Alberto López Aroca
Al
principio,
yo
quedé
con
mi
contacto
en
que
iba
a
ser
lo
de
siempre,
que
no
íbamos
a
tener
más
complicaciones
que
las
normales
en
esto.
Porque
como
se
puede
usted
imaginar,
complicaciones
las
tenemos
a
patadas,
¿eh?
Pero
a
patadas.
Y
yo
no
digo
que
sea
una
cosa
poco
honrada,
que
no
lo
es,
porque
a
esa
pobre
gente
luego
la
putean
mucho,
pero
eso
lo
hacen
los
empresarios,
¿sabe
usted?
Los
empresarios,
que
son
los
que
buscan
lo
que
buscan,
o
sea,
mano
de
obra
y
no
barata,
no,
sino
gratis.
Y
claro,
gratis,
gratis,
lo
que
se
dice
gratis,
pues
no
puede
ser,
porque
la
vida
está
muy
jodida,
y
no
sólo
por
ahí,
de
donde
vienen
todos
éstos,
no,
sino
también
aquí.
Y
lo
que
yo
digo,
vamos,
es
que
si
vienen
es
por
algo,
y
es
porque
se
piensan
que
esto
va
a
ser
la
hostia,
que
se
van
a
hacer
ricos,
o
vete
tú
a
saber.
Y
este
país
puede
ser
cualquier
cosa
menos
Jauja.
Yo,
sin
ir
más
lejos,
estoy
bien
jodido.
¿Se
cree
usted
que
me
gusta
pegarme
las
palizas
de
camión
que
me
pego
yo,
eh?
Mire,
hasta
cinco
días
sin
dormir
he
estado
yo
en
la
carretera.
Y
claro,
luego
vienen
que
si
los
accidentes,
los
ayayais
y
los
madres
mías.
Y
es
que
no
puede
ser,
coño,
que
para
mantener
a
la
familia
uno
tenga
que
hacer
estas
cosas.
Pero
cuando
no
hay
más
cojones,
no
hay
más
cojones,
y
ya
está.
A mí
la
verdad
es
que
me
dan
mucha
lástima,
qué
quiere
que
le
diga,
pero
también
me
da
mucha
lástima
ver
a
los
chavales
aquí,
que
se
pegan
media
vida
estudiando,
se
sacan
su
carrera
y
al
final
terminan
de
barrenderos.
¡Y
eso
con
suerte,
ojo!
Porque
las
cosas
están
así
de
mal,
o
peor.
Y
si
encima
te
vienen
yo
qué
sé
la
de
extranjeros
de
todas
las
partes
del
mundo,
pues
mira…
Y
es
que
en
parte
la
culpa
la
tienen
los
jóvenes,
que
no
quieren
trabajar
en
las
cosas
de
toda
la
vida.
Dígale
usted
a
uno
de
los
chiquillotes
esos
que
se
ven
por
la
calle,
borrachos
del
todo,
que
se
vaya
a
coger
ajos.
¿Sabe
qué
le
va
a
decir?
Que
unos
cojones,
que
vaya
su
puta
madre,
con
perdón.
Y
es
que
no
saben
que
nosotros,
sus
padres,
nos
estamos
partiendo
el
pecho
por
ellos.
Y
así
va
España.
No, no
le
pienso
decir
el
nombre
de
mi
contacto,
señor.
¿Usted
qué
se
ha
creído,
que
yo
soy
tonto
o
qué?
Bastante
tengo
ya
encima
con
esto,
como
para
encima
buscarme
más
complicaciones.
Que
esta
gente
no
se
anda
con
tonterías,
oiga,
que
a
las
primeras
de
cambio
te
pegan
un
tiro
y
se
quedan
más
anchos
que
largos.
Pues
sí,
hombre,
no
faltaba
nada
más
que
eso.
Lo del
tío
raro
sí
que
se
lo
voy
a
contar,
claro
que
sí.
Es
que
si
no,
¿cómo
se
explica
esta
mierda?
La
verdad
es
que
yo
no
lo
entiendo,
y
aún
me
tiemblan
las
manos,
para
qué
nos
vamos
a
engañar.
Me
tomaría
un
cafelito,
¿sabe?
Sí,
con
leche
estaría
bien.
Y
si
tienen
algo
de
comer…
No,
no
se
moleste,
si
con
un
bollo
de
esos
que
tienen
en
la
máquina
de
ahí
afuera
me
vale.
Es
que
la
he
visto
cuando
estaba
en
la
sala
de
espera,
sí.
Muchas
gracias,
señor.
Pues eso,
que
no
sé
cómo
me
pueden
quedar
ganas
de
tragar,
pero
bueno,
yo
soy
así
de
toda
la
vida,
me
gusta
cumplir.
Ya, al
grano.
Yo llevé
el
camión
hasta
un
puerto
de
Francia,
y
allí
teníamos
que
recoger
la
mercancía.
Y
no
ponga
esa
cara,
porque
yo
no
les
llamo
mercancía
porque
me
guste,
sino
porque
se
dice
así.
Yo
entiendo
que
son
personas,
pero
vienen
aquí
a
lo
que
vienen,
y
aunque
me
dan
un
poco
de
lástima,
tampoco
puedo
andarme
con
tontunas
de
si
tal
o
de
si
cual.
Había
unos
doscientos
o
doscientos
y
pico,
que
yo
no
los
conté,
porque
los
ayudaron
a
subir
los
franceses.
Que
no
eran
franceses,
¿sabe?,
sino
rumanos,
como
ellos.
Para
que
luego
digan
de
nosotros;
su
misma
gente
es
la
que
los
lleva
para
arriba
y
para
abajo,
y
luego,
los
que
son
como
yo,
nos
llevamos
las
hostias.
Nosotros
somos
los
tontacos.
Si
los
pillan
a
ésos,
los
mandan
a
su
país
de
vuelta,
hala,
y
si
me
pillan
a
mí,
como
me
han
pillado,
me
joden
la
vida.
¿Y
esto
es
justicia,
señor?
¿Usted
me
puede
decir
a
mí
que
esto
es
justicia?
Ni
justicia
ni
nada.
Esto
es
una
mierda.
Que sí,
señor,
que
me
centro
en
lo
que
estamos.
Pues sí,
eran
rumanos,
y
lo
sé
por
el
acento
y
la
pinta,
que
yo
ya
he
visto
gente
de
todas
partes.
Y
no
digo
que
los
haya
llevado
yo,
¿eh?
Que
ésta
es
la
primera
vez
que
yo
me
meto
en
un
fregao
así,
y
la
última.
Y
sólo
por
los
cuartos,
que
son
la
perdición
de
todo
hijo
de
vecino.
¿O
es
que
usted
está
aquí
a
estas
horas
de
la
madrugada
por
gusto?
Claro,
coño.
El
dinero
nos
mueve
a
todos,
y
cada
cual
hace
lo
que
le
toca.
A
mí,
llevar
a
los
rumanos
abajo,
y
a
usted,
hablar
conmigo
y
sacarme
toda
la
información
que
pueda.
Si
yo
le
entiendo,
¿sabe?,
que
soy
una
persona
muy
comprensiva,
no
se
crea
otra
cosa…
Yo
entiendo
a
todo
el
mundo:
a
usted,
a
los
jefes,
a
la
pobre
gente
que
se
viene
aquí
para
ganarse
la
vida…
Los
entiendo
a
todos.
Por
eso
me
extrañó
lo
que
pasó
al
principio,
cuando
los
fueron
subiendo
al
camión.
Yo
estaba
en
el
bar
de
enfrente,
mirando
por
la
ventana,
y
entonces
vi
que
empezaron
a
pegarse
con
los
nuestros.
Me
extrañó,
porque
que
yo
sepa,
eso
no
suele
ocurrir.
Esa
gente
viene
porque
le
da
la
gana,
y
si
se
tiene
que
subir
a
un
camión
y
pegarse
ocho,
diez,
quince
horas
de
viaje
como
sardinas
en
lata,
se
las
pegan
sin
rechistar.
Y
oiga,
tan
a
gusto.
Muy
mal
tienen
que
estar
en
su
país,
sí,
pero
en
fin…
El
caso
es
que
salí
a
ver
qué
pasaba,
y
me
acerqué
al
encargado,
que
le
estaba
dando
de
bofetadas
a
uno
que
se
había
puesto
gilipollas
y
le
pregunté
que
qué
pasaba.
–A lo
tuyo
–me
dijo,
y
yo
me
hice
a
un
lado
y
me
quedé
mirando
para
enterarme
de
cómo
iba
a
acabar
ese
follón.
Porque
yo
no
quería
follones,
que
si
alguien
no
quería
venir,
por
mí
se
quedaba
en
tierra
y
aquí
paz
y
después
gloria.
Por lo
visto
había
tres
o
cuatro
que
iban
con
sus
mujeres
y
con
sus
hijos,
y
no
querían
subir
al
camión
con
el
tío
raro.
Esto
me
lo
dijo
uno
de
los
que
iban
con
el
encargado,
uno
que
no
era
rumano,
yo
creo
que
era
bosnio
o
algo
así.
El
caso
es
que
chapurreaba
un
poco
el
francés
y
el
español,
y
me
lo
contó.
Yo
al
tío
raro
no
lo
vi,
porque
estaba
ya
al
fondo
del
camión,
con
los
otros.
Y
me
pareció
una
cosa
muy
extraña,
la
verdad.
Pero
total,
los
subieron
a
hostias
y
me
dijeron
que
chitón,
que
a
mí
eso
ni
me
iba
ni
me
venía.
Y
no
me
hacía
gracia,
¿eh?,
que
a
mí
no
me
gusta
llevar
a
la
gente
a
disgusto.
Pero
en
fin…
Algunos de
los
que
subían
iban
cuchicheando
entre
ellos,
todos
muy
serios,
¿sabe
usted?
Ahora
que
lo
pienso,
aunque
no
entiendo
ni
una
palabra
de
rumano,
supongo
que
estarían
hablando
del
tío
raro.
A
saber…
Los cargaron
a
todos,
a
mí
me
dieron
el
fajo
de
billetes
que
se
han
quedado
ustedes,
y
me
explicaron
que
me
darían
el
resto
al
llegar
a
Madrid.
Lo
normal
en
estos
casos…
Vamos,
digo
yo
que
será
lo
normal,
porque
es
la
primera
vez,
ya
le
digo.
Yo
me
subí
en
mi
camión,
y
cogí
carretera
y
manta
con
toda
tranquilidad.
Ya
me
habían
avisado
de
que
tuviera
mucho
cuidado,
y
me
explicaron
la
ruta
mil
veces,
pero
yo
me
la
sabía
de
memoria.
A
la
hora
o
así,
tuve
que
parar
en
la
frontera
y
pagar
las
tasas
y
todo
eso,
y
también
unté
un
poco
a
los
guardias,
claro.
Así
se
hacen
estas
cosas,
que
yo
sepa.
Sin
problemas,
vamos.
Hasta
me
tomé
unos
cafés
con
los
franceses,
¿sabe?
Me
bajé
a
la
garita
y
ahí
cerré
el
trato…
Bueno,
en
realidad
el
trato
ya
lo
habían
cerrado
los
jefes
hace
días,
¿no?
Pero
pasa
lo
que
pasa,
que
esa
gente
también
tiene
hijos
que
mantener,
y
procuran
arañar
cuatro
perras
más
si
pueden…
Y
uno,
para
evitarse
problemas,
les
paga
un
poquito
más
de
la
cuenta
y
en
paz,
hombre,
para
qué
vamos
a
reñir.
Y
eso
me
lo
quité
yo
de
mi
bolsillo,
¿eh?
Pues
nada,
estábamos
tan
tranquilos
cuando
empezamos
a
oír
los
gritos.
Y
dice
uno
de
los
guardias
franchutes,
que
hablaba
español
mejor
que
yo,
que
soy
de
Cuenca:
–Eso es
en
el
camión.
–No, hombre
–le
digo
yo–.
¿Cómo
va
a
ser
en
el
camión?
Si
dentro
ya
pueden
estar
cayendo
rayos
y
centellas,
que
a
la
parte
de
fuera
no
llega
nada
de
nada.
–Vamos a
ver
–dice,
y
va
y
saca
la
pistola.
Total, que
salimos
de
la
garita
y
vamos
para
el
camión.
Y
sí,
los
gritos
eran
de
allí
dentro.
Y
yo
pensé:
“¿Pero
esto
cómo
puede
ser?”.
Y
di
la
vuelta
y
me
fijé
en
que
las
puertas
estaban
mal
cerradas,
¿sabe?
Habían
echado
el
cerrojo,
pero
la
parte
baja
no
estaba
bien
enganchada.
Me
di
cuenta
porque
vi
un
montón
de
manos
que
asomaban
por
ahí
abajo,
y
hacían
fuerza
para
salir.
Estaban
armando
un
escándalo
de
mil
demonios,
y
el
guardia
francés
me
dijo
que
me
cortara
un
pelo
y
que
llevara
el
camión
a
otra
parte
pero
ya,
o
se
quedaba
en
la
frontera.
A
mí
me
dio
no
sé
qué,
porque
además,
así
no
podía
cerrar.
Tenía
que
abrir
la
puerta
otra
vez
para
no
pillarles
las
manos.
¡Menudo
lío!
Y
anda
que
me
lo
dejó
bien
claro
mi
contacto:
“Ni
se
te
ocurra
abrir
la
puerta
hasta
que
estés
en
Madrid,
o
te
buscas
un
problema
con
nosotros”.
¿Y qué
iba
a
hacer
yo,
si
además
tenía
al
franchute
con
la
pistola
en
la
mano
y
una
cara
de
mala
virgen
que
no
podía
con
ella?
Pues
seguir
adelante,
por
supuesto.
¿Qué
habría
hecho
usted
en
mi
lugar,
eh?
Lo
mismo.
Se
lo
digo
yo,
señor.
¡Hombre, el
café!
No
sabe
usted
lo
bien
que
me
va
a
venir,
oiga,
que
estoy
que
me
duermo.
Y
el
bollo
este…
¿No
había
en
la
máquina
unos
de
esos
que
llevan
chocolate
por
dentro
también?
¿Sabe
de
cuáles
le
digo?
Ya,
ya,
no
es
cuestión
de
abusar.
Si
a
mí
estos
que
llevan
sólo
chocolate
por
fuera
también
me
gustan
mucho.
Pero
tómese
usted
uno
y
me
acompaña,
¿no?
Vale, vale,
a
lo
que
estábamos.
Pues sí,
señor.
Cogí
el
portante,
como
quien
dice,
y
me
metí
en
la
Península,
que
no
sabe
usted
el
descanso
que
le
queda
a
uno
cuando
sabe
que
ya
está
en
su
patria.
Y
es
que
lo
de
salir
fuera
para
trabajar
no
le
gusta
a
nadie,
se
lo
digo
yo.
Cada
vez
que
entro
en
España,
me
da
como
un
no
sé
qué,
¿sabe
usted?
Primero
como
emoción,
que
uno
dice
“Hala,
ya
estoy
en
mi
casa”,
aunque
estés
en
Cataluña
y
te
queden
horas
de
carretera.
Pero
hacerlas
aquí,
en
carreteras
de
las
nuestras,
ya
no
es
lo
mismo.
Y
aparte
de
la
emoción,
también
es
que
haces
el
resto
de
viaje
más
tranquilo,
pensando
que
lo
más
que
puede
pasar
es
que
lo
paren
ustedes
a
uno,
y
ya
sabe,
un
cigarrito
y
a
tragar
millas.
Pero esta
noche
la
cosa
no
estaba
como
para
tranquilizarse.
Y
ya
no
es
sólo
saber
que
detrás
llevaba
a
toda
esa
gente,
no.
El
problema
es
que
desde
que
había
pasado
la
frontera,
los
cabrones
no
habían
dejado
de
gritar.
Y
que
el
remolque
no
estuviera
bien
cerrado
era
una
preocupación
más.
Y
es
eso
que
le
digo,
los
gritos
es
que
los
tengo
aún
metidos
aquí,
en
la
sesera.
¿Se
lo
imagina
usted?
Ya,
claro
que
se
lo
imagina.
Después
de
haber
visto
lo
que
yo,
claro
que
se
lo
tiene
que
imaginar.
Ya sabe
usted
lo
del
cabrito
ese
que
venía
con
las
luces
largas,
el
muy
hijo
de
puta.
A
ése
sí
que
lo
tenían
que
pillar
ustedes,
¿sabe?
Ése
sí
que
es
un
criminal,
a
mí
que
no
me
fastidien.
Yo
que
ya
tenía
bastante
con
el
guirigay
que
me
estaban
montando
los
rumanos
atrás,
no
hago
más
que
pasar
Calatañazor,
y
ya
sabe
usted,
como
a
tres
o
cuatro
kilómetros
del
Burgo
de
Osma,
en
un
tramo
que
es
una
recta,
coño,
y
va
y
me
sale
el
cabronazo
ese
de
las
luces
largas,
y
yo
que
lo
veo
me
digo:
“¡Se
me
tira
encima,
se
me
tira
encima!”.
Y
hala,
volantazo
y
a
tomar
por
saco.
Pero
qué
le
voy
a
contar
a
usted,
que
estará
harto
de
ver
estas
cosas
día
sí,
día
también.
Ya, ya,
lo
de
después,
que
eso
sí
que
no
es
de
verlo
todos
los
días.
Bueno, pues
total,
la
máquina
se
me
salió
a
la
derecha,
al
bosquecillo,
me
tragué
yo
qué
sé
la
de
árboles,
y
al
final
volcó.
¡Menuda
hostia,
señor!
¡Pero
de
las
gordas,
eh!
Yo
creía
que
me
había
matado,
pero
no.
En
el
fondo
aún
tendré
que
dar
gracias
a
Dios
y
todo…
Cuando vuelvo
en
mí
y
me
veo
ahí,
sujeto
por
el
cinturón
de
seguridad,
me
digo
“¡Menudo
milagro!”.
Y
entonces
me
acuerdo
de
las
pobres
gentes
de
ahí
atrás,
que
ya
ni
chillaban
ni
nada,
y
digo
“¡Me
cago
en
Satanás,
que
me
los
he
cargado
a
todos!”.
Así me
gusta
el
café,
calentito,
calentito,
casi
hirviendo.
Y
lo
bien
que
sienta
ahora.
Si
es
que
son
muchas
horas
sin
dormir,
y
encima
con
el
trauma
del
golpe…
¿Me
dejarán
echar
una
cabezada
aunque
sea
en
el
calabozo?
Ya, ya…
El caso
es
que
me
las
ingenié
para
salir
de
la
cabina,
que
el
camión
había
volcado
del
lado
derecho,
y
yo
tuve
que
salir
por
la
puerta
del
conductor.
Y
miré
a
ver
si
el
cabronazo
de
las
luces
largas
había
parado,
pero
¡quia!,
ése
se
había
largado
de
allí
y
no
quería
saber
nada.
Total,
que
salgo
fuera,
compruebo
que
no
tengo
nada
roto,
y
digo:
“Pues
a
esta
gente
habrá
que
sacarla
de
ahí
adentro,
que
alguno
quedará
vivo,
y
al
ir
tantos
habrán
hecho
de
colchón
unos
con
otros”.
Y
claro,
ya
a
esas
alturas,
me
daba
lo
mismo
que
me
hubieran
dicho
que
no
abriera
la
puerta
hasta
llegar
a
Madrid,
porque
llegar
llegar,
lo
que
se
dice
llegar,
ya
no
íbamos
a
llegar
a
ninguna
parte.
Y abrí
la
puerta.
¡Vaya
si
la
abrí!
¡Y
maldita
sea
la
hora
en
que
se
me
ocurrió!
Yo
ahora
lo
pienso
y
¿sabe
usted?,
ojalá
y
me
hubiera
mordido
la
mano
un
gorrino.
Así
de
claro
se
lo
digo.
Porque
no
es
lo
mismo
contarlo
así,
a
lo
pavo,
tomándonos
un
café
tranquilamente,
que
estar
allí.
Me voy
para
la
parte
de
atrás
del
camión,
y
yo
ya
sabía
que
aquello
iba
a
ser
un
disparate,
¿sabe
usted?
Pero
no
tanto
como
lo
que
me
encontré.
Mire,
los
pilotos
de
atrás
aún
funcionaban,
y
algo
alumbraban.
Y
vi
los
chorros
de
sangre
que
se
escapaban
por
los
bajos,
que
ahora
estaban
en
vertical,
a
la
izquierda.
Y
no
había
poca
sangre,
no.
Y
yo
pensé:
“Madre
mía,
menudo
desastre,
si
es
que
se
han
reventado
todos…”
Descorrí el
cerrojo
con
cuidado,
porque
si
me
descuido
la
puerta
se
me
cae
encima…
y
aquello
era
como
para
asustar
al
miedo.
No era
sólo
el
olor
normal
en
sí,
que
aquello
olía
a
doscientas
y
pico
personas
hacinadas,
o
sea,
a
sudor
y
a
mierda
y
a
meados.
Es
que
además
olía
a
la
sangre,
que
usted
sabrá
que
es
así
como
un
olor
dulzón
muy
asqueroso…
A
ver
si
me
explico…
Cuando
uno
se
hace
un
corte
en
un
dedo
y
se
chupa
la
herida,
¿ese
regustillo
que
se
te
mete
en
la
garganta?
Pues
era
como
estar
chupando
sangre
por
la
nariz;
yo
estaba
respirando
sangre…
Y ahí
adentro
algunos
todavía
gemían.
No
podía
verlos…
Bueno,
sí.
Algunos
estaban
amontonados
y
se
cayeron
fuera
del
camión
cuando
abrí
la
puerta…
Y
mire,
yo
no
esperaba
eso…
Me
había
imaginado
a
alguno
reventado
por
el
golpe,
pero
es
que
aquello
no
era
cosa
del
impacto.
No sé
si
me
estoy
explicando,
señor.
Yo
estaba
todavía
atacado
y
un
poco
atontado
por
el
hostión,
y
con
las
luces
rojas
de
atrás
tampoco
podía
ver
gran
cosa.
Mire…
Había brazos
sueltos,
y
piernas,
y
más
sangre
por
todas
partes.
Y
una
cabeza
salió
rodando
y
terminó
ahí,
a
mis
pies,
¿sabe?
Eso…
Eso
no
puede
ser
culpa
del
accidente.
¡Joder,
si
el
camión
se
había
salido,
sí,
y
había
volcado!
Pero
¿cómo
va
alguien
a
perder
la
cabeza,
o
un
brazo,
o
los
dos?
No
tiene
ningún
fuste.
Y dentro,
en
lo
oscuro,
algunos
todavía
gemían…
Yo
estaba
acojonado,
pero
a
la
vez
me
daban
ganas
de
llorar.
Es
una
impresión
muy
gorda.
No
sabía
qué
hacer,
estaba
como
paralizado,
¿comprende?
Me
quedé
mirando
aquello,
y
es
que
no
podía
ni
reaccionar.
Nunca
he
visto
una
cosa
así
antes,
ni
quiero
volverla
a
ver.
Perdone, si
no
le
importa
voy
a
terminarme
el
café,
que
a
mí
en
vez
de
ponerme
nervioso,
me
calma…
Aunque
ahora
no
sé
si
me
va
a
caer
bien
al
estómago…
Lo que
quería
decirle
es
que
antes
de
verlo,
lo
oí.
Se
lo
juro
por
mi
madre
que
le
digo
la
verdad,
señor…
Lo
oí
aullar
ahí
dentro,
entre
los
muertos.
Y
se
lo
juro
otra
vez,
no
era
ninguno
de
esos
pobrecillos
que
aún
quedaban
vivos,
que
a
ellos
todavía
se
les
oía.
Poco,
pero
se
les
oía.
Esto era
otra
cosa,
señor.
Ni
gemidos
ni
hostias
en
vinagre;
ese
aullido
lo
tuvieron
que
sentir
en
Calatañazor
y
en
el
Burgo,
se
lo
digo
yo.
Eso,
señor,
no
era
un
hombre,
se
lo
juro
por
mis
hijos.
Se
me
pusieron
los
pelos
como
escarpias.
Lo
primero
que
pensé
al
oír
aquello
entre
tantos
cadáveres
fue
que
de
alguna
manera,
alguien
me
había
colado
un
tigre
en
el
camión.
Un
tigre
como
una
casa
de
grande,
y
es
que
no
le
veía
otra
explicación.
O
sea,
le
digo
la
verdad,
no
me
cagué
ni
me
meé
en
los
pantalones
porque
ya
me
había
aliviado
en
la
frontera,
cuando
estuve
con
los
franchutes.
Ya
no
me
extrañaba
que
los
rumanos
hubieran
estado
berreando
todo
el
camino.
Ya le
digo,
un
tigre.
Lo
tuve
muy
claro.
No
se
me
ocurrió
que
fuera
un
león,
o
un
leopardo,
o
yo
qué
sé.
No,
un
tigre.
Al segundo
aullido
se
me
quitó
esa
idea
de
la
cabeza.
Ésa,
y
cualquier
otra
idea
que
pudiera
tener,
porque
salí
por
piernas,
carretera
abajo.
Pensé
por
un
momento
en
volver
a
la
cabina
del
camión,
pero
me
dije:
“Sí,
y
unos
cojones”.
Y sí,
sí
que
lo
vi,
señor.
Y
no,
no
era
un
tigre,
ni
un
león,
ni
Cristo
que
lo
fundó.
Estaría a
cincuenta
metros
o
así,
no
más,
que
ya
sabe
que
el
tramo
aquel
es
una
recta.
Y
se
me
ocurrió
volver
la
cabeza,
y
fue
entonces
cuando
lo
vi
salir.
Claro que
sí,
señor,
claro
que
estaba
muy
oscuro,
si
lo
sabré
yo,
que
estaba
allí.
Pero
se
lo
juro
las
veces
que
haga
falta,
por
quien
haga
falta
y
sobre
la
Biblia
de
Tutankamón
si
a
usted
le
da
la
gana:
los
pilotillos
rojos
no
iluminan
mucho,
ni
falta
que
me
hicieron
para
ver
una
cosa
muy
grande,
no
sé,
como
una
vaca
o
un
toro
de
grande.
Y
salió
de
allí,
de
mi
puto
camión,
a
cuatro
patas.
Fue sólo
un
instante,
¿sabe
usted?
Lo
justo
para
verlo
de
lejos,
y
sí,
con
muy
poca
iluminación.
Grande,
muy
grande,
y
sí,
a
cuatro
patas.
Y
si
me
lo
pregunta
usted,
señor,
le
diré
que
aquello
tenía
pelo
negro,
¿de
acuerdo?
Y
orejas
largas.
¿Y
sabe
otra
cosa?
Llevaba
algo
en
la
boca.
Era
la
pierna
o
el
brazo
di
alguien.
Y
la
llevaba
así,
en
esa
bocaza
llena
de
colmillos
que
sí,
que
los
vi
a
cincuenta
metros,
con
menos
luz
que
una
mierda
Vaya
si
los
vi.
Y si
no
está
contento
con
lo
que
le
cuento,
que
no
lo
estará,
menos
le
va
a
gustar
esto
otro:
justo
antes
de
que
siguiera
la
carrera
pensando
que
esa
cosa
iba
a
ir
a
por
mí,
antes
de
que
me
recogiera
doscientos
metros
más
abajo
el
señor
ése
del
Renault
cinco,
aún
vi
más,
¿sabe?
Porque
vi
a
esa
cosa
meterse
en
el
bosque
y
desaparecer
con
el
almuerzo
colgándole
de
las
mandíbulas.
Pero
antes,
señor…
Antes
se
había
enderezado.
Esa
cosa
de
mierda
se
marchó
de
allí
caminando,
¿sabe,
señor?
Andando
como
hacemos
usted
y
yo,
y
todo
el
mundo:
a
dos
patas.
Se
entró
a
los
árboles
y
desapareció.
Mi teoría,
por
si
le
interesa,
es
que
esa
cosa
era
el
tío
raro,
¿se
acuerda?
Ése
con
el
que
no
querían
subir
los
rumanos.
Me
ha
dado
tiempo
a
pensarlo
en
el
rato
que
me
han
tenido
aislado
en
la
habitación
aquella,
y
yo
creo
que
ellos
sabían
que
el
tío
raro
no
era…
bueno,
normal.
Y no
ponga
esa
cara…
No se
ha
creído
usted
ni
una
palabra,
¿verdad,
señor?
Y
sin
embargo,
usted
ha
visto
el
camión,
¿no?
Ha
visto
los
cadáveres.
Y
sabe
perfectamente
que
esa
carnicería
no
la
puede
causar
un
accidente
como
éste,
¿verdad?
Pero me
van
a
cargar
a
mí
todos
los
muertos,
¿no?
¿Es
eso
lo
que
quiere
decir?
Bueno. Créase
lo
que
le
dé
la
gana.
Yo
no
le
puedo
contar
otra
cosa,
porque
lo
que
le
he
dicho
es
la
pura
verdad.
Palabra
de
honor.
Y no,
no
insista:
no
pienso
decirle
el
nombre
de
mi
contacto.
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