Isaac Asimov
El 12 de abril del año 2117, la válvula-freno del modulador
de campo de la Puerta de las pertenencias de la señora de Richard Hanshaw, se despolarizó
por razones desconocidas. Consecuencia de ello, la jornada de la señora Hanshaw
quedó trastornada y su hijo, Richard Jr., comenzó a desarrollar su extraña neurosis.
No era el tipo de afección que
uno calificaría de neurótica a tenor de los dogmáticos libros al respecto, y de
hecho el joven Richard se comportó, en muchos aspectos, como debía normalmente comportarse
un joven brillante de doce años.
Pero a partir del 12 de abril,
sólo con pesar podía Richard Hanshaw Jr., persuadirse a sí mismo de cruzar una Puerta.
La señora Hanshaw, en cambio, no tuvo la menor premonición
de tales circunstancias en las horas que acompañaron aquella fecha. La mañana del
12 de abril se despertó como en cualquier otra mañana. El mecano penetró la habitación
con una taza de café sobre una pequeña bandeja. Tenía pensado ir a Nueva York aquella
tarde, aunque había que hacer una o dos cosas antes que no podían ser confiadas
al mecano; de modo que, tras unos cuantos sorbos al café, decidió salir de la cama.
El mecano retrocedió, moviéndose
silenciosamente a lo largo del campo diamagnético que mantenía su oblongo cuerpo
a media pulgada del suelo, y se dirigió a la cocina, donde, funcionando según un
sencillo computador, podía dedicarse a la tarea de preparar un apropiado desayuno.
La señora Hanshaw, tras dirigir
la acostumbrada mirada sentimental a la cubografía que le mostraba la imagen de
su difunto esposo, se preparó para las diversas etapas rituales de la mañana con
un cierto alborozo. Alcanzó a oír a su hijo ocupado con sus primeras diligencias
en el vestíbulo. Sabía que no tenía por qué interferir en asuntos tan delicados.
El mecano estaba adiestrado para ello y no había por qué suplir sus funciones específicas,
como ayudar a cambiarse de ropa o disponer un nutritivo desayuno. La tergo-ducha
que había instalado el año anterior hacía que la mañana se convirtiera en algo tan
limpio y complaciente y de forma tan perfecta que consideró que Dickie podía lavarse
siempre en lo sucesivo sin supervisión.
Aquella mañana tan poco fuera de
lo corriente y con tantas cosas que hacer, lo único que los acercaría sería el rápido
beso que ella deslizaría en la mejilla de su hijo poco antes de irse. Escuchó la
blanda voz del mecano anunciando que se aproximaba la hora de ir a clase y bajó
al piso inferior mediante los flotadores (aunque su diseño para el peinado de aquel
día no estaba todavía acabado), a fin de cumplir con aquel inexcusable deber de
madre.
Encontró a Richard ante la Puerta.
De su hombro, colgando sobre el costado, pendía la cinta que sujetaba sus textos
y el proyector de bolsillo, pero en su rostro se dibujaba un frunce.
–Oye, mamá –dijo alzando la mirada
hacia ella–. He marcado las coordenadas escolares pero nada ocurre.
–No digas tonterías, Dickie –replicó
casi automáticamente–. Nunca oí que ocurriera tal cosa.
–Bueno, inténtalo tú.
La señora Hanshaw lo intentó varias
veces. Y era extraño, pues la Puerta para la salida escolar estaba siempre dispuesta
para una respuesta pronta. Intentó otras coordenadas. Si las Puertas secundarias
no respondían, al menos habría alguna indicación del desperfecto en la Puerta general.
Pero tampoco ocurrió nada. La Puerta
permaneció como una inactiva barrera gris a pesar de todas sus manipulaciones. Era
obvio que la Puerta estaba fuera de control… y sólo cinco meses después de la revisión
anual de la compañía.
Comenzó a irritarse.
Tenía que ocurrir justamente en
un día tan atareado. Pensó con ironía que un mes atrás había rehusado la oportunidad
de instalar una Puerta subsidiaria, considerándolo un gasto inútil. ¿Cómo iba a
saber que hasta las Puertas resultaban una engañifa?
–Sal al camino y usa la Puerta
de los Williamson.
–Venga, mamá. Me ensuciaré si lo
hago. ¿No puedo quedarme en casa hasta que la Puerta se arregle? –Había un tono
de ironía tras la excusa de Dickie.
Con la misma ironía, la señora
Hanshaw replicó:
–No te mancharás si te pones chanclos
sobre los zapatos. Y no olvides limpiarlos antes de entrar en su casa.
–Pero, mamá…
–No me repliques, Dickie. Tienes
que ir a clase. Y quiero ver que sales de aquí. Y date prisa o llegarás tarde.
El mecano, un modelo avanzado y
de rápida respuesta, estaba ya frente a Richard con los chanclos.
Richard enfundó sus zapatos con
aquella protección de plástico transparente y caminó hacia el panel de controles
electrónicos.
–No sé cómo se hace, mamá.
–Aprieta el botón rojo. El que
dice: “Úsese como emergencia”. Y no haraganees. ¿Quieres que te acompañe el mecano?
–No, caramba –dijo con suficiencia–.
¿Qué crees que soy? ¿Una criatura en pañales? ¡Vaya por Dios! –Su murmullo fue cortado
por un zumbido.
De nuevo en su habitación, la señora
Hanshaw pensó en lo que iba a soltarle a la compañía, mientras marcaba un número
telefónico.
Joe Bloorn, un joven competente, graduado en tecnología
y adentrado en el estudio de los campos mecánicos, estuvo en la residencia de los
Hanshaw en menos de media hora. Quizá sea un muchacho de valía, pensó la señora
Hanshaw, que observaba su juventud con profunda sospecha.
Abrió uno de los muros corredizos
de la casa cuando llegó. Pudo verlo entonces, de pie ante la abertura, limpiándose
vigorosamente el polvo del aire libre. Se quitó los chanclos y los dejó a su lado.
Penetró y la señora Hanshaw cerró el muro, aplastando el rayo de sol que había penetrado
por el resquicio. Deseó irracionalmente que el haber tenido que caminar desde la
Puerta pública lo hubiera agotado. O que también la Puerta pública misma estuviera
estropeada y que el joven se hubiera visto obligado a arrastrar sus herramientas
tontamente a lo largo de doscientas yardas. Deseaba que la Compañía, o su delegación
al menos, sufriera un poco. Eso les enseñaría lo que significaba un fallo de la
Puerta.
Pero el muchacho parecía alegre
e imperturbable mientras decía:
–Buenos días, señora. Vengo a ver
qué le pasa a su Puerta.
–Me alegro que haya venido –dijo
ella–. Aunque ya me ha fastidiado casi todo el día.
–Lo siento, señora. ¿En qué falla?
–En todo. No funciona., No ocurrió
nada cuando ajusté las coordenadas. Y no hay la menor señal de que algo no funcione
excepto que no obedece los mandos. Tuve que enviar a mi hijo que saliera por la
casa del vecino a través de esa… esa raja.
Señaló la entrada por la que había
penetrado el mecánico.
Éste sonrió y, consciente de su
conocimiento sobre la materia en que era especialista, explicó:
–También es una puerta, señora.
No tiene por qué utilizar las mayúsculas cuando escribe acerca de ella, pero es
también una puerta. Una puerta manual. En un tiempo fue la única clase de puerta
que se usaba.
–Bueno, pero al menos funciona.
Mi hijo tuvo que salir por ahí, en medio de la suciedad y los gérmenes.
–No es tan malo estar en el exterior,
señora –dijo el otro con la pedantería del degustador a quien la profesión forzaba
a saborear el aire libre diariamente–. A veces es realmente desagradable. Pero,
en fin, creo que lo que usted quiere es que arregle su Puerta, de modo que vamos
al grano.
Se sentó en el suelo, abrió la
gran caja de herramientas que había traído consigo y en medio minuto, mediante un
desmagnetizador, tenía abiertas las tripas del panel de controles.
Murmuró para sí mientras aplicaba
los finos electrodos del comprobador de campo sobre numerosos puntos, estudiando
las conexiones con los diales de mando. La señora Hanshaw lo contemplaba con los
brazos cruzados.
–Aquí parece haber algo –dijo luego,
y de un tirón desconectó la válvula de freno. Le dio unos golpecitos con la uña
y dijo–: Esta válvula de freno está despolarizada, señora. Ése es todo su terrible
problema. –Recorrió con el dedo un compartimiento de su caja de herramientas y extrajo
un duplicado del objeto que había quitado del mecanismo de la Puerta–. Estas cosas
fallan cuando uno menos se lo espera.
Volvió a montar lo desmontado y
se puso en pie.
–Ahora funcionará, señora.
Marcó una combinación de referencia,
pulsó y volvió a pulsar otra vez. Cuantas veces lo hizo, el gris apagado de la Puerta
se convertía en un oscuro violeta.
–¿Quiere firmar aquí, señora? Por
favor, ponga también su número de cargo. Gracias, señora.
Marcó una nueva combinación, la
de su taller, y con resuelto gesto caminó a través de la Puerta. Mientras su cuerpo
penetraba en las tinieblas, todavía se recortaba. Luego, poco a poco, fue haciéndose
cada vez menos visible hasta que, por último, sólo pudo distinguirse el reflejo
de su caja de herramientas. Un segundo después de haberla atravesado por completo,
la Puerta volvió a convertirse en una mancha cenicienta.
Media hora después, cuando la señora
Hanshaw había terminado con sus preparativos interrumpidos y estaba intentando reparar
los infortunios de aquella mañana, el teléfono sonó anunciándole que sus verdaderos
problemas estaban por comenzar.
Miss Elizabeth Robbins estaba afligida. El pequeño Dick
Hanshaw había sido siempre un buen alumno. Odiaba por ello mismo llamarle la atención.
Pero, se decía a sí misma, su comportamiento estaba siendo verdaderamente curioso.
De modo que decidió llamar a su madre y contárselo.
Dejó un estudiante a cargo de la
clase durante la hora de estudio que tenían por la mañana y se dirigió al teléfono.
Estableció el contacto y contempló la hermosa y de algún modo formidable cabeza
de la señora Hanshaw dibujada en la pantalla.
Miss Robbins vaciló, pero ya era
demasiado tarde para retroceder.
–Señora Hanshaw, soy la señorita
Robbins. –Terminó la frase con una nota cantarina.
La señora Hanshaw pareció no entender.
Luego dijo:
–¿La profesora de Richard? –Como
réplica, también finalizó con una nota elevada.
–Exacto. La llamo, señora Hanshaw
–prosiguió enderezando la trascendencia de sus palabras–, para decirle que Dick
ha llegado bastante tarde esta mañana.
–¿Que llegó tarde? Pero eso es
imposible. Yo misma lo vi salir.
La señorita Robbins pareció desconcertada.
–¿Quiere decir que usted lo vio
usar la Puerta?
–Bueno, no exactamente. Nuestra
Puerta se estropeó de madrugada, de modo que lo envié a que se sirviera de la Puerta
de un vecino.
–¿Está usted segura?
–Claro que sí. ¿Por qué iba a mentir?
–No, no, señora Hanshaw, no quiero
decir eso: Me refiero a que si usted está segura de que se dirigió a casa de su
vecino. Porque pudo haberse perdido y no encontrar el camino correcto.
–Ridículo. Disponemos de mapas
y estoy completamente segura de que Richard conoce el emplazamiento de cada casa
en el Distrito A-3. –Luego, con el sereno orgullo de quien conoce sus privilegios,
añadió–: Por supuesto que no necesita conocerlo. Las coordenadas están siempre dispuestas.
Miss Robbins, que procedía de una
familia que había siempre economizado al máximo el uso de sus Puertas (el precio
de la energía gastada era la causa) y que hacía sus trayectos generalmente a píe
a una avanzada edad, se resintió en su amor propio.
–Pues me temo, señora Hanshaw,
que Dick no usó la Puerta de los vecinos. Llegó retrasado en una hora y las condiciones
de sus chanclos indicaban que había caminado campo a través. Estaban llenos de barro.
–¿Barro? –La señora Hanshaw repitió
con grandilocuencia la palabra–. ¿Qué dijo él? ¿Qué excusa puso?
Miss Robbins lamentó no poder suministrarle
la consoladora información que pedía, pero se regocijó en su interior por la alteración
que había sufrido la otra mujer.
–No dijo nada al respecto. Francamente,
señora Hanshaw, parecía estar enfermo. Por eso la he llamado. Tal vez desee usted
que lo atienda un médico.
–¿Tiene fiebre? –La voz de la madre
pareció surgir de una seca garganta.
–Oh, no. No me he referido a una
enfermedad física. Se trata de su conducta y de la forma que tiene de mirar. –Se
detuvo dudando, y luego añadió con delicadeza–: Pienso que un chequeo de rutina
dentro de la competencia síquica…
No pudo continuar. La señora Hanshaw,
con el tono más elevado que el aparato intercomunicador le permitía, chilló:
–¿Está sugiriendo que Richard está
neurótico?
–Claro que no, señora Hanshaw,
sino…
–¡Pues parecía insinuarlo así!
¡Qué ocurrencia! Richard ha sido siempre un muchacho perfectamente sano. Ya me cuidaré
de él cuando regrese a casa. Estoy segura de que debe haber una explicación normal
que no dudará en darme a mí.
La conexión se interrumpió bruscamente
y la señorita Robbins se sintió herida y desacostumbradamente violenta. Al fin y
al cabo sólo había intentado ser útil, cumplir con lo que ella consideraba una obligación
para con sus estudiantes.
Regresó al aula y lanzó una metálica
mirada al reloj de pared. La hora de estudio estaba llegando a su fin. La siguiente
versaría sobre composición de inglés.
Pero su cabeza estaba en otra parte.
Automáticamente, fue llamando a los estudiantes que tenían que leer algunas selecciones
de sus creaciones literarias. Y de vez en cuando grabó algún que otro fragmento
que luego repasó con lenta vocalización para mostrar a los estudiantes cómo debía
ser leído el inglés.
La mecánica voz del vocalizador,
como siempre, acusaba perfección, pero, también como siempre, evidenciaba falta
de carácter. A menudo se preguntaba si era correcto enseñar a los estudiantes un
habla disociada de la individualidad, preocupada sólo por el acento y la entonación.
Ese día, en cambio, no pensaba
en tal cosa. Sólo tenía ojos para Richard Hanshaw. Éste permanecía tranquilo en
su asiento, evidenciando quizás excesiva indiferencia por cuanto lo rodeaba. Estaba
como sumido en sí mismo y no parecía ser el chico de siempre. Resultaba obvio para
la Robbins que el muchacho había sufrido alguna inusual experiencia aquella mañana,
y que, realmente, había acertado en avisar a la madre, aunque no debiera haber mencionado
lo del chequeo. Tampoco era una exageración a aquella altura de los tiempos. Todo
tipo de personas pasaba por él. No era ninguna desgracia someterse a una prueba.
O no debería serlo, vaya.
Al fin se decidió a llamar a Richard.
Lo llamó dos veces antes de que respondiera y se pusiera en pie.
La pregunta general solía ser:
“Si quieres efectuar un viaje y debes escoger algún viejo vehículo, cuál elegirías
y por qué”. La Robbins intentaba usar el tópico cada semestre. Le parecía adecuado
porque contenía un sentido histórico. Obligaba a los jóvenes cerebros a pensar sobre
el modus vivendi mantenido en los pasados tiempos.
Se aprestó a escuchar cuando Richard
comenzó a leer en voz baja.
–Si tuviera que elegir entre algún
viejo “véhiculo” –comenzó, acentuando la e de vehículo en lugar de la i–, yo elegiría
un globo aerostático. Viaja menos que los demás “véhiculos”, pero es limpio. Como
llega hasta la estratosfera, debe estar todo purificado para que uno no pueda coger
enfermedades. Y se pueden ver las estrellas si es de noche tan bien como desde un
observatorio. Si se mira abajo se puede ver la Tierra como un mapa o quizá se vean
las nubes… –Y así prosiguió durante algunas páginas más.
–Richard –señaló la Robbins una
vez hubo terminado el chico su lectura–, se dice ve-hí-cu-los y no vé-hi-cu-los.
La h divide las dos vocales y debes acentuar la segunda, no la primera. Y no se
dice “viaja menos” sino “corre menos”. ¿Qué les parece a los demás?
Un pequeño coro de voces confluyó
en una única respuesta de aprobación. Miss Robbins prosiguió.
–Muy bien, muy bien. Ahora, díganme:
¿qué diferencia hay entre un adjetivo y un adverbio? ¿Quién sabría decírmela?
Y así sucesivamente. La hora de
la comida llegó; algunos alumnos se quedaron a comer en el comedor del colegio;
otros marcharon a casa. Richard figuraba entre los que se quedaron. La señorita
Robbins lo advirtió, percatándose de que aquello no era lo normal.
Llegó la tarde y, finalmente, sonó
la campana de fin de jornada. Veinticinco chicos y chicas recogieron sus pertenencias
y se dispusieron formando una fila.
Miss Robbins batía palmas.
–Aprisa, niños, aprisa. Vamos,
Zelda, ocupa tu puesto.
–Había olvidado mi grabadora, señorita
Robbins –se excusó la niña.
–Pues cógela, cógela ya. Ahora,
niños, apúrense.
Pulsó el botón que corría una sección
de pared y revelaba la tiniebla gris de una ancha Puerta. No era la Puerta usual
que los estudiantes utilizaban para ir a casa a comer, sino un avanzado modelo que
constituía el orgullo de cualquier colegio privado que se preciara.
En adición a su doble anchura,
poseía un mecanismo accesorio dotado con un “manipulador serial automático”, capaz
de ajustar la Puerta a un diverso número de diferentes coordenadas a intervalos
automáticos.
A comienzos de semestre, la señorita
Robbins empleaba siempre toda una, tarde con el mecanismo, ajustando la maquinaria
a las coordenadas de las distintas casas de los nuevos alumnos. Pero luego, gracias
a Dios, raramente prestaba atención a las particularidades de un tan perfecto funcionamiento
serial.
La clase se alineaba por orden
alfabético, primero las chicas, luego los chicos. La Puerta se convirtió en violeta
oscuro y Hester Adams agitó su mano mientras penetraba en su área.
–¡Adioooooo…!
El “adiós” se partía por la mitad,
como siempre solía ocurrir.
La Puerta se volvió gris, luego
violeta nuevamente y Theresa Cantrocchi desapareció por ella. Gris, violeta, Zelda
Charlowicz. Gris, violeta, Patricia Coombs. Gris, violeta, Sara Mary Evans.
La fila se reducía a medida que
la Puerta los transportaba uno tras otro a sus respectivas casas. Naturalmente,
podía ocurrir que una madre olvidara la Puerta de su casa abierta para la recepción
en la ocasión oportuna, en cuyo caso la Puerta del colegio permanecía siempre gris.
El violeta era señal de paso franco. Automáticamente, después de un minuto de espera,
la Puerta entraba en su siguiente combinación mecánica comunicando con la casa del
próximo niño de turno, mientras que el muchacho olvidado tenía que aguardar. Un
oportuno telefonazo a los negligentes padres devolvía el mundo a su normal funcionamiento.
No era conveniente que ocurrieran semejantes cosas, teniendo en cuenta la especial
sensibilidad de los niños que veían así lo poco que sus padres se preocupaban por
ellos. Miss Robbins, siempre que visitaba a los padres, procuraba ponerlo de relieve,
aunque de vez en vez solía ocurrir.
Las chicas se agotaron y comenzó
el turno de los niños. Primero John Abramowitz y luego Edwin Byrne…
Naturalmente, otro problema más
frecuente era que algún chico entrara antes de turno. Lo hacían a pesar de la vigilancia
del profesor que, reloj en mano, computaba los envíos. Claro que esto solía ocurrir
principalmente a comienzos de temporada, cuando el orden de la fila todavía no les
era del todo familiar.
Cuando tal cosa ocurría, los niños
eran enviados a casas ajenas y luego regresaban. Tomaba algunos minutos rectificar
el error y los padres se disgustaban.
Miss Robbins advirtió repentinamente
que la línea se había detenido. Se dirigió al chico que estaba en cabeza.
–Camina, Samuel. ¿Qué estás esperando?
–No es mi combinación, señorita
Robbins.
–Bien, ¿de quién es, entonces?
Contempló la fila con impaciencia.
Alguien estaba en un lugar que no le correspondía.
–De Dick Hanshaw, señorita Robbins.
–¿Dónde está?
Ahora contestó otro muchacho, con
el más bien repelente tono de aquellos que, conscientes de su cumplimiento del deber,
reprueban automáticamente cualquier desviación de sus compañeros y no dudan en denunciarla
a los encargados de mantener la autoridad.
–Salió por la puerta de incendios,
señorita Robbins.
–¿Qué?
La Puerta pasó a otra combinación
y Samuel Jones penetró por ella. Uno tras otro, los chicos fueron despachados.
Miss Robbins quedó sola en el aula.
Se dirigió a la puerta de incendios. Era pequeña, abierta manualmente, y oculta
tras un recodo de la pared para que no rompiera la estética del paisaje.
La abrió de un tirón. Estaba allí
como medio de fuga en caso de incendio, un artilugio que había perdurado anacrónicamente
a pesar de los modernos extintores que todos los edificios públicos usaban. No había
nada en el exterior, excepto lo exterior mismo… La luz del sol era mortecina y soplaba
un viento polvoriento.
Miss Robbins cerró la Puerta. Se
alegraba de haber llamado a la señora Hanshaw. Había cumplido con su deber. Más
aún, era obvio que algo le ocurría a Richard. De nuevo sintió deseos de llamar por
teléfono.
La señora Hanshaw había decidido
finalmente no ir a Nueva York. Se había quedado en casa con una mezcla de ansiedad
y rabia irracional, la última dirigida contra la descarada señorita Robbins.
Quince minutos antes del final
de las clases su ansiedad comenzó a dirigirse hacia la Puerta. Un año atrás la había
equipado con un mecanismo automático que la activaba según las coordenadas de la
escuela, manteniéndola hasta la llegada de Richard.
Sus ojos permanecían fijos en el
gris de la Puerta (¿por qué la inactividad del campo de fuerza no tenía otro color
más vivo y alegre?) mientras esperaba. Sus manos sintieron frío y se buscaron inconscientemente.
La Puerta varió al violeta justo
al preciso segundo, pero nada ocurrió. Los minutos pasaron y Richard se demoraba.
Luego comenzó a retardarse. Finalmente se hizo demasiado tarde.
Estuvo esperando durante un cuarto
de hora. En circunstancias normales hubiera llamado a la escuela, pero ahora no
podía hacerlo, no podía. No después que la profesora la había imbuido deliberadamente
en aquella historia del estado mental de Richard. ¿Cómo iba a hacerlo?
La señora Hanshaw se removió intranquila
en su asiento, encendió un cigarrillo con dedos temblorosos y expulsó el humo. ¿Qué
podía haber ocurrido? ¿Podía Richard haberse quedado en la escuela por alguna razón?
Se lo hubiera dicho anticipadamente. Se le ocurrió pensar que… él sabía que ella
planeaba ir a Nueva York y que no estaría de vuelta hasta bien entrada la noche…
No, se lo hubiera dicho. ¿Por qué se preocupaba entonces?
Su orgullo comenzó a resquebrajarse.
Tendría que llamar a la escuela o si no (cerró los ojos al evocar la posibilidad)
a la policía.
Cuando abrió los ojos, Richard
estaba ante ella, la mirada fija en el suelo.
–Hola, mamá.
La ansiedad de la señora Hanshaw
se transformó, por arte de magia, en repentina ira, argucia que sólo las madres
conocen.
–¿Dónde has estado, Richard?
Pero entonces, antes de ponerse
a despotricar contra los hijos desnaturalizados que parten el corazón a las desconsoladas
madres que tanto tienen que sufrir, se dio cuenta del aspecto de Richard y exclamó
con horror:
–¡Has estado al aire libre!
Su hijo se miró los polvorientos
zapatos que sobresalían por los bordes de los chanclos y luego se fijó en las marcas
de barro de sus piernas y en la mancha que lucía su camisa.
–Bueno, mamá, mira, yo pensé que…
–Y se cortó.
–¿Algo no marchaba en la Puerta
de la escuela?
–No, mamá.
–¿Te das cuenta de que he estado
a punto de enfermar por tu culpa? –Vanamente esperó respuesta–. De acuerdo. Hablaré
contigo más tarde, jovencito. Primero tomarás un buen baño. Luego, cada milímetro
de tu ropa será desinfectado. ¡Mecano!
Pero el mecano había comenzado
a reaccionar nada más oír la frase “tomarás un baño” y esperaba ya en el cuarto
de aseo.
–Quítate en seguida esos zapatos.
Luego, ve con el mecano.
Richard lo hizo mientras ella lo
decía con una resignación que lo colocaba pasivamente más allá de toda inútil protesta.
La señora Hanshaw cogió los manchados
zapatos entre el índice y el pulgar y los llevó basta el conducto de eliminación
que zumbó desmayadamente al recibir aquella inesperada carga.
No cenó con Richard pero permitió
que éste comiera en la compañía solitaria del mecano. Esto, pensó ella, sería un
evidente signo de su disgusto y serviría mejor que cualquier castigo para que él
se diera cuenta de que había obrado mal. Richard, se decía frecuentemente a sí misa,
era un chico sensible.
Aun así, subió para acompañarlo
mientras se metía en cama.
Le sonrió y le habló suavemente.
Pensó que sería lo mejor. A fin de cuentas, ya había sido bastante castigado.
–¿Qué te ha ocurrido hoy, muchachito,
pequeñito Dickie?
No lo había llamado así desde que
dejara de ser una criatura y sólo al oírlo se sintió presa de ternura tal que estuvo
al borde de las lágrimas. Sin embargo, él se limitó mirarla y responderle fríamente.
–Sólo que no me gustó pasar por
esas malditas Puertas, mamá.
–Pero, ¿por qué no?
Colocó sus manos al borde de la
sábana (pura, limpia, fresca, antiséptica y, cómo no, eliminada después de usada).
–No me gustan –dijo.
–¿Cómo esperas, pues, ir a la escuela,
Dickie?
–Me levantaré más temprano –murmuró.
–Entonces, ¿nada malo les ocurre
a las Puertas?
–No me gustan, eso es todo. –Ahora
ya no la miraba.
–Bueno, bueno –dijo ella haciendo
aspavientos–, que tengas felices sueños. Mañana te encontrarás mejor.
Lo besó y abandonó la habitación,
pasando su mano automáticamente frente a la fotocélula que disminuía la intensidad
de las luces de los cuartos.
Pero ella misma tuvo también agitados
sueños aquella noche. ¿Por qué no le gustaban las Puertas a Dickie? Nunca le habían
molestado hasta ahora. Podría desarticular la Puerta por la mañana, pero eso haría
que Richard se fijara más en ellas.
Dickie se estaba comportando irracionalmente.
¿Irracionalmente? Eso le recordó a la Robbins y su diagnóstico y su mandíbula crujió
en la oscuridad de su dormitorio. ¡Absurdo! El chico se encontraba mal y una noche
de descanso era toda la terapia que necesitaba.
Pero a la mañana siguiente, al
levantarse, comprobó que su hijo ya no estaba en casa. El mecano no podía hablar,
pero podía responder con gestos que equivalían a un sí o un no, y no le llevó más
de medio minuto a la señora Hanshaw enterarse de que su hijo se había levantado
treinta minutos antes de lo acostumbrado, recogido sus cosas y salido de la casa.
Pero no por la Puerta.
Sino por la puerta, con p minúscula.
El visófono de la señora Hanshaw sonó a las tres y diez
de la tarde de aquel día. Calculó quién podía ser y al activar el receptor comprobó
que no se había equivocado. Se miró rápidamente en el espejo para dotarse de una
tranquila apariencia después de un día de serena preocupación y se introdujo en
la sintonía visual.
–Sí, señorita Robbins –dijo fríamente.
La profesora de Richard estaba
un tanto alterada.
–Señora Hanshaw –dijo–, Richard
ha salido, adrede, por la puerta de incendios aunque yo le había dicho que utilizara
la Puerta usual. No sé dónde ha ido.
–Sin duda viene a su casa.
–¿Que va a su casa? ¿Aprueba usted
lo que está haciendo? –La Robbins parecía no dar crédito a lo que oía.
Palideciendo, la señora Hanshaw
creyó conveniente poner a la profesora donde le correspondía.
–No creo que sea usted quién para
censurarme. Si mi hijo no utiliza la Puerta, es un asunto que nos concierne a mi
hijo y a mí. No creo que ninguna ley escolar pueda obligarlo a usar la Puerta, ¿no
le parece?
Miss Robbins tuvo tiempo de decir
algo antes de que el contacto fuera roto.
–Le he hecho una prueba. Realmente
tenía que…
La señora Hanshaw se quedó mirando
la blanca pantalla de cuarcina sin verla realmente. Su sentido familiar la puso
por unos momentos de parte de Richard. ¿Por qué tenía que servirse de la Puerta
si no le gustaba? Luego se sentó a esperar y su orgullo materno comenzó a batirse
con la dominante ansiedad de que, a fin de cuentas, algo iba mal en el comportamiento
de Richard.
El muchacho llegó a casa con una
expresión de desafío en el rostro, pero su madre, echando mano de su autocontrol,
lo recibió como si nada anormal ocurriera.
Durante semanas siguió ella esta
política. “No es nada, se decía a sí misma. Es algo pasajero. Ya se le quitará la
manía”.
Aquello quedó como un estado de
cosas definitivo. Sin embargo, a veces, quizá durante tres días seguidos, ella bajaba
a desayunar y encontraba a Richard esperando taciturno ante la Puerta, para usarla
luego que llegaba la hora de ir al colegio. No obstante, ella se guardaba de hacer
comentarios.
Siempre que hacía esto y especialmente
cuando llegaba a casa a través de la Puerta, su corazón materno se reconciliaba
con sus ulteriores preocupaciones y pensaba:
“Bueno, ya se ha recuperado”. Pero
al transcurrir un día, dos, tres, el muchacho regresaba como un adicto a la droga
y salía silenciosamente por la puerta –con p minúscula– antes que ella se levantara.
Y cada vez que pensaba en chequeos
o en siquiatras, la triunfante visión de la Robbins la detenía, aunque estaba segura
de tener motivo suficiente para recurrir a tales soluciones.
Mientras tanto, lo iba sobrellevando
lo mejor que podía. El mecano había sido instruido para esperar en la puerta –p
minúscula– con un equipo Tergo y una muda. Richard se aseaba y cambiaba de ropa
sin resistencia. Su calzado era colocado en una caja y la señora Hanshaw contemplaba
sin la menor queja el gasto que representaba la diaria eliminación de camisas. Con
los pantalones, sin embargo, se observaba una política de limpieza y sólo al cabo
de una semana eran eliminados.
Un día le sugirió que la acompañara
a Nueva York. Era más un vago deseo de tenerlo con ella que un plan premeditado.
Richard no puso ninguna objeción. Se mostró incluso feliz. Caminó sin vacilar hacía
la Puerta y no se detuvo ante ella. Es más, no aparecía en él en aquellos momentos
aquella huella de resentimiento que se grabara en su expresión cuantas veces la
utilizara últimamente para ir al colegio.
La señora Hanshaw se reunió con
él. Esto podía ser una forma de llevarlo de nuevo al uso cotidiano de la Puerta,
de modo que recurrió a una fingida ingenuidad para posibilitar que la acompañara
el mayor número de veces en sus viajes. Más todavía, estimuló el ánimo de la mujer
y se pretextó numerosos viajes innecesarios, como uno emprendido hasta Cantón para
presenciar una fiesta china.
Esto había sido un sábado. A la
mañana siguiente, Richard marchó directamente hacia la abertura del muro que siempre
usaba. La señora Hanshaw, que se había levantado más temprano, fue testigo de ello.
Por una vez, venciendo en resistencia, lo llamó.
–¿Por qué no por la Puerta, Dickie?
–Está bien para ir a Cantón –dijo,
y salió de la casa.
De manera que el plan acabó en
fracaso. Luego, otro día, Richard volvió a casa completamente empapado. El mecano
se movía a su alrededor sin atinar qué hacer, y la madre, que acababa de regresar
de una visita de cuatro horas sostenida con su hermana en Iowa, gritó:
–¡Richard Hanshaw!
–Se puso a llover –dijo con alicaída
expresión perruna–. Todo de golpe, se puso a llover.
Por un momento no pareció reconocer
la palabra. Sus días escolares y sus estudios de geografía estaban veinte años más
atrás. Y entonces recordó la imagen del agua cayendo fuertemente y sin fin desde
el cielo: una loca cascada de agua sin ningún interruptor que la accionase, sin
ningún botón que la controlara, sin ningún contacto que la detuviera.
–¿Y has estado fuera en esa lluvia?
–Bueno, mira, mamá, he venido todo
lo rápido que he podido. No sabía que iba a llover.
La señora Hanshaw no sabía qué
decir. Se sentía descentrada, con la sensación de encontrarse demasiado enojada
para colocar las palabras en su sitio.
Dos días más tarde, Richard cogió
un resfriado y de su garganta surgía una seca, bronca tos. La señora Hanshaw tenía
que admitir que por fin los virus enfermizos se habían colado en su casa, como si
fuera ésta una miserable choza de la Edad de Hierro.
De manera que todas estas cosas
acumuladas acabaron por romper el caparazón de su orgullo y la llevaron a admitir
que, pese a todo, Richard necesitaba el auxilio de un siquiatra.
La elección de siquiatra fue llevada a cabo con sumo
cuidado. Su primer impulso fue encontrar uno lo más alejado posible. Durante un
rato consideró la posibilidad de dirigirse directamente al Centro Médico de San
Francisco y escoger uno al azar.
Pero luego se le ocurrió que al
hacer eso se convertiría en consultante anónimo. No obtendría mejor trato que si
proviniera de los barrios bajos. Ahora bien, si se quedaba en su propia comunidad,
su palabra tendría peso…
Consultó el mapa del distrito.
Era uno de las excelentes series preparadas por Puertas, Pórticos y Soportes, Sociedad
Anónima y distribuidas gratuitamente entre sus clientes. La señora Hanshaw no podía
reprimir aquella autodeferencia mientras desplegaba el mapa. No era sólo un mero
catálogo de las coordenadas de Puertas. Era un mapa puesto al día, con cada edificio
cuidadosamente localizado.
¿Y por qué no? El Distrito A-3
era un nombre que hoy día sonaba gratamente en el mundo, un barrio aristócrata.
La primera comunidad del planeta que había sido establecida con un completo sistema
de Puertas. La primera, la más grande, la más rica, la mejor conocida. No necesitaba
fábricas ni almacenes. Ni siquiera necesitaba carreteras. Cada mansión era como
un pequeño castillo aislado, cuya Puerta tenía acceso a cualquier lugar del mundo
donde hubiera otra Puerta.
Cuidadosamente repasó la lista
de las cinco mil familias del Distrito A-3. Sabía que incluía varios siquiatras.
La profesión estaba bien representada en A-3.
El doctor Hamilton Sloane fue el
segundo nombre con el que tropezó y su dedo lo localizó en el mapa. Su oficina estaba
apenas a dos millas de la residencia Hanshaw. Le gustaba su nombre. El hecho de
que viviera en A-3 era una garantía y evidencia de mérito. Y era un vecino, prácticamente
un vecino. Él entendería que se trataba de algo urgente… y confidencial.
Con firmeza, llamó a su oficina
para concertar una cita.
El doctor Hamilton Sloane, de no más de cuarenta años,
era comparativamente joven. Venía de buena familia y había oído hablar de la señora
Hanshaw.
La escuchó con amabilidad y luego
dijo:
–Y todo comenzó con la ruptura
de la Puerta.
–Exacto, doctor…
–¿Muestra algún miedo hacia las
Puertas?
–Claro que no. Qué ocurrencia.
–Lo miró sorprendida.
–Es posible, señora Hanshaw, es
posible. A fin de cuentas, cuando uno se pone a pensar en cómo funciona una Puerta,
es para asustarse realmente. Usted pasa por una Puerta y por un instante sus átomos
son convertidos en energía, transmitidos a otro lugar del espacio y devueltos a
su forma cotidiana. Por un instante uno deja de estar vivo.
–Estoy segura de que nadie piensa
en esas cosas.
–Tal vez su hijo lo haga. Él presenció
cómo la Puerta se estropeaba; pudo haberse dicho a sí mismo: ¿Qué ocurriría si la
Puerta se estropeara justo cuando yo estoy a mitad de camino?
–Pero eso es absurdo. Él todavía
usa la Puerta. Ha ido incluso hasta Cantón conmigo; Cantón, en China. Es más, como
le he dicho, la ha utilizado una o dos veces por semana para ir al colegio.
–¿Libremente? ¿Con alegría?
–Bueno… –titubeó la señora Hanshaw
con resistencia–, no del todo. De veras, doctor, ¿no estamos abusando con tanto
especular al respecto? Si usted le hiciera una breve prueba vería dónde está el
problema. Claro, eso sería todo. Estoy segura de que se trata de una cosa menor.
El doctor Sloane suspiró. Detestaba
la palabra “prueba” y posiblemente no había otra palabra que evitara más.
–Señora Hanshaw –dijo pacientemente–,
nada hay que pueda llamarse breve prueba. No ignoro que la sección de pasatiempos
de los periódicos y revistas están llenos de tests y cosas como vea-usted-si-es-más-inteligente-que-su-esposa,
pero todo eso no son sino tonterías.
–¿Lo dice en serio?
–Naturalmente. Las pruebas son
muy complicadas y la teoría afirma que traza circuitos mentales. Las células del
cerebro se encuentran interconectadas de una gran variedad de maneras. Algunas de
las encrucijadas resultantes de esas interconexiones son más usadas que otras. Ellas
representan núcleos de pensamiento, tanto consciente como inconsciente. La teoría
dice que esas encrucijadas en un sendero dado pueden ser utilizadas para diagnosticar
las enfermedades mentales con facilidad y certeza.
–¿Entonces?
–Someterse a una prueba es algo
que siempre inquieta, especialmente a un niño. Es una experiencia traumatizante.
Lleva al menos una hora. Incluso en ese caso, los resultados deben ser enviados
a la Oficina Central Sicoanalítica para su análisis, lo que tarda algunas semanas.
Y lo más importante de todo, señora Hanshaw, hay muchos siquiatras que piensan que
la teoría contiene muchos errores.
–Quiere usted decir –dijo la señora
Hanshaw apretando los labios– que nada puede hacerse.
–De ningún modo –sonrió el doctor
Sloane–. Los siquiatras han existido siglos antes de inventarse las pruebas. Yo
le sugiero que me deje hablar con el chico.
–¿Hablar con él? ¿Eso nada más?
–Acudiré a usted para pedirle información
cuando me sea necesaria, pero lo esencial, lo más importante, es hablar con el chico.
–Realmente, doctor Sloane, dudo
que él desee hablar de esto con usted. Ni siquiera quiere discutirlo conmigo que
soy su madre.
–Eso suele ocurrir a menudo –le
aseguró el siquiatra–. Un niño prefiere hablar antes con un extraño algunas veces.
Como sea, no puedo aceptar el caso de otra manera.
La señora Hanshaw se levantó, no
del todo satisfecha.
–¿Cuándo podrá venir, doctor?
–¿Qué le parece el próximo sábado?
El chico no tendrá que ir al colegio. ¿Tenían que hacer algo?
–Estaremos a punto.
Hizo una salida llena de dignidad.
El doctor Sloane la acompañó a través de la sala de recepción hasta la Puerta de
su oficina y esperó mientras pulsaba las coordenadas de la casa de la mujer. La
observó mientras ella cruzaba la Puerta. Se convirtió en la mitad de una mujer,
luego en un cuarto, un codo y un pie aislados, después nada.
Era aterrador.
Una Puerta que se estropeara durante
la transmutación, ¿dejaría medio cuerpo aquí y el otro medio allá? Nunca había oído
que tal cosa ocurriera, pero nadie podía asegurar que era imposible.
Volvió a su despacho y consultó
la hora de su siguiente cita. Era obvio para él que la señora Hanshaw no había quedado
muy conforme con la entrevista previa al no haber conseguido la oportunidad de ver
usada la prueba síquica.
¿Por qué, por el amor del cielo,
por qué? ¿Por qué algo como la prueba síquica, pieza de museo y fraude en su opinión,
despertaba tanto entusiasmo, tanta confianza entre la gente? Sin duda se debía a
la tendencia general hacia las máquinas, el fetichismo maquinista. Sin embargo,
nada de cuanto el hombre pudiera hacer lo haría mejor ninguna máquina. ¡Máquinas!
¡Más máquinas! ¡Máquinas para todo! ¡Oh, tempora! ¡Oh, mores!
¡Oh, infierno y condenación!
El odio que sentía hacia la prueba
comenzaba a molestarle. Era un miedo al empleo tecnológico, una inseguridad básica
de su posición, una mecanofobia, si podía decirse así…
Tomó nota mental de este asunto
para discutirlo con su analista.
Las dificultades eran obvias. El chico no era un paciente
que hubiera acudido hasta él, más o menos ansioso, para hablar o solicitar ayuda.
Bajo las circunstancias presentes,
hubiera sido mejor concertar el primer encuentro con Richard de una manera descomprometida.
Habría sido suficiente con presentarse ante él como algo menos que un extraño. Así,
en la ocasión siguiente, su presencia seria ya algo familiar al chico. Y luego pasaría
a convertirse en un conocido. Y después en un amigo de la familia.
Desgraciadamente, a la señora Hanshaw
no le gustaban los procesos largos y meticulosos. Buscaba sólo una prueba síquica
y la tenía que encontrar.
Aunque perjudicara al chico. Porque
lo perjudicaría. De eso estaba completamente seguro.
Por esta razón creyó que debía
sacrificar un poco de su cautela y arriesgar una pequeña crisis.
Pasaron diez minutos exentos de
confortabilidad antes de decidir que debía intentarlo. La señora Hanshaw mantenía
una sonrisa rígida y… lo contemplaba con suspicacia mientras sin duda esperaba alguna
mágica palabra. Richard se removía en su asiento, mudo ante los comentarios tanteadores
del doctor Sloane, aburrido e incapaz de ocultar su aburrimiento.
–Richard –dijo el doctor Sloane,
como quien no quiere la cosa–, ¿te gustaría dar un paseo conmigo?
Los ojos del chico se agrandaron
y cesó de moverse. Miró directamente al hombre.
–¿Un paseo, señor?
–Sí, dar una vuelta por el exterior.
–¿Sale usted al… exterior?
–A veces. Cuando siento que me
hace falta.
Richard se había puesto en píe
y contenía un evidente deseo.
–No creía que lo hiciera nadie.
–Pues yo lo hago. Y me gusta hacerlo
acompañado.
El chico volvió a sentarse, sin
saber qué hacer.
–¿Mamá?
La señora Hanshaw se mantenía rígida
en su asiento, con los labios apretados como evitando que se abrieran con horror.
Pero se limitó a decir:
–¿Por qué no, Dickie? Pero cuídate.
–Y dirigió una rápida y acerada mirada al doctor Sloane.
En cierto sentido el doctor Sloane
había mentido. Él no salía al exterior “algunas veces”. No había estado al aire
libre desde sus días escolares. En realidad, había en él una inclinación deportiva
a hacerlo, pero por aquel tiempo comenzaron a proliferar las habitaciones cerradas
condicionadas con rayos ultravioleta para jugar al tenis o construir piscinas. Pese
a su costo, eran mucho más satisfactorias que sus equivalentes externas, dado que
éstas estaban expuestas a los elementos y a cuantos gérmenes pudieran contener.
No había, pues, ocasión de salir al exterior.
Experimentó una caótica sensación
en su piel cuando el viento la acarició, al igual que al pisar la hierba con sus
zapatos protegidos por chanclos.
–Eh, mire eso. –Richard se comportaba
ahora de modo diferente: se reía y no mantenía reservas.
El doctor Sloane apenas tuvo tiempo
de captar un retazo de azul a través de las copas de los árboles. Las ramas se agitaron
y lo perdió.
–¿Qué era?
–Un pájaro azul –dijo Richard.
El doctor Sloane miró a su alrededor
impresionado. La residencia de los Hanshaw se erguía sobre un promontorio rodeado
de zona boscosa, y entre viveros de árboles la hierba brillaba bajo los rayos del
sol.
Los colores dominantes variaban
del verde oscuro al rojo y al amarillo de las flores. En el curso de su vida, a
través de libros y películas antiguas, tuvo ocasión de conocer las flores lo suficiente
para que ahora le resultaran un tanto familiares.
Pero la hierba estaba perfectamente
cuidada y las flores ordenadas. Se percató de que había esperado algo más salvaje,
menos cultivado.
–¿Quién cuida de todo esto?
–Yo no –dijo Richard suspirando–.
Quizá los mecanos.
–¿Los mecanos?
–Hay montones de ellos por aquí.
A menudo se les ve con una especie de cuchillo atómico que mantienen cerca de tierra.
Cortan la hierba. Y también se les ve junto a las flores. Ahora hay uno allí.
A media milla de distancia era
un objeto más bien pequeño. Su metálica piel relampagueaba mientras se movía lentamente
por el prado, ocupado en una actividad que el doctor Sloane no fue capaz de identificar.
El doctor Sloane estaba impresionado.
Había allí un algo de perversidad estética, una especie de consunción conspicua…
–¿Qué es aquello? –preguntó repentinamente.
Richard miró.
–Es una casa. Pertenece a los Froebichs.
Coordenadas A-3, 23, 461. Lo que se destaca como prolongación es la Puerta pública.
El doctor Sloane estaba contemplando
la casa. ¿Era aquello lo que parecía desde fuera? Sin saber por qué la había imaginado
más cúbica, más alta.
–Sigamos –dijo Richard poniéndose
a caminar.
El doctor Sloane lo siguió pausadamente.
–¿Conoces todas las casas de los
alrededores?
–Más o menos casi todas.
–¿Dónde está A-23, 26, 475? –Se
trataba, obviamente, de su propia casa.
–A ver… –Richard oteó los alrededores–.
Oh, claro que sé dónde está… ¿Ve aquella agua de allí?
–¿Agua? –El doctor Sloane alcanzó
a ver una línea de plata que corría en forma de arco a través del verde.
–Por supuesto. Agua auténtica.
Agua que corre por entre las rocas. Que corre todo el tiempo. Uno puede pasar a
través de ella si se apoya sobre las piedras. Se llama río.
Más bien un arroyo, pensó el doctor
Sloane. Evidentemente había estudiado geografía, pero los principales terrenos de
esta ciencia se habían sintetizado en geografía económica y geografía cultural.
La geografía física era una rama a medio extinguir salvo entre los especialistas.
Aun así, sabía lo que eran un río y un arroyo, aunque sólo de forma teórica.
–Pues bien: pasando el río –estaba
diciendo Richard–, se sube hasta aquella colina llena de árboles en la cima y luego
se desciende un poco por la otra parte: de esa manera se llega hasta A-23, 26, 475.
Es una bonita casa verde con techo blanco.
–¿De veras? –El doctor Sloane estaba
realmente asombrado. No sabía que su casa fuera verde. Algún pequeño animal removía
la hierba en su ansiedad por evitar ser aplastado. Richard lo miró y exclamó:
–Déjeme a mí, usted no podrá atraparlo.
Una mariposa se agitaba despidiendo
ondulaciones amarillas. Los ojos del doctor Sloane la siguieron.
Un ligero murmullo se apreciaba
sobre los campos, dispersándose e interrumpiéndose a veces con dureza, volviendo
a surgir, creciendo, difundiéndose por doquier, creciendo cada vez más hasta luego
cesar. Mientras su oído se adaptaba a sus modulaciones para escuchar, llegó a percibir
mil entonaciones diversas, ninguna de las cuales estaba producida por los hombres.
Una sombra hizo aparición, avanzó
hacia él y lo cubrió. Sintió un súbito fresco y alzó la vista.
–Es sólo una nube –dijo Richard–.
Se marchará en un minuto… Mire esas flores. Todas huelen de distinta manera.
Se encontraban ya a varios centenares
de yardas de la residencia de los Hanshaw. La nube pasó y el sol volvió a brillar
de nuevo. El doctor Sloane se volvió y calculó el trecho que habían recorrido. Si
caminaran de suerte que la mansión se perdiera de vista y si Richard echara correr,
¿sería capaz él de encontrar el camino de regreso?
Desechó el pensamiento con impaciencia
y escrutó la línea de agua (más cerca ahora), sobrepasándola con la mirada hacia
donde su casa debía estar. Pensó maravillado: ¿Verde?
–Debes ser un buen explorador –dijo.
–Cada vez que voy y vengo de la
escuela –dijo Richard con orgullo– tomo una ruta distinta y veo cosas nuevas.
–Pero no siempre saldrás, digo
yo. A veces utilizarás también la Puerta, ¿no?
–Sí, claro.
–¿Por qué, Richard? –De algún modo
sintió el doctor Sloane que allí estaba la clave del enigma.
Pero Richard invalidó su hipótesis.
Con las cejas alzadas y aspecto asombrado, dijo:
–Bueno, mire, algunas mañanas llueve
y tengo que usar la Puerta. Odio que eso ocurra, pero, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Hace unas semanas me pescó la lluvia y… –Lo miró automáticamente y su voz se convirtió
en un susurro– … tuve frío; aunque a mamá no le ocurrió nada.
El doctor Sloane suspiró.
–¿Regresamos?
Hubo un relámpago de desagrado
en el rostro de Richard.
–¿Para qué?
–Recuerda que tu madre debe estar
esperándonos.
–Imagino que sí. –El muchacho se
dio la vuelta con resistencia.
Caminaron lentamente.
–Una vez, en el colegio –decía
Richard–, escribí una composición sobre lo que haría si tuviera que ir en un viejo
vehículo. (su pronunciación exageró el acento de la i). Yo iría en un globo aerostático
y miraría las estrellas y las nubes y todas las cosas. Vaya, sin duda estaba chiflado
entonces.
–¿Irías ahora en algo más?
–Claro. Iría en automóvil. Entonces
vería todo cuanto hay.
La señora Hanshaw parecía agitada,
desconcertada.
–¿No cree, entonces, que es algo
anormal, doctor?
–Desacostumbrado, quizá, pero no
anormal. Le gusta el exterior.
–Pero, ¿cómo puede gustarle? Es
tan desagradable y sucio…
–Eso es cuestión de gusto individual.
Hace cien años, nuestros antepasados se pasaban fuera la mayor parte el tiempo.
Incluso hoy día, me atrevo a decir que hay un millón de africanos que jamás han
visto una Puerta.
–Pero Richard se ha comportado
siempre como un decente miembro del Distrito A-3, digno de su clase –exclamó con
brío la señora Hanshaw–, y no como un africano o… o como un antepasado.
–Eso forma parte del problema,
señora Hanshaw. Él siente la necesidad de salir y cree que está cometiendo una falta.
Se niega a hablar de ello con usted o con su profesora. Se ve forzado al silencio,
cosa que podría ser peligrosa.
–Entonces, ¿cómo podemos persuadirlo
para que cese de hacerlo?
–Ni lo intente. Estimúlelo más
bien. El día en que su Puerta se estropeó, no tuvo más remedio que salir, encontrando
que le gustaba el exterior. El viaje de ida vuelta al colegio no es sino una excusa
para repetir la emocionante primera experiencia. Supongamos ahora que usted le permite
salir de casa un par de horas los sábados y domingos. Supongamos que el chico se
da cuenta de que no tiene que justificar sus salidas para permanecer en el exterior.
¿No cree usted que llegará a usar la Puerta para ir y venir del colegio? ¿Y no cree
que cesarán sus problemas con su profesora e incluso con sus propios compañeros
de estudios?
–Entonces, ¿todo quedará así? ¿Nunca
volverá a ser normal otra vez?
–Señora Hanshaw –dijo el doctor
Sloane mientras se ponía en pie–, él es normal en la medida en que necesita serlo.
Ahora bien, lo que está haciendo es probar lo prohibido. Si usted coopera con él,
si no desaprueba su conducta, lo que hasta entonces fuera prohibido perderá su atractivo.
Luego, a medida que crezca, se inclinará cada vez más hacia los intereses de la
sociedad en que vive. A fin de cuentas, en todos nosotros hay un poco de rebeldía
que acaba por morir a medida que nos hacemos viejos y nos sentimos más cansados.
Por lo tanto, no lo fuerce ni se apresure en su trato. Todo es cuestión de tiempo
y Richard se pondrá bien.
Caminó hacia la Puerta.
–Doctor, ¿no cree usted que la
prueba pueda ser necesaria?
Se volvió y exclamó vehementemente:
–¡No, no y no! ¡Definitivamente
no! Nada hay en el chico que la haga necesaria. ¿Entendido? Eso es todo.
Sus dedos vacilaron ligeramente
al marcar la combinación para la transmutación de materia y su expresión se tornó
sombría.
–¿Qué le ocurre, doctor Sloane?
–preguntó la señora Hanshaw.
Pero el doctor Sloane no la escuchaba.
Estaba pensando en la Puerta, en la prueba síquica y en toda la chatarra mecánica
que rodeaba la vida humana. En todos nosotros hay un poco de rebeldía, pensó.
Su voz se hizo amable, su mano
no acabó de marcar la combinación y comenzó a alejarse de la Puerta.
–¿Sabe usted, señora? Hace un día
tan hermoso que creo que volveré andando a mi casa.
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