Silvina Ocampo
La casa era de varios pisos. Era una casa de campo con
trechos inmensos de playas desiertas, donde se asomaban los árboles y los ladrones.
En los techos crecían cada día nuevas telarañas que enardecían el plumero más alto
de la casa; y brotaba de los muebles y de las sábanas guardadas como plantas de
un invernáculo obscuro, olor a choclo recién cortado.
Hacía frío de invierno en la casa
vacía, pero a Eladio Rada, el casero, las estaciones no se le anunciaban ni por
el frío ni por el calor. Nunca miraba el cielo. La llegada o la ausencia de la familia
era el único cambio de estación que él conocía. Cuando empezaba a oír su nombre
cercándolo a gritos por todos lados, voces grandes, voces chicas llamándolo: “Eladio”,
“Eladio”, sabía que llegaba el buen tiempo y que la familia pronto vendría a invadir
la casa; sabía que entonces las camas todas las noches se llenarían de mosquiteros,
habría que quitar los forros blancos de los muebles, habría que encerar los pisos
para que los niños patinaran encima, rayándolos con resplandores opacos.
Y entonces, sólo entonces, oía
cantar las chicharras del jardín y ya no se animaba a mirar la estatua desnuda del
hall.
Pero ahora vivía en la mitad del
invierno, la casa era de él solo y de los cuatro perros que debía cuidar. Él mismo
tenía que hacerse la comida, en un calentador Primus, que susurraba en el silencio
de mediodía y de la noche. Hubiera tenido tiempo para dormir la siesta y para pensar
en la mujer con quien quería casarse, si no hubiera sido por el miedo a los ladrones.
Había lugares inexplorados de la
casa, en donde se oían ruidos, de noche, que lo despertaban; entonces se levantaba
con la escopeta que le habían dado los patrones, revisaba las persianas, pero nunca
llegaba hasta ese lugar lejano y misterioso por donde entran los ruidos de la noche
que hacen ladrar a los perros. Por eso Eladio Rada se dormía de día en los bancos
del jardín y los chicos se burlaban de su cara de idiota.
En un cajón lleno de clavos, recortes
de diarios y alambres viejos, Eladio tenía guardada la fotografía de su novia. Sabía
lavar bien y cocinar mejor, era trabajadora. Habían salido a pasear unas cuantas
veces y era el único recuerdo de su vida. Eladio no sabía cómo hacer para pedirle
que se casara con él, y cada vez que intentaba decírselo, ponía cara de perro enojado,
dándole empujones al cruzar las calles; pero Angelina no se daba cuenta de nada,
ni siquiera le dolían los empujones y se despedía en las esquinas de las calles,
riéndose con los jardineros.
Eladio se pasaba las horas de invierno
con los ojos sumidos en las baldosas del corredor. Angelina había desaparecido.
No sabía si había soñado una novia con quien se fotografió en el Jardín Zoológico,
un día memorable que fue a pasear a Buenos Aires. Angelina se había apoyado ese
día sobre su brazo porque estaba cansada; llevaba un traje nuevo. No tenía otro
recuerdo. Y cuando cruzaba el hall se detenía, mirando para otro lado, junto a la
estatua desnuda. ¿Así sería el cuerpo de una mujer? Angelina debía de ser tres veces
más linda, tres veces más gorda, cuando se bañaba tal vez desnuda por las mañanas.
En esos momentos en que la cabeza
de Eladio se surcaba de corredores por donde paseaba Angelina, su novia perdida,
invariablemente oía ruidos de ladrones invisibles que hacían ladrar los perros,
y salía por la casa desierta a revisar las persianas que se multiplicaban alrededor
de la casa.
Un día Eladio Rada se moriría y
en el momento de morirse desfallecido en la cama del hospital, con los ojos perdidos
en las regiones del techo, se levantaría a revisar las persianas y las puertas de
la casa, donde se asomarán los ángeles.
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