Kate Chopin
Mamzelle Aurélie tenía una
figura imponente, mejillas coloradas, cabellos que variaban de castaño a gris, y
una mirada enérgica. En la granja llevaba puesto un sombrero de hombre, un viejo
sobretodo militar azul cuando hacía frío, y a veces botas de campaña.
Mamzelle
Aurélie nunca había pensado en casarse. Jamás había estado enamorada. A los veinte
años recibió una propuesta de matrimonio, que rechazó de inmediato, y a los cincuenta
seguía sin lamentar su decisión.
Así
que estaba sola en el mundo, excepto por su perro Ponto, los negros que vivían en
las cabañas y labraban los campos, las aves de corral, unas cuantas vacas, un par
de mulas, su escopeta (para dispararles a los halcones gallineros) y su religión.
Una
mañana, Mamzelle Aurélie se encontraba en la veranda de su casa, observando, con
las manos en la cintura, a un grupito de niños muy pequeños que bien podían haber
caído de las nubes por lo inesperado y desconcertante de su llegada tan inoportuna.
Eran los hijos de su vecina más cercana, Odile, que a decir verdad no era tan cercana.
La
joven se había aparecido apenas cinco minutos antes, acompañada de los cuatro niños.
En brazos llevaba a la pequeña Elodie, arrastraba de una mano rebelde a Ti Nomme,
mientras Marcéline y Marcélette la seguían con paso indeciso.
Tenía
la cara roja y desfigurada por las lágrimas y la agitación. La grave enfermedad
de su madre requería su presencia en un condado vecino, su marido se encontraba
lejos, en Texas –que a ella le parecía a miles de miles de kilómetros de distancia–,
y Valsin la esperaba con la carreta de mulas para llevarla a la estación.
–No
hay alternativa, Mamzelle Aurélie. Tiene que quedarse con los niños hasta mi regreso.
Dieu sait que no la molestaría si hubiera otra solución. Obligúelos a que
la obedezcan, Mamzelle Aurélie, y castíguelos cuando sea necesario. Bueno, yo, como
ve, ando medio enloquecida entre los niños y León lejos de casa. ¡Y quizá ni siquiera
encuentre a mi pobre madre con vida! –horrible posibilidad que llevó a Odile a una
despedida final, precipitada y temblorosa, de su desconsolada familia.
Los
dejó amontonados en la franja angosta de sombra en el balcón de la casa larga y
baja. La blanca luz del sol recalentaba los viejos tablones blancos; varios pollos
picoteaban la hierba al pie de las gradas, y uno de ellos, el más audaz, subió los
escalones y empezó a caminar por la galería con pesadez y solemnidad, sin rumbo
fijo. En el aire se sentía el agradable aroma de los claveles, y el sonido de la
risa de los negros llegaba a través del floreciente campo de algodón.
Mamzelle
Aurélie se quedó observando a los niños. Miró con ojo crítico a Marcéline, que se
tambaleaba bajo el peso de la regordeta Elodie. Examinó con la misma atención a
Marcélette, que mezclaba sus lágrimas silenciosas con la rebeldía ostentosa y el
ruidoso dolor de Ti Nomme. Durante esos pocos instantes contemplativos, trató de
recobrar la calma, mientras definía una línea de conducta que debía coincidir con
la línea del deber. Empezó por la comida.
Si
esas hubieran sido las únicas responsabilidades de Mamzelle Aurélie, se las habría
quitado de encima con facilidad, pues su despensa estaba bien provista para esa
clase de emergencias. Pero los niños pequeños no son cerditos; necesitan y exigen
cuidados que Mamzelle Aurélie no esperaba en absoluto y estaba muy mal preparada
para realizar.
Durante
los primeros días fue en verdad muy torpe en el manejo de los hijos de Odile. ¿Cómo
podía saber que Marcélette solía llorar cuando le hablaban en voz demasiado alta
y autoritaria? Era un rasgo característico de Marcélette. Se enteró de la pasión
por las flores de Ti Nomme solo después de que el niño arrancó las gardenias y los
claveles más bonitos del jardín, con el propósito aparente de estudiar en detalle
su estructura botánica.
–No
basta con decírselo, Mamzelle Aurélie –le explicó Marcéline–. Tiene que amarrarlo
en una silla. Es lo que suele hacer maman todo el tiempo cuando se porta
mal: lo amarra en la silla.
La
silla en la que Mamzelle Aurélie ató a Ti Nomme era amplia y cómoda, y como era
una tarde calurosa, el niño aprovechó la oportunidad para dormir una buena siesta.
Por
la noche, cuando los mandó a todos juntos a la cama del mismo modo que hubiera espantado
pollos en el gallinero, los niños la miraron desconcertados. ¿Y qué hacer con los
pequeños camisones blancos que trajeron en fundas de almohada y que una mano fuerte
debía sacudir hasta que restallaran como látigo de buey? ¿Y qué hacer con la tina
de agua que había que colocar en el suelo, en medio del cuarto, para lavar con suavidad
y esmero los pequeños pies cansados, polvorientos y bronceados por el sol? Y a Marcéline
y Marcélette les causó mucha gracia la sola idea de que Mamzelle Aurélie hubiera
creído, aunque fuera por un instante, que Ti Nomme podría dormirse sin que le contaran
el cuento de Croque-mitaíne o el de Loup-garou, o los dos; o que Elodie pudiera
conciliar el sueño sin que la mecieran en brazos o le cantaran una canción de cuna.
–Créeme,
tía Ruby –le confió Mamzelle Aurélie a su cocinera–, por mi parte, preferiría mil
veces hacerme cargo de una docena de plantaciones que de cuatro niños. ¡Es tetrasenü!
¡Bonté! ¡No quiero saber nada de niños!
–No
esperaba que supiera cómo tratarlos, Mamzelle Aurélie. Lo comprobé ayer mientras
observaba a ese niño pequeño jugando con sus llaves. ¿No sabía usted que jugar con
llaves vuelve a los niños tercos y testarudos? Así como se les ponen duros los dientes
si se miran al espejo. Esas son las cosas que tiene que saber cuando cría y educa
niños.
Por
cierto, Mamzelle Aurélie no pretendía ni deseaba adquirir un conocimiento tan sutil
y trascendente sobre el tema como el que poseía la tía Ruby, que “crió a cinco y
enterró a seis” en sus buenos tiempos. Se contentaba con aprender dos o tres secretitos
de madre para las necesidades del momento.
Los
dedos pegajosos de Ti Nomme la obligaron a desempolvar delantales blancos que no
había usado en años, y tuvo que acostumbrarse a sus besos húmedos, a las manifestaciones
de su naturaleza cariñosa y exuberante. Del estante más alto del armario bajó el
costurero, que rara vez usaba, y lo colocó al alcance de la mano como lo exigían
las enaguas desgarradas y las blusas sin botones. Le tomó varios días acostumbrarse
a las risas, los llantos y el parloteo que resonaban durante todo el día dentro
y fuera de la casa. Y pasaron más de dos noches antes de que pudiera dormir cómodamente
con el cuerpecito regordete y cálido de Elodie apretado contra ella, mientras el
dulce aliento de la niña le rozaba la mejilla como el suave aletear de un pájaro.
Pero
al cabo de dos semanas Mamzelle Aurélie ya estaba bastante acostumbrada a esas cosas
y había dejado de quejarse.
Y
fue también al cabo de dos semanas, mientras observaba el establo donde se alimentaba
el ganado al atardecer, cuando Mamzelle Aurélie vio la carreta azul de Valsin en
la curva del camino. Odile estaba sentada al lado del mulato, muy derecha y alerta.
A medida que se acercaban, el rostro radiante de la joven indicaba que el retorno
al hogar era un regreso feliz.
Pero
esa llegada, sin previo aviso y tan sorpresiva, sumió a Mamzelle Aurélie en un estado
de aturdimiento que bordeaba casi la agitación. Había que reunir a los niños. ¿Dónde
estaba Ti Nomme? Allá, en el cobertizo, afilando una navaja en la piedra de amolar.
¿Y Marcéline y Marcélette? Cortando y cosiendo ropa de muñeca en un rincón de la
veranda. En cuanto a Elodie, la niña se encontraba segura en brazos de Mamzelle
Aurélie y había gritado de alegría al reconocer la carreta azul que traía de regreso
a su madre.
Pasó
la excitación; ya se habían ido. ¡Qué silencio se hizo cuando se fueron! Mamzelle
Aurélie se quedó en la veranda, mirando y escuchando. Ya no divisaba la carreta;
la puesta de sol rojiza y el crepúsculo azul grisáceo extendieron a la vez una niebla
púrpura sobre los campos y el camino que la borró de su vista. Ya no podía oír el
traqueteo y chirrido de las ruedas. Pero aún podía escuchar a lo lejos las alegres
voces bulliciosas de los niños.
Entró
en la casa. La esperaba mucho trabajo, pues los niños habían dejado todo en desorden.
Pero no empezó la tarea de inmediato. Mamzelle Aurélie se sentó junto a la mesa.
Echó una lenta mirada a través de la habitación, donde se deslizaban las sombras
del anochecer, cada vez más oscuras alrededor de su figura solitaria. Dejó caer
la cabeza sobre el brazo doblado, y empezó a llorar. ¡Ah, cómo lloraba! No en silencio
como suelen hacer las mujeres. Lloró como un hombre, con sollozos que parecían desgarrarle
el fondo del alma. No se dio cuenta de que Ponto le lamía la mano.
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