Andrés Eloy Blanco
“Venga usted”; venga a
que le toque un poco de mi vida tensa de Mamporal. A mí no me diga usted que la
vida de los pueblos es tediosa y la de la ciudad, trepidante. “No me entra
eso”. Ayer no más he escrito esas palabras en mi carta para Adriana, la amiga temeraria.
Y agregué: “Mamporal, si usted quiere, es la capital del mundo; para mí, en
estos días, Mamporal es el centro del sistema planetario”.
En
la capital no saben nada del movimiento, de la intensidad tormentosa, de la
vertiginosa vida de Mamporal. Allá, con el abigarramiento cosmopolita, los
autos, la división de grupos sociales y tantas cosas que hay en los grandes
centros, se han ido sumergiendo en los nuevos problemas, hasta el punto de
haber olvidado ya esta fiebre de episodios diarios, este ajetreo de novedades
domésticas, de pequeñas cosas sensacionales, de conflictos alternantes que
hacen de la vida de los pueblos algo sofocante como la de las grandes
metrópolis. Creer lo contrario es negar que el microscopio descubre un universo
tan febril como el telescopio. Mamporal es la ciudad de “más movimiento” que
conozco. Y conste que ya conozco a todo el mundo en Mamporal; así es como es
deliciosa la vida, conociendo a todo el mundo.
Durante
estos últimos treinta días han ocurrido en el pueblo casos verdaderamente
sensacionales; de diversas especies. Pero cada uno de ellos ha afectado y
puesto a actuar la totalidad del cuerpo social. Eso no es posible en las
ciudades grandes. Totalización del suceso en la entraña colectiva; unanimidad
de la emoción. Todo Mamporal está en cada ocurrencia de Mamporal.
Entre
las cosas sensacionales de estos últimos días se podrían hacer clasificaciones,
por su intensidad o por su carácter. Pero conste que todas, desde las más
transitorias y banales, estremecen al pueblo de rancho en rancho, a todo lo
largo de su calle arenosa. El suceso político genuinamente mamporalense no
tiene contacto con la política nacional.
Pero
aquí, la política nacional es ciencia remota, casi de jurisdicción
sobrenatural. Para Mamporal, los Altos Poderes de la Nación son algo serio,
desvestido de emoción municipal. Donde más vibra el nervio del caserío es en el
comentario del gran episodio doméstico. El jefe civil de Mamporal, su
secretario, el juez y el policía son la aldea en función de patria; la llegada
de un alto funcionario es la patria en función de aldea.
El
último suceso político fue la disputa acalorada surgida entre el juez y el
secretario de la Jefatura. El secretario “peló por su revólver”; los hombres
salieron en tropel de los ranchos; las mujeres llamaban a sus maridos y a sus
hijos; la calle resonó de trancapuertas. Pero llegó el jefe civil y el juez
tenía razón. El secretario se fue paso a paso y las muchachas se lo comían con
los ojos.
El
escándalo social fue el estupro de una chiquilla del hato viejo de Garabunda.
Trajeron las pantaleticas rotas y ensangrentadas.
Otro
acontecimiento ha sido mi llegada. Aquí no se explican a qué ni por qué había
venido yo. Todo el mundo anduvo receloso durante una semana. Por fin hice
declaraciones públicas. Vengo a aclarar el asunto del estupro. A los seis días
de averiguaciones amarré a Francisco Sierra y lo despaché para la capital del
Estado. El pueblo de Mamporal me quiere y yo he tenido el talento de declarar
que esta localidad es mi segunda patria. Todo el mundo me cuenta sus
intimidades. Soy el abogado consultor.
Pero
el acontecimiento cumbre del mes ha sido el encuentro del “Mamporal Athletic
Club” con el “Nueve Estrellas” de Manatí. Desde los viejos tiempos de la guerra
blanca, no se recuerda aquí una exaltación semejante. Y no es para menos.
Cualquiera que conozca a Mamporal y a Manatí, comprenderá muy bien la
efervescencia.
Mamporal
y Manatí son vecinos; seis leguas entre los dos pueblos: pero seis leguas
hondas e irreconciliables. Manatí es a Mamporal lo que el señor Mussolini es al
señor Modigliani o lo que el señor Frías es al señor Juan Ramos.
Manatí
es güelfo, Mamporal es gibelino; Manatí es tirio, Mamporal es troyano; Manatí
es el Diablo, Mamporal es el Nuncio.
No
es raro encontrar este odio entre dos pueblos vecinos.
Mejor
diré, lo raro es no encontrarlo. Las fronteras hacen odios, la vecindad hace
rencores. Y eso depende de la importancia de un pueblo en relación con la del
otro. El Valle no puede odiar a Caracas, porque Caracas es mucho más importante
que El Valle. Arganda puede odiar a Chinchón, pero Chinchón no puede odiar a
Madrid. Mamporal y Manatí pueden odiarse, pero ninguno de ellos puede odiar a
Calabozo. Mamporal y Manatí se odian como se odian el chofer del doctor Paúl y
el portero del ministro de Suiza, o como podrían odiarse la ministra de Suiza y
la señora del doctor Paúl.
Ese
odio entre Manatí y Mamporal es histórico, pero ha tenido recrudencias y crisis
esporádicas tremendas. Todo es cuestión de competencia, de estímulo exacerbado
y mal dirigido. En cierta ocasión ejercía de cura en Manatí un viejecito
adorable, más bueno que un cabritillo. En esto trajeron a Mamporal un curita
joven, perfumado, galante; cantaba romanzas, trozos de ópera; recitaba “Reír
llorando”; mascaba pastillas de violeta y oficiaba con cierto garbo de matador
de toros retirado. Manatí puso el grito en el cielo; pero, con todo eso, no
descansó hasta echar poco menos que a palos al pobre curita viejo y manso y
obtener para su parroquia un petimetre que recitaba “La rosa del jardinero”.
En
otra ocasión decidió el Gobierno pasar la carretera por Manatí. Ni un solo
mamporalense viajó por tierra; todos se iban por el río Apure, alargando el
viaje en cinco días.
Un
día llegó a Manatí una pianola. Los manatieros se fueron sentando todos, unos
después de otros, ante el piano artificial y todos ejecutaron piezas que, por
la fuerza de ejecución, parecían destinadas a ser oídas en Mamporal. A los
quince días, don Damián Robles, de Mamporal, tenía él solo, dos pianolas en su
casa.
La
cosa llegó hasta el punto de que en cierta desventurada ocasión cayó un rayo en
Mamporal e incendió tres casas.
En
Manatí se alegraron:
–¡Se
acabó Mamporal!
Pero
a los pocos días surgió el problema gravísimo de que Mamporal tomaba una gran
actualidad en la prensa nacional; se leía en los periódicos de Calabozo, de San
Fernando y hasta en los grandes diarios de la capital de la República: “La
catástrofe de Mamporal…”. “Por los damnificados de Mamporal…”. “Junta Pro-Mamporal…”
Se alarmó Manatí y a los pocos días cuatro “filántropos” ofrecieron sus casas
para que fueran quemadas en la primera noche de tempestad.
Llegó
un día a cada uno de los pueblos una circular del presidente del Estado. En
dilatados períodos el magistrado consideraba la necesidad de que los pueblos
más apartados alimentaran con hechos palpables sus propias facultades de
iniciativa. “Ayúdate, que Dios te ayudará”, parecía rezar el documento, cuando
aconsejaba a las pequeñas colectividades no esperarlo todo de las providencias
estaduales o nacionales, sino dejar a aquellas las obras de mayor aliento y
estimularse a sí mismas en el empeño de hacer por sus manos las pequeñas
conquistas que la higiene, el ornato y la educación tienen reservadas a las
agrupaciones trabajadoras. Y terminaba por recomendar a las autoridades locales
y a la colectividad en general, la formación de una junta de Fomento “que fuera
un incentivo permanente, una válvula constantemente abierta a las iniciativas
del trabajo dignificador…” y que llenara “las urgentes necesidades de cada
localidad”.
Se
procedió a formar en Manatí una Junta de acuerdo con la circular anterior. Se
tituló “Junta de Fomento de Manatí”; la integraban comerciantes, ganaderos,
agricultores, la autoridad; lo mejor del lugar. Sus fines, publicados en un
volante amarillo, eran loables y expresados a sencilla manera: “Velar por el
continuado progreso del pueblo, subvenir a las necesidades generales, proteger
las iniciativas particulares y en general, mantener a Manatí en el sitio de
honor, en la privilegiada situación a que la han llevado sus laboriosos hijos”.
Los
mamporalenses esperaron la constitución de la Junta de Manatí y una vez
enterados de su programa, lanzaron ellos el suyo. La Junta se denominaba:
“Junta de Progreso del Municipio de Mamporal”. Como subtítulo, entre
admiraciones, decía la hoja suelta: “¡Gloria a la Reina del Bajo–Llano!”. “Los
fines –decían– a que se encamina esta Junta son: el continuo e incesante
engrandecimiento de nuestro amado Mamporal, la joven sultana del Bajo–Llano. A
nuestro impulso, la onda arrolladora del Progreso entrará para siempre en las
risueñas calles de esta villa privilegiada, que se verá más y más engrandecida
en la Privilegiada Situación a que la han llevado sus laboriosos y heroicos
hijos. ¡Viva Mamporal!”
Hasta
allí no había sino indirectas. Pero el día de la instalación, el bachiller
Mirabal Villasmil, en su discurso, llevado de la fogosidad, llegó a decir: “La
Junta de Progreso del Municipio Mamporal será la mano que sellará de un revés
elocuente los hocicos estultos de los vecinos insidiosos…”.
También
ocurrió que en trance de parir una dama de Manatí, llamaron a Teobaldo, el
partero de Mamporal, un tipo asqueroso, medio torcido por un mal dorsal con un
ojo venido hacia Mamporal y otro hacia Manatí. Y fue Teobaldo, cojitranqueando;
y llegó a Manatí. Y como en trance de venir a luz el nuevo manatiero preguntase
alguien de afuera asomando la nariz a la alcoba:
–¿Qué
es, Teobaldo? ¿Hembra o varón?
Teobaldo,
el comadrón de Mamporal, enseñando entre sus brazos un robusto macho, deletreó
muy dulcemente:
–Hembra,
como siempre.
Lo
iban a matar. Pero Teobaldo volvió a Mamporal a referir entre carcajadas
universales la “lavativa” que les había echado a los “mariquitos” de Manatí.
Ahora
el choque entre los clubs de baseball ha sido la nota más tirante. El primer
juego lo ganó Mamporal por treinta y dos carreras a veinte, después de haber
dado los mamporalenses veintisiete hits. El segundo, jugado en Manatí, lo
ganaron los “Nueve Estrellas”, quedando así empatado el match. El tercero, que
debió ser el decisivo, ha terminado sin decidirse. Cuando los mamporalenses
vieron que llevaban las de perder, han armado la gruesa. Pero mejor será
contarlo:
En
el octavo episodio, llevando los de Manatí treinta y nueve carreras y los de
Mamporal veintitrés, un corredor mamporalense quiso robarle la segunda base; el
catcher hizo un tiro preciso y fuerte que atrapó bien la segunda. Este, esperó
a pie firme al corredor, cerrando la línea de carrera; el de Mamporal se detuvo
un instante, para lanzar un violento cabezazo contra el pecho de su antagonista,
quien rodó dejando escapar la pelota y vomitando sangre por las narices y la
boca. El corredor de bases pudo así robarse la tercera y venía apretando el
tren de viaje hasta home, cuando lo detuvo el umpire.
–¡Usted
está ao!
–¿Cómo
que estoy ao? ¡Ao estará su abuela!
–Es
que usted…
–Un
momento –intervino el capitán mamporalense– ¿qué pasa?
–¿Ao?
El otro le tapó la carrera.
–No
señor. Él le tiró un cabezazo.
–Muy
bien hecho.
El
grupo se ha formado, espeso y amenazador. Los manatieros se concentran
empuñando sus bates. El umpire, hombre completo, grita:
–Declaro
el juego forfei en favor del “Nueve Estrellas”.
–¿Del
“Nueve Estrellas”? ¡De las mil estrellas que vas a ver, muérgano!, y le pegaron
un batazo que le tendió boca arriba, echando sangre hasta por los ojos.
En
pleno zafarrancho, intervino el jefe civil. Se aquietaron los ánimos.
–Bueno,
amigos. El hombre de la segunda base no es ao, porque el otro se le atravesó;
pero va para la policía. El que le dio el batazo al juez es ao y se va también
a la policía. Y el juego se suspende por lluvia. Otro día se discutirá el
campeonato.
El
sol caía a chorros sobre las “Nueve Estrellas” que marchaban a pie. Pero es lo
que dice el bachiller Mirabal Villasmil:
–¡Si
pierde Mamporal se acaba el mundo!
La
noticia ha caído como una bomba en Mamporal. No hay precedentes de semejante
consternación. En la plaza principal de Manatí será inaugurado el 19 de abril
el busto del coronel Julio Rondón, héroe nacional, nacido en Manatí y orgullo
de las armas llaneras.
La
desolación es general. No es para menos. La catástrofe cae sobre Mamporal, de
un modo súbito y le deja de la noche a la mañana humillado, despoblado, a mil
leguas por debajo de su odiado rival.
Y
es claro, Manatí tiene su plaza y su busto, porque Manatí tiene su héroe. ¡Y
Mamporal no tiene héroe, Mamporal no tiene gloria, Mamporal no tiene a nadie!
Mamporal
tiene su plaza, pero hasta ahora no se había pensado en utilizarla en otra cosa
que en el mercado y en el atranque de burros y en paseo solitario de las vacas
nocturnas. Cuando más se podría pensar en erigir un monumento a Bolívar o a
Páez; pero ante una gloria “particular”, ante una gloria “propia”, ante una
gloria de “nacimiento”, ya no hay nada que hacer.
Se
ha reunido la Junta de Progreso del Municipio Mamporal. Considerando lo grave
de la situación, el miembro Francisco de Paula Vera opinó: “que se evitará por
cualquier medio la erección del desgraciado busto de Julio Rondón”.
El
jefe civil protestó en nombre de la libertad individual y terminó diciendo:
–¿Y
quién les manda a ustedes no tener a nadie? Nosotros en Carora tenemos a Pedro
León Torres.
El
bachiller Mirabal Villasmil, secretario de la Junta, propuso, con el apoyo del
dueño de la posada, don Antonio Karam, sirio mamporalense, “que se discutiera a
Manatí la gloria del nacimiento del coronel Julio Rondón, ilustre prócer de la
Independencia, por existir indicios de que había nacido en Calabozo”.
Teobaldo,
el partero, rechazó la proposición.
–No
hombre, Julio Rondón nació en Manatí; eso lo saben los gatos. Y tienen la fe de
bautismo.
Felipe
Rada apuntó, tímidamente:
–Lo
que podría hacer es probar que Julio Rondón era un pendejo…
–¡Eso
no! –terció el jefe civil–. Eso sería ir contra una gloria nacional.
–Entonces
no hay más que hablar… ¿Qué se va a hacer?…
–Hay
una cosa… –insinuó socarrón el viejo Teobaldo.
–¿Una
cosa? ¿Y cuál?
–Pues…
un busto…
–¿Un
busto? ¿De quién?
–Yo
no sé. En mi casa hay un busto de bronce, grande así… Desde hace muchos años.
–Pero,
¿de quién es el busto?
–Yo
no sé. Puede ser de Rojas Paúl, de Andueza… Yo no sé. O de Vargas.
–Pero,
¿a quién se parece?
–A
nadie. Eso sí que lo puedo asegurar. Tiene veinte años en un rincón del cuarto
de mi vieja; no sé cómo vino a dar aquí. Pero lo que sí es verdad es que no se
parece a nadie.
–¡Entonces
–exclamó el bachiller Mirabal Villasmil– nos hemos salvado! ¡Viva Mamporal!
¡Viva Mamporal! ¡Viva Mamporal!
Teobaldo
repitió:
–¡Viva
Mamporal!
Aquel
¡Viva!, en la boca del comadrón de Mamporal, sonó como un parto, como el
nacimiento de un héroe.
El
19 de abril, a la misma hora en que los cohetes acogían en Manatí el primer
gesto de bronce del coronel Julio Rondón, el bravo llanero, acá, en la plaza de
Mamporal, limpia y soleadita, el jefe civil descorría una sábana blanca y
dejaba al descubierto el busto broncíneo de un hombre austero, enfundado en
severa vestimenta ciudadana. El pedestal luce una inscripción sencilla y noble:
Mamporal agradecido a su Benefactor.
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