Slawomir Mrozek
Habían desaparecido los alambres de espino,
el poste fronterizo estaba podrido e inclinado como una tumba vieja, lo habían cubierto
jóvenes matorrales. Qué aspecto tan diferente tenía antes esta frontera.
Entre las temblorosas
cimas de los abetos había una torre inmóvil de centinela. Siguiendo el trazado de
un viejo sendero, llegué al claro. El viento mecía la abundante hierba y hacía golpear
la puerta de la torre, que se abría y cerraba inútilmente como unas fauces desdentadas;
mi bota chocó contra una oxidada lata de conserva oculta en la hierba. Rodó con
desgana, emitiendo un breve y hueco sonido, y después se detuvo.
Arriba, en la plataforma
de la torre, no había nadie.
“¡Alto! ¿Quien va?”
–sonó una voz.
Era mi propia voz, era
yo mismo quien me gritaba. No podía soportar más ese silencio, esos escasos ruidos
y susurros, y ese golpear de la puerta. Y es que estaba cruzando la frontera.
¿Qué contesto? Antes
era fácil. Bastaba con facilitar nombre y apellido, sexo, fecha y lugar de nacimiento,
dirección, talla, color de ojos, moreno, rubio o castaño, profesión y número de
pasaporte. ¿Y ahora que soy yo quien se pregunta a sí mismo?
Al no encontrar respuesta,
me lancé a la huida, retrocedí a través del bosque, esperando en cualquier momento
el disparo mortal. Pero me acordé de que no iba armado y aflojé el paso.
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