Slawomir Mrozek
Desde
aquella montaña se divisaban los valles en toda su amplitud, y en el suelo había
dos vigas cruzadas.
–Ahora
túmbate –dijo el mayor.
–¿Y
para qué me tengo que tumbar?
–Para
descansar. La montaña es escarpada, te has cansado. No, no en el suelo, sobre las
vigas.
–¿Por
qué sobre las vigas?
–Porque
la tierra está húmeda después de la lluvia, podrías coger un resfriado. Sí, eso
es, y ahora abre los brazos.
–¿Por
qué?
–Porque
así se respira mejor. Y junta las piernas.
Me
sujetaron las manos por las muñecas y las piernas por los tobillos; me los apretaron
contra la madera. Sacaron un martillo y unos clavos y se pusieron a clavar.
–¿Por
qué me están clavando?
–Para
que no te caigas cuando te pongamos derecho. Podrías caer y golpearte, o hasta podrías
herirte o romperte un brazo o una pierna. Y si te clavamos, los clavos te sujetarán.
No te caerás.
–Pero,
¿para qué quieren ponerme derecho?
–Desde
aquí, desde esta montaña hay muy buena vista, pero para ti, desde arriba, será todavía
mejor. Porque estarás todavía más arriba.
Me
levantaron tendido sobre las vigas, la viga vertical la clavaron en la tierra y
la reforzaron con unas piedras.
–Ya
está –dijeron. Estaban contentos con su trabajo.
–Bueno,
pues nosotros ya nos vamos –dijo el mayor poniéndose el casco que se había quitado,
pues había sudado mientras trabajaba–. Y tú te quedarás aquí.
–¿Y
por qué tengo que quedarme aquí?
–Para
que reflexiones sobre el sentido del sufrimiento. Es decir, para que descubras qué
significa en el fondo del dolor. Cuando descubras algo, lo explicarás.
–Pero,
¿por qué tengo que descubrir algo?
–¿Qué
pasa? ¿Te gustaría sufrir sin sentido? Está mal, hermano, está mal. Todo tiene que
tener un sentido.
Empezaron
a descender la montaña, alejándose hacia abajo.
–Pero,
¿a quién se lo voy a contar –les grité– si ustedes ya no estarán aquí?
No
contestaron, porque ya no estaban.
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