Inés Arredondo
Hay un gran árbol, pero
no puedo mirarlo, y he dicho que mañana lo vengan a cortar.
Vi el día en que lo plantó Lucano Armenta.
La mujer que llevaba en brazos al recién nacido tendría dieciocho años cuando mucho
y no dejaba de mirar a Lucano mientras él paleaba y sudaba. El árbol era para el
niño, pero la que lo tenía en brazos miraba al padre de una manera que borraba esa
intención. Parecía que el hombre removía la tierra de un lado a otro, rítmicamente,
sólo para que ella lo viera, para que disfrutara a sus anchas mirando el juego de
los músculos y adivinando las gotas de sudor que corrían como un cosquilleo entre
la piel y la camisa. Lucano sonrió dichoso al sentir esa mirada en sus espaldas.
Se volvió y caminó hacia la mujer como en un sueño –iluminado y joven, hermoso Lucano
Armenta–. La abrazó con fuerza y la besó en la boca. El chiquilín lloró porque lo
apretaban, y ellos se rieron a carcajadas del llanto, del olvido, del niño. Se miraron
como si la sola mirada pudiera fundirlos. Luego Lucano la dejó y plantó el árbol.
El corredor da
hacia el norte; detrás están el jardín con el amate joven y luego se entra en la
huerta umbrosa que llega en declive hasta el río. De las columnas y los arcos que
separan el portal del jardín, cuelgan las enredaderas de trompeta y veracruzana
que defienden del sol que ciega. En ese portal, hace muchos años, cuando Román tenía
cuatro, velamos el cuerpo de Lucano Armenta.
Aquel
día nada parecía posible. Imposible era que el sol estuviera alto, que existieran
una hora marcada por un reloj, un pasado, un futuro, que Lucano estuviera ahí, sin
moverse. Era imposible que aquella bala de tres centímetros que alguien había vendido
sobre un mostrador, que hombres habían fabricado y tocado, una bala como hay millones
en el mundo, que aquella bala, aquélla, hubiera tenido que buscar un cuerpo, uno
sólo, el preciso, para derribarlo. Todos dijeron que se trataba de un accidente
de cacería, pero no era así.
Su
cuerpo estaba allí y parecía que su boca sonreía. No había sangre; cuando lo trajeron
ya no había sangre. Estaba pálido, nada más eso, y dijeron que el balazo había sido
en el pecho, donde debía de ser. Vestido de kaqui, con sus ropas de campo, esperaba
paciente a que aquel segundo en que tropezó y su dedo rozó el gatillo fuera revocado;
estaba seguro, él también, de que aquello no era posible, por eso sonreía. Como
siempre, yo creí lo que él creía y por eso mandé que sacaran nuestra cama ancha
y blanca, de matrimonio, para que él esperara cómodamente. Esperé también, acurrucada
a sus pies. Esperé la tarde, la noche, y hubiera esperado toda la eternidad a que
se levantara.
Mucho
después de la media noche, cuando todos dormitaban, vi cómo su rostro cambió de
gesto y estuve segura de que el momento había llegado. Me acerqué a él y pronuncié
su nombre por lo bajo para que supiera que no estaba solo; me quedé muy cerca para
ayudarlo. Pasaron los minutos. Sus pestañas se agitaron vivamente, como un parpadeo
de velas, y volvió a quedarse quieto. Yo apretaba todos los músculos de mi cuerpo
y procuraba no respirar. Así permanecí una hora, dos, no sé cuánto tiempo. Bajo
su piel algo como unas luces cambiantes se movían, un temblor levísimo corrió por
sus labios hasta las comisuras. “Lucano, aquí estoy”, y sabía que no debía tocarlo
porque desvanecería aquellos trabajosos intentos que él hacía. Mi voz misma debió
de distraerlo, porque se distendió su cara y ya no hizo ninguna otra tentativa:
algo le impedía reunir las fuerzas suficientes para romper la inmovilidad.
Empezaba
a clarear y los murmullos y los ruidos me fueron penetrando; separé los ojos de
la cara de Lucano y pensé con impaciencia que sería difícil volver a encontrar pronto
la oportunidad de quedarnos solos. Me sentí muy cansada, y me extrañó que sus ropas
estuvieran lisas y bien planchadas después de la noche que habíamos pasado.
Cuando
el sol hubo salido por completo, me di cuenta de que ya todos se habían acostumbrado
a la idea de que había muerto. Yo les decía que eso era imposible, pero ellos ya
se habían acostumbrado también al imposible. Ni su padre, ni un amigo que comprendiera
que él no podía morir así. Trajeron la caja y ya no hubo sonrisa en su cara, creyó
tal vez que yo lo había abandonado, porque no veía que me sujetaban veinte manos.
Tiempo
después volví en mí, en lo que quedaba de mí, y no pude hacer otra cosa que aferrarme
a Román y llorar asida a él. Jamás lloré a solas, porque temí olvidar al niño un
instante, el preciso para caer en la tentación de abandonarlo yo también.
No hay comentarios:
Publicar un comentario