Silvina Ocampo
Hasta en la manía de poner sobrenombres
a las personas, Ángel Arturo se parece a Labuelo; fue él quien bautizó a este último
y al gato, con el mismo nombre. Es una satisfacción pensar que Labuelo sufrió en
carne propia lo que sufrieron otros por culpa de él. A mí me puso Tacho, a mi hermano
Pingo y a mi cuñada Chica, para humillarla, pero Ángel Arturo lo marcó a él para
siempre con el nombre de Labuelo. Este de algún modo proyectó sobre el vástago inocente,
rasgos, muecas, personalidad: fue la última y la más perfecta de sus venganzas.
En la casa de la calle
Tacuarí vivíamos mi hermano y yo, hasta que fuimos mayores, en una sola habitación.
La casa era enorme, pero no convenía que ocupáramos, según opinaba Labuelo, distintos
dormitorios. Teníamos que estar incómodos, para ser hombres. Mi cama, detalle inexplicable,
estaba arrimada al ropero. Asimismo nuestra habitación, se transformaba, los días
de semana, en taller de costura de una gitana que reformaba, para nosotros, camisas
deformes, y los domingos en depósito de empanadas y pastelitos (que la cocinera,
por orden de Labuelo, no nos permitía probar) para regalos destinados a dos o tres
señoras del vecindario.
Para mal de mis pecados,
yo era zurdo. Cuando en la mano izquierda tomaba el lápiz para escribir, o empuñaba
el cuchillo, a la hora de las comidas, para cortar carne, Labuelo me daba una bofetada
y me mandaba a la cama sin comer. Llegué a perder dos dientes a fuerza de golpes
y, por esa penitencia, a debilitarme tanto, que en verano, con abrigos de invierno,
temblaba de frío. Para curarme, Labuelo me dejó pasar toda una noche bajo la lluvia,
en camisón, descalzo sobre las baldosas. Si no he muerto, es porque Dios es grande
o porque somos más fuertes de lo que creemos.
Sólo después del casamiento
de Arturo (mi hermano), ocupamos, él y yo, diferentes habitaciones. Por una ironía
de la suerte lograba con mi desdicha lo que tanto había esperado: un cuarto propio.
Arturo ocupó una habitación, en los fondos más inhospitalarios de la casa, con su
mujer (se me hiela la sangre cuando lo digo, como si no me hubiera habituado) y
yo, otra, que daba, con sus balcones de estuco y de mármol, a la calle. Por razones
misteriosas, no se podía entrar en un cuarto de baño que estaba junto a mi dormitorio;
en consecuencia, yo tenía que atravesar, para ir al baño, dos patios. Por culpa
de esas manías, para no helarme de frío en invierno o para no pasar junto a la habitación
de mi hermano casado, orinando o jabonándome las orejas, las manos o los pies debajo
del grifo, quemé dos plantas de jazmines que nadie regaba, salvo yo.
Pero volveré a recordar
mi infancia, que si no fue alegre, fue menos sombría que mi pubertad. Durante mucho
tiempo creyeron que Labuelo era portero de la casa. A los siete años yo mismo lo
creía. En una entrada lujosa, con puerta cancel, donde brillaban vidrios azules
como zafiros y rojos como rubíes, un hombre, sentado en una silla de Viena, leyendo
siempre algún diario, en mangas de camisa y pantalón de fantasía raído, no podía
ser sino el portero. Labuelo vivía sentado en aquel zaguán, para impedirnos salir
o para fiscalizar el motivo de nuestras salidas. Lo peor de todo es que dormía con
los ojos abiertos: aun roncando, sumido en el más profundo de los sueños, veía lo
que hacíamos o lo que hacían las moscas, a su alrededor. Burlarlo era difícil, por
no decir imposible. A veces nos escapábamos por el balcón. Un día mi hermano recogió
un perro perdido, y para no afrontar responsabilidades, me lo regaló. Lo escondimos
detrás del ropero. Sus ladridos pronto me delataron. Labuelo, de un balazo, le reventó
la cabeza, para probar su puntería y mi debilidad. No contento con este acto me
obligó a pasar la lengua por el sitio donde el perro había dormido.
–Los perros en la perrera,
en las jaulas o en el otro mundo –solía decir.
Sin embargo, en el campo,
cuando salía a caballo, una jauría que manejaba a puntapiés o a rebencazos, iba
a la zaga. Otro día, al saltar del balcón a la acera durante la siesta, me recalqué
un tobillo. Labuelo me divisó desde su puesto. No dijo nada, pero a la hora de la
cena, me hizo subir por la escalera de mano que comunicaba con la azotea, para acarrear
ladrillos amontonados, hasta que me desmayé. ¿Para qué amontonaba ladrillos?
La riqueza de nuestra
familia no se advertía sino en detalles incongruentes: en bóvedas, con columnas
de mármol y estatuas, en bodegas bien surtidas, en legados que iban pasando de generación
en generación, en álbumes de cuero repujado, con retratos célebres de familia; en
un sinfín de sirvientes, todos jubilados, que traían, de cuando en cuando, huevos
frescos, naranjas, pollos o junquillos, de regalo, y en el campo de Azul, cuyos
potreros adornaban, en fotografías, las paredes del último patio, donde había siempre
jaulas con gallinas, canarios, que nosotros teníamos que cuidar y mesas de hierro
con plantas de hojas amarillas, que siempre estaban a punto de morir, como diciendo,
mírame y no me toques.
Cuando quise estudiar
francés, Labuelo me quemó los libros, porque para él todo libro francés era indecente.
A mi hermano y a mí
no nos gustaban los trabajos de campo. A los quince años tuvimos que abandonar la
ciudad para enterrarnos en aquella estancia de Azul. Labuelo nos hizo trabajar a
la par de los peones, cosa que hubiera resultado divertida si no fuera que se ensañaba
en castigarnos porque éramos ignorantes o torpes para cumplir los trabajos.
Nunca tuvimos un traje
nuevo: si lo teníamos era de las liquidaciones de las peores tiendas: nos quedaba
ajustado o demasiado grande y era de ese color café con leche que nos deprimía tanto;
había que usar los zapatos viejos de Labuelo, que eran ya para la basura, con la
punta rellena de papel. Tomar café no nos permitían. ¿Fumar? Podíamos hacerlo en
el cuarto de baño, encerrados con llave, hasta que Labuelo nos sacó la llave. ¿Mujeres?
Conseguíamos siempre las peores y, en el mejor de los casos, podíamos estar con
ellas cinco minutos. Bailes, teatros, diversiones, amigos, todo estaba vedado. Nadie
podrá creerlo: jamás fui a un corso de carnaval ni tuve una careta en las manos.
Vivíamos, en Buenos Aires, como en un claustro, baldeando patios, fregando pisos
dos veces por día; en la estancia, como en un desierto, sin agua para bañarnos y
sin luz para estudiar, comiendo carne de oveja, galleta y nada más.
–Si tiene tantos dientes
sin caries es de no comer dulces –opinaba la gitana que no tenía ninguno.
Labuelo no quería que
nos casáramos y de haberlo permitido nuestra vestimenta hubiera sido un serio impedimento
para ello. Enfermó de ira por no poder adivinar nuestros secretos de muchachos.
¿Quién no tiene novia en aquella edad? Labuelo se escondió debajo de mi cama para
oírnos hablar a mi hermano y a mí, una noche. Hablábamos de Leticia. ¿La sordera
o la maldad le hizo pensar que ella era la amante de mi hermano? Nunca lo sabré.
Al moverse, para no ser visto, se le enganchó parte de la barba a una bisagra del
armario donde tenía apoyada la cabeza, y dio un gruñido que en aquel momento de
intimidad nos dejó aterrados. Al ver que estaba a cuatro patas, como un animal cualquiera,
no le perdí el miedo, pero sí el respeto, para siempre.
Amenazado por el juez
y por los padres de Leticia que había quedado embarazada, en una de nuestras más
inolvidables excursiones a Palermo, en bañadera, mi hermano tuvo que casarse. Nadie
quiso escuchar razones. Por un extraño azar, Leticia no confesó que yo era el padre
del hijo que iba a nacer. Quedé soltero. Sufrí ese atropello como una de las tantas
fatalidades de mi vida. ¿Llegó a parecerme natural que Leticia durmiera con mi hermano?
De ningún modo natural, pero sí obligatorio e inevitable.
En los primeros tiempos
de mi desventura, le dejaba cartas encendidas debajo del felpudo de la puerta o
esperaba que saliera de su cuarto para dirigirle dos o tres palabras, pero el terror
de ser descubierto y Ángel Arturo que nos espiaba, paralizaron mis ímpetus.
Cuando Ángel Arturo
nació, oh vanas ilusiones, creíamos que todo iba a cambiar. Como carecía de barbas
y anteojos, no advertíamos que era el retrato de Labuelo. En la cuna celeste, el
llanto de la criatura ablandó un poquito nuestros corazones. Fue una ilusión convencional.
Mimábamos, sin embargo, al niño, lo acariciábamos. Cuando cumplió tres años, era
ya un hombrecito. Lo fotografiaron en los brazos de Labuelo.
En la casa todo era
para Ángel Arturo. Labuelo no le negaba nada, ni el teléfono que no nos permitía
utilizar más de cinco minutos, a las ocho de la mañana, ni el cuarto de baño clausurado,
ni la luz eléctrica de los veladores, que no nos permitía encender después de las
doce de la noche. Si pedía mi reloj o mi lapicera fuente para jugar, Labuelo me
obligaba a dárselos. Perdí, de ese modo, reloj y lapicera. ¡Quién me regalará otros!
El revólver, descargado,
con mango de marfil, que Labuelo guardaba en el cajón del escritorio, también sirvió
de juguete para Ángel Arturo. La fascinación que el revólver ejerció sobre él, le
hizo olvidar todos los otros objetos. Fue una dicha en aquellos días oscuros.
Cuando descubrimos por
primera vez a Ángel Arturo jugando con el revólver, los tres, mi hermano, Leticia
y yo, nos miramos pensando seguramente en lo mismo. Sonreímos. Ninguna sonrisa fue
tan compartida ni elocuente.
Al día siguiente uno
de nosotros compró en la juguetería un revólver de juguete (no gastábamos en juguetes,
pero en ese revólver gastamos una fortuna): así fuimos familiarizando a Ángel Arturo
con el arma, haciéndolo apuntar contra nosotros.
Cuando Ángel Arturo
atacó a Labuelo con el revólver verdadero, de un modo magistral (tan inusitado para
su edad) este último rio como si le hicieran cosquillas. Desgraciadamente, por grande
que fuera la habilidad del niño en apuntar y oprimir el gatillo, el revólver estaba
descargado.
Corríamos el riesgo
de morir todos, pero ¿qué era ese nimio peligro comparado con nuestra actual miseria?
Pasamos un momento feliz, de unión entre nosotros. Teníamos que cargar el revólver:
Leticia prometió hacerlo antes de la hora en que nieto y abuelo jugaban a los bandidos
o a la cacería. Leticia cumplió su palabra.
En el cuarto frío (era
el mes de julio), tiritando, sin mirarnos, esperamos la detonación, mientras fregábamos
el piso, porque se había inundado, junto con Buenos Aires, el aljibe del patio.
Tardó aquello más que toda nuestra vida. ¡Pero aun lo que más tarda llega! Oímos
la detonación. Fue un momento feliz para mí, al menos.
Ahora, Ángel Arturo
tomó posesión de esta casa y nuestra venganza tal vez no sea sino venganza de Labuelo.
Nunca pude vivir con Leticia como marido y mujer. Ángel Arturo con su enorme cabeza
pegada a la puerta cancel, asistió, victorioso, a nuestras desventuras y al fin
de nuestro amor. Por eso y desde entonces lo llamamos Labuelo.
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