo
harían cuando el incendio se hubiera apagado.
En cuanto nos pusimos en marcha
sintonicé la radio. Andrej y Valja esperaban con impaciencia las señales,
evidentemente contagiados por mi proceder.
–¿Por qué no escuchaba nada?
¿Qué podía haber sucedido?
Por fin, del altavoz surgió un
fuerte ruido. Al principio temí que se tratara del fragor de los árboles en
llamas. Pero no, era distinto e intermitente, eran las señales enviadas por el
rudimentario transmisor del tanque. Aquellas estridencias eran música divina
para mí.
–Agárrese a mi cinturón –indiqué
a Andrej.
El camino de regreso fue
difícil. Nos perdíamos en el denso humo, tropezábamos con las raíces que salían
del suelo, pero seguíamos una dirección precisa, que no venía indicada por una
moderna estación, sino por la primitiva chispa del inventor de la radio.
Pocos minutos después vimos
brillar aquella chispa sobre la torreta del tanque.
En la bobina de encendido de que
disponía el tanque, yo había embonado dos hilos cuyos extremos fijé en la
torreta. Entre ellos saltaba, por una espira construida a toda prisa, una
chispa azul.
Debajo, sentado en el suelo, el
profesor Cernikov, doctor en ciencias técnicas, consejero en la construcción de
potentes emisoras de radio, frotaba un hilo sobre la borda del acumulador.
Puedo afirmar que nunca en su
vida el profesor tuvo que manejar un transmisor tan extraño, pero me pareció
que en su rostro, semioculto por la máscara, existía la misma concentración que
habitualmente dedicaba a sus experiencias de investigación atmosférica.
Al ver a su hija sana y salva,
Nikolaj Spiridonovic corrió a su encuentro, abrazándola con arrebato. Sólo
entonces comprendimos la angustiosa impaciencia con que había esperado su
regreso. Debía tener un temperamento de hierro para conservar aquella calma
exterior, con la mente torturada por el pensamiento de la suerte del ser amado.
Es evidente que entonces yo no
conocía a Valja; el traje era áspero y demasiado grande para ella, la máscara
además de cubrirle la cara sofocaba su voz, haciéndola apagada y desagradable.
Sin embargo, había en ella algo que me gustaba, si bien aún no conseguía
perdonarle su insensatez y su obstinación.
A pesar de la escasez de oxígeno
–Andrej casi no podía respirar con su máscara antigás–, Valja se afanaba en
torno al carro armado, buscando el cabo de arrastre.
–¿Dónde está? –preguntó a
Andrej.
Andrej contestó decidido:
–No descenderemos. Cada minuto
es precioso. Y hemos tenido que arrancarla casi a la fuerza del meteorito.
Alejandro se volvió perplejo.
–¿Meteorito? ¿Qué meteorito?
En aquel momento intervino
Nikolaj Spiridonovic.
–Estoy de acuerdo con usted,
tovarich Jarcev. Vámonos antes de que termine el incendio. Entonces fui yo el
que se asombró.
–No comprendo, Nikolaj
Spiridonovic. Cuando el incendio se apague será más fácil salir de la taiga.
–Tengo una idea sobre este
particular –el profesor me tomó del brazo para explicarme–. ¿No le interesaría
controlar la propagación de las ondas en condiciones tan excepcionales? ¡Qué
ocasión para descubrir los fenómenos que se producen en la ionosfera! ¿Me
comprende? ¿Cómo voy a despreciar esta ocasión?
Me explicó además que recordaba
la descripción del trabajo de otras estaciones ionosféricas de la Unión
Soviética, que esperaba recibir ciertas ondas reflejadas y entonces… Debo
confesar que lo escuchaba muy distraídamente, porque seguía pendiente de Andrej,
que respiraba con mucha fatiga.
Alejandro pretendió obligarlo a
aspirar algunas bocanadas de oxígeno de su propia botella. Lo mismo le
ofrecimos Valja y yo. Pero él no quiso aprovecharse de nosotros ni de Nikolaj
Spiridonovic.
Valja se nos acercó, mientras el
profesor me decía casi en voz baja:
–Como radiotécnico le será más
interesante estudiar la propagación de las ondas que los meteoritos.
–¿Cómo? ¿Pretende abandonar el
meteorito y marcharse? –intervino Valja, indignada–. ¿Y se pretenden
científicos?
Alejandro corrió en nuestra
ayuda.
–Lo lamento, pero esta discusión
es inútil. La ciencia es algo muy hermoso, pero ahora tengo la obligación de
ponerlos a salvo. El camino es largo, difícil y el oxígeno se acaba.
Atravesaremos el fuego y luego volveremos aquí para recuperar el meteorito,
apagar el incendio, estudiar las ondas, lo que ustedes quieran…
Valja lo escuchó en silencio e
insistió, testaruda:
–No. Nos llevaremos el meteorito
ahora. Si no quieren, volveré abajo y me quedaré allí esperando.
No hay nada peor que la
obstinación de una muchacha. La galantería resultaba imposible en aquellas
circunstancias.
Observando que Andrej estaba
indeciso, intenté mostrarme enérgico.
–Tovarich Jarcev, debemos
volver. No podemos correr riesgos.
Me pareció ver bajo la máscara
cómo los ojos de Valja brillaban de ira. Le temblaba la voz.
–¿Cómo se atreve…?
Perplejo, añadí que podíamos muy
bien volver al día siguiente para recoger el meteorito.
–¿No les da vergüenza? –me
interrumpió Valja–. Vi caer el meteorito y he corrido a buscarlo… Sin
preocuparme del fuego. Además la esfera desaparecerá, se pulverizará, se
transformará en cenizas. He estado junto a ella y me parecía verla disminuir a
simple vista… pero no podía hacer nada… Y ustedes, que son hombres, ingenieros,
científicos… –parecía como si quisiera añadir algo más, pero sacudió una mano y
nos volvió la espalda.
Debo admitir que nos sentíamos
todos un tanto turbados. El extraño meteorito podía arder como un pedazo de
carbón, en efecto, sin que nadie hubiera descrito, ya que no estudiado, aquel
milagro de la naturaleza.
Todo esto nos hizo perder algún
tiempo, unos minutos, pero nos parecieron horas a causa de la constante
advertencia de la aguja del manómetro, que indicaba inexorablemente el consumo
de oxígeno, así como el temor de no poder respirar muy pronto.
Después de habernos increpado
Valja, transcurrió probablemente un momento. El profesor miraba a lo alto.
Alejandro dejaba caer pensativamente el puño sobre la coraza. Andrej se
apretaba con impaciencia la máscara antigás.
Yo me sentía particularmente
molesto. La razón nos empujaba a salir de la taiga en llamas sin perder un
segundo, pero en el fondo de nuestro corazón estábamos totalmente con la
valerosa muchacha. La extraña forma del meteorito suscitaba en mí las más audaces
fantasías. En el fondo del barranco había sofocado los pensamientos que se
amontonaban en mi mente, pero ahora volvían con insistencia cada vez mayor.
Andrej se inclinó hacia Alejandro y le dijo algo. Éste, en contestación, bajó
la cabeza y subió a la torreta.
–¡A sus puestos! –ordenó Jarcev.
No lo obligamos a repetir la
orden.
¿Qué decisión había tomado?
¿Intentaríamos atravesar la cortina de fuego o descenderíamos al barranco en
busca del meteorito?
El tanque dio la vuelta y empezó
a arrastrarse en dirección opuesta al barranco.
Valja posó sobre mí dos ojos
enfurecidos, brillantes, a través del vidrio de la máscara.
–¡Alégrese, ha vencido su
prudencia!
–Yo no cuento… No lo he
decidido…
–¿Cómo que no cuenta? –replicó
indignada–. Conozco bien a Andrej y a Alejandro, y todavía mejor a mi padre.
Ninguno de ellos se habría retirado frente al peligro. Es a causa de usted que
regresamos…
–¿Qué dice? ¿Por qué…? –pregunté
maravillado.
Valja lanzó una mirada a Andrej
y, al ver que éste se afanaba con la refrigeración y no se preocupaba por
nosotros, se inclinó hacia mí:
–Porque usted no es de los
nuestros, porque se trata de un huésped, y no debemos hacerle correr riesgos.
¿Sería posible? ¿Lo hacían por
mí?… Aquello me pareció ofensivo por lo que, para aclarar en el acto el
equívoco, cogí a Andrej por los hombros.
–Dígame francamente…
Justo en aquel momento, tras
haber girado en torno a un grueso montón de árboles aplastados, el carro
alcanzó el borde del barranco en el que había caído la esfera.
Andrej me miró expectante. Me
interrumpí y le estreché la mano en silencio.
El carro descendió con rapidez
la larga pendiente, evitando hábilmente los puntos más empinados.
Por signos poco visibles, pero
que recordaba perfectamente, vi que seguíamos la ruta que recorrí poco antes
con Andrej y Valja.
Allí estaba el grueso matorral,
sobre el que gravitaba un humo denso, plúmbeo. Allí estaba el pequeño claro
donde había visto a “los extraños seres de otro planeta”. Allí estaba la faja
negra, quemada. Allí estaba el montículo sobre el que… ¿qué había pasado?
El meteorito había desaparecido.
Como es lógico, ya saben ustedes que no hubo ningún
final trágico, puesto que estoy aquí para contarles mi aventura.
Admito que no estaba solo en la
taiga en llamas, y que mis compañeros podrían haber muerto. Pero en este caso
nunca habría tenido valor para contar esta historia, que despertaría en mí
recuerdos demasiado dolorosos y entristecería a mis lectores. No me gusta leer
esos relatos donde los buenos mueren. ¿Qué cuesta dejarlos con vida? Durante el
curso de la vida todos pierden algún amigo querido o algún pariente. ¿Para qué
recordar también estas tristes circunstancias en los libros?
Estas ideas tal vez les
parecerán ingenuas, pero cuando recuerdo lo ocurrido en el camino de regreso,
el simple pensamiento de la muerte me pone de pésimo humor. Y no se trata de
cobardía, sino de algo mucho más complejo.
Ignoro el motivo, si fue la
impresión u otra cosa; el hecho es que mucho después de mi aventura evitaba
mirar el fuego. El simple olor del humo o incluso un cerillo encendido
provocaban en mí los más tétricos recuerdos.
Pero volvamos a lo que nos
ocupa. Les hablaré de la desaparición del meteorito.
El humo y un gran matorral, alto
y espeso, nos ocultaban el fondo del barranco. ¿Había caído la esfera en alguna
gran fosa o se había quemado definitivamente? ¿Cómo pudo desaparecer tan de
improviso?
Valja estaba más alarmada que
nosotros. En unión de Andrej y Alejandro buscaba la esfera no lejos del lugar
en el que la dejamos.
Me arrodillé con la esperanza de
hallar algún fragmento del meteorito.
Unas minúsculas chispas, apenas
perceptibles, atrajeron mi atención. Como sembrado de microscópicos fragmentos
de cristal brillantes al sol, un sendero dorado y transparente se extendía ante
mí. Lo seguí y, tras un matorral carbonizado divisé inmediatamente una clara
mancha de fuego.
Era la esfera. Me pareció como
si se bamboleara ligeramente.
“¿Qué clase de meteorito será
–pensé– si puede moverse como una máquina dirigida?”
Valja llegó entonces, seguida
por el tanque.
Alejandro saltó de la portilla,
desconcertado, tirando del cable de arrastre.
–¡Qué esfera tan enorme!
–exclamó, parándose con la cuerda en la mano–. ¿Podremos arrastrarla?
–Tal vez esté vacía por dentro
–observé, pese a no tener ningún motivo para hacer tal suposición.
Alejandro preparó el cable y, a
modo de lazo, lo lanzó hábilmente sobre la esfera. El cable se detuvo un
instante en la superficie curva del meteorito y luego resbaló al suelo.
–No hay nada que hacer –murmuró
Alejandro–, no hay nada donde pueda hacer presa.
Hizo otra tentativa. El cable
prendió algo, la esfera osciló, hasta que se puso a rodar precisamente hacia
nosotros. Conseguimos evitarla por poco.
La mole candente pasó a nuestro
lado y se detuvo.
Inclinando la cabeza, Alejandro
lanzó el cable una vez más y alcanzó el centro de la esfera. Luego tiró con
cuidado. El flexible cable de acero se había enganchado con fuerza en el
espesor del instrumento.
Encontrado un punto de apoyo,
Alejandro tiró con fuerza. La esfera se acercó.
–¿Lo ven? –exclamó Valja
alegre–. Hasta un hombre puede arrastrarla…
Al principio me asombré de que
Alejandro lograra fijar el cable, sin que éste resbalara con la tensión. Luego
advertí que el meteorito no tenía una forma esférica regular, sino que
recordaba más bien la de una gota. Sobre su superficie había entrantes y salientes,
de forma que el cable podía hacer presa en la masa rugosa.
Nikolaj Spiridonovic se acercó a
mí y, mirando el meteorito, dijo:
–Extraño, muy extraño. Será
interesante ver de qué metal está hecho.
Este pensamiento no me dejaba
tranquilo y aproveché la ocasión para preguntarle:
–¿También usted piensa en eso?
Asustado, el profesor sacudió la
mano enguantada y se alejó con precipitación.
Emprendimos el camino de
regreso. Tenso el cable, la esfera nos siguió dócilmente.
El tanque remontó la pendiente.
Oímos de nuevo el bramido de la tormenta de fuego. Pronto el incendio vino a
nuestro encuentro, lamiendo la hierba con largas lenguas llameantes. El tanque
las aplastó con sus pesadas cadenas, dejando tras sí dos surcos negros sobre
los cuales avanzaba, como sobre ruedas, la esfera de fuego.
Apareció un gran matorral en
llamas y se hizo necesario cerrar las portillas. ¿Y el meteorito? A pesar de
que el cable era corto, no siempre era posible distinguirlo entre las llamas.
Cada diez metros nos deteníamos; Andrej y yo, por turnos, salíamos de la
torreta para comprobar la tensión del cable.
Valja intentó salir varias veces
para convencerse personalmente de que no se había perdido el meteorito, pero
cada vez Andrej se opuso de modo categórico.
Conseguí convencer a Andrej de
que se pusiera mi máscara, por lo menos cinco minutos. Debo confesar que el
breve tiempo que llevé la máscara antigás me pareció una eternidad.
Justo al llegar mi turno de
control, el tanque entró en el bosque llameante. De lo alto llovían tizones
incandescentes, caían troncos carbonizados. Salir era peligroso.
Andrej me tomó de la mano y me
gritó al oído:
–Basta… se lo prohíbo. ¡Al
diablo el meteorito! ¡No podemos arriesgarnos más!
No logré comprender el motivo de
su agitación. Luego me di cuenta de que procedíamos sin orientación, al azar.
En tales circunstancias difícilmente nos bastaría el oxígeno.
A través de la tronera sólo se
veían llamas y humo. Ninguna señal que permitiera orientarnos, establecer la
dirección de marcha.
Como es natural, entonces pensé
nuevamente en la radio. Pero antes éramos guiados por la estación de radio del
lago. ¿Cómo hacerlo ahora?
–Hemos entrado en la taiga por
el oeste… hay que encontrar esa dirección. Pero a causa del humo el sol no es
visible y la brújula del tanque no funciona… Sólo queda la radio… Moscú se
encuentra al oeste: si consigo captar alguna estación de Moscú, saldremos… –me
dije febrilmente.
Dentro de la jaula de hierro del
carro no podía sintonizar ninguna emisora. Intenté abrir la puerta superior.
¡Imposible salir!
Con gran esfuerzo conseguí sacar
sólo el aparato envuelto en amianto y quedé a la escucha.
Al verme tomar el aparato,
Nikolaj Spiridonovic se me acercó y siguió con ávida curiosidad mis
movimientos. Por fin no resistió más y me jaló de una manga:
–Las llamas actúan como pantalla
de la antena –gritó–. Hay que apartar la pantalla, o sea el fuego, para poder
recibir.
Siguiendo las órdenes de Andrej,
Alejandro buscó una garganta en la que el fuego se hubiera extinguido, pero
alrededor de nosotros no había más que troncos abatidos y árboles en llamas.
De pronto Alejandro frenó
bruscamente y pasó por debajo de nuestras piernas para sacar de la parte
posterior del carro algo envuelto en amianto.
–Esto también servirá. Podemos
apagar algo. ¿Me permite, capitán?
Jarcev vio un extintor en las
manos de Alejandro e inclinó la cabeza cansadamente.
–Venga, esperemos que sirva.
Un chorro de espuma silbante se
extendió en torno al tanque. Un minuto después el fuego se debilitaba y se
apagaba.
Así creamos un pequeño espacio
libre del fuego. Había sacado mi radio cuando no lejos de nosotros resonó un
estallido, luego otro y otro más.
Los estallidos continuaron.
Parecía un bombardeo aéreo. Me acordé de que para apagar los grandes incendios
en los bosques se recurre a veces a bombas contra incendios. Nunca pensé
encontrarme al fin de la guerra bajo un bombardeo en Siberia…
Alejandro se agitaba sobre su
sillín y gritaba:
–¡Ahora lo entiendo! ¡La
aviación bombardea la primera línea enemiga! ¡Ahora romperemos el frente!
Instalé mi aparato sobre la
torreta y me puse a buscar Radio Moscú.
El profesor me jaló otra vez de
la manga y me dijo:
–¿Oye señales que se debilitan
periódicamente?
Un sonido apenas perceptible en
el altavoz había llamado mi atención. Empecé a descifrar aquellas palabras
cuando la insistente llamada del profesor me distrajo de nuevo. Irritado, me
volví hacia Nikolaj Spiridonovic.
–¿No tenía razón? Ahora se nota
menos la acción obstaculizadora de las ramas –me dijo y, sin esperar respuesta,
tendió una mano hacia el receptor–. Probemos en la frecuencia de diez metros.
¿Qué podía hacer? Aún consciente
de mi grosería le separé la mano.
–Un momento, Nikolaj
Spiridonovic. Antes debo localizar Moscú–. Por fin, tras muchos intentos,
conseguí escuchar claramente:
–Hemos transmitido…
Y luego… de nuevo la voz de
Nikolaj Spiridonovic:
–Esta es otra onda. No nos
interesa.
Era difícil de soportar… Estaba
a punto de explotar cuando el altavoz resonó:
–¡Habla Moscú!
Aquella voz iba a guiarnos…
–No pierdas la dirección,
Alejandro, por lo que más quieras –dijo Andrej con voz ronca y se llevó una
mano a la garganta.
Sólo entonces comprendí sus
sobrehumanos esfuerzos para respirar con la máscara antigás. Le ofrecí
inmediatamente el oxígeno. Aspiró algunas bocanadas y me devolvió el tubo,
indicándome con la mirada el manómetro. La aguja señalaba cero.
El tanque atravesó una zona
llena de humo, donde las bombas antiincendio habían apagado las llamas. Pocos
metros más adelante el fuego aullaba aún como en la chimenea de un horno.
Tras recorrer unos metros más,
el tanque se detuvo de pronto.
–¿Qué pasó, Alejandro? –gritó
Jarcev.
–¡Los acumuladores!
Andrej bajó junto al conductor
para observar los instrumentos.
–Descargados. Estamos detenidos.
Valja se estrechó sobre él.
–¿Es el fin?
Alejandro abrió la portilla. Una
lengua de fuego entró en el tanque.
No sólo Nikolaj Spiridonovic y
yo nos interesábamos por los acumuladores de Jarcev. También Alejandro, quien
precisamente por su causa había cambiado de especialidad para convertirse en un
buen electrotécnico. Trabajaba en el laboratorio de Jarcev y le fascinaban
hasta tal punto los experimentos con los acumuladores del capitán, que nunca
hubieran pensado siquiera en abandonarlos.
Yo tampoco. Estaba plenamente
convencido de que el ingeniero Jarcev y el técnico Beridze eran los elementos
más adecuados para nuestro laboratorio de Moscú. Allí dispondrían de todo lo
necesario para dedicarse al invento, especialmente por cuanto la escuela de
carros armados se estaba reorganizando.
Esto lo supe por Nikolaj
Spiridonovic, que tenía en gran estima las capacidades técnicas de Jarcev y
Beridze, los cuales le habían ayudado a montar los aparatos de la estación
ionosférica. En cuanto a las cualidades morales de mis nuevos amigos, yo mismo
había tenido ocasión de conocerlas durante la expedición a la taiga.
Lo crean o no, en los momentos
más trágicos de nuestro viaje, cuando el tanque se detuvo y apenas podíamos
respirar en nuestras máscaras sin oxígeno, yo pensaba sólo en que aquellos
estupendos muchachos debían trabajar en nuestro instituto.
Nikolaj Spiridonovic me daba pena,
pero Valja, con su ingenua y viril testarudez, me iba gustando cada vez más. Porque
ella no quería el meteorito para sí, sino para su tesis de licenciatura.
Imaginaba claramente la suerte reservada
a mis amigos, pero no pensé que me tocara a mí también. Por supuesto en mí hablaba
el instinto de conservación. No tenía fe en mis cualidades síquicas, pensé más bien
que no podía resistir mucho: acabaría quitándome la inútil máscara y, tras gritar
histéricamente, me lanzaría al fuego presa de la desesperación.
Pero aunque parezca extraño no pasó
nada. Cada minuto que transcurría me recordaba nuestro posible fin, pero giraba
con mano bastante firme los botones del receptor, esperando oír las señales salvadoras.
No podían haberse olvidado de nosotros… Me es difícil reconstruir ahora los detalles
de los sucesivos acontecimientos. Recuerdo sólo momentos concretos.
La refrigeración ya no funcionaba.
Los tubos antes cubiertos de escarcha eran ahora tan calientes como las otras partes
del tanque. La máscara se me adhería fuertemente al rostro. Los trajes húmedos por
efecto del calor desprendían vapor. Nuestra transpiración era abundante, como si
tuviéramos mucha fiebre.
–Esto es como me temía –explicó con
voz ronca Andrej, inclinándose sobre mí–. Mis acumuladores se descargan en unas
horas, tanto si trabajan como si no… Creí haberlo conseguido. Si funcionaran sólo
diez minutos más…
–¿Se descargan a causa del calor?
Andrej se sofocaba, pero ya no podía
ofrecerle mi máscara, no quedaba casi oxígeno. Por otra parte, el propio Andrej
nunca habría aceptado mi ofrecimiento.
–¿El calor? –preguntó a su vez, hablando
de prisa para poder expresarse pese al frecuente jadeo–. Están bien aislados… del
fuego… Y además funcionan también a elevada temperatura… ¡Un momento! –me apretó
con fuerza el brazo–. Hay que quitar el revestimiento… Aunque hiervan…
Calculando cada movimiento para conservar
las fuerzas, rompimos con los cuchillos los cojines aislantes que recubrían los
acumuladores.
Andrej se dejó caer agotado.
–Alejandro, prueba… ¡Arranca!
El carro se tambaleó y, con una sacudida,
empezó a caminar. Avanzaba moviendo apenas las cadenas. Los acumuladores suministraban
las últimas partículas de energía. ¿Conseguiríamos llegar?
Ante nosotros oímos nuevos estallidos.
¿Sería posible captar las señales transmitidas por el avión?
En el altavoz oí la voz del radiotelegrafista
de la escuela, que llamaba a la isla.
–Escuchen las señales que les transmitiremos
desde el aire. Los buscamos.
Repitió varias veces la onda que
debíamos sintonizar y luego llamó al avión:
–“Violeta” llama a “Lila”, “Violeta”
llama a “Lila”. ¿Los encontraron? Comuniquen las coordenadas.
Ya no me acuerdo muy bien, pero creo
que el radiotelegrafista del avión nos comunicó entonces que siguiéramos hacia la
dirección en la que se oían los estallidos.
–Estén tranquilos, los hemos localizado…
Esto nos devolvió alguna esperanza,
pero, ¿cómo continuar si los acumuladores estaban descargados?
El resto lo recuerdo muy confusamente.
Me parece haber visto a través de la tronera árboles carbonizados esparcidos en
todas direcciones por las bombas. En el interior del tanque la pequeña lámpara se
hacía cada vez más débil: la energía de los acumuladores ya no bastaba ni para iluminar.
La respiración se hizo difícil y
yo estaba casi desfallecido. Me parecía oír el estruendo de una división de tanques
lanzados al combate, yo estaba tendido en una cuneta y no podía gritar, mientras
pasaban a mi lado, casi me rozaban…
La portilla se abrió con estrépito
y sobre nuestras cabezas apareció entre nubes de humo un rostro enmascarado. Era
el conductor del carro que nos había remolcado. Permaneció esperándonos cerca de
la encrucijada.
Estábamos salvados.
Una vez repuestos gracias al oxígeno
de las pesadas botellas que nos proporcionaron inmediatamente, el conductor nos
explicó que el teniente coronel había enviado a nuestro encuentro una división de
tanques.
En efecto, un minuto después, casi
a la vez, aparecieron por doquier los perfiles de las máquinas de guerra con los
faros encendidos. Parecía como si esperaran ocultos tras los árboles, esperando
la señal de ataque.
Alejandro saltó fuera de la portilla
y, de pie sobre la coraza, gritó algo a los otros tanques. Me acerqué a él.
–¿Sabes? Si tuvieran motores eléctricos
como nosotros, los llevaría inmediatamente a la taiga.
–¿Por qué? ¿Quedó alguien aún? –exclamé
maravillado.
–¿Cómo por qué? ¡Ha quedado el fuego!
–Alejandro sacudió el pie con indignación, mostrando un puño amenazador a la taiga–.
¡Maldito fuego! ¡Hay que destruirte con bombas, atacarte con tanques…! –gritó enardecido.
–No soy práctico en esta materia,
pero creo que con los acumuladores de Jarcev se podrían construir máquinas antiincendio
para bosques, estepas, yacimientos de turba… Y no harían falta muchos…
Ya era de noche. El tanque quemado,
manchado de hollín, nos llevaba cansadamente a remolque. Y tras él, saltando sobre
las asperezas del camino como una pelota gigantesca, rodaba la esfera. Sobre su
superficie de color guinda se encendían y apagaban aún chispas de oro.
Por la tarde, el teniente coronel nos invitó a su casa.
Vivía cerca de la escuela, junto a la orilla del río.
Llegué un poco antes y, esperando
a mis amigos, salí a la veranda. Una pantalla azul extendía una luz suave sobre
la mesa preparada para la cena, mientras mariposas nocturnas revoloteaban alrededor
de la lámpara.
Reinaba un silencio insólito, casi
sereno y límpido, que nada parecía poder romper. Todo reposaba, los campos, los
abedules, el río que corría perezoso.
La frescura de la noche producía
agradables estremecimientos. Sentía la frescura del rocío, un sabor a menta en la
boca; las gotas de rocío sobre los cabellos me producían esa sensación de ligero
cansancio que se experimenta tras un baño.
Sentado en una esquina a la sombra,
donde no llegaba la luz de la lámpara, miraba la esfera, ahora ya fría y apenas
perceptible entre los matorrales y los arbustos. Parecía como si también ella reposara.
Nunca había saboreado la alegría
de un silencio tan profundo, tras los fragores del tanque y el aullido del fuego.
Se oyó un ligero tintineo de vasos
sobre la mesa. Vi a Andrej con una muchacha desconocida. Pero no. ¡Era Valja! Parecía
otra sin la máscara…
Con un traje blanco de estrecha cintura,
con una faja dorada, un pañuelo de seda del mismo color alrededor del cuello, nada
en ella recordaba la testaruda pasajera del tanque ininflamable.
El pelo claro, los ojos y los labios
sonrientes, los movimientos dulces, todo la hacía extrañamente atractiva.
Sin verme, la joven tomó amistosamente
del brazo a Andrej y lo llevó a la veranda.
–Por la mañana la esfera estará completamente
fría. El teniente coronel me dijo que los enviados de la academia de Ciencias no
llegarán hasta mañana… No dormiré en toda la noche. Si fuera el mensajero de otro
planeta…
–Es posible que adivine hasta dónde
llegarán estas fantásticas hipótesis –sonrió Andrej y en su voz noté una afectuosa
ironía–. ¿No se ofende?
–Dígamelo –lo animó Valja, echándose
a reír–. Espero que no me veré obligada a escuchar impertinencias…
–Ignoro cómo lo tomará, pero se lo
diré igualmente. Es probable que de pequeña le regalaran un huevo de chocolate con
sorpresa… Ya la veo sacudiendo el huevo para saber lo que contiene, veo cómo, empujada
por una irresistible curiosidad, lo rompe y encuentra un relojito de juguete o un
anillo de latón. Por eso pretende ahora romper esa esfera y ver lo que se oculta
en su interior…
Me sentí incómodo al escuchar la
conversación y me levanté.
Valja me miró maravillada, mientras
Andrej, sonriente, me presentó:
–Sólo como formalidad… Ya se conocen
porque las pocas horas pasadas juntos en el tanque valen por muchos años de relaciones…
Cambiamos un apretón de manos. Valja
me examinó sin ceremonias y luego, de improviso, estalló en una carcajada. Confieso
que me sentí cortado.
Valja se excusó en seguida y me explicó
que su hilaridad era debida a recordarnos con las máscaras puestas, que nos hacían
semejantes a monstruos. Estaba contenta de no haberse equivocado al imaginarme tal
como me veía ahora.
La explicación no me pareció muy
convincente, pero Andrej intervino en favor de la muchacha:
–Dejémoslo, no la obliguemos a justificarse…
¡Hace una noche tan hermosa!
Sí, recordaré aquella noche toda
mi vida. A fin de cuentas Jarcev, Alejandro, incluso yo en cierto modo, habíamos
hecho todo lo posible para salvar aquellas dos personas del fuego. Evitamos este
tema, no por modestia sino simplemente porque nos fastidiaban las palabras solemnes:
“heroísmo”, “abnegación”… Si por casualidad a Valja o a Nikolaj Spiridonovic se
les hubiesen escapado de improviso… Por otra parte, a decir verdad, no se podía
decir quién demostró más valor, si nosotros o ellos.
Por fortuna la conversación se centró
en el misterioso meteorito, en las ondas de radio reflejadas y los acumuladores
de Jarcev.
Llegaron luego el teniente coronel
Stepanov y un radiante Nikolaj Spiridonovic.
El profesor había conseguido ponerse
en contacto con la vecina estación ionosférica, la cual había confirmado la exactitud
de sus hipótesis sobre determinados reflejos. Según parece sus observaciones habían
resultado muy valiosas.
–Han grabado en cinta todas mis emisiones.
Mañana volveré a la isla para coger el diario de observaciones. ¡Será muy interesante!
–nos dijo entusiasmado, mientras se ajustaba las gafas sobre la nariz.
A mí me interesaban los acumuladores.
Yo también quería examinar al día siguiente el diario seguido por Jarcev sobre los
experimentos del laboratorio. Pero lo más importante era que los acumuladores constituían;
un invento maravilloso. Quién sabe si habría llegado igualmente a la misma conclusión
con sólo leer los informes sobre los experimentos del laboratorio…
–Han funcionado en condiciones de
temperatura verdaderamente infernales, demostrando una excepcional robustez –exclamé.
–Tampoco se han resentido cuando
el tanque cayó en el barranco… –añadió Nikolaj Spiridonovic, rascándose involuntariamente
la nuca.
En la puerta apareció Alejandro con
una guerrera de un blanco deslumbrante y hombreras de plata. La impecable raya de
los pantalones caía sobre la punta de los brillantísimos zapatos.
Recordé las negras manchas de hollín
sobre su traje de amianto y no pude detener una sonrisa.
Estábamos todos contentos y a veces
reíamos sin motivo. Pero Alejandro no se dejó contagiar por nuestro buen humor y,
tras haber lanzado una ojeada a su uniforme sin encontrar ningún defecto, se acercó
a Egor Petrovic.
–Teniente coronel. El alférez Beridze
se presenta a sus órdenes. Permítame mañana ir a apagar el incendio. Los acumuladores
ya están preparados.
Sonriendo, Egor Petrovic le ofreció
una silla.
–En primer lugar no le he ordenado
nada, sólo lo he invitado a cenar. En segundo lugar, el incendio ya está apagado
desde hace una hora. Llegó tarde, Alejandro… Por favor, a la mesa, amigos. Compañeros
–exclamó cuando estuvimos todos sentados–, ha pasado mucho tiempo desde que pronuncié
el último brindis. Fue para anunciar el fin de la guerra y la llegada de la paz.
Tal vez alguno de ustedes, más jóvenes, hayan creído que terminaron los tiempos
del heroísmo, la época de las empresas heroicas. Pero nuestra vida es luminosa y
llena de imprevistos. Y no sólo en condiciones excepcionales, como las que hoy encontramos,
es posible realizar una empresa… También para poseer los secretos de la naturaleza,
para obligar a la naturaleza a servir al hombre, son necesarios los héroes…
Sentí la necesidad de alentar a Egor
Petrovic. Levanté la copa brindando por la alegría de la investigación creadora
y por el éxito del invento de Jarcev.
Andrej habló de la amistad que nos
debe unir en nuestra vida pacífica. Sobre su rostro brillaba una luz interior tan
apasionada, que no pude por menos de admirarlo.
Intenté no mirar a Valja y mucho
menos de admirarla, porque sabía que no le habría gustado a Andrej. Debía regresar
a Moscú con él, pero ella se quedaría. Quién sabe lo que podría suceder, pues las
jóvenes son tan inconstantes… Aunque Valja no manifestaba por Andrej ningún sentimiento,
ni de palabra ni con la mirada.
Una amistad normal y nada más.
Me gustó ver que la muchacha se mantenía
fiel a sí misma cuando volvió al tema del meteorito.
–Egor Petrovic habló de los misterios
de la naturaleza. En la Tierra existen aún muchas cosas misteriosas, pero la naturaleza
no espera que nosotros las resolvamos y nos manda otros misterios del cielo –arrugó
la frente con satisfacción y preguntó–: Egor Petrovic, ¿cuándo llegarán sus científicos?
¿Por la mañana o por la tarde? ¡No tengo intención de esperarlos!
–El huevo de chocolate… –exclamó
Andrej, sonriendo.
Valja parecía enojada y, para evitar
una posible disputa, le pregunté cuándo terminaba en la Universidad.
–Espero pasar el curso por correspondencia.
Me busqué un trabajo.
–¿Dónde?
Con asombro y secreta alegría por
mi parte, Valja nombró el instituto científico donde yo trabajaba. Tal vez la destinarían
a nuestro laboratorio.
Discutimos luego, cuando de repente
nos callamos.
Del jardín llegaba un extraño rumor.
Se produjo entonces un estruendo penetrante como si a dos pasos de nosotros se cortaran
planchas de acero, mientras una llama cegadora violeta iluminaba toda la escena.
Nos incorporamos para lanzarnos a
la balaustrada. La llamarada violeta brotaba de un gran agujero que se había abierto
en la esfera.
La esfera se desplazó de su lugar,
rodó a lo largo del sendero arenoso, saltó sobre un parterre y, rota la red de alambre,
resbaló silbando sobre el campo de tenis.
Una verdadera lástima que los representantes
de la Academia de Ciencias no hubieran llegado aquella misma tarde. Aunque el profesor
Cernikov fuera un científico notabilísimo, de vasta y enciclopédica cultura, no
pudo ayudarnos a explicar el enigma del meteorito.
¡Y qué podíamos decir! Cuando tuve
ocasión de hablar de nuestro meteorito con algún especialista, dedicado toda su
vida al estudio de los cuerpos celestes, la respuesta fue que la ciencia nunca había
conocido ningún precedente parecido.
Y sin embargo nosotros habíamos visto
con nuestros propios ojos el “caso”. Seguramente no se volvería a repetir, pero,
¿por qué menospreciarlo? ¿Acaso no existen también otros misterios científicos?
Recuerdo que aquella tarde se nos
plantearon también otros enigmas que intentamos explicar, aun de modo primitivo,
basándonos en nuestros conocimientos científicos.
Nuestro meteorito se comportó de
forma bastante extraña, desde luego. ¿Qué necesidad tenía de rodar sobre el campo
de tenis?
Ante mis ojos se hallaba el parterre
aplastado, los tallos despedazados de las dalias, la línea de los cálices requemados,
la arena del sendero vitrificada, el conjunto iluminado por una alarmante llama
violeta semejante a la luz de una lámpara de mercurio, formando un cuadro irreal.
Aún no nos habíamos recuperado de
la sorpresa cuando la esfera se inmovilizó. La llama se apagó. La oscuridad sólo
era rota por el disco incandescente del agujero que se había abierto en la superficie
de la esfera, parecido al respiradero de un motor a reacción. En la parte opuesta
se advertía una negra fisura, que recordaba la huella de una portilla semicerrada.
–¡Fíjense! –balbuceó Nikolaj Spiridonovic,
sacudiendo la cabeza–. ¡Estamos en plena metafísica!
El teniente coronel recogió del suelo
un bastón y giró alrededor de la esfera, golpeando ligeramente sobre su superficie.
El interior estaba vacío.
El bastón empezó a quemarse; relucientes
chispas brillaron sobre el fondo oscuro del meteorito.
–No se ha enfriado del todo aún –dijo
con calma Egor Petrovic.
–Habría que sujetarla con un cable
–murmuró Alejandro, como hablando consigo mismo.
–¿Por qué? –rio Andrej–. ¿Y si saliera
volando? –Pero al notar la expresión airada de Valja, contuvo al punto la carcajada–.
Habrá que montar vigilancia, desde luego…
Egor Petrovic dio muchas vueltas
en torno a la esfera, examinándola atentamente. Por fin se detuvo, sacó una cigarrera
y, al ver que estaba vacía, la volvió a meter al bolsillo.
–No se acerquen –advirtió y notando
que Valja se había movido–. Atrás todos… llamen a la guardia…
–Perdone, Egor Petrovic –le interrumpió
el profesor–. ¿Por qué la guardia? ¿De quién tenemos que defendernos? Lo único que
tenemos que hacer son observaciones científicas.
–Naturalmente… pero mi deber es prevenir
cualquier contingencia.
Alejandro se puso en posición de
firmes.
–Permítame quedarme aquí.
–Muy bien –consintió Egor Petrovic–.
Pero no se acerque. Vigílelo desde un punto a cubierto. Tomó a Valja de la mano,
diciendo:
–Ya son suficientes aventuras. ¿Por
qué quiere correr riesgos inútiles?
Valja lo miró con una sonrisa maliciosa.
–Me parece que también usted se ha
puesto a fantasear. Todos esperábamos algo extraordinario de este extraño meteorito.
En los escalones de la terraza la
muchacha empezó a toser; sin duda sentía aún en la garganta el humo de la taiga
ardiente. Al sacar un pañuelo del bolsillo dejó caer algo.
Me incliné y le entregué a Valja
un fragmento de metal azulado.
–Gracias –me dijo–. ¿Cómo pude olvidarme
de esto? Lo había traído expresamente para enseñárselo.
Nos explicó que había recogido el
trocito de metal junto al meteorito, pensando que se trataba de un fragmento de
éste.
Andrej lo estuvo examinando mucho
rato, lo rascó con un cuchillo, lo estudió atentamente y, al fin, suspiró aliviado:
–Desde el punto de vista de ingeniero,
comprendo ahora que el meteorito, aun siendo hueco, no haya saltado en pedazos.
Todos aguardamos en silencio. En
los labios de Valja bailaba una sonrisa escéptica: sabía que Andrej intentaría diluir
sus fantasías románticas con aquel regalo del cielo.
–Es un metal ligero y muy estable,
que no se quemó en su contacto con la atmósfera –explicó Andrej en tono árido, profesional–.
Con toda evidencia constituía la envoltura externa del meteorito…
La hipótesis no me parecía convincente,
pero una vez que Andrej desarrolló su idea, estaba casi de acuerdo con él. Explicó
que la envoltura del meteorito, al encontrarse en estado de fusión, había actuado
en cierto modo como amortiguador, suavizando el golpe. El meteorito la había perdido
luego, al caer al barranco.
–¿Está de acuerdo conmigo, Nikolaj
Spiridonovic? –preguntó Andrej al terminar su explicación.
–¿Por qué me lo pregunta a mí? Mañana
podrá exponer su hipótesis a los especialistas. Yo habría estudiado muy a gusto
la cola ionizada de los meteoritos, de tener alguno de ellos entre las manos… Pero
sólo hoy se nos concedió esta suerte… los científicos han estudiado ya la conductividad
de la llama en un mechero de gas, y eso que me interesó… ¿comprende, Víctor Sergeevic?
Las altas frecuencias…
Yo no comprendía. Mejor dicho, no
quería comprender, porque mis pensamientos estaban monopolizados por el meteorito.
¿Era realmente un meteorito? La hipótesis de Andrej sobre la envoltura fundida había
puesto mi imaginación en marcha.
–Tiene razón –dije y, llevándome
a Andrej aparte, añadí–: se trata de una cubierta líquida en cuyo interior la esfera
debía estar perfectamente aislada del calor. En el golpe contra la Tierra funcionó
como un amortiguador hidráulico… Oí la explosión. Probablemente sería la corteza
que envolvía al metal. Bien ideado, ¿no?
–¿Ideado? –replicó perplejo Andrej
mirando a Valja, que hablaba con mucha animación–. ¿Ideado por quién?
Ya no me escuchaba. Bajé al jardín
y me sentí otra vez irritado. ¿Era posible que no consiguiera olvidar aquellas estúpidas
fantasías? Caían tantos meteoritos, grandes, pequeños, de las más diversas formas.
¿Qué podía tener de sorprendente?
Ahora apenas distinguía el meteorito
enfriado. Se confundía con las tinieblas de la noche, semejante a una masa informe
con una pequeña mancha en un costado, no más luminosa que un cigarro encendido.
Un estallido ensordecedor rompió
el silencio. Una luz cegadora como un rayo de magnesio rasgó la oscuridad, los parterres,
los bancos, el rectángulo del campo de tenis. La alta lengua de una llama violeta
serpenteó durante un instante en el aire, luego todo se apagó.
De nuevo el silencio y la oscuridad.
Miré a mi alrededor. Sólo un minuto después pude distinguir en la veranda la pálida
luz de la lámpara velada por la pantalla, la blanca mancha del mantel y algunas
sombras indefinidas en torno a la mesa.
Algo golpeó sobre el techo una vez…
dos…
Me lancé hacia el campo de tenis.
Allí donde habíamos dejado la esfera
se abría un embudo negro de bordes agrietados. No muy lejos, el arbusto de las dalias
mostraba al cielo sus raíces descubiertas.
Había desaparecido, no sólo la esfera,
sino también Alejandro. Se me ocurrió otra idea absurda, ¿y si lo hubiesen raptado?
¿Pero quién? ¿Por qué? Estaba fuera de mí. Si les cuento todo esto es para que comprendan
cómo aquellos sorprendentes acontecimientos me habían electrizado.
Mis preocupaciones por la suerte
de nuestro “observador” eran inútiles. Oí un ruido de ramas rotas y, a través de
la valla, Alejandro irrumpió en el campo de tenis.
–¿Qué pasó? –preguntó asustado, agitando
unos binoculares.
–Habría que preguntárselo a usted
–observó con voz severa Egor Petrovic junto a nosotros–. ¿No se había quedado aquí
para vigilar?
Alejandro se explicó. Fue a buscar
los binoculares que había dejado en el colgador de la entrada. Con ellos habría
podido observar perfectamente cualquier fisura de la esfera, cualquier variación
de color, cosas que tenía la intención de anotar en un cuadernito. A propósito,
se le había olvidado en el bolsillo del capote.
Alejandro miró los terrones esparcidos
sobre el campo de tenis y dejó caer tristemente los brazos.
–Llegué tarde.
Involuntariamente miré hacia lo alto,
esperando ver una estela luminosa en el cielo negro.
–No mire hacia allí –oí decir al
profesor–. El meteorito se quedó en tierra.
Me mostró algunos fragmentos negros,
requemados, de ligera roca porosa.
–Hay muchos en el campo de tenis.
Fui presa de una estúpida sensación
de aburrimiento. Mi sueño había estallado como una vulgar pompa de jabón. Inútilmente
intentaba reaccionar, pensando en la solución de los misterios técnicos planteados
por el fenómeno. ¿Por qué había estallado el meteorito? Tal vez a causa de un desigual
enfriamiento o quizá había caído en un foso lleno de agua, como confirmaba la huella
dejada sobre la arena, junto a la que Andrej estaba discutiendo con Valja. ¡Pero
qué importaba!
Valja también había sufrido un desengaño.
Casi llorando decía:
–¡Podíamos salvarlo! ¿Por qué cayó
en el agua? ¡El campo no tiene pendientes!
–Ya –admitió Andrej con voz cansada–.
Pero se movió solo… Yo me lo explico así: interiormente estaba vacío y es probable
que lo empujaran los gases emanados a través de las grietas que, de vez en cuando,
se abrían sobre la superficie… Es bastante sencillo.
–¿Y por qué no lo sujetaron con un
cable? –preguntó Alejandro, como si hablara consigo, observando un ligero fragmento
que había recogido.
Egor Petrovic sacudió, afligido,
la cabeza.
–Es culpa mía, pero, ¿qué le vamos
a hacer? ¡Es la primera vez que me ocurre una cosa semejante!
–Se trataba de un meteorito carbonoso
–observó Nikolaj Spiridonovic, recogiendo algunos fragmentos–. Una gran pérdida
para la ciencia. ¿Por qué no lo habremos fotografiado al menos?
Todos estábamos abatidos. Cada uno
de nosotros comprendía que difícilmente se lograrían recoger los fragmentos y reconstruir
el meteorito o preparar un modelo para el museo o la colección de la Academia de
Ciencias. Pero tampoco quedaba tal posibilidad, pues los gases de la cavidad interna
se habían volatilizado. Sin duda también se había modificado la estructura. ¡Con
qué desilusión los científicos examinarían esos pequeños fragmentos vistos quién
sabe cuántas veces! Y nosotros no podíamos proporcionar ninguna prueba de que hubiera
existido la esfera de fuego.
Valja recogió algunos fragmentos,
quería examinarlos. Pero en la oscuridad era imposible y se fue a la terraza.
En silencio, intentando no mirarnos,
la seguimos.
Recordaba la tarde anterior, la estrella
fugaz y el deseo que había formulado. ¿Por qué estar triste? Todo se había cumplido.
Realicé un viaje extraordinario, estuve en el mundo misterioso del fuego, que aún
nadie había visto. Conocí a Jarcev y a su magnífico invento, que también tuve ocasión
de experimentar en la práctica. La posibilidad de vivir una aventura extraordinaria
se había realizado. Por lo tanto debía olvidar el mezquino episodio de la estrella
fugaz.
Pero pese a intentar convencerme
a mí mismo, no lo conseguía.
Valja se acercó a la mesa y esparció
sobre el mantel los fragmentos del meteorito, sacudiéndose luego las manos.
–¡Vengan! –gritó con voz emocionada–.
¡Vengan todos!
Todos, menos yo, se precipitaron
a la mesa. Andrej echó una ojeada a los fragmentos, arrugó la frente y murmuró alguna
cosa. Alejandro parecía estupefacto. Egor Petrovic tomó un cigarro de su cigarrera,
lo sacudió sobre la tapa, luego lo aplastó y lo tiró lejos. Apoyado con ambos codos
sobre la mesa no separaba los ojos de los fragmentos.
Nikolaj Spiridonovic se quitó precipitadamente
las gafas y, tras sacar del bolsillo un gran pañuelo azul, las limpió. Luego se
las ajustó de nuevo y rugió:
–¡Caramba! ¡Qué descubrimiento!
Retuve como pude la curiosidad que
hervía en mí. De pie junto a la barandilla de la veranda, hincaba con fuerza las
uñas en la madera humedecida por el rocío.
No sé exactamente lo que me retenía.
Tal vez pretendía probar mi fuerza de voluntad. Siempre he sido curioso, durante
toda mi vida he cedido a este insaciable sentimiento. Para satisfacerlo he leído
miles de libros, he hecho innumerables experimentos en la mesa del laboratorio,
sin otro resultado que hacer siempre más viva la curiosidad. En aquel momento quería
torturarme, retrasar lo más posible la satisfacción de mi más que legítima curiosidad.
–¡Vamos, jovencito, venga aquí! –me
gritó Nikolaj Spiridonovic–. ¿Había visto alguna vez algo semejante?
Me alegró mucho su invitación, un
óptimo pretexto que me permitía poner fin a mi lucha con la curiosidad.
La cruda luz de la lámpara me obligó
a entornar los ojos. Luego, de improviso, un rayo sutil, increíblemente familiar,
se filtró entre las pestañas. Brillaba entre el montoncito de fragmentos, tembloroso,
asumiendo tonalidades tanto lilas, tanto verdes y azules. Ahora, relampagueaba una
agradable llama rosada que difundía un rayo blanco, transparente, excepcionalmente
puro.
Me quedé sin respiración.
–¡Diamantes! –conseguí murmurar,
sin tener apenas fuerzas para alargar la mano, cogerlos y examinarlos más de cerca.
Valja se sentía dueña de la situación.
Ella había encontrado el meteorito y descubierto los diamantes. Generosamente asumió
una actitud de modestia.
–¿Es quizá algún cristal de origen
volcánico? Nunca he oído que en los meteoritos hubiera diamantes.
–Entonces no has oído muchas cosas,
hija –dijo Nikolaj Spiridonovic, acariciándole afectuosamente la cabeza–, y no es
cuestión de envanecerse. Yo ya soy viejo, pero todavía recuerdo que, de joven, me
interesaba por los cuerpos celestes. Recuerdo haber leído que en 1886 en un meteorito
carbonoso de casi dos toneladas caído en la gobernación de Pensa, se encontraron
diamantes. Es verdad, aunque mucho más pequeños, no como éstos.
Rogó a Alejandro que sacara una lente
de los binoculares. Con ella se puso a examinar las piedras. Escogió las mayores
y, apoyado con todo su cuerpo en la mesa y con un ojo cerrado, observó atentamente
los insólitos regalos del cielo.
Al fin me decidí yo también. Tomé
un trozo de carbón sobre el que llameaban los diamantes al parecer ya bruñidos,
y para probar su propiedad más importante, esto es la dureza, empecé a rayar con
los agudos cantos el fondo de un vaso. Se desvaneció toda duda: los diamantes eran
verdaderos.
–Por supuesto –dijo Nikolaj Spiridonovic,
depositando el fragmento que tenía en la mano–, lo más interesante no está en este
tesoro inopinadamente llovido del cielo. ¡Quién sabe si gracias al estudio de estas
piezas hallaremos el sistema de fabricar diamantes artificiales!
–¿En esferas de fuego como la nuestra?
–preguntó alegremente Alejandro–. Para hacerlos…
Andrej moderó su entusiasmo y explicó
que para la cristalización de los diamantes se precisa una temperatura de miles
de grados y una enorme presión, del orden de 40-60 mil atmósferas. Nadie había conseguido
nunca reunir esas dos condiciones a otras también necesarias.
–Pero tal vez ahora… –Andrej quería
llegar hasta el fondo de su pensamiento, pero Valja no le dio tiempo de concluir.
–¡Maravilloso! –exclamó–. ¡Qué puede
haber más noble, más bello, que un diamante! Veo que sonríe, Andrej… Lo sé, los
diamantes son necesarios ante todo para la técnica… Imagine que pronto los diamantes
artificiales, menos costosos, se utilizarán en barrenas, cizallas, máquinas automáticas
de gran velocidad. ¿Recuerda que una vez me habló de ello?
–Sí –admitió Andrej, añadiendo un
poco confuso–, habrá suficientes diamantes para la técnica y para…
En aquel momento tosí, quizá pensando
que iba a decir “y para las mujeres amadas”, aun cuando su carácter no le permitía
expresar sus sentimientos con claridad. Es cierto que después volví a pensar en
ello y no vi motivo de que Andrej se turbara. En efecto, la frase podía referirse
muy bien a todos los enamorados de la tierra. ¿No merecían todos los dones más bellos,
especialmente si los brillantes hubieran perdido su elevado precio, tan contrario
al espíritu de los románticos, y quedando para siempre como una bellísima obra de
la naturaleza, del arte y de la mente humana?
Pero Andrej no dijo nada. Se produjo
un silencio embarazoso que Egor Petrovic intentó romper con las siguientes palabras:
–Tiene razón, Andrej. Los diamantes
son preciosos tanto para la técnica como para adorno. Y los más preciosos son los
diamantes de agua pura, tan duros y estables que no arden ni en el fuego. En su
tanque, así como en la esfera de fuego, se han cristalizado los caracteres. Y nuestro
bien más precioso son efectivamente estos hombres de voluntad dura como el diamante.
Tal vez no debería formular tan inmerecido
juicio sobre nuestros actos, pero he pensado que estas palabras se refirieron a
muchos héroes auténticos, que en verdad los merecen. Porque los caracteres no se
cristalizan sólo en un tanque, éste es un caso particular, sino en cualquier lugar
donde haya verdaderos hombres.
He conocido hombres semejantes; son
hombres que pueden hacerlo todo. Trabajar, soñar y discutir con ellos era mi único
deseo.
En el cielo nocturno brilló de nuevo
una estrella fugaz. Su estela luminosa se dispersó lentamente. Pero yo no soñaba
ya con viajes más allá de las nubes, no formulaba ingenuos deseos. El deseo que
apenas había formulado se cumpliría igualmente.
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