Emilio S. Belaval
Hacía tres meses, un
barco español había dejado al infortunado Fernando de Almagro, a merced de unos
parientes. Un avispillas del consignatario lo hizo remontar la cuesta que flota
sobre el Jardín Botánico, y al llegar al miradero, le advirtió:
–Esta
es la calle de la Cruz.
–Buen
albergue para un hombre cristiano –el avispillas hizo una reverencia desabrida
y lo dejó con el hatillo en la mano. Le había olido la miseria como se le huele
el aceite rancio al salmorejo.
El
tío le recibió con frialdad pero no pudo negarle el asilo. Casi todo lo que
tenía el tío había sido antes de su hermano, escamoteado con argucias de
curiales, autos de escribanía y cuentas de pequeño capitán. Ni siquiera lo hizo
subir a conocer la familia. Alegando la soltería del sobrino, mandó alojarlo en
la planta baja, junto a los dependientes de su almacén. El cuartucho que le
dieron tenía una cama de hierro partida en el lomo, un palanganero con
aguamanil de latón y un roperillo quejumbroso. El sobrino no protestó de nada;
traía el hambre pegada a los talones como una perra rabiosa y no estaba en
condición de exigir tratamiento. Comía en la trastienda junto a los
dependientes, tocino hervido, vaca guisada, alubias negras, con escaso rocío de
vino. Algunas mañanas encontraba sobre el ropero unos cartuchos de calderilla,
una cántara apestosa a malagueta y una hojilla del santoral.
Arriba,
la casa se veía limpia y pródiga, improvisando una vida plena de arrullos y
cofias de encaje; abajo, los telares de hollín, el estiércol del pesebrillo,
las aguas de las gárgolas habían creado un antro inmóvil a vado de mosquitos y
caballejos de San Juan. No todo era hermoso arriba, desde luego. Una noche,
durante la cena, asomó por la galería una mujeruca con venda de cebo y moño
repelado.
–¿Quién
es esa bruja?
–Esa
señora es la esposa de su tío, señorito; la señora de la casa.
–Ahora
comprendo por qué mi tío no ha querido presentármela –comentó el sobrino, con
un irreprimible candor. Se les atragantó el bocado a los dependientes; todos
dejaron de comer, mirándose azorados. No era, sin embargo, por tener la boca
llena de procacidades que los dependientes empezaron a escamarse con el
sobrino.
Aquel
barbián traía los ojos entornados, una barba lustrosa con que arropar sus
intenciones, unas manos señoriales, y arriba había tres espinilleras lánguidas
y descaradotas, rabiando por casar. Los dependientes tenían puesto su porvenir
en casarlas cuanto antes. Si salían los padres, las chicas se asomaban a
restregar sus malicias de legatarias contra las calenturas de los dependientes.
–Ten
cuidado, Pepe Ventura, que las piernas se me están poniendo bonitas y los
hombres no cesan de mirar.
–El
que te mire a ti, le pongo las ventanillas de las narices arriba en los ojos.
–Yo
no me caso con Antoñito Luque hasta que se cure los sabañones.
–Las
hilas de gas me los tienen bastante mejorados.
–El
día que Paco Pérez se atreva a subir, le doy un beso en el hocico.
–Mañana
le corto las espinas a la trepadora –el primo no podía reprimir su indignación
ante la liviandad de aquel juego entre osos montaraces y codornices de
campanario. Tanto reían las primas y se enardecían los mozos que el primo
optaba por tomar la chistera y salir a la calle a escuchar otras risas pegadas
a su sangre.
Calle
Cruz es una calle nazarena petrificada por los ángeles, custodios para martirio
de viandantes. Toma pie en el cajón verdinegro del Jardín Botánico, abre sus
brazos sobre el pecho adusto de San Sebastián y pierde la cabeza junto a un
paredón carcomido que la protege del mar. Su único humilladero queda frente a
una casa tapiada por el silencio, dormida en un viejo sueño de piedra. El
silencio de la casa intriga a cuantos la miran. Nunca el recato tuvo mejor
espejo que aquel portal desnudo, cerrado al fondo por una puerta indescifrable;
aquellas ventanas pegadas pestaña con pestaña. Cien velas místicas y
cuatrocientas mechas patibularias alumbran el pequeño calvario. Las luces
oscilan en el Banco Español entre guarismos fantasmales y cabeceos de
contadores; se avivan en la tertulia de viajantes reunidos en el Hotel
Inglaterra; languidecen en El Parnasillo; resplandecen en las arañas del
marqués de Casa Caracena; entran en vigilia en el Colegio de Varones del
profesor Belaval, y en zozobra en las casas de los magistrales. Desde la calle
del Sol hacia arriba, las luces se meten en los anafres de las fritas.
Hace
tiempo, el cielo y la tierra se disputan el color de esta calle oleosa y
huraña. Cada casa tiene su santo aparte; cada vecino su particular misterio.
Hay zaguanes tiernos y humosos donde la fortuna prodigó la soba pero dejó a las
almas atribuladas; otros: lívidos, temblorosos, suspendidos de un vago terror
al pecado. Las segundas plantas de los rentistas descansan sobre los hombros
velludos de una auténtica legión de demonios ultramarinos, metidos en compromiso
con la pareja de pega, las aves en cazuela y el dedal del mosto. La calle
pierde toda su compostura, al caer en poder de las bodeguillas, los cestos de
las verduras y las garrafas de la leche.
Los
pregones de la calle llegan de madrugada, montados en flochos avellanados,
borricas con petos de lobanillos, en sinfonías de hojas de plátano:
–¡Calabazas
de San Mateo, saben rezar y comulgar de madrugada, calabazas de San Mateo!
–Leche
flaca para los destetados, tan pura como el agua cristalina del Plata.
–Tortillones
del Seboruco y empanadillas de Monteflores.
Por
las tardes salen de paseo las mariquillas, las isabeles y las paquitas. Todas
lucen ojos morados y cargan sustos de enamoradas en las cinturas; corren
presurosas al cambio de devociones o al ropero de las casas de piedad, tratando
de esconder la malicia entre los pliegues lastimeros de las letanías. Es un
momento fugaz y postinero, con cuentas de amatistas y mantillas de encaje; de
puntada lenta. Mas, con las luces del crepúsculo, la calle se olvida de su
pietatismo; se cierran las cancelas del bien y se abren los portillos
infernales.
Una
densa humareda empieza a salir de las rejuelas de las horquillas, de los
trípodes de la sartén, de las horquetas del asado. Junto a las cenizas, vuelan
por los aires maldecires y coplas obscenas. Los demonios de la calle hacen
tijeretas en las aceras, con sus torsos tatuados y sus manos llenas de tizones.
Hasta los mendigos acogidos a la verja de la Plaza de Armas, sacan de sus
faltriqueras hediondas rabos de aceitunas, flores de harina y rones de guineo.
Solo la madrugada tiene piedad de este mundo empedrado donde las carcajadas de
los demonios se imponen sobre los aspavientos de los devotos.
De
madrugada salía el infortunado Fernando de Almagro, con su paso susubano y su
tristeza de mangante, a contemplar el calvario. Había algo en las entrañas
azules de la calle que le parecía surgir de su propio cuerpo, como si entre la
piedra y la carne creciera un tejido místico: una continuidad sobrenatural. El
nuevo peregrino empezaba a mirarla desde el rinconcillo catalán oreado por la
brisa del puerto. La calle le parecía una imagen monumental de su propia vida.
Así había empezado él como un niño triste en un jardín empotrado en la soledad.
Cualquiera de aquellos portales hubiera podido tragarse el dolor manso de su
adolescencia. Por más de diecinueve años vivió encerrado en un caserón linajudo
con su madre y una tía materna, llorando la muerte de un abuelo que no conoció.
Varias noches se ponía a imaginar en el enlutado retiro de su alcoba, cómo
hubiera tenido que ser aquel anciano terrible para hacerse llorar por cuatro
lustros. Había algo alucinante en el luto de aquellas dos mujeres, una agonía,
un despecho de la grandeza parecido a la muerte. Las misas caseras en honor del
difunto, las prendas del ánimo recordadas hora tras hora, las alabanzas a su
memoria en tono de miserere, parecían no acabarse nunca. La tía era la rica y
no cesaba de recordarle a la madre y al hijo sus pobrezas. Él se acostumbró a
no contar, a sentirse un intruso en el dolor de aquellas dos mujeres, a pasarse
la vida con la frente nublada, penando por un pesar que nadie le había
explicado.
Las
tardes de los viernes estaban dedicadas a los mendigos; unos mendigos iguales a
los que ahora se adosaban a la reja de la plaza. Casi siempre salía la tía con
su bolsa negra y una cesta de pan duro. Las tardes que no podía salir la tía,
era la hermana la que se dedicaba al humilde ejercicio. Las manos de la madre,
tan ariscas cerca de los bucles de su hijo, solían hundirse con delicia entre
las greñas podridas de los mendicantes; a algunos los obligaba a mirarla por un
largo rato, como si pretendiera robarles el reflejo rencoroso de sus miradas.
La
vigilia del colegio le parecía su propia vigilia tratando de descifrar el
secreto de aquella pesadumbre. Un rubor inexplicable lo obligaba a apagar las
luces tan pronto penetraba en su alcoba, a quitarse los escarpines temeroso de
ahuyentar el sueño de las mujeres, a estarse quieto. Entonces, la vigilia le
brindaba los miles de ojos que no duermen, los relojes sonámbulos, los pasos
sumergidos en el fondo de la tierra. Era la única vez que sus pensamientos se
atrevían a mirarse cara a cara.
Aquella
tarde su madre le pidió buscar un pañuelo de ella en el gavetero. Nunca antes
había entrado en las habitaciones de su madre. De niño le cerraron tanto la
puerta, que creció con el temor de encontrar dentro algo terrible, pecaminoso.
Se le apareció en el fondo de la gavetilla un rostro desconocido. Tomó el
retrato temblando de espanto, mas no podía despegar la vista de aquella frente
atormentada, de unos ojos tristes llenos de altiva misericordia, de aquel
bigote insolentado por un desdén sobrehumano. El retrato parecía mirarlo como
si quisiera trasladarse a él, empezar a latir en sus pulsos, quedarse escondido
en un nuevo refugio. Un grito terrible sonó a sus espaldas. La tía trató de
arrebatarle el retrato pero el retrato se escurrió entre los forros de su
contemplador:
–Ahora
tendrás que llevarle a tu madre todos los pañuelos de la casa.
–¿Quién
es este hombre? ¿Qué hace este retrato entre las prendas íntimas de mi madre? –la
tía le volvió la espalda, como a un raterillo vulgar sorprendido en el momento
de hacer saltar las cerraduras, y salió de la estancia moviendo sus crespones
espectrales.
La
madre no bajó a cenar y la tía tomó de la mesa una taza de caldo y unos
bizcochos, saliendo del comedor sin dirigirle la palabra. Estuvo la mitad de la
noche llamando a la puerta de su madre sin obtener respuesta. Fue más tarde
frente a la puerta de su tía y no pudo conmover uno solo de sus goznes. Ocho
días estuvieron sus puños golpeando frenéticamente ante dos puertas sordas. Al
noveno, apareció la tía con sus labios descoloridos y sus ojos llameantes:
–¿Qué
pretendes ahora?
–Saber
lo que ha ocurrido en esta casa. ¿Por qué mi madre me huye y usted no se digna
a contestarme?
–Un
descastado como tú no tiene derecho a preguntar nada. De esta casa, solo te
pertenece el retrato del cual te has apoderado.
Las
hambres de los mozos se matan en las tabernas. Siempre hay un pisaverde
aprendiendo las viejas artes de la gallofería que convida; una taberna a medio
amar tirándole su red de trapos al incauto o un filósofo harapiento, capaz de
dolerse de una desventura. El infortunado Fernando de Almagro miraba las
bodegas de la calle de la Cruz como si fueran puertas tornadas al revés de las
tabernas que se dolieron de su cara de muchacho. Los alquitretes eran los
mismos: el criollito enlindado que gasta reales y pesetas en festejar al
pregonero de su mala fama; la friquitinera sentimental de pechuga blanda y
escapulario encebado, buscando goces para su cintura; el profeta de la mala
suerte, compartiendo sus piojos y sus arenques, con el primer encapotado que le
deparare la noche.
Las
tabernas son unos cofres añosos que guardan las historias de las cuales no se
atreven hablar los pacatos. Casa de señores tiene siempre historias que tapar y
romances que temer. En el canto de un ciego encontró el malcastado el nombre de
aquel retrato. El caballero se llamaba don Félix de Almagro; tenía su casa
metida en trampas, cuadras con forraje de paja y un bigote demasiado altanero
en el discurso del medro. Alguien le había birlado la fortuna que dejó en
América y la sota de copa le había soplado lo mejor de su hijuela. Discurriendo
iba una tarde, sobre lo conveniente que sería para su honra pegarle fuego a la
casa y apuñalarse la tetilla, cuando sorprendió unos ojos que lo miraban con
amoroso empeño desde un balcón artesonado por la hiedra. El caballero respondió
con un rapto, y antes de saber siquiera el nombre de la raptada, la desposó.
La
dama era un lirio fresco que había nacido de un lirio seco, entallado en un
orgullo sombrío, celoso de su linaje y de la virtud de sus dos hijas. El
matrimonio de la casquivana con un caballero más conocido por sus gallotes que
por sus gules, le pareció una afrenta. Sintiéndose demasiado viejo para lavar
su honra, se metió en la cama, llamando a la muerte en su auxilio. Se acostó un
martes, y el sábado, de madrugada, vino un ángel en su busca. Antes de morir
tuvo tiempo de desheredar a la hija y encomendar su venganza al capitán de una
galeota, a quien el moribundo libró de hacer sus primeros remos en Ceuta.
Una
noche, al regresar el marido del casino, encontró el tálamo vacío y tres
bateleros sobre sus costillas. Aunque supo salvar la pelleja no pudo soldar un
hueso de la cadera, quedando rengo de paso y dolido de genio. Durante muchos
años anduvo rondando el quimérico caserón de la dama, un mendigo con la cara
sombreada por un chambergo velazquino y su cojera apoyada en un nudoso garrote.
Tal parecía que el caserón se había quedado sordo pues ni a voces o pedradas, a
coplas ni a insultos, respondía. La dama no daba señales de estar viva o de ser
muerta y el mendigo entró en cuidado de peor aventura. Por fin logró echar su
pena en saco hondo e irse de vagabundo por los trillos de las ánimas.
Junto
al humilladero de la calle de la Cruz, el hijo solía inclinar la cabeza a
dolerse de las malaventuras de su casa. Había dejado a su padre, casi sin
conocer, mendigando por los caminos torcidos de la locura, y a su madre, a
merced de un espectro vengativo; quizá, sirviendo de portera en un convento de
clarisas. El hijo estaba seguro que su padre no había muerto; la cara del
mendigo se asomaba al espejo junto al rostro grave del descastado y el padre le
pedía prestados al hijo pelos de su barba o enconos de sus comisuras. Por las
noches, sentía atado a sus pies el peso cojitranco de una penitencia.
La
casa del tío se le escondía durante la noche; antes de salir contaba las
puertas y al regresar le faltaban algunas. Se quedaba rondando por la calle,
enfiebrecido, profiriendo amenazas contra unas paredes cosidas las unas con las
otras. Una noche había dejado la casa completa, y al regresar, solo encontró un
portal desnudo, pero la puerta al fondo entreabierta. Empujó la puerta y entró;
era como haber entrado en un refectorio mágico, perdido en la pesadilla de un
cartujo. Sentía sus pasos resonando en el fondo de un pozo hechizado. Quiso
retroceder y no pudo:
–Favor,
a mí, favor –gritó antes de caer. El cirio se filtró por el resquicio de una
puerta alta y lejana. La puerta se abrió con la suavidad de unas bisagras
acostumbradas a las manos de los muertos. Vio descender por las escaleras dos
mujeres con las trenzas sueltas y los muslos transparentes y a un anciano con
su batín en llamas. El descastado se estremeció de espanto, recordando el
romancillo del anciano virtuoso y la hija casquivana–: Pronto vendrán los mozos
de cuerda a apalearme –murmuró antes de perder el sentido.
Casi
molido a palos estaba cuando empezó a volver en sí. La casa le era desconocida;
la sentía esquinada en el aire como el manto de una bruja. La dama arrodillada
junto a él, cuchicheaba con una hermana que sostenía una jofaina olorosa:
–Es
el caballero que pasa algunas noches a postrarse ante el humilladero.
–De
lejos parece más adulto; pero de cerca, es joven y hermoso como un infante.
–Ten
la lengua, hermana; los hombres oyen las alabanzas de las mujeres hasta cuando
están desvanecidos –pronto llegó el anciano con más vendas y un frasco azul con
tapón de plata.
El
frasco azul tenía un olor penetrante que quemaba las narices. El descastado se
lo arrebató de las manos al anciano con un gesto violento, tratando de llegar
hasta sus pies; pero al incorporarse cayó pesadamente en los brazos del
anciano. El segundo despertar fue más lento. La casa regresaba de un largo
peregrinar entre las nubes; las figuras iban saliendo de las paredes de cal con
guardamangas de raso y basquiñas de satén; las mujeres tenían los labios rojos
y las manos tibias. Cerca del caballero había un médico negro, con barbas de
apóstol y levita cruzada impecable:
–A
mí no me gusta ofender a la gente, pero este joven no tiene más padecimiento
que el hambre.
–Infortunado
señor; ya me parecía harto sospechosa su soledad –replicó el anciano,
entristecido.
–Habrá
que prepararle una taza de caldo, algunos vegetales.
Las
almohadas se tornaban rojas y las sábanas calientes; el aire entraba en los
pulmones de Fernando de Almagro con el tierno soplo de una vinajera grácil
enamorada de su huésped. El amanecer sorprendió al descastado con la boca llena
de golosinas y los ojos húmedos.
–No
se olvide de la casa, mi joven amigo. La casa de don Demetrio Martí y de sus
hijas Libertad e Isabel tendrá siempre abierta para usted una puerta ancha.
–Yo
no tengo casa que ofrecer, ni nombre del cual pueda fiarme. Uno de mis
apellidos anda pidiendo limosna por los caminos de España y el otro bajará a la
tumba renegado de mí.
–En
esta tierra basta con el nombre que deja en la puerta un hombre de bien.
–Entonces,
agradecido queda de su bondad Fernando de Almagro.
Los
amores de los hombres saben cómo despertar de sus sueños las casas tapiadas por
el silencio. Dos o tres veces las manos tibias de Isabel Martí estuvieron cerca
de los anhelos del descastado. Era grande la tentación de visitar otra vez
aquella casa señalada por el prestigio del amor; besar las manos de aquel
anciano con voz de miel y corazón de almendra; besar las manos de Isabel. Pero
las botas empezaban a avergonzarse de los calzones; los calzones de la
chalequina; la chalequina de la levita y la levita de un plastrón picado de
viruelas.
Pronto,
el descastado hubo de darse cuenta que una mano gelatinosa lo empujaba hacia un
destino indeclinable. Los muertos tienen la garra fría mas sus rencores queman
como ascuas. Muchas veces el tío olvidó dejarle sobre el ropero el cartucho de
la calderilla, y la mujeruca de la galería servirle las sobras de su mesa. Las
fuerzas no le daban para los trabajos pesados y sus conocimientos no pasaban de
las lamentaciones. Ahora, cuando se asomaba al espejo, veía su barba crecer sin
tino; sus ojos hundirse en una oscura mansedumbre; las grietas de las comisuras
pobladas de pequeñas mentiras. Solo le faltaba un sombrero hondo y un garrote
de castaño. El sombrero lo encontró flotando en un charco y el listón de
castaño se lo escopló el aprendiz de un tallista. No tuvo más que ponerse la
levita al revés y sentarse entre los mendigos de la Plaza de Armas. Durante
tres meses las calles más dejadas de la mano de Dios, le tiraron ochavos a su
paso; las hogazas con moho y los cueros de jamón más putrefactos retaron sus náuseas
de pordiosero. Dormía en los portales destartalados de las casas en ruinas,
junto a las bobonas de la plaza y los perros realengos.
Una
noche, sin saber por qué, se le enredaron los dos mundos, y creyendo morir, fue
a reclinar la cabeza en el humilladero. De la casa de don Demetrio Martí, salió
una mujer casi desnuda, con los ojos llenos de presentimientos y las manos
ardiendo en amoroso ímpetu. Le desenterró los ojos del sombrero, le alisó las
greñas alquitranadas, estirándole el rictus de los labios:
–¡Usted!,
¡usted, don Fernando!
–Perdóneme,
Isabel; no me atreví morir antes de besar estas piedras.
Llegaron
los sirvientes a cargar el cuerpo del infortunado don Fernando. No tuvo que
acudir el médico negro ni el anciano blanco. Las manos de Isabel Martí cuidaron
de sus llagas, lavaron sus legañas, y le ungieron los pies macerados por unas
botas torcidas. Se acurrucó como una leona amorosa junto a los rubores del
mendigo, dispuesta a defenderlo de todo embeleco de muerte. Cuantas veces una
mano fría quiso arrebatarle al mozo de sus brazos, lo calentó con su propio
cuerpo. Hasta que una noche el galán abrió los ojos y hundió su mirada triste
en la mirada resplandeciente de su celadora. Aquella noche, Fernando de Almagro
vio acercándose a él, una cruz de alabastro con dos palomas venustas debajo de
los brazos. Había sufrido él lo suficiente para poder abrazarse sin sonrojo, a
aquella cruz amorosa, abierta en el regazo pétreo de la noche.
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