Onelio Jorge Cardoso
Éramos cuatro a bordo y
vivíamos de pescar langostas. El Eumelia tenía un solo palo y cuando de noche un
hombre llevaba entre las manos o las piernas el mango del timón, tres dormíamos
hacinados en el oscuro castillo de proa y sintiendo cómo con los vaivenes del casco
nos llegaba el agua sucia de la cala a lamernos los tobillos.
Pero
éramos cuatro obligados a aquella vida, porque cuando un hombre coge un derrotero
y va echando cuerpo en el camino ya no puede volverse atrás. El cuerpo tiene la
configuración del camino y ya no puede en otro nuevo. Eso habíamos creído siempre,
hasta que vino el quinto entre nosotros y ya no hubo manera de acomodarlo en el
pensamiento. No tenía razón ni oficio de aquella vida y a cualquiera de nosotros
le doblaba los años. Además era rico y no había por qué enrolarlo por unos pesos
de participación. Era una cosa que no se entiende, que no gusta, que un día salta
y se protesta después de haberse anunciado mucho en las miradas y en las palabras
que no se quieren decir. Y al tercer día se dijo, yo por mí, lo dije:
–Mongo,
¿qué hace el rico aquí?, explícalo.
–Mirar
el fondo del mar.
–Pero
si no es langostero.
–Mirarlo
por mirar.
–Eso
no ayuda a meter la presa en el chapingorro.
–No,
pero es para nosotros como si ya se tuviera la langosta en el bolsillo vendida y
cobrada.
–No
entiendo nada.
–En
buenas monedas, Lucio, en plata que rueda y se gasta.
–¿Paga
entonces?
–Paga.
–¿Y
a cuánto tocamos?
–A
cuanto queramos tocar.
Y
Mongo empezó a mirarme fijamente y a sonreír como cuando buscaba que yo entendiera,
sin más palabras, alguna punta pícara de su pensamiento.
–¿Y
sabe que a veces estamos algunas semanas sin volver a puerto?
–Lo
sabe.
–¿Y
que el agua no es de nevera ni de botellón con el cuello para abajo?
–Lo
sabe.
–¿Y
que aquí no hay dónde dormir que no sea tabla pura y dura?
–También
lo sabe y nada pide, pero guárdate algunas preguntas, Lucio, mira que en el mar
son como los cigarros, luego las necesitas y ya no las tienes.
Y
me volvió la espalda el patrón cuando estaba empezando a salir sobre El Cayuelo
el lucero de la tarde.
Aquella
noche yo pensé por dónde acomodaba el hombre en mi pensamiento. Mirar, cara al agua,
cuando hay sol y se trabaja, ¿acaso no es bajar el rostro para no ser reconocido
de otro barco? ¿Y qué puede buscar un hombre que deja la tierra segura, y los dineros
seguros? ¿Qué puede buscar sobre el pobre Eumelia que una noche de estas se lo lleva
el viento norte sin decir adónde? Me dormí porque me ardían los ojos de haber estado
todo el día mirando por el fondo de la cubeta y haciendo entrar de un culatazo las
langostas en el chapingorro. Me dormí como se duerme uno cuando es langostero, desde
el fondo del pensamiento hasta la yema de los dedos.
Al
amanecer, como si fuera la luz, hallé la respuesta; otro barco de más andar ha de
venir a buscarlo. A Yucatán irá, a tierra de mexicanos, por alguna culpa de las
que no se tapan con dinero y hay que poner agua, tierra y cielo por medio. Por eso
dice el patrón que tocaremos a como queramos tocar. Y me pasé el día entero boca
abajo sobre el bote, con Pedrito a los remos y el Eumelia anclado en un mar dulce
y quieto, sin brisa, dejando mirarse el cielo en él.
–El
hombre ha hecho lo mismo que tú; todo el día con la cabeza para abajo mirando el
fondo –dijo sonriendo Pedrito, y yo, mientras me restregaba las manos para no mojar
el segundo cigarro del día, le pregunté:
–¿No
te parece que espera un barco?
–¿Qué
barco?
–¡Vete
tú a ponerle el nombre, qué sé yo! Acaso de matrícula de Yucatán.
Los
ojos azules de Pedrito se me quedaron mirando, inocentemente, con sus catorce años
de edad y de mar:
–No
sé lo que dices.
–Querrá
irse de Cuba.
–Dijo
que volvía a puerto, que cuando se vayan las calmas arribará a la costa de nuevo.
–¿Tú
lo oíste?
–¡Claro!,
se lo dijo a Mongo: “Mientras no haya viento estaré con ustedes, después volveré
a casa”.
–¡Cómo!
–El
acuerdo es ese, Lucio, volverlo a puerto cuando empiecen aunque sean las brisas
del mediodía.
Luego
el hombre no quería escapar, y era rico. Hay que ser langostero para comprender
que estas cosas no se entienden; porque hasta una locura cualquiera piensa uno hacer
un día por librarse para siempre de las noches en el castillo de proa y los días
con el cuerpo boca abajo.
Le
quité los remos y nos fuimos para el barco sin más palabras.
Cuando
pasé por frente de la popa miré; estaba casi boca abajo. No miró nuestro bote ni
pareció siquiera oír el golpe de los remos y sólo tuvo una expresión de contrariedad
cuando una onda del remo vino a deshacer bajo su mirada el pedazo de agua clara
por donde metía los ojos hasta el fondo del mar.
Uno
puede hacer sus cálculos con un dinero por venir, pero hay una cosa que importa
más: saber por qué se conduce un hombre que es como un muro sin sangre y con los
ojos grandes y con la frente despejada. Por eso volví a juntarme con el patrón:
–Mongo.
¿Qué quiere? ¿Qué busca? ¿Por qué paga?
Mongo
estaba remendando el jamo de un chapingorro y entreabrió los labios para hablar,
pero soólo le salió una nubecita del cigarro que se partió en el aire enseguida.
–¿No
me estás oyendo?–insistí.
–Sí.
–¿Y
qué esperas para contestar?
–Porque
sé lo que vas a preguntarme y estoy pensando de qué manera te puedo contestar.
–Con
palabras.
–Sí,
palabras, pero la idea…
Se
volvió de frente a mí y dejó a su lado la aguja de trenzar.
Yo
me mantuve unos segundos esperando y al fin quise apurarlo:
–La
pregunta que yo hago no es nada del otro mundo ni de este.
–Pero
la respuesta sí tiene que ver con el otro mundo, Lucio –me dijo muy serio y cuando
yo cogí aire para decir mi sorpresa fue que Pedrito dio la voz:
–¡Ojo,
que nos varamos!
Nos
echamos al mar y con el agua al cuello fuimos empujando el vientre del Eumelia hasta
que se recobró y quedó de nuevo flotando sobre un banco de arenilla que giraba sus
remolinos. Mongo aprovechó para registrar el vivero por si las tablas del fondo,
y a mí me tocó hacer el almuerzo. De modo y manera que en todo el día no pude hablar
con el patrón. Mas, pude ver mejor el rostro del hombre y por primera vez comprendí
que aquellos ojos, claros y grandes, no se podían mirar mucho rato de frente. No
me dijo una palabra, pero se tumbó junto a la barra del timón y se quedó dormido
como una piedra. Cuando vino la noche el patrón lo despertó y en la oscuridad sorbió
solo un poco de sopa y se volvió a dormir otra vez.
Estaba
soplando una brisita suave que venía de los uveros de El Cayuelo y fregué como pude
los platos en el mar para ir luego a la proa donde el patrón se había tumbado panza
arriba bajo la luna llena. No le dije casi nada, empecé por donde había dejado pendiente
la cosa:
–La
pregunta que yo hago no es nada del otro mundo ni de este.
Sonrió
blandamente bajo la luna. Se incorporó sin palabras y mientras prendía su tabaco,
habló iluminándose la cara a relámpagos.
–Ya
sé lo que puedo contestarte, Lucio, siéntate.
Pegué
la espalda al palo de proa y me fui resbalando hasta quedar sentado.
–Escúchame,
piensa que no está bien de la cabeza y que le vuelve el cuerpo a su dinero por estar
aquí.
–¿Cabecibajo
todo el día mirando el agua?
–El
fondo.
–El
agua o el fondo, ¿no es un disparate?
–¿Y
qué importa si un hombre paga por su disparate?
–Importa.
–¿Por
qué?
De
pronto yo no sabía por qué, pero le dije algo como pude:
–Porque
no basta sólo con tener un dinero ajeno al trabajo, uno quiere saber qué inspira
la mano que lo da.
–La
locura, suponte.
–¿Y
es sano estar con un loco a bordo de cuatro tablas?
–Es
una locura especial, Lucio, tranquila, sólo irreconciliable con el viento.
Aquello
otra vez, y me enderecé para preguntarle:
–¿Qué
juega el viento aquí, Mongo? Ya me lo dijo Pedrito. ¿Por qué quiere el mar como
una balsa?
–Lo
digo: locura, Lucio.
–¡No!
–le contesté levantando la voz, y miré hacia popa enseguida seguro de haberlo despertado,
pero sólo vi sus pies desnudos que se salían de la sombra del toldo y los bañaba
la luna. Luego, cuando me volví a Mongo vi que tenía toda la cara llena de risa:
–¡No
te asustes, hombre! Es una locura tonta y paga por ella. Es incapaz de hacer daño.
–Pero
un hombre tiene que desesperarse por otro –le dije rápido y comprendí que ahora
sí había podido contestar lo que quería.
–Bueno,
pues te voy a responder: el hombre cree que hay alguien debajo del mar.
–¿Alguien?
–Un
caballo.
–¡Cómo!
–Un
caballo rojo, dice, muy rojo como el coral.
Y
Mongo soltó una carcajada demasiado estruendosa, tanto que no me equivoqué; de pronto
entre nosotros estaba el hombre y Mongo medio que se turbó preguntando:
–¿Qué
pasa paisano, se le fue el sueño?
–Usted
habla del caballo y yo no miento, yo en estas cosas no miento.
Me
fui poniendo de pie poco a poco porque no le veía la cara. Solamente el contorno
de la cabeza contra la luna y aquella cara sin duda había de estar molesta a pesar
de que sus palabras habían sonado tranquilas; pero no, estaba quieto el hombre como
el mar. Mongo no le dio importancia a nada, se puso mansamente de pie y dijo:
–Yo
no pongo a nadie por mentiroso, pero no buscaré nunca un caballo vivo bajo el mar
–y se deslizó enseguida a dormir por la boca cuadrada del castillo de proa.
–No,
no lo buscará nunca –murmuró el hombre– y aunque lo busque no lo encontrará.
–¿Por
qué no? –dije yo de pronto como si Mongo no supiera más del mar que nadie, y el
hombre se ladeó ahora de modo que le dio la luna en la cara.
–Porque
hay que tener ojos para ver. “El que tenga ojos vea.”
–¿Ver
qué, ver qué cosa?
–Ver
lo que necesitan ver los ojos cuando ya lo han visto todo repetidamente.
Sin
duda aquello era locura; locura de la buena y mansa…
Mongo
tenía razón, pero a mí no me gusta ganar dinero de locos ni perder el tiempo con
ellos. Por eso quise irme y di cuatro pasos para la popa cuando el hombre volvió
a hablarme:
–Oiga,
quédese; un hombre tiene que desesperarse por otro.
Eran
mis propias palabras y sentí como si tuviera que responder por ellas:
–Bueno,
¿y qué?
–Usted
se desespera por mí.
–No
me interesa si quiere pasarse la vida mirando el agua o el fondo.
–No,
pero le interesa saber por qué.
–Ya
lo sé.
–¿Locura?
–Sí;
locura.
El
hombre empezó a sonreír y habló dentro de su sonrisa:
–Lo
que no se puede entender hay que ponerle algún nombre.
–Pero
nadie puede ver lo que no existe. Un caballo está hecho para el aire con sus narices,
para el viento con sus crines y las piedras con sus cascos.
–Pero
también está hecho para la imaginación.
–¡¡Qué!!
–Para
echarlo a correr donde le plazca al pensamiento.
–Por
eso usted lo pone a correr bajo el agua.
–Yo
no lo pongo, él está bajo el agua; lo veo pasar y lo oigo. Distingo entre la calma
el lejano rumor de sus cascos que se vienen acercando al galope desbocado y luego
veo sus crines de algas y su cuerpo rojo como los corales, como la sangre vista
dentro de la vena sin contacto con el aire todavía.
Se
había excitado visiblemente y sentí ganas de volverle la espalda. Pero en secreto
yo había advertido una cosa: que es lindo ver pasar un caballo así, aunque sea en
palabras, y ya se le quiere seguir viendo, aunque siga siendo en palabras de un
hombre excitado. Este sentimiento, desde luego, tenía que callarlo, porque tampoco
me gustaba que me ganara la discusión.
–Está
bien que se busque un caballo porque no tiene que buscarse el pan.
–Todos
tenemos necesidad de un caballo.
–Pero
el pan lo necesitan más hombres.
–Y
todos el caballo.
–A
mí déjeme con el pan porque es vida perra la que llevamos.
–Hártate
de pan y luego querrás también el caballo.
Quizás
yo no podía entender bien pero hay una zona de uno en la cabeza o una luz relumbrada
en las palabras que no se entienden bien, cuya luz deja un relámpago suficiente.
Sin embargo, era una carga más pesada para mí que echarme todo el día boca abajo
tras la langosta. Por eso me fui sin decir nada, con paso rápido que no permitía
llamar otra vez, ni mucho menos volverme atrás.
Como
siempre, el día volvió a apuntar por encima de El Cayuelo y el viento a favor trajo
los chillidos de las corúas. Yo calculé encontrarme a solas con Mongo y se lo dije
ligero, sin esperar respuesta, mientras entraba con Pedrito en el bote:
–Olvídate
de la parte mía, no le quito dinero al hombre.
Y
nos fuimos a lo mismo de toda la vida: al agua transparente, el chapingorro y el
fondo sembrado de hierbas, donde por primera vez me eché a reír de pronto volviendo
la cabeza a Pedrito:
–¿Qué
te parece –le dije–, qué te parece si pesco en el chapingorro un caballo de coral?
Sus
ojos inocentes me miraron sin contestar, pero de pronto me sentí estremecido por
sus palabras:
–Cuidado,
Lucio, que el sol te está calentando demasiado la cabeza.
“El
sol no, el hombre”, pensé sin decirlo y con un poco de tristeza no sé por qué.
Pasaron
tres días, como siempre iguales y como siempre el hombre callado comiendo poco y
mirando mucho, siempre inclinado sobre la borda sin hacerle caso a aquellas indirectas
de Vicente que había estado anunciando en sus risitas y que acabaron zumbando en
palabras:
–¡Hey!,
paisano, más al norte las algas del fondo son mayores, parece que crecen mejor con
el abono del animalito.
Aquello
no me parecía una crueldad, sino una torpeza. Antes yo me reía siempre con las cosas
de Vicente, pero ahora aquellas palabras eran tan por debajo y tristes al lado de
la idea de un caballo rojo, desmelenado, libre, que pasaba haciendo resonar sus
cascos en las piedras del fondo, y tanto me dolían que a la otra noche me acerqué
de nuevo al hombre aunque dispuesto a no ceder.
–Suponga
que existe, suponga que pasa galopando por debajo. ¿Qué hace con eso? ¿Cuál es su
destino?
–Su
destino es pasar, deslumbrar, o no tener destino.
–¿Y
vale el suplicio de pasarse los días como usted se los pasa sólo por verlo correr
y desvanecerse?
–Todo
lo nuevo vale el suplicio, todo lo misterioso por venir vale siempre un sacrificio.
–¡Tonterías,
no pasará nunca, no existe, nadie lo ha visto!
–Yo
lo he visto y lo volveré a ver.
Iba
a contestarle, pero le estaba mirando los ojos y me quedé sin hablar. Tenía una
fuerza tal de sinceridad en su mirada y una nobleza en su postura que no me atreví
a desmentirlo. Tuve que separar la mirada para seguir sobre su hombro el vuelo cercano
de un alcatraz quien de pronto cerró las alas y se tiró de un chapuzón al mar.
El
hombre me puso entonces su mano blanda en el hombro:
–Usted
también lo verá, júntese conmigo esta tarde.
Le
tumbé la mano casi con rabia por decirme aquello. A mí no me calentaba más la cabeza;
que lo hiciera el sol que estaba en su derecho pero él no, él no tenía que hacerme
mirar visiones ni de este ni del otro mundo.
Me
basta con las langostas. No tengo necesidad de otra cosa y le volví la espalda,
pero en el aire oí sus palabras.
–Tiene
tanta necesidad como yo. “Tiene ojos para ver.”
Aquel
día casi no almorcé, no tenía apetito. Además, había empezado a correr en firme
la langosta y había mucho que hacer. Así que antes que se terminara el reposo me
fui con Pedrito en el bote y me puse a trabajar hasta las cinco de la tarde en que
ya no era posible distinguir en el fondo ningún animalito regular. Volvimos al barco
y lo peor para mí fue que los tres, Vicente, Pedrito y Mongo, se fueron a la costa
a buscar hicacos. Yo me hubiera ido con ellos, pero no los vi cuando se pusieron
a remar. Me quedé en popa remendando jamos y buscando cualquier trabajo que no me
hiciera levantar la cabeza y encontrar al hombre. Estábamos anclados por el sur
de El Cayuelo, en el hongo. La calma era más completa que nunca. Ni las barbas del
limo bajo el timón del Eumelia se movían. Solo un aguijón verde ondeaba el cristal
del agua tras la popa. El cielo estaba alto y limpio y el silencio dejaba oír la
respiración misma en el aire. Así estaba cuando lo oí:
–¡Venga!
Se
me cayó un jamo de la mano y las piernas quisieron impulsarme, pero me contuve.
–¡Venga,
que viene!
–¡Usted
no tiene derecho a contagiar a nadie de su locura!
–¿Tiene
miedo de encontrarse con la verdad?
Aquello
era mucho más de lo que yo esperaba. No dije nada entonces. De una patada me quité
la canasta de enfrente y corrí a popa para tirarme a su lado.
–Yo
no tengo miedo –le dije.
–¡Oiga…
es un rumor!
Aguanté
cuanto pude la respiración y luego me volví a él:
–Son
las olas.
–No.
–Es
el agua de la cala, las basuras que fermentan allá abajo.
–Usted
sabe que no.
–Es
algo entonces, pero no puede ser eso.
–¡Óigalo,
óigalo… a veces toca en las piedras!
¿Qué
oía yo? Y lo que oía, ¿lo estaba oyendo con mis oídos o con los de él? No sé, quizás
me ardía demasiado la frente y la sangre me latía en las venas del cuello.
–Ahora,
mire abajo, mire fijo.
Era
como si me obligara, pero uno pone los ojos donde le da la gana y yo volví la cara
al mar, sólo que me quedé mirando una hoja de mangle que flotaba en la superficie
junto a nosotros.
–¡Viene,
viene! –me dijo casi furiosamente, agarrándome el brazo hasta clavarme las uñas,
pero yo seguí obstinadamente mirando la hoja de mangle. Sin embargo, el oído era
libre, no había dónde dirigirlo, hasta que el hombre se estremeció de pies a cabeza
y casi gritó:
–¡Mírelo!
De
un salto llevé los ojos de la hoja de mangle a la cara de él. Yo no quería ver nada
de este mundo ni del otro. Tenía que matarme si me obligaba, pero súbitamente él
se olvidó de mí; me fue soltando el brazo mientras abría cada vez más los ojos,
y en tanto yo, sin quererlo, miraba pasar por sus ojos, reflejado desde el fondo,
un pequeño caballito rojo como el coral, encendido de las orejas a la cola, y que
se perdía dentro de los propios ojos del hombre.
Hace
algún tiempo de todo esto, y ahora de vez en cuando voy al mar a pescar bonito y
alguna que otra vez langosta. Lo que no resisto es el pan escaso, ni tampoco me
resigno a que no se converse de cosas de cualquier mundo, porque yo no sé si pasó
galopando bajo el Eumelia o si lo vi solo en los ojos de él, creado por la fiebre
de su pensamiento que ardía en mi propia frente. El caso es que mientras más vueltas
le doy a las ideas, más fija se me hace una sola: aquella de que el hombre siempre
tiene dos hambres.
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