Arthur C. Clarke
Sí, es completamente cierto.
Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía veintiocho años. Entonces yo había conocido
a miles de personas, desde presidentes para abajo.
Cuando
volvimos de Saturno, todo el mundo deseaba vernos, y casi la mitad de la tripulación
se fue a dar una serie de conferencias. A mí siempre me ha encantado hablar (no
dirán ustedes que no lo han notado), pero algunos de mis colegas dijeron que más
bien preferían ir al planeta Plutón que enfrentarse con otro auditorio. Y algunos
lo hicieron.
Mi
objetivo era el Medio Oeste, y la primera vez que vi al señor Perlman –nadie lo
llamaba de otra forma y, desde luego, jamás “Morris”–, estaba en Chicago. La agencia
siempre me alojaba en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Lo prefería así;
me gustaba hallarme en sitios donde yo pudiera ir y venir a mi gusto sin demasiada
etiqueta y donde pudiese vestirme como yo quisiera. Veo que sonríen; bueno, entonces
yo era solo un muchacho y han cambiado muchas cosas…
Ya
hace mucho tiempo de ello, pero por aquel entonces estaba dando una conferencia
en la Universidad. De cualquier forma, recuerdo que sufrí una decepción porque no
pudieron mostrarme el sitio en que Fermi comenzó a construir la primera pila atómica.
Dijeron que el edificio había sido derribado hacía ya cuarenta años y que solo existía
una placa que marcaba el lugar. Me quedé mirándola durante un rato, pensando todo
lo que había ocurrido desde aquellos lejanos días, allá por el año 1942. Yo ya había
nacido, por una parte; y la energía atómica me había llevado hasta el planeta Saturno
y vuelto a la Tierra. Aquello era probablemente algo que Fermi y Compañía nunca
habían pensado cuando construyeron su primitivo entramado de uranio y grafito.
Estaba
tomando el desayuno en una cafetería, cuando un hombre de mediana estatura se sentó
en el otro lado de la mesa que yo ocupaba. Saludó con un cortés “Buenos días” y
después expresó su sorpresa al reconocerme. (Por supuesto, había planeado aquel
encuentro; pero yo no me di cuenta en aquel momento).
–¡Es
un placer encontrarlo! –dijo–. Estuve presente en su conferencia de anoche. ¡Cómo
lo envidié!
Yo
dejé escapar una sonrisa más bien forzada. Nunca suelo ser muy sociable en el desayuno
y había aprendido, además, a ponerme en guardia contra los chiflados, los latosos
y los entusiastas que parecían considerarme como una presa legítima. El señor Perlman,
sin embargo, no era un latoso… aunque ciertamente era un entusiasta, si bien supongo
que ustedes podrían considerarlo como un chiflado.
Tenía
el aspecto de un próspero hombre de negocios del tipo medio, y supuse que sería
un invitado al igual que yo. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no
era sorprendente; había sido una muy popular, abierta al público y bien anunciada
por la prensa y radio.
–Siempre,
desde que era un chiquillo –dijo mi compañero no invitado–, me ha fascinado el planeta
Saturno. Sé exactamente cómo y cuándo comenzó todo. Yo debía tener unos diez años
cuando cayeron en mis manos aquellas maravillosas ilustraciones de Chelsey Bonestell,
mostrando el planeta como visto desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá
visto, ¿no es así?
–Desde
luego –repuse–. Aunque ya tienen medio siglo de antigüedad, nadie las ha sobrepasado
todavía en belleza. Teníamos dos series de ellas a bordo del Endeavour, clavadas
en la mesa de navegación. Yo solía mirarlas con frecuencia, para compararlas con
la realidad.
–Después
–continuó mi interlocutor–, ya puede imaginarse cómo me sentiría allá por los años
1950. Solía quedarme horas enteras mirándolas fijamente e intentando comprender
lo que era aquel increíble objeto, con sus plateados anillos dando vueltas a su
alrededor; no era el sueño de un artista, sino que existía, se trataba de un mundo
diez veces mayor que la Tierra.
“En
aquel tiempo nunca imaginé que pudiese ver aquella cosa maravillosa por mí mismo;
daba por descontado que solo los astrónomos, con sus grandes telescopios, podían
gozar de semejante visión. Pero luego, cuando tuve unos quince años, hice otro descubrimiento…
tan emocionante que apenas si podía creerlo.”
–¿Y
de qué se trataba? –pregunté. Para entonces ya me había reconciliado con la idea
de compartir el desayuno. Mi compañero de mesa parecía bastante inofensivo, y existía
algo realmente agradable y encantador en su entusiasmo.
–Descubrí
que cualquier idiota podía construir un telescopio en la propia cocina de su casa,
con unos cuantos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación: como
miles de otros muchachos, solicité de la biblioteca pública un ejemplar del libro
Construcción de un telescopio de aficionado de Ingall, y puse manos a la
obra. Dígame… ¿ha construido usted alguna vez un telescopio con sus propias manos?
–No.
Soy ingeniero, no astrónomo. Creo que no sabría cómo emprender semejante tarea.
–Pues
es increíblemente sencillo, si sigue usted las instrucciones. Se comienza con dos
discos de cristal, que tengan dos o tres centímetros de espesor. Yo conseguí los
míos, por cincuenta centavos, de la chatarra procedente de un barco; eran claraboyas
inútiles porque ya no encajaban por los bordes. Después, se fija uno de los discos
en alguna superficie firme y plana; yo me serví de un viejo barril puesto de pie.
“Luego,
hay que comprar diversos grados de polvo de esmerilar, empezando por el más grueso,
hasta terminar por el más fino. Se pone una pequeña cantidad del polvo más basto
entre los dos discos y se comienza a frotar de un lado a otro con impulsos regulares,
procurando al hacerlo ir girando alrededor del barril.
“¿Sabe
lo que ocurre? El disco superior se va ahuecando por la acción abrasiva del polvo
de esmeril, y conforme se va trabajando acaba por adquirir una superficie cóncava,
esférica. De vez en cuando, se cambia el polvo a más fino y se hacen comprobaciones
ópticas para estar seguro de que la curva es correcta.
“Más
tarde, se deja el esmeril y se utiliza rojo óptico, hasta que al final se tiene
una superficie lisa y pulida hasta el extremo de que uno mismo no cree que haya
sido su propia obra. Solo queda un paso más que dar, aunque es algo más fastidioso.
Es preciso azogar el espejo y convertirlo así en un buen reflector. Eso implica
la adquisición de algunos productos químicos que pueden comprarse en cualquier farmacía,
y proceder exactamente como dice el libro.
“Todavía
recuerdo la sorpresa que recibí cuando aquella película plateada comenzó a extenderse
como algo mágico por la cara de aquel espejo. No era perfecto, pero sí lo suficientemente
bueno, y creo que no lo habría cambiado por el telescopio de Monte Palomar.
“Lo
sujeté a un trozo de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo telescópico,
aunque puse alrededor del espejo un par de palmos de cartón, para evitar la luz
de alrededor. Como ocular, utilicé un pequeño lente de aumento que encontré en un
almacén de trastos viejos y que me costó unos cuantos centavos. En conjunto, no
creo que el telescopio me costase más de cinco dólares… aunque era mucho dinero
para mí siendo un muchacho.
“Vivíamos
entonces en un viejo hotel, casi ruinoso, que mi familia poseía en la Tercera Avenida.
Cuando monté el telescopio, subí al tejado y lo probé, entre la jungla de antenas
de televisión que cubrían todos los edificios de la ciudad por aquellos días. Me
llevó un buen rato el conseguir alinear el espejo y el ocular; pero no cometí errores
y finalmente la cosa fue bien. Como instrumento óptico probablemente era una calamidad
–después de todo, era mi primer intento–, pero tenía por lo menos cincuenta aumentos
y apenas si pude contener mi impaciencia esperando que cayese la noche para probarlo
mirando las estrellas.
“Consulté
el almanaque astronómico y supe que Saturno se hallaría alto en el cielo por el
Este, tras el crepúsculo. Tan pronto como ya fue de noche, subí de nuevo al tejado
del hotel y me las compuse para situar el telescopio entre dos chimeneas. Hacía
bastante frío; pero apenas me daba cuenta, ya que el cielo estaba cuajado de estrellas…
y todas eran mías.
“Me
tomé mi tiempo enfocándolo convenientemente con tanta precisión como fuese posible,
utilizando la primera estrella que entró en el campo de visión de mi telescopio.
Después, comencé la búsqueda de Saturno y pronto descubrí qué difícil es localizar
cualquier cuerpo celeste en un telescopio reflector que no esté debidamente montado.
Pero al poco, el planeta entró en el campo visual: con infinito cuidado acomodé
mi cacharro cambiándolo unos centímetros de sitio… y allí estaba.
“Se
veía pequeño, pero perfecto. Creo que me quedé sin aliento durante un buen rato;
apenas podía dar crédito a mis ojos. Después de lo que había visto en aquellos dibujos,
allí estaba la realidad. Daba la impresión de un juguete suspendido en el espacio,
cuyos anillos estuviesen ligeramente inclinados hacia mí. Incluso ahora, cuarenta
años más tarde, me acuerdo perfectamente que pensé que parecía algo ¡tan artificial…!
Como algo que cuelga de un árbol de Navidad. Se apreciaba una estrellita brillante
a su izquierda, y en seguida me di cuenta de que se trataba de Titán.”
Mi
interlocutor hizo una pausa, y durante unos momentos debimos compartir los mismos
pensamientos. Para ambos, Titán no solo era la luna más grande de Saturno, un punto
de luz conocido solo por los astrónomos. Era, además, un mundo hostil y terrible,
el más espantoso en que hubiera tomado contacto nuestra nave, la Endeavour, y donde
tres de nuestros compañeros de tripulación yacían para siempre, en sus tumbas solitarias,
más lejos de sus hogares de lo que jamás estuviera ningún miembro de la raza humana.
–No
sé cuánto tiempo estuve mirando sin pestañear –continuó mi compañero de mesa–. Me
dolían los ojos de seguir con el telescopio el paso de Saturno por el cielo. Estaba
a mil millones de kilómetros de Nueva York. Pero más tarde Nueva York me trajo a
la realidad.
“Le
hablé antes del hotel; pertenecía a mi madre; pero mi padre lo administraba… no
del todo bien. Había estado perdiendo dinero durante años, y a través de toda mi
niñez solo habíamos conocido una serie de crisis financieras. Por eso no culpo a
mi padre de darse a la bebida, ya que debió haber estado loco de preocupaciones
tanto tiempo. Y yo había olvidado que se suponía que debía estar ayudando al conserje
en recepción…
“Así
que mi padre me vino a buscar, lleno de preocupaciones y sin saber nada sobre mis
sueños. Me encontró en el tejado, mirando las estrellas.
“No
era un hombre cruel… sencillamente no podía comprender el estudio, la paciencia
y el cuidado que yo había dedicado a mi pequeño telescopio, ni las maravillas que
me había mostrado durante el poco tiempo que lo estuve utilizando. No lo odié por
lo que hizo; pero recordaré toda mi vida su acción brutal de estrellar el aparato
contra el muro de ladrillo, y el ruido de los trozos de cristal del espejo reflector
esparciéndose por doquier.”
No
había nada que pudiera decirle. Mi resentimiento inicial hacia aquel intruso hacía
ya rato que se había convertido en curiosidad. Me di cuenta de que había mucho más
detrás de la historia que me había contado. También me fijé en otra cosa: la camarera
nos estaba tratando con una exagerada deferencia, de la cual la menor parte estaba
dedicada a mí.
Mi
compañero jugueteó con el frasco del azúcar, mientras yo aguardaba con una silenciosa
simpatía. Entonces noté que un nexo especial había surgido entre nosotros, aunque
no pude comprender realmente de qué se trataba.
–Nunca
volví a construir otro telescopio –continuó–. Algo más se rompió, además de aquel
espejo, en mi corazón. De todas formas, yo ya tenía muchas cosas en qué ocuparme.
Ocurrieron dos hechos que cambiaron el curso de mi vida. Mi padre se marchó de casa,
dejándome al frente de la familia. Y además demolieron el Elevado de la Tercera
Avenida.
Mi
compañero debió notar algún gesto especial en mi rostro, ya que me sonrió.
–Oh,
no sabrá usted seguramente lo que ocurrió. Cuando yo era un chiquillo, había un
tren elevado que discurría por en medio de la Tercera Avenida. Aquello convertía
la zona en algo sucio y ruidoso; la Avenida era un barrio indecente lleno de bares,
garitos y hoteles baratos, como el nuestro. Todo cambió cuando desapareció el tren
elevado; los terrenos subieron fantásticamente de precio, y de repente nos encontramos
en una situación próspera. Mi padre se apresuró a volver inmediatamente, pero ya
era demasiado tarde; yo era el encargado del negocio. Comencé a desarrollar mi actividad
a través de la ciudad, después por el país. Ya no era un contemplador de estrellas
de mente ausente y di a mi padre uno de mis más pequeños hoteles, donde su actuación
no sería muy nociva.
“Hace
pues cuarenta años que miré a Saturno, pero jamás he olvidado aquella primera impresión
ante su vista. La noche pasada, sus fotografías me la trajeron a la memoria. Quisiera
expresarle cuán agradecido me siento hacia usted.”
Hurgó
en su billetera y sacó una tarjeta.
–Espero
que venga a verme cuando se encuentre de nuevo en la ciudad; puede estar seguro
de que asistiré a cualquier conferencia que pronuncie. Buena suerte… y perdone si
le he hecho perder una buena parte de su tiempo.
Y
se marchó, casi antes de que yo pudiese pronunciar ni una palabra. Miré a la tarjeta
de visita, la puse en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.
Cuando
había firmado el cheque en la cafetería para pagar el gasto, pregunté:
–¿Quién
era ese señor que estaba sentado a mi mesa? ¿Es el patrón?
El
cajero me miró como si yo fuese un retrasado mental.
–Supongo
que esa será su forma de llamarle, señor –repuso–. Por supuesto es el propietario
del hotel; pero nunca lo hemos visto aquí antes. Siempre permanece en el Ambassador
cuando está en Chicago.
–¿Y
también es el dueño? –dije sin mucha ironía, porque sospechaba ya cuál era la respuesta.
–Pues
claro que sí. Lo mismo que…
–Y
comenzó a soltar un rosario de nombres de muchos otros, incluyendo dos de los más
grandes hoteles de Nueva York.
Yo
me hallaba impresionado y también bastante divertido, ya que resultaba obvio que
el señor Perlman había venido con la deliberada intención de conocerme y encontrarse
conmigo. Parecía una forma un tanto laboriosa y complicada de hacerlo, pero yo ignoraba
todo respecto a su notoria timidez y su tendencia a ocultarse.
Después
lo olvidé durante cinco años. (Bueno, debo citar lo sucedido cuando pedí la factura.
Me respondieron que no debía nada.) Durante aquellos cinco años, hice mi segundo
viaje.
Sabíamos
entonces lo que nos esperaba, y ya no íbamos totalmente hacia lo desconocido. No
hubo más preocupaciones respecto al combustible, porque todo el que pudiéramos necesitar
nos esperaba en Titán: sólo teníamos que bombear su atmósfera de metano en nuestros
tanques y seguir nuestros planes adelante por el espacio. Una tras otra, visitamos
sus nueve lunas, y después seguimos por los anillos…
Hubo
poco peligro en hacerlo, pero con todo es una experiencia capaz de destrozar los
nervios. El sistema de sus anillos es de poco espesor, ya saben, más o menos unos
treinta kilómetros de grueso. Descendimos en él lenta y precavidamente tras haber
igualado la velocidad de su giro, de forma que nos moviésemos exactamente a su misma
velocidad. Era como poner el pie en un carrusel de casi trescientos mil kilómetros
de diámetro.
Pero
una clase fantasmal de carrusel, porque los anillos no son algo sólido y puede verse
a su través. De hecho son algo casi invisible; los billones de partículas que los
constituyen están tan separadas entre sí que todo lo que uno puede ver en la inmediata
vecindad son pequeños trozos ocasionales que se mueven muy lentamente. Es solo
cuando se les mira desde lejos que esos incontables fragmentos aparecen como unidos
en una sola lámina, como una tormenta de granizo que girase eternamente alrededor
de Saturno.
Esta
no es una frase mía, pero puede considerarse como buena y apropiada. Resultó que
la primera vez que atrapamos una partícula componente de los anillos de Saturno
y la introdujimos en la compuerta de aire, se derritió en pocos minutos, convirtiéndose
en un charco de agua sucia. Algunas personas creen que destruye el encanto el saber
que los anillos –o el 90% de ellos–, están formados por trozos de hielo vulgar y
corriente. Pero eso es una actitud estúpida, ya que su extraordinaria belleza en
nada menguaría, tanto si son así como si estuviesen formados por diamantes.
Cuando
volví a la Tierra, en el primer año del nuevo siglo, comencé otra serie de conferencias,
aunque esta vez de corta duración, puesto que para entonces ya tenía familia y deseaba
estar con ella el mayor tiempo posible. Esta vez vi al señor Perlman en Nueva York,
con ocasión de pronunciar en Columbia una conferencia y mostrar nuestra película
Explorando Saturno. (Un título algo inapropiado, ya que el punto más cercano
al planeta en que estuvimos fue a unos treinta mil kilómetros de distancia. Nadie
soñaba, en aquellos días, que los hombres pudieran nunca descender a esa especie
de turbulento fango que es lo que Saturno tiene más parecido a una superficie.)
El
señor Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No lo reconocí al primer
momento, ya que había tenido que saludar y ver seguramente a un millón de personas
desde la última vez que nos vimos. Pero cuando me dijo su nombre, los recuerdos
volvieron rápidamente con tanta claridad, que comprendí que sin duda había dejado
una profunda huella en mi mente.
Se
las arregló de alguna forma para sacarme de entre la muchedumbre. Aunque sentía
repugnancia por mezclarse entre la multitud, tenía, no obstante, una gracia especial
para dominar cualquier grupo cuando era necesario, y después escaparse antes de
que sus víctimas supieran lo que había ocurrido. Aunque le vi hacerlo muchas veces,
nunca supe exactamente cómo lo hacía.
De
todas formas, media hora más tarde estábamos despachando una soberbia cena en un
restaurante de lujo (suyo, por supuesto). Era una comida suculenta y extraordinaria,
en especial el pollo y el helado, aunque me hizo pagar por todo ello. Metafóricamente,
quiero decir.
Por
aquel tiempo todos los hechos y fotografías reunidos por las dos expediciones a
Saturno estaban a disposición de todo el mundo, en cientos de reportajes, libros
y artículos populares. El señor Perlman parecía haber leído todo el material que
no era demasiado técnico; lo que deseaba de mí era algo diferente. Incluso entonces,
me conmovió el interés de aquel hombre ya de edad y solitario, tratando de recapturar
un sueño que había quedado perdido en su juventud. Estaba en lo cierto; pero eso
solo era una fracción de la realidad.
Se
trataba de algo que todos los reportajes y artículos habían fallado en dar. El señor
Perlman quería saber qué se sentía al despertar por la mañana y ver aquel enorme
y dorado globo con sus cinturones de nubes dominando el cielo. ¿Y los anillos? ¿Qué
impresión daban a la mente cuando uno estaba tan cerca de ellos que llenaban los
cielos de un extremo a otro?
–Usted
quiere a un poeta –le dije– y no a un ingeniero. Pero le diré esto: por mucho que
uno mire a Saturno y vuele entre sus lunas, nunca puede creerse lo que se está viendo.
A cada momento se piensa:
“‘Todo
es un sueño… una cosa así no puede ser real’. Entonces se asoma uno a una claraboya
de la nave espacial… y allí está, cortando la respiración.
“Tiene
que tener en cuenta que, aparte de la proximidad, estábamos en condiciones de mirar
a los anillos desde ángulos y situaciones de ventaja que resultaban absolutamente
imposibles desde la Tierra, donde siempre se les ve vueltos hacia el Sol. Nosotros
podíamos desplazarnos entre su sombra, donde ya no brillan como la plata… entonces
dan la impresión de un suave resplandor, como si fuesen un puente de humo entre
las estrellas.
“La
mayor parte del tiempo podíamos ver la sombra de Saturno extendida por toda la anchura
de los anillos, eclipsándolos tan completamente que parecía como si se les hubiese
arrancado un gran bocado de su estructura. Por el contrario, se obtenía un efecto
diferente al observar del lado del día en el planeta cómo la sombra de los anillos
trazaba algo parecido a una neblinosa banda paralela al ecuador y no lejos de él.
“Y,
sobre todo –aunque esto solo lo hicimos pocas veces–, pudimos elevarnos sobre cualquiera
de los polos del planeta y mirar hacia abajo a todo aquel maravilloso sistema, de
tal forma que quedaba en un plano bajo nosotros. Entonces, pudimos observar que
en vez de los cuatro anillos vistos desde la Tierra debía haber, por lo menos, una
docena de anillos separados; fusionándose unos con otros. Cuando vimos aquello,
nuestro capitán hizo una observación que no olvidaré nunca: ‘Este –dijo, sin nada
de pedantería en la voz– es el sitio en donde los ángeles estacionan sus halos’.”
Todo
aquello, y mucho más, le fui contando al señor Perlman en aquel restaurante tan
lujoso, situado a poca distancia de Central Park. Cuando hube terminado, pareció
muy complacido, aunque se quedó en silencio durante un instante. Entonces me dijo,
tan casualmente como uno puede preguntar por la hora en una estación de ferrocarril:
–¿Cual
sería el mejor satélite para instalar un parador de turismo?
Cuando
comprendí el significado de sus palabras me atraganté con el coñac de cien años
que estaba bebiendo. Entonces le dije con paciencia y cortesía (ya que, después
de todo, me había tomado una estupenda cena):
–Escuche,
señor Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno se encuentra a más de mil
quinientos millones de kilómetros de la Tierra, y de hecho mucho más cuando nos
hallamos en lugares opuestos respecto al Sol. Alguien ha calculado que nuestros
billetes de viaje, por término medio, han costado medio millón de dólares por cabeza,
y créame, en el Endeavour I y II no había plazas de primera clase. De todas formas,
por mucho dinero que alguien tenga, nadie puede obtener un pasaje para Saturno.
Sólo las tripulaciones del espacio y las científicas irán hasta allá, por tanto
tiempo como sea posible imaginar.
Me
di cuenta en seguida de que mis palabras no habían surtido el menor efecto; se limitó
sencillamente a sonreír como si supiese de algún secreto bien guardado.
–Lo
que usted dice es bastante cierto ahora –repuso–. Pero yo también he estudiado la
historia. Y yo entiendo a la gente, ese es mi negocio. Permítame recordarle algunos
hechos.
“Hace
dos o tres siglos, casi todos los grandes centros de turismo mundial y lugares bellos
de la Tierra se hallaban tan lejos de la civilización como lo está Saturno de nosotros
en este momento. ¿Qué sabía Napoleón, pongamos por ejemplo, del Gran Cañón, de las
cataratas Victoria, de las Islas Hawái, del monte Everest? Recuerde el Polo Sur:
se llegó por primera vez a él cuando mi padre era un niño… pero allí hay un hotel
que ha conocido usted durante toda su vida.
“Ahora
todo comienza de nuevo. Usted solo puede apreciar los problemas y dificultades porque
se halla demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, los hombres los superarán
con el tiempo, como lo han hecho siempre en el pasado.
“Allá
donde haya algo extraño o bello o nuevo, la gente siempre querrá ir a verlo. Los
anillos de Saturno son el mayor espectáculo existente en el Universo; yo siempre
lo he creído así y ahora me ha convencido usted. Hoy cuesta una fortuna llegar hasta
allí, y los hombres que van arriesgan sus vidas. Así lo hicieron los primeros hombres
que volaron, pero ahora tiene usted a millones de pasajeros por el aire a cada momento,
durante el día y la noche.
“Lo
mismo tiene que ocurrir con el espacio. Esto no ocurrirá en diez años ni en veinte.
Pero recuerde que veinticinco años fue todo lo que llevó el conseguir los primeros
vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde mucho más para Saturno…
“Yo
ya no estaré vivo para cuando ese feliz día llegue. Pero, ocurra lo que ocurra,
quiero que la gente recuerde. Entonces… ¿dónde podríamos construir un hotel?”
Yo
todavía continuaba creyendo que estaba decididamente loco; pero al fin comencé a
comprenderlo. No era cuestión de herirlo con bromas, por lo que comencé a pensar
cuidadosamente mis palabras.
–Mimas
está demasiado próximo –le dije–, y también Enceladus y Thetis. Saturno ocupa todo
el cielo y uno teme que vaya a caérsele encima. Además, no son lo bastante sólidos;
en realidad son verdaderas bolas de nieve gigantes. Dione y Rhea son mejores, desde
allí se tiene una espléndida vista, desde cualquiera de ambos. Pero todas esas lunas
interiores son diminutas; incluso Rhea sólo tiene mil doscientos kilómetros de diámetro
y las otras son más pequeñas aún.
“No
creo que la cuestión merezca discusión: el lugar ideal es Titán. Es un satélite
hecho a la medida del hombre, ya que es mucho mayor que nuestra Luna y casi tan
grande como el planeta Marte. Tiene una gravedad razonable, aproximadamente un quinto
de la terrestre, por lo que sus huéspedes no flotarán por todas partes. Y siempre
será el mejor punto para el aprovisionamiento de combustible, a causa de su atmósfera
de metano, que debería ser un factor importantísimo en sus cálculos. Toda nave que
salga de Saturno tiene que aprovisionarse allí necesariamente.”
–¿Y
las otras lunas?
–Oh,
Hiperión, Japeto y Febe están a una distancia mucho mayor. Los anillos casi no se
ven desde Febe. Bien, olvídelo. Lo mejor es el viejo Titán, a pesar de que la temperatura
es de 200 grados bajo cero y la nieve amoniacal que lo recubre no es lo mejor para
ponerse a esquiar.
El
señor Perlman me escuchó con todo cuidado, y si pensó que me estaba burlando de
sus nociones poco científicas y prácticas no dio la menor muestra de ello. Nos despedimos
poco después. No recuerdo nada más de aquella cena, y transcurrieron otros quince
años hasta que volvimos a encontrarnos. Yo me dediqué a mis trabajos y olvidé todo
aquello. Pero cuando el señor Perlman me necesitó, me llamó.
Ahora
veo qué es lo que estuvo esperando. Su visión había sido más clara que la mía. No
pudo haber imaginado, por supuesto, que el cohete desaparecería como el motor de
vapor en menos de un siglo; pero sabía que existiría algo mejor, y ahora creo que
financió los primeros trabajos de investigación de Saunderson sobre la Propulsión
Paragravítica. Pero no fue sino hasta que se establecieron las plantas de fisión
atómica que podían calentar cien kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como
el planeta Plutón que el señor Perlman se puso en contacto de nuevo conmigo.
Ya
era un anciano de edad muy avanzada y casi moribundo. Me dijo lo inmensamente rico
que era, hasta el extremo de que apenas pude creerlo. Me cercioré cuando me mostró
los elaborados planos y bellas maquetas que sus expertos habían preparado con ausencia
de toda publicidad.
Estaba
sentado en su silla de ruedas, como una momia arrugada hasta lo inverosímil, observando
mi rostro mientras yo estudiaba las maquetas y los diseños. Entonces me dijo:
–Capitán,
tengo un trabajo para usted…
Y
aquí me encuentro. Es como gobernar una nave del espacio, por supuesto… la mayor
parte de los problemas técnicos son idénticos. A mi edad, ya soy demasiado viejo
para mandar una nave, por lo que le estoy muy agradecido al señor Perlman.
Ha
sonado el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que vayamos a cenar en el
salón de observación.
A
pesar de los años transcurridos, todavía me gusta observar a Saturno alzándose en
el cielo… y esta noche puede apreciarse casi en su totalidad.
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