León Tolstói
Érase una vez un campesino llamado
Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía
tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos
desde la niñez trabajando la madre tierra –pensaba a menudo– los campesinos siempre
debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos
nuestra propia tierra.”
Ahora bien,
cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía
una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que
esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco
hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar
un año por la otra mitad.
“Qué te parece
–pensó Pahom– Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.”
Así que decidió
hablar con su esposa.
–Otras personas
están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida
se vuelve imposible sin poseer tierras propias.
Se pusieron
a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron
un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y
pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así
juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela
de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.
Así que ahora
Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una
buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su
cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba
su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses
o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las
flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes,
cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía
muy distinta.
Un día Pahom
estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó
de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había
estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas
tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras
eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido
que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había
trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.
El corazón de
Pahom se colmó de anhelo.
“¿Por qué he
de sufrir en este agujero –pensó– si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi
tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.
Pahom vendió
su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a
su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba
en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo
tener las cabezas de ganado que deseaba.
Al principio,
en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero
cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar
más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras
por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró
dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras
ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.
“Si todas estas
tierras fueran mías –pensó–, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”
Un día un vendedor
de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra
de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.
–Sólo debes
hacerte amigo de los jefes –dijo– Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras,
además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por
una bicoca.
“Vaya –pensó
Pahom–, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”
Pahom encomendó
a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su
criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos,
como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos
kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado
sus tiendas.
En cuanto vieron
a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron
té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes
de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los
bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo
mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.
El jefe escuchó
un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:
–De acuerdo.
Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.
–¿Y cuál será
el precio? –preguntó Pahom.
–Nuestro precio
es siempre el mismo: mil rublos por día.
Pahom no comprendió.
–¿Un día? ¿Qué
medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?
–No sabemos
calcularlo –dijo el jefe–. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie
en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.
Pahom quedó
sorprendido.
–Pero en un
día se puede recorrer una vasta extensión de tierra –dijo.
El jefe se echó
a reír.
–¡Será toda
tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste,
pierdes el dinero.
–¿Pero cómo
debo señalar el camino que he seguido?
–Iremos a cualquier
lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender
tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca.
En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo
en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes
regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.
Pahom estaba
alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron
más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de
edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente
al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.
Pahom se quedó
acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.
“¡Qué gran extensión
marcaré! –pensó–. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días
ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad
de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo
escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos
peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”
Por la puerta
abierta vio que estaba rompiendo el alba.
–Es hora de
despertarlos –se dijo–. Debemos ponernos en marcha.
Se levantó,
despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y
fue a despertar a los bashkirs.
–Es hora de
ir a la estepa para medir las tierras –dijo.
Los bashkirs
se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más
kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.
–Si hemos de
ir, vayamos de una vez. Ya es hora.
Los bashkirs
se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros.
Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a
la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de
carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió
el brazo hacia la planicie.
–Todo esto,
hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.
A Pahom le relucieron
los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como
semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.
El jefe se quitó
la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:
–Ésta será la
marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.
Pahom sacó el
dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón
sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso
un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón,
se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante
en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.
–No importa
–dijo al fin–. Iré hacia el sol naciente.
Se volvió hacia
el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.
“No debo perder
tiempo –pensó–, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.”
Los rayos del
sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se
internó en la estepa.
Pahom caminaba
a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones
de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el
entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.
Miró hacia atrás.
La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes
llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros.
Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha.
Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.
–He recorrido
el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar.
Pero me quitaré las botas –se dijo.
Se sentó, se
quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba
con soltura.
“Seguiré otros
cinco kilómetros –pensó–, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio
que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”
Siguió derecho
por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas
parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.
“Ah –pensó Pahom–,
he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando,
y muy sediento.”
Se detuvo, cavó
un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó
la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.
Pahom comenzó
a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.
“Bien –pensó–,
debo descansar.”
Se sentó, comió
pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar
un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía
sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.
Avanzó un largo
trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un
fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno –pensó–. El lino crecería bien
aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom
miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de
la bruma apenas se veía a la gente de la loma.
“¡Ah! –pensó
Pahom–. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo
largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del
horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado.
Aún estaba a quince kilómetros de su meta.
“No –pensó–,
aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría
alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”.
Pahom cavó un
pozo de prisa.
Echó a andar
hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y
magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar,
pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie,
y se hundía cada vez más.
“Cielos –pensó–,
si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”
Miró hacia la
loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.
Pahom siguió
caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía
estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella
y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.
“Ay de mí. He
deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el
sol.”
El temor le
quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados
se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle,
su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran.
Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.
Aunque temía
la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un
tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los
bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó
sus últimas fuerzas y siguió corriendo.
El hinchado
y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero
Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los
brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el
dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.
“Hay tierras
en abundancia –pensó–, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida,
he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”
Pahom miró el
sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso,
encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando
llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom
dio un alarido.
“Todo mi esfuerzo
ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban,
y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde
la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba.
Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía
a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces
y tomó la gorra con las manos.
–¡Vaya, qué
sujeto tan admirable! –exclamó el jefe–. ¡Ha ganado muchas tierras!
El criado de
Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de
la boca. ¡Pahom estaba muerto!
Los bashkirs
chasquearon la lengua para demostrar su piedad.
Su criado empuñó
la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza
a los pies era todo lo que necesitaba.
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