Silvina Ocampo
Para las vacaciones de invierno, los padres de Lucio habían planeado un viaje
al Brasil. Querían mostrar a Lucio el Corcovado, el Pan de Azúcar, Tiyuca y admirar
de nuevo los paisajes a través de los ojos del niño.
Lucio enfermó de rubéola: esto no era grave, pero “con
esa cara y brazos de sémola”, como decía su madre, no podía viajar.
Resolvieron dejarlo a cargo de una antigua criada, muy
buena. Antes de partir recomendaron a la mujer que para el cumpleaños del niño,
que era en esos días, comprara una torta con velas, aunque no fueran a compartirla
sus amiguitos, que no asistirían a la fiesta por el inevitable miedo al contagio.
Con alegría, Lucio se despidió de sus padres: pensaba
que esa despedida lo acercaba al día del cumpleaños, tan importante para él. Prometieron
los padres traerle del Brasil, para consolarlo, aunque no tuvieran de qué consolarlo,
un cuadro con el Corcovado, hecho con alas de mariposas, un cortaplumas de madera
con un paisaje del Pan de Azúcar, pintado en el mango, y un anteojito de larga vista,
donde podría ver los paisajes más importantes de Río de Janeiro, con sus palmeras,
o de Brasilia, con su tierra roja.
El día consagrado, en la esperanza de Lucio, a la felicidad
tardó en llegar. Vastas zonas de tristeza empañaron su advenimiento, pero una mañana,
para él tan diferente de otras mañanas, sobre la mesa del dormitorio de Lucio brilló
por fin la torta con seis velas, que había comprado la criada, cumpliendo con las
instrucciones de la dueña de casa. También brilló, en la puerta de entrada, una
bicicleta nueva, pintada de amarillo, regalo dejado por los padres.
Esperar cuando no es necesario es indignante; por eso
la criada quiso celebrar el cumpleaños, encender las velas y saborear la torta a
la hora del almuerzo, pero Lucio protestó, diciendo que vendrían sus invitados por
la tarde.
–Por la tarde la torta cae pesada al estómago, como
la naranja que por la mañana es de oro, por la tarde de plata y por la noche mata.
No vendrán los invitados –dijo la criada–. Las madres no los dejarán venir, de miedo
al contagio. Ya se lo dijeron a tu mamá.
Lucio no quiso entender razones. Después de la riña,
la criada y el niño no se hablaron hasta la hora del té. Ella durmió la siesta y
él miró por la ventana, esperando.
A las cinco de la tarde golpearon a la puerta. La criada
fue a abrir, creyendo que era un repartidor o un mensajero. Pero Lucio sabía quién
golpeaba. No podían ser sino ellas, las invitadas. Se alisó el pelo en el espejo,
se mudó los zapatos, se lavó las manos. Un grupo de niñas impacientes, con sus respectivas
madres, estaba esperando.
–Ningún varón entre estos invitados. ¡Qué extraño! –exclamó
la criada–. ¿Cómo te llamas? –preguntó a una de las niñas que se le antojó más simpática
que las otras.
–Me llamo Livia.
Simultáneamente las otras dijeron sus nombres y entraron.
–Señoras, hagan el favor de pasar y de sentarse –la
criada dijo a las señoras, que obedecieron en el acto.
Lucio se detuvo en la puerta del cuarto. ¡Ya parecía
más grande! Una por una, mirándolas en los ojos, mirándoles las manos y los pies,
dando un paso hacia atrás para verlas de arriba abajo, saludó a las niñas.
Alicia llevaba un vestido de lana, muy ceñido, y un
gorro tejido con punto de arroz, de esos antiguos, que están a la moda. Era una
suerte de viejita, que olía a alcanfor. De sus bolsillos caían, cuando sacaba su
pañuelo, bolitas de naftalina, que recogía y que volvía a guardar. Era precoz, sin
duda, pues la expresión de su cara demostraba una honda preocupación por cuanto
hacían alrededor de ella. Su preocupación provenía de las cintas del pelo que las
otras niñas tironeaban y de un paquete que traía apretado entre sus brazos y del
cual no quería desprenderse. Este paquete contenía un regalo de cumpleaños. Un regalo
que el pobre Lucio jamás recibiría.
Livia era exuberante. Su mirada parecía encenderse y
apagarse como la de esas muñecas que se manejan con pilas eléctricas. Tan exuberante
como cariñosa, abrazó a Lucio y lo llevó a un rincón, para decirle un secreto: el
regalo que le traía. No necesitaba de ninguna palabra para hablar; este detalle
desagradable para cualquiera que no fuera Lucio, en ese momento, parecía una burla
para los demás. En un diminuto paquete, que ella misma desenvolvió, pues no podía
soportar la lentitud con que Lucio lo desenvolvería, había dos muñecos toscos imantados
que se besaban irresistiblemente en la boca, estirando los cuellos, cuando estaban
a determinada distancia el uno del otro. Durante un largo rato, la niña mostró a
Lucio cómo había que manejar los muñecos, para que las posturas fueran más perfectas
o más raras. Dentro del mismo paquetito había también una perdiz que silbaba y un
cocodrilo verde. Los regalos o el encanto de la niña cautivaron totalmente la atención
de Lucio, que desatendió al resto de la comitiva, para esconderse en un rincón de
la casa con ellos.
Irma, que tenía los puños, los labios apretados, la
falda rota y las rodillas arañadas, enfurecida por el recibimiento de Lucio, por
su deferencia por los regalos y por la niña exuberante que susurraba en los rincones,
golpeó a Lucio en la cara con una energía digna de un varón, y no contenta con eso
rompió a puntapiés la perdiz y el cocodrilo, que quedaron en el suelo, mientras
las madres de las niñas, unas hipócritas, según lo afirmó la criada, lamentaban
el desastre ocurrido en un día tan importante.
La criada encendió las velas de la torta y corrió las
cortinas para que relucieran las luces misteriosas de las llamas. Un breve silencio
animó el rito. Pero Lucio no cortó la torta ni apagó las velas como lo exige la
costumbre.
Ocurrió un escándalo: Milona clavó el cuchillo y Elvira
sopló las velas.
Ángela, que estaba vestida con un traje de organdí lleno
de entredoses y de puntillas, era distante y fría; no quiso probar ni un confite
de la torta, ni siquiera mirarla, porque en su casa, según su testimonio, para los
cumpleaños, las tortas contenían sorpresas. No quiso beber la taza de chocolate
porque tenía nata y cuando le trajeron el colador, se ofendió y, diciendo que no
era una bebita, tiró todo al suelo. No se enteró, o fingió no enterarse, de la riña
que hubo entre Lucio y las dos niñas apasionadas (ella era más fuerte que Irma,
así lo afirmó), tampoco se enteró del escándalo provocado por Milona y Elvira, porque,
según sus declaraciones, sólo los estúpidos asisten a fiestas cursis, y ella prefería
pensar en otros cumpleaños más felices.
–¿Para qué vienen a estas fiestas las niñas que no quieren
hablar con nadie, que se sientan aparte, que desprecian los manjares preparados
con amor? Desde chiquitas son aguafiestas –rezongó la criada ofendida, dirigiéndose
a la madre de Alicia.
–No se aflija –contestó la señora–, todas se parecen.
–¡Cómo no voy a afligirme! Son unas atrevidas: soplan
sobre las velas, cortan la torta sin ser el niño del cumpleaños.
Milona era muy rosada.
–No me da ningún trabajo para hacerla comer –decía la
madre, relamiéndose los labios–. No le regale muñecas, ni libros, porque no los
mirará. Ella reclama bombones, masas. Hasta el dulce de membrillo ordinario le gusta
con locura. Su juego favorito es el de las comiditas.
Elvira era muy fea. Aceitoso pelo negro le cubría los
ojos. Nunca miraba de frente. Un color verde, de aceituna, se extendía sobre sus
mejillas; padecía del hígado, sin duda. Al ver el único regalo, que había quedado
sobre una mesa, lanzó una carcajada estridente.
–Hay que poner en penitencia a las chicas que regalan
cosas feas. ¿No es cierto, mamá? –dijo a su madre.
Al pasar frente a la mesa, consiguió barrer con su pelo
largo, enmarañado, los dos muñecos, que se besaron en el suelo.
–Teresa, Teresa –llamaban las invitadas.
Teresa no contestaba. Tan indiferente como Ángela, pero
menos erguida, apenas abría los ojos. Su madre dijo que tenía sueño: la enfermedad
del sueño. Se hace la dormida.
–Duerme hasta cuando se divierte. Es una felicidad,
porque me deja tranquila –agregó.
Teresa no era del todo fea; parecía, a veces, hasta
simpática, pero era monstruosa si uno la comparaba con las otras niñas. Tenía párpados
pesados y papada, que no correspondían a su edad. Por momentos parecía muy buena,
pero hay que desengañarse: cuando una de las niñas cayó al suelo por su culpa, no
acudió en su ayuda y quedó repantingada en la silla, dando gruñidos, mirando el
cielo raso, diciendo que estaba cansada.
“Qué cumpleaños”, pensó la criada, después de la fiesta.
“Una sola invitada trajo un regalo. No hablemos del resto. Una se comió toda la
torta; otra rompió los juguetes y lastimó a Lucio; otra se llevó el regalo que trajo;
otra dijo cosas desagradables, que sólo dicen las personas mayores, y con su cara
de pan crudo ni me saludó al irse; otra se quedó sentada en un rincón como una cataplasma,
sin sangre en las venas; y otra, ¡Dios me libre!, me parece que se llamaba Elvira,
tenía cara de víbora, de mal agüero; pero creo que Lucio se enamoró de una, ¡la
del regalo!, sólo por interés. Ella supo conquistarlo sin ser bonita. Las mujeres
son peores que los varones. Es inútil”,
Cuando volvieron de su viaje los padres de Lucio, no supieron quiénes fueron
las niñas que lo habían visitado para el día de su cumpleaños y pensaron que su
hijo tenía relaciones clandestinas, lo que era, y probablemente seguiría siendo,
cierto.
Pero Lucio ya era un hombrecito.
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