Adolfo Bioy Casares
Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto
Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires,
los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente
complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso
radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que estos
no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes
in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo
de escaso valor (una aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con
cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina –Las aventuras del
capitán Morris– firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.
LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS
Este relato podría empezar con alguna leyenda celta
que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente,
o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna
invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el
remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla,
o de la búsqueda, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:
Ésta es la tumba de March y
ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.
También podría empezar
con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar
acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con
una teoría de esos movimientos, llamados “pases”, que se emplean para que aparezcan
o desaparezcan los espíritus.
Sin embargo, yo
elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda
el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de
las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
Me llamo Carlos
Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe;
pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia
odiará a los turcos. “Una vez armenio, siempre armenio”. Somos como una sociedad
secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos
ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas
habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada
belleza de nuestras mujeres, nos unen.
Soy, además, hombre
soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina, una muchacha agradable,
joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo –tranquila–, pero debo confesar que
en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones
de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba
en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías
que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es
el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente:
ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.
Se abrió la puerta;
un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.
Mi secretaria estaba
a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes
hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó
sin vacilaciones –era el teniente Kramer– y después de mirar ostensiblemente a mi
secretaria, preguntó con voz firme:
–¿Hablo?
Le dije que hablara.
Continuó:
–El capitán Ireneo
Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.
Tal vez contaminado
por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:
–A sus órdenes.
–¿Cuándo irá? –preguntó
Kramer.
–Hoy mismo. Siempre
que me dejen entrar a estas horas…
–Lo dejarán –declaró
Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el
acto.
Miré a mi sobrina;
estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:
–¿Sabes quién es
la única persona que te interesa?
Tuve la ingenuidad
de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto,
corriendo.
Desde hacía un tiempo
estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte
de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscripta
–en griego, en latín y en español– la sentencia “Conócete a ti mismo” (nunca sospeché
hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de
una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris
en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama
de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras
ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles,
o egoístas.
Atendí (confusamente)
a dos clientes y me fui al Hospital Militar.
Habían dado las
seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria
espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por
Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama
de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.
Con Morris nos conocemos
de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo
excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente
duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía
de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue
mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las
aventuras de los mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates
con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con
un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo
Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía
los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes,
que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico,
que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por
una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran
dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo
con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no
sabemos qué decirnos.
El País de Gales,
la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino,
e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es
típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado,
fino de huesos, de pelo negro –muy peinado, reluciente–, de mirada sagaz.
Al verme pareció
emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte
de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:
–Dame esa mano.
En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.
Esto me pareció
un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:
–Tenemos que hablar
de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así –miró con
gravedad a los dos hombres– prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa;
entonces será un placer recibirte.
Creí que la frase
era una despedida. Morris agregó que “si no tenía apuro” me quedara un rato.
–No quiero olvidarme
–continuó–. Gracias por los libros.
Murmuré algo, confusamente.
Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores, no el de mandar libros a
Ireneo.
Habló de accidentes
de aviación; negó que hubiera lugares –El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de
los Reyes, en Egipto– que irradiaran corrientes capaces de provocarlos.
En sus labios, “el
Valle de los Reyes” me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.
–Son las teorías
del cura Moreau –repuso Morris–. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria
a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo
es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina,
una lata de conservas atada con alambres…
Le pregunté por
su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en
voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.
–No admitas inyecciones.
Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después
un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis
infinitesimales.
Me retiré con la
impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo
pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo
más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes
fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba.
Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
Después llegó un
mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier
tarde.
Me recibió en el
escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que
tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados
por la alopatía no las abruman.
Al entrar en esa
pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió
no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando
con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca
encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris,
que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y
en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la
muerte de Griffith ap Rhys, conocido como El fulgor y el poder y la dulzura de
los varones del Sur.
Traté de llevarlo
inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar
unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder;
yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si
no le fatigaba me contara todo desde el principio.
Entonces Ireneo
Morris me relató su misteriosa historia.
Hasta el 23 de junio
pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas
funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo
trasladaran a la base del Palomar.
Me dio su palabra
de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de
ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.
Tanto había repetido
esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno
solo.
Sacó del bolsillo
una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente
anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja
y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía “el esquema clásico
de sus pruebas”.
Alrededor del 15
de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet –el 309– monoplaza,
de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía
dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su
casa, tomó una libreta de apuntes –“como lo había hecho hoy”–, dibujó el esquema
–“el mismo que yo tenía en el bolsillo”–. Después se entretuvo en complicarlo; después
–“en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente”– imaginó esos
agregados, los grabó en la memoria.
El 23 de junio,
alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris
llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran.
Caminó, para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente,
apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, “nada del otro mundo, te aseguro”.
Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó:
el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible
marcaba “lleno” y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que
saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos
metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su “nuevo esquema de prueba”.
Era el probador
más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto
a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista.
Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el “compadrito”
peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios
nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir “qué vergüenza, voy a perder
el conocimiento”, embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión
efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso… Apenas consiguió enderezar
el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.
Volvió en sí. Estaba
dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas
y desnudas. Zumbó un moscardón, durante algunos segundos creyó que dormía la siesta,
en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en
el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar
el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había
perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez… De esto hablaré
más adelante.
La persona que lo
acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.
Dogmático y discriminativo,
habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer,
y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada
hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque
el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza,
preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el
hombre “como es debido”, entre las demás mujeres no habrá diferencias notables,
ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que
no, y aclaró: “Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda”.
Continuó su relato.
Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una
silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina,
y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:
–¿Su nombre?
No le sorprendió
esta pregunta. Pensó: “mero formulismo”. Dijo su nombre, y tuvo el primer signo
del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía.
Todos los oficiales
rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro
de los oficiales dijo:
–Podía inventar
algo menos increíble –ordenó al soldado de la máquina–: escriba, no más.
–¿Nacionalidad?
–Argentino –afirmó
sin vacilaciones.
–¿Pertenece al ejército?
Tuvo una ironía:
–Yo soy el del accidente,
y ustedes parecen los golpeados.
Si rieron un poco
(entre ellos, como si Morris estuviera ausente).
Continuó:
–Pertenezco al ejército,
con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.
–¿Con base en Montevideo?
–preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.
–En Palomar – respondió
Morris.
Dio su domicilio:
Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, esos y otros.
Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse
de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron.
Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía
un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier
cosa para que lo dejaran en paz.
¿Qué se proponían?
¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era
argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano
y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse.
Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido
a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba
a “entrar en ese juego absurdo”. A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera
por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola,
“y no es fea, me entendés”; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente
qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona
de responsabilidad.
Cuando vinieron
los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán
Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.
A eso de las cinco
apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris
dijo con vergüenza que “después de una conmoción, el hombre no es el mismo” y que
al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama
y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:
–Vení, hermano.
Kramer se detuvo
y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:
–Teniente Kramer,
¿conoce usted al sujeto?
La voz era insidiosa.
Morris dice que esperó –esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación
cordial, revelara su actitud como parte de una broma–… Kramer contestó con demasiado
calor, como si temiera no ser creído:
–Nunca lo he visto.
Mi palabra que nunca lo he visto.
Le creyeron inmediatamente,
y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron:
Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un
oficial que repetía “A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un
descaro”.
Con Viera y con
Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un
libro –uno de los libros que yo le habría enviado– estaba debajo de las sábanas,
al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se
conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro:
no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que
no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener
una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes,
fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido
con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.
Le contestaron secamente
que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.
Morris no tenía
miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente,
le interesaban las mujeres, “y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y
lo cavilosas que son”. La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo
del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el
significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que
había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era
falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de
un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no
correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. “¿Me creen espía?”,
preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera
respondió: “Creen que ha venido de algún país hermano”. Morris le juró como argentino
que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo
tono de voz: “El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras
son diferentes”. Agregó: “Un detalle imperdonable”, y Morris comprendió que ella
tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en
la boca y la abrazó.
A los pocos días
la enfermera le comunicó: “Se ha comprobado que diste un domicilio falso”. Morris
protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el
señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le
pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.
La enfermera le
aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el
de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino.
Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.
–Con tu insistencia
de que sos argentino –dijo la mujer– ayudás a los que reclaman tu muerte.
Morris le confesó
que por primera vez había sentido en su patria “el desamparo que sienten los que
visitan otros países”. Pero seguía no temiendo nada.
La mujer lloró tanto
que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. “Aunque te parezca ridículo,
me gustaba verla contenta”. La mujer le pidió que “reconociera” que no era argentino.
“Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin
ninguna intención de cumplir la promesa”. Opuso dificultades:
–Digo que soy de
tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.
– No importa –afirmó
la enfermera–. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración
y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro,
si no es demasiado tarde.
Al otro día un oficial
fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:
–Es un asunto resuelto.
Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.
Morris me explicó:
–No me quedaba nada
que perder…
“Para ver lo que
sucedía”, le dijo al oficial:
–Confieso que soy
uruguayo.
A la tarde confesó
la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido
que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle
la declaración. Morris comentó brevemente:
–Si era otra mujer,
la azoto.
Su declaración no
había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza
estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor
quería verlo antes de interceder en su favor.
–Me dijo francamente
–aseguró Morris–: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión.
Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó
no ser intransigente.
–El señor no vendrá
al hospital –dijo la enfermera.
–Entonces no hay
nada que hacer –respondió Morris, con alivio.
La enfermera siguió:
–La primera noche
que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.
Se sacó un anillo
del dedo anular y se lo entregó.
–Lo calcé en el
dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo
en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas
me dejarían entrar y salir como si no me vieran.
La enfermera le
dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y
cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del
señor.
–¿Tenés el papel?
–le pregunté.
–Sí, creo que sí
–respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.
Era un papelito
azul; la dirección –Márquez 6890– estaba escrita con letra femenina y firme (“del
Sacré-Coeur”, declaró Morris, con inesperada erudición).
–¿Cómo se llama
la enfermera? –inquirí por simple curiosidad.
Morris pareció incómodo.
Finalmente, dijo:
–La llamaban Idibal.
Ignoro si es nombre o apellido.
Continuó su relato:
Llegó la noche fijada
para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió
salir.
Le pareció inútil
mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó
la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta:
a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo
indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de
calle. Mostró el anillo y salió.
Tomó un taxímetro;
dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por
Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia
el límite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia
que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio,
blanca en la noche.
Creyó que había
un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
–¿Debías esperar
afuera o adentro? –interrogué.
El detalle no le
incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas,
contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que
caían tres chorros de agua.
Apareció “un cura
de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación” y le preguntó
si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas
venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad
del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía
“el anillo del convivio”.
–¿El anillo del
qué?… –preguntó Morris. Y continuó explicándome: –Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir
que hablaba del anillo que me dio Idibal?
El hombre le miró
curiosamente las manos, y le ordenó:
–Muéstreme ese anillo.
Morris tuvo un movimiento
de repulsión; después mostró el anillo.
El hombre lo llevó
a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia;
Morris aclara: “Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que
no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera,
mi confesión”.
Cuando se convenció
de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que
trataría de hacer algo por él.
Al salir, Morris
buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo
o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en
la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro.
Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la
dirección de su casa: Bolívar 971.
Se bajó en Independencia
y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana.
Le quedaba tiempo.
Quiso poner la llave
en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos.
Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia –su desgracia– para dormir
afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy
lejos; después, una serie de golpes –uno seco, otro fugaz– rítmicos, crecientes.
Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero
y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente
a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando.
Se dijo: “Sí, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi”. Ahora recordaba el nombre. Ahora,
increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la
compró, hacía más de quince años.
Grimaldi irrumpió:
–¿Qué quiere?
Morris recordó el
astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones
de su padre, que decía “lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad”, y le
mandaba regalos para que se fuera.
–¿Está la señorita
Carmen Soares? –preguntó Morris, “ganando tiempo”.
Grimaldi blasfemó,
dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados;
después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció
el silencio. Morris pensó triunfalmente: “No me ha reconocido”.
En seguida sintió
vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar
al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: “Voy a levantar una denuncia
en la seccional”. Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente
que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.
Si me encontraba
en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó
al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó
de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que
nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país
y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris
le ordenó que tomara Vélez Sarsfield hasta cruzar las vías.
Se detuvieron en
las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara
por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que
le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó, caminó
con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil,
insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer
y él dormirían en la comisaría.
–Además –le dije–
descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron
tal vez se verían en un compromiso.
–Eso me tenía sin
inquietud –respondió Morris, y continuó el relato:
Caminó una cuadra
y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando;
la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló
por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale;
a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al
pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron;
se encontró en Australia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque
de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.
Miró la hora; le
quedaban apenas veinte minutos.
Caminó rápidamente.
Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo,
ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra,
no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre,
le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió
caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente,
el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron
a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como
si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir
algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.
Eran las tres y
cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre
Ríos.
En el hospital había
otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar.
Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.
La enfermera apareció
al final de la tarde siguiente. Le dijo:
–La impresión que
le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo:
su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su
persona lo ofendió.
Dudaba de que el
señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.
La situación había
empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su
vida estaba en inmediato peligro.
Escribió una minuciosa
relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación
de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.
Idibal visitó de
nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella –“no hacia el desagradable espía”–
la promesa de que “las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto”.
El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho;
vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que,
según él, había cumplido el día del accidente.
Las mejores influencias
prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba
una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris
dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que
el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.
Idibal, después
de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró
que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes
próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.
La mujer lo miró
ansiosamente y le dijo:
–Te espero en la
Colonia. En cuanto “despegues”, enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?
Lo prometió. Se
dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: “Me parecía que me llevaba de la
mano al casamiento y eso me daba rabia”. Ignoraba que se despedían.
Como estaba restablecido,
a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.
–Esos días fueron
bravos –comentó–. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de
lo lindo con los centinelas.
–Si vos no jugás
al truco –le dije.
Fue una brusca inspiración.
Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.
–Bueno: poné cualquier
juego de naipes –respondió sin inquietarse.
Yo estaba asombrado.
Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un
arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:
–Me creerás un infeliz,
pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer
que la había olvidado…
Lo interpreté:
–¿Tratabas de imaginar
su cara y no podías?
–¿Cómo adivinaste?
–no aguardó mi contestación. Continuó el relato:
Una mañana lluviosa
lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva
de militares y de funcionarios. “Parecía un duelo –dijo Morris–, un duelo o una
ejecución”. Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un
Dewotine de caza, “un serio competidor del doble–faetón, creeme”.
Lo puso en marcha;
vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible.
Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir
que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil;
tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: “Señores, esto se acabó”. Por apatía
dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo
esquema de prueba.
Corrió unos quinientos
metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender
las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse
una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje,
logró enderezar el aeroplano.
Cuando volvió en
sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes
blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba
en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación. Completé su
pensamiento:
–Una alucinación
que tenías en el instante de despertar.
Supo que la caída
ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días.
Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba;
además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.
Reflexionó: “Cuando
se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días”.
Lo atendía una nueva
enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
Idibal no volvía.
Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. Me creerás loco – me
dijo –. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia
de la otra enfermera y que por eso no quería verme.
Le pidió a un practicante
que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche;
a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había
dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó
que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada
y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.
Soñaba con Idibal.
De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía
imaginarla, ni soñar con ella.
Le dijeron que ninguna
persona llamada Idibal “trabajaba ni había trabajado en el establecimiento”.
La nueva enfermera
le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección “Al margen de los
deportes y el turf” le interesaba. “Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste”.
Le respondieron que nadie le había mandado libros.
(Estuve a punto
de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada).
Pensó que se había
descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía.
Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que
la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que
nunca le traerían el anillo…
–Pensando –agregué–
que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.
–No pensé en eso
–afirmó honestamente–. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me
trajeron el anillo.
–¿Lo tenés? –le
pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.
–Sí –respondió–.
En lugar seguro.
Abrió un cajón lateral
del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia;
no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano,
femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna
divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que
ese anillo era una pieza de valor.
Una mañana entraron
en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la
mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó
una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: “Nombre:
Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena;
base: El Palomar”.
Le pareció natural
que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era
una segunda declaración; “sin embargo –me dijo– se notaba algún progreso”; ahora
aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla,
al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23
de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 (“El número
no era 304 –aclaró Morris–. Era 309”; este error inútil lo asombró); de dónde sacó
ese viejo Dewotine… Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la
caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya
que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no
creerle.
Pero ya no simulaban
que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro
país desde el 23 de junio; lo acusaban –comprendió con renovado furor– de haber
vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero
los acusadores habían cambiado el plan de ataque.
Gesticulante y cordial,
apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente,
declaró que tendrían que batirse.
–Pensé que la situación
había mejorado –dijo–. Los traidores volvían a poner cara de amigos.
Lo visitó el general
Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar.
Kramer le gritó: “No creo una palabra de las acusaciones, hermano”. Se abrazaron,
efusivos. Algún día –pensó Morris– aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me
viera.
Me atreví a preguntar:
–Decime una cosa,
Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?
–El título no lo
recuerdo –sentenció gravemente–. En tu nota está consignado.
Yo no le había escrito
ninguna nota.
Lo ayudé a caminar
hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta
(de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:
La letra parecía
una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas
eran “inglesas”. Leí:
Acuso recibo de
su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente
error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje “Owen” sino en la calle Miranda,
en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora
no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro
de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.
Le envío, como símbolo
de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero,
el poema que empieza en la página 281.
Me despedí de Morris.
Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo.
No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca
le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.
Sobre “mi carta”
debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris
es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el “cambio” de tratamiento y no
se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase
“Acuso recibo de su atenta”; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra
y lo propongo a la atención del lector.
Mi ignorancia de
las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido
que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir,
siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era imprescindible un plan de
lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra
por la literatura francesa otra por las ciencias naturales, otra por la antigua
literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del
padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo
nunca.
Pocos días antes
de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias
ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas
de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto
el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones;
con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home,
quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una
concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean
para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos
nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito
dudar.
El “misterio” de
la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré
en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me
complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología.
Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas
tendencias.
Una madrugada, en
la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré
un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes
dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.
En la página 281
de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo
que el escrito aludido es “L’Éternité par les Astres” un poema en prosa; en mi edición
comienza en la página 307, del segundo tomo.
En ese poema o ensayo
encontré la explicación de la aventura de Morris.
Fui a Nazca; hablé
con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda
no vive ninguna persona de mi nombre.
Fui a Márquez; no
hay número 6890; no hay iglesias; había –esa tarde– una poética luz, con el pasto
de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además
la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.
Fui a los talleres
del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté
cómo salir del otro lado de los talleres. “Siga por Rivadavia –me dijeron– hasta
Cuzco. Después cruce las vías”. Como era previsible, allí no existe ninguna calle
Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni
en el número 6890 –ni en el resto de la calle– hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco,
está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia
del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi
hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris… Pero esto se verá después.
Hallé también las
torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico
del Club Atlético Vélez Sarsfield, en Fragueiro y Barragán.
No tuve que visitar
especialmente el pasaje Owen; vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho
que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa,
con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.
Volví a visitar
a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal,
en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres.
Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz.
Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente,
me preguntó:
–¿Cómo querés que
uno se fije en esas cosas?
Le di la razón.
–Sin embargo, sería
importante… –insistí–. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz
no había alguna figura.
–Tal vez –murmuró–,
tal vez un…
–¿Un trapecio? –insinué.
–Sí, un trapecio
–dijo sin convicción.
–¿Simple o cruzado
por una línea?
–Verdad –exclamó–.
¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada… De
pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una
línea con puntas dobladas.
Hablaba animadamente.
–¿Y te fijaste en
alguna estatua de santos?
–Viejo –exclamó
con reprimida impaciencia–. No me habías pedido que levantara el inventario.
Le dije que no se
enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el
nombre de la enfermera.
Volví a casa, feliz.
Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré
que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro
de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.
Me senté en un banco
del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:
Habrá
infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos
diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito
y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente
parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa
de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas
tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.
El 23 de junio Morris
cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período
confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para
notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris
no poseía.
Remontó vuelo una
mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere
el verano; el “calor tremendo” que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.
Morris da en su
relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo,
falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires:
Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia
ofuscación, busca en vano el pasaje Owen… Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y
Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el
mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente).
El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra
“Owen”, porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando
Morris declaró su nombre.
Porque no existieron
allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.
La relación de Morris
revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto
hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.
Alguien preguntará
cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre
la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?
El anillo es una
doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo:
ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba
de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés.
¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?
Además –Idibal,
o Iddibal– el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales
y el trapecio cruzado son cartagineses; por último –horresco referens– están
los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable
Moloch…
Pero volvamos a
la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque
estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos
dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no
ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse;
pudo llegar antes que yo a las obras políticas.
Estoy orgulloso
de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris;
para que Morris también la comprendiera, le recomendó “L’Éternite par les Astres”.
Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de
ignorar el pasaje Owen.
Morris fue a ese
otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que
se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí
el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: “Complicadas series de movimientos
que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones”.
Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían
hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.
Mi teoría es que
el “nuevo esquema de prueba” coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta,
Morris se desmaya, y cambia de mundo).
Allí supusieron
que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole
una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende
nada y se cree víctima de un complot inicuo.
Cuando volví a casa
encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había
fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: “Tengo
el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí”.
La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: “Kramer se interesa en
mí; soy feliz”.
Tuve un gran abatimiento,
no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con
alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por
“solicitas manos femeninas”. Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.
Lo visité a Morris.
Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de
mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar
de la enfermera.
No es la posibilidad
de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta
ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris,
o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de
aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.
Pero éstos son problemas
personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen
y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente
monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la
descarga del fusilamiento, es su porvenir.
Si le hubiera pedido
el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas
generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio
de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato
apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman
(alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba.
Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo,
Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.
Nosotros, los armenios,
estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas
amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente.
Yo me atreveré a acompañarlo.
C. A. S.
El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil.
No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere
ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el
capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería
un exceso de casualidad.
Desde el principio
tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.
Un grupo de amigos
proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con
el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
El 3 de abril almorzábamos
en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una “fazenda” interesantísima.
Seguido de una polvareda,
llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.
Pagó el almuerzo
de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente,
de un contrabandista.
No acompañé a mis
amigos a visitar la “fazenda”. Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía;
estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido
a la cola de los caballos; borracheras y mujeres… Sin duda exageró su astucia y
su valor. No podré exagerar su monotonía.
De pronto, como
en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con
Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.
Recogí pruebas de
que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue
visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El
8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó
varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.
Sin embargo, en
esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital
Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos
de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo
amigo de su casa, lo atestiguan.
La explicación es
evidente:
En varios mundos
casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar
aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro
Buenos Aires, hizo unos “pases” con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires
de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal).
Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los “pases”, y cayó
en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo
confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó
vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había
probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante intenta los
pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren
a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.
Alegar a Blanqui,
para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue tal vez, un mérito
de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por
ejemplo: “según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos
son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales” (Cicerón, Primeras Académicas,
II, XVII).
Henos aquí, en Bauli,
cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente
iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de
los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio,
en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? (id.,
id., II, XL).
Finalmente, para
lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los
viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán
por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los
mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan
ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios
y de tiempos paralelos.
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