Carmen Laforet
Vamos cogidas de la
mano en la mañana. Hace fresco, el aire está sucio de niebla. Las calles están
húmedas. Es muy temprano. Yo me he quitado el guante para sentir la mano de la
niña en mi mano, y me es infinitamente tierno este contacto, tan agradable, tan
amical, que la estrecho un poquito emocionada. Su propietaria vuelve hacia mí
la cabeza, y con el rabillo de los ojos me sonríe. Sabe perfectamente la
importancia de este apretón, sabe que yo estoy con ella y que somos más amigas
hoy que otro día cualquiera. Viene un aire vivo y empieza a romper la niebla. A
todos los árboles de la calle se les caen las hojas, y durante unos segundos
corremos debajo de una lenta lluvia de color tabaco.
–Es
muy tarde; vamos.
–Vamos,
vamos.
Pasamos,
corriendo delante de una fila de taxis parados, huyendo de la tentación. La
niña y yo sabemos que las pocas veces que salimos juntas casi nunca dejo de
coger un taxi. A ella le gusta; pero, a decir verdad, no es por alegrarla por
lo que lo hago; es, sencillamente, que cuando salgo de casa con la niña tengo
la sensación de que emprendo un viaje muy largo. Cuando medito una de estas
escapadas, uno de estos paseos, me parece divertido ver la chispa alegre que se
le enciende a ella en los ojos, y pienso que me gusta infinitamente salir con
mi hijita mayor y oírla charlar; que la llevaré de paseo al parque, que le iré
enseñando, como el padre de la buena Juanita, los nombres de las flores; que
jugaré con ella, que nos reiremos, ya que es tan graciosa, y que, al final,
comparemos barquillos –como hago cuando voy con ella– y nos los comeremos
alegremente.
Luego
resulta que la niña empieza a charlar mucho antes de que salgamos de casa, que
hay que peinarla y hacerle las trenzas (que salen pequeñas y retorcidas, como
dos rabitos dorados debajo del gorro) y cambiarle el traje, cuando ya está
vestida, porque se tiró encima un frasco de leche condensada, y cortarle las
uñas, porque al meterle las manoplas me doy cuenta de que han crecido… y cuando
salimos a la calle, yo, su madre, estoy casi tan cansada como el día en que la
puse en el mundo… Exhausta, con un abrigo que me cuelga como un manto, con los
labios sin pintar (porque a última hora me olvidé de eso), voy andando casi
arrastrada por ella, por su increíble energía, por infinitos “porqués” de su
conversación.
–Mira,
un taxi –este es mi grito de salvación y de hundimiento cuando voy con la niña…
un taxi.
Una
vez sentada dentro, se me desvanece siempre aquella perspectiva de pájaros y
flores y lecciones de la buena Juanita, y doy la dirección de casa de las
abuelitas, un lugar concreto donde sé que todos seremos felices: la niña y la
abuela, charlando, y yo fumando un cigarrillo, solitaria y en paz.
Pero
hoy, esta mañana fría, en que tenemos más prisa que nunca, la niña y yo pasamos
de largo delante de la fila tentadora de autos parados. Por primera vez en la
vida vamos al colegio… Al colegio, le digo, no se puede ir en taxi. Hay que
correr un poco por las calles, hay que tomar el metro, hay que caminar luego, en
un sitio determinado, a un autobús… Es que yo he escogido un colegio muy lejano
para mi niña, esa es la verdad; un colegio que me gusta mucho, pero que está
muy lejos… Sin embargo, yo no estoy impaciente hoy, ni cansada, y la niña lo
sabe. Es ella ahora la que inicia una caricia tímida con su manita dentro de la
mía; y por primera vez me doy cuenta de que su mano de cuatro años es igual a
mi mano grande: tan decidida, tan poco suave, tan nerviosa como la mía. Sé por
este contacto de su mano que le late el corazón al saber que empieza su vida de
trabajo en la tierra, y sé que el colegio que le he buscado le gustará, porque
me gusta a mí, y que aunque está tan lejos, le parecerá bien ir a buscarlo cada
día, conmigo, por las calles de la ciudad… Que Dios pueda explicar el porqué de
esta sensación de orgullos que nos llena y nos iguala durante todo el camino…
Con
los mismos ojos ella y yo miramos el jardín del colegio, lleno de hojas de
otoño y de niños y niñas con abrigos de colores distintos, con mejillas que el
aire mañanero vuelve rojas, jugando, esperando la llamada a clase.
Me
parece mal quedarme allí; me da vergüenza acompañar a la niña hasta última
hora, como si ella no supiera ya valerse por sí misma en este mundo nuevo, al
que yo la he traído… Y tampoco la beso, porque sé que ella en este momento no
quiere. Le digo que vaya y nos damos la mano, como dos amigas. Sola, desde la
puerta, la veo marchar, sin volver la cabeza ni por un momento. Se me ocurren
cosas para ella, un montón de cosas que tengo que decirle, ahora que ya es
mayor, que ya va al colegio, ahora que ya no la tengo en casa, a mi disposición
a todas horas… Se me ocurre pensar que cada día lo que aprenda en esta casa
blanca, lo que la vaya separando de mí –trabajo, amigos, ilusiones nuevas–, la
irá acercando de tal modo a mi alma, que al fin no sabré dónde termina mi
espíritu ni dónde empieza el suyo…
Y
todo esto quizá sea falso… Todo esto que piensa y que me hace sonreír, tan
tontamente, con las manos en los bolsillos de mi abrigo, con los ojos en las
nubes. Pero yo quisiera que alguien me explicase por qué cuando me voy alejando
por la acera, manchada de sol y niebla, y siento la campana del colegio
llamando a clase, por qué digo esa expectación anhelante, esa alegría, porque
me imagino el aula y la ventana, y un pupitre mío pequeño, desde donde veo el
jardín, y hasta veo clara, emocionantemente, dibujada en la pizarra con tiza
amarilla una A grande, que es la primera letra que voy a aprender…
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