Julio Torri
Las cuestas y llanos se pueblan
de los pobrecitos indios. Ya baja allá a lo lejos la imagen que traen en andas,
con gran acompañamiento de gentes. Los cirios y candelas brillan amortiguadamente
en la serena luz de la tarde. Este año ha sido de sequía. Las milpas están resecas
y los gañanes tienen oprimido el corazón por falta de bienhechoras lluvias, de las
aguas que reverdezcan los campos, que tornen su pureza al aire y la alegría al alma
contristada del labriego.
Por encima de
las cabezas descubiertas e hirsutas, de las luces que constelan de diamantes el
pálido damasco del cielo sin nubes, y de las caras graves y hurañas de los fieles,
se mantiene levemente sobre las andas, en su peana dorada. Es pequeñita; de rostro
moreno, casi negro; su manto estofado desciende triangularmente, broslado de gemas,
sobre una media luna.
Antaño un virrey
se despojó de sus insignias para que ella las luciese. Y cuando el cólera grande
despoblaba ciudades y villas, el presidente de la República le dio ese collar de
amatistas que centellea con tenues fulgores purpurinos. Entonces fue traída con
gran pompa a la Catedral de México, cuyas suntuosas naves hospedaron algunos días
–los más fieros de la peste– a la Noble Señora, que añoraba desde lo alto del coruscante
altar su rústico santuario.
Bajo el cielo
inclemente, por los requemados maizales, los cánticos se elevan quejumbrosos. El
dolor de las gentes sencillas y pobres, la fe obstinada y potente, el espíritu de
esta raza milenaria animan las letanías, entonadas en falsete. Parpadean los velones.
El polvo, esfumino de lejanías, hace menos violenta la cresta de la Sierra. Las
voces imploran desafinadas y tercas:
¿Oh Madre, tierna, bendita,
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