Silvina Ocampo
“Certifico que Da. Claude Vildrac, de estado soltera, de profesión… que sí
lee y escribe, y cuya fotografía, impresión digitopulgar derecha y firma figuran
al dorso, es nacida… 15 de abril de 1922… en el pueblo… Cap. Federal, Buenos Aires,
Rep. Argentina… tiene 1 m 40 cm de altura, el cutis de color blanco, cabello rubio,
nariz de dorso recto, boca med. y orejas med.”…
Claude seguía las huellas de su cara con las dos manos
y mirando el pasaporte pensaba: “No tengo que perder este pasaporte. Soy Claude
Vildrac y tengo 14 años. No tengo que olvidarme; si pierdo este pasaporte ya nadie
me reconocería, ni yo misma. No tengo que perder este pasaporte. Si llegara a perderlo,
seguiría eternamente en este barco hasta que los años lo usaran y prepararan para
un naufragio. Los barcos viejos tienen todos que naufragar, y entonces tendría que
morirme ahogada y con el pelo suelto y mojado, fotografiada en los diarios: La chica
que perdió su pasaporte.
“Tengo que llegar a Liverpool, en donde me espera mi
tía con el sombrero en la punta de la cabeza. Mi tía Mabel tiene una casa grande
con cinco perros, tres daneses y dos galgos. Un galgo blanco que llegó fotografiado
en una de las cartas breves de Mabel: ‘This is my beautiful Lightning’, nombre difícil
para un perro, a quien hay que llamar muchas veces. Mi tía Mabel tiene un jardín
con flores y una fábrica de tejidos. No quiero llegar demasiado pronto a Liverpool,
porque los días a bordo son todos días de fiesta, y quiero tener muchos días de
fiestas corriendo por la cubierta, sola, sola, sola, sin que nadie me cuide.
“Alguien me preguntó si estaba triste, porque anoche
apoyaba mis manos sobre mis ojos de sueño. No, no estaba triste; mi padre me recomendó
al comisario de a bordo y a una familia de nombre extraño que se me olvida todo
el tiempo. El día que salía del barco las campanas tocaban como en la elevación,
y el comedor estaba lleno de olor a flores y los abrazos me hundieron tanto el sombrero
que no veía más que los pies despedirse con pasos de baile. Mi padre me quitó el
sombrero para verme los ojos, y en ese momento vi que había montones de ojos a mi
alrededor que lloraban. Sentí que ése era un momento de la vida en que había que
llorar. Refregué mis ojos y guardé mi pañuelo en la mano como un signo de llanto
hasta el final de la despedida.
“Cuando me dieron el último abrazo, las campanas sonaban
como las campanillas de los helados en la calle”. La sirena hacía temblar el barco,
como si se fuera a romper tres veces, y después el silencio del agua se llenó de
luces y de tres campanadas en el reloj de los ingleses. Buenos Aires ya estaba lejos.
“Así son los viajes”, pensaba Claude Vildrac, “tan distintos de lo que uno ha previsto.”
Sentada sobre la cama del camarote, leía su pasaporte como un libro de misa.
Hacía ya una semana que se había embarcado a bordo del Transvaal, transatlántico
flamante de banderitas y de estrellas. Antes de embarcarse habían visitado el barco
ella y su madre, habían elegido el camarote, habían buscado corriendo el bote de
salvamento correspondiente a un caso de naufragio. El terror le puso a Claude el
rostro que tenía en el pasaporte, los ojos se le habían ensanchado profundamente
con las olas de las tormentas que hacen naufragar los barcos. Su madre se había
reído, y a Claude le pareció un presagio funesto. Recordó que ese día habían almorzado
en un restaurante que se llama La Sonámbula. En cada plato había una sonámbula chiquitita,
de cabello suelto, con los brazos tendidos, cruzando un puente; esa sonámbula era
más bien una mujer recién desembarcada de un naufragio, que perdió su pasaporte
a los catorce años, su casa y su familia.
Se asomó por el ojo de buey: el mar estaba azul marino,
de tinta muy azul; el barco crujía suavemente de un lado al otro. Era increíble
lo distinto que podía ser el mar de los baños de mar, el mar de las playas, del
mar de a bordo, tan duro, tan impenetrable como las mesas de mármol veteadas de
verde. Claude tenía el cabello húmedo de un baño de pileta, que había durado más
de dos horas. Elvia la había retado. ¿Quién era Elvia? No sabía su apellido, no
sabía quién era su padre ni su madre, y, sin embargo, Elvia era la persona a quien
ella seguía a bordo todo el día; era la persona a quien daría su salvavidas el día
del naufragio. Guardaba preciosamente un pedazo de cinta, con la cual Elvia se había
atado el cabello el día de cruzar la línea. El comedor estaba lleno de luces aquella
noche, la música de circo se había vuelto sentimental. Las mesas también estaban
vestidas de baile, y los crackers eran de un verde de aguas marinas, con anchas
mariposas y caballos de carrera y bailarinas y cazadores pintados encima. Pero Elvia
no estaba vestida de baile; llevaba un vestido que lloraba de soledad en el brillo
de la noche; los cinco frascos de perfume con que se había perfumado hacían como
un jardín alrededor de ella, que la guardaba encerrada.
¿Quién era Elvia? “Una guaranga”, decían “algunos”.
“Una mujer de la vida”, había dicho un viejo, tapándose la boca, como si tosiera,
al ver el cabello suelto y las piernas rasguñadas de Claude. “Una mujer de la vida”
debería tener un traje negro de trabajadora, con grandes remiendos y zapatos gastados
de caminar por la vida. Así veía Claude a “las mujeres de la vida”, con la boca
despintada y una gran bolsa en las espaldas, como los linyeras, caminando de estancia
en estancia.
Claude recordaba una mañana en que, corriendo por el decktennis, se había
caído al suelo. Elvia la había recogido con un gesto maternal y le había vendado
la rodilla lastimada con un pañuelo fino. Después, cuando se encontró sola, vio
que la esquinita del pañuelo llevaba un nombre bordado: Elvia. Así había conocido
a Elvia.
Recostó su cabeza contra la frescura blanda de la almohada;
las almohadas eran caracoles blancos donde se oye de noche el ruido del mar, sin
necesidad de estar embarcada.
Lo que más le gustaba de a bordo eran los desayunos
por las mañanas, la música de circo, el miedo de los naufragios y Elvia.
Pero de pronto un pez redondo, de aletas festoneadas
por las grandes profundidades del mar, con un pico largo de medio metro, entró por
la puerta volando; primero empezó a picar las peonías de un cuadro y después las
bombitas de luz. El cuarto quedó en tinieblas, envuelto entre los tules rayados
del mar. La angustia se apoderó de Claude: la angustia de haber perdido el espectáculo
del naufragio. ¿El barco se habría hundido hacía ya cuánto tiempo? Y, de repente,
de una bombita rota, surgió una llama imperceptible, que fue creciendo y derramándose
por el suelo y sobre las sillas. El barco entero se iba a incendiar de ese modo.
“¡Incendio, incendio!”, todas las puertas de los camarotes se abrían a gritos. Claude
salió corriendo, repitiendo el número del bote de salvamento 55, como una letanía.
Subió las escaleras. Los botes estaban todos llenos de gente en camisón. Estaban
todos los pasajeros: los que comían en el comedor grande y los que comían en el
comedor chico; estaban los mozos y los dos peluqueros, estaban los oficiales y los
marineros, los músicos, los cocineros y las mucamas. Estaban todos, menos Elvia.
Elvia venía caminando lejos, lejos, por el puente, y no llegaba nunca. Elvia, transformada
en la sonámbula del plato, no llegaba nunca, nunca. Claude corría detrás de ella
con el salvavidas en los brazos. El barco se hundía para siempre, llevándose su
nombre y su rostro sin copia al fondo del mar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario