Rafael Barrett
Remontando el Alto
Paraná. Una noche cálida, perfecta, como si durante la inmovilidad del
crepúsculo se hubiesen decantado, evaporado, sublimado, todas las impurezas
cósmicas; un cielo bruñido, de un azul a la vez metálico y transparente,
poblado de pálidas gemas, surcado de largas estelas de fósforo. Al ras del
horizonte, el arco lunar esparcía su claridad de ultratumba. La tierra, que
ocupaba medio infinito, era bajo aquel firmamento de orfebre un tapiz tejido de
sombras raras; las orillas del río, dos cenefas de terciopelo negro. Las aguas
pasaban, seda temblorosa, rasgada lentamente por el barco y se retorcían en dos
cóncavos bucles, dos olas únicas que parecían prenderse a la proa con un
infatigable suspiro.
Los
pasajeros, después de cenar, habían salido a cubierta. De codo sobre la borda,
una pareja elegante, ella virgen y soltero él, discreteaba.
–¿La
Eglantina está triste?
(Porque
él la había bautizado Eglantina).
–Esta
noche es demasiado bella –murmuró la joven.
–La
belleza es usted…
Brilló
la sonrisa de Eglantina en la penumbra. “Mis mayores me aprueban”, pensó. En un
banco próximo, tía Herminia, que conversaba con una señora de luto, dejaba ir a
los enamorados su mirada santamente benévola, bendición nupcial. Roberto las
acompañaría al Iguazú, luego a Buenos Aires, y después…
Sonaban
guitarras y una voz española:
Los ojosos de un moreeno
clavaos en una mujé…
Y
palmaditas andaluzas. Debajo, siempre el sordo estremecimiento de la hélice, y
la respiración de las calderas.
Dos
fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus
cigarrillos.
–Si
continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería –dijo el más
grueso.
La
brisa de la marcha movía las lonas del toldo.
Eglantína
contemplaba el lindo abismo.
–¿Ve
usted algo? –preguntó Roberto.
Pero
ella no contestó que veía, artísticamente borroso, como reflejado en un ébano
pulido, el cuadro de la felicidad futura: Roberto y ella inclinados sobre una
cuna de encajes, donde dormía la cabecita de un niño. “Extraño es, pensó
Eglantina, que en esas aguas, en que nada hay, flote ya nuestro hijo”.
–Veo
la imagen de los astros –respondió con prudencia.
La
señora de luto contaba a tía Herminia sus penas de viuda, su viaje a
Corrientes, donde su hija mayor estudiaba para maestra normal. Eran pobres.
Tenían que trabajar. Dos de sus niñas corrían por el buque, jugando al
escondite.
Cruzaron
de pronto, jadeantes. La señora las detuvo.
–¿Y
el nene?
–Está
escondido –y huyeron.
“¡Coreco!
¡Coreco!”
–¿Coreco?
–interrogó la tía Herminia.
–Es
el grito del juego. Lo aprendieron de unos chiquitos paraguayos.
La
voz española cantaba:
Dos besos tengo en el alma
Que no se apartan de mí…
–Ahora
hay que traer obreros de Misiones. Se han concluido de este lado –decía el
negociante gordo.
–No
aguantan ni diez años en el monte.
Las
niñas volvieron fatigadas.
–¿Pero
dónde está vuestro hermanito? –insistió la señora de luto.
–No
sabemos… no se le encuentra.
La
señora se levantó y se fue.
Roberto
quería convencer a Eglantina de que el vapor estaba quieto, y la mostraba el
extremo de los mástiles, fijo en las estrellas… Tía Herminia se acercó. Sentía
inquietud.
Los
mozos iban de una parte a otra, buscando.
El
comisario vino a Roberto.
–No
se encuentra ese niño –exclamó con angustia.
Partieron
juntos.
Los
pasajeros se agitaban, como las ideas en un cerebro, dentro del barco
silenciosamente fulminado por la desgracia. Transcurrieron diez minutos
atroces.
La
madre reapareció. Estaba vieja.
–¡Se
ha caído al agua! ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Un
síncope, en los brazos de tía Herminia. Eglantina observó con horror que la
infeliz recobraba el conocimiento. Apenas abrió los ojos, la muerte se asomó a
ellos.
–¡Mi
hijo!
Se
desprendió de los que intentaban detenerla, fue a la borda, y se dobló,
llamando, sobre el río.
–¡Mi
hijo! ¡Mi hijo!
La
lisa corriente pasaba.
A
popa se extendía una vaga inmensidad. Se oyeron órdenes. El vapor viró
trabajosamente.
Las
ondas únicas se quebraron; tumultuosos remolinos rompieron el espejo,
agujerearon la seda temblorosa de las aguas, donde sin duda había el cadáver de
un niño. Pero Eglantina, sollozando, nada pudo ver en ellas.
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