Inés Arredondo
A Ana y Francisco Segovia
Para el fiel corazón que apenas llora,
Es aquélla, región consoladora,
Para el alma que en sombras se adelanta,
¡Oh, es celeste Eldorado y Tierra Santa!
Mas quien cruza sus lindes aún viviente,
No osa nunca mirarle frente a frente;
Sus secretos profundos jamás fía,
¡Jamás! a ojos abiertos todavía.
Tal lo manda su Rey, su Rey nos veda
Que allí el párpado inquieto alzarse pueda;
Y si ante el alma que llegó, se esfuma
Todo aquel mundo entre hechizada bruma.
Por una senda oscura y desolada,
Sólo de ángeles malos frecuentada
Donde un ídolo reina, que se nombra
La noche, en trono de misterio y sombra,
Alcanzará, quien visionario ambule,
Aquella penumbrosa, última Tule.
Edgar Allan Poe
Cuando lo vi rozarle la mejilla con el fuete, supe lo que yo tenía que hacer.
Era extraño porque a él le gustaban las adolescentes.
Ésta tenía como dieciocho años.
Para impresionarla llegué en el bugui desde el primer
día. Eso no le hizo el menor efecto.
Me di cuenta de que era una empresa difícil y comencé
a visitarla todas las tardes, a la caída del sol. Calculaba que estuviera terminando
de corregir los trabajos de sus alumnos de quinto y sexto año, que ella tenía a
su cargo en la escuela que don Hernán sostenía. A veces había algunos buenos que
me daba a leer, radiante, y supe entonces por dónde debía atacar. Me gustaba visitarla.
Comencé a prestarle libros, que devoraba. Tragedias
griegas, novelas de Musset, de George Sand… en fin, todo lo que se me iba ocurriendo;
libros de arte, de viajes.
Su cara ovalada, de cutis muy fino, se ensombrece o
se ilumina conforme va leyendo. Porque no se cuida de mí ni gasta formalismos. Lee
o mira minuciosamente los álbumes como si estuviera sola. Únicamente cuando me necesita
para algo, levanta los delgados párpados y me pregunta. Sobre Francia, sobre la
India, Europa. Sí, yo he estado allí con él y en otras muchas partes, y le cuento
todo lo que puedo. Cómo, con miles de meticulosidades, él ha traído de los diferentes
países árboles y pájaros. No me impaciento: estoy simplemente cumpliendo con mi
deber. Su boca fina, su frente amplia, la nariz delicada y los enormes ojos negros,
sombreados, quizá conmuevan a muchos, pero no a mí. No quiero.
Alguien le ha dicho algo. Lo noto en su silencio reticente
y en los párpados bajos, en la falta de preguntas y de interés por algunos días.
Pero estoy decidido, ella no tiene padres, está sola, es muy conveniente.
De pronto comienza a preguntarme sobre la casa-hacienda.
Si es verdad que hay todo un piso que es enorme jaula para pequeños pájaros de todas
las variedades y clases; sobre la alberca rodeada de pilastras dóricas, sobre los
flamencos, los pavorreales y los jardines.
Esta curiosidad ya no me gusta, y le traigo más álbumes
y más libros. Ahora vuelve a un dilatado ensueño mientras observa o lee. Ya no me
pregunta nada sobre nada. Creo que ha llegado el momento.
–¿Eres virgen?
–Sí.
–Te ofrezco quinientos pesos en oro por tu virginidad.
Dos horas de una noche. Nada más. Nunca volverás a ser molestada ni nadie lo sabrá.
No hay el menor peligro de embarazo.
–¿Con él?
–Sí.
–No quiero dinero, quiero ver la biblioteca y los cuadros.
Eso fue todo. Sin regateo con los padres. Sin llantos
ni melindres.
Llevé el pequeño bugui de un solo caballo, para no llamar
la atención. Mantuve apagados los faros hasta que salimos del pueblo. Luego, al
llegar al camino de las huertas que lleva a la casa-hacienda, frené el caballo y
bajé a encender las luces. Ella no dijo nada. Seguimos lentamente, al paso, entre
la sombra de los grandes frutales que extendían su ramaje por encima del camino
polvoriento. Era el principio de un otoño caluroso, pero allí, entre los árboles
y a medianoche, soplaba un viento fresco que venía del mar. Ella cruzó los brazos
sobre el pecho pero no dijo nada.
Cuando llegamos a los senderos de grava y apareció,
contra la noche, poderosa, la silueta de la casa, se estremeció. Todo estaba a oscuras
menos una ventana del segundo piso, su ventana.
Entre tanto encendí el quinqué de porcelana que ya tenía
preparado. Con él en alto la fui guiando. Al llegar al hall vio la enorme
mesa redonda, de mármol, y el gran libro de pastas gruesas empotrado en ella.
–¿Qué es eso?
–Son las memorias de don Hernán, de sus viajes.
Se acercó a la mesa y abrió el libro manuscrito. Se
quedó leyéndolo, pasando página tras página como si a eso hubiera ido allí. Yo,
impaciente, sostenía el quinqué.
Luego, lo más aprisa que pude, la llevé a la biblioteca.
Sucedió lo mismo. Con toda calma iba examinando los estantes, sacaba un volumen
y lo hojeaba. Por fin dijo:
–Hay muchos en francés e inglés.
–Y en alemán y latín. Vámonos de aquí.
Otro rato eterno fue el de ver los cuadros. Los caballos
pur-sang de George Stubb, Old Crome con sus paisajes de Norfolk, El
vado de Constable… ya no era posible.
–No tienen nada que ver con los de los álbumes. Es otra
cosa…
Antes de que pudiera terminar, la arrastré escaleras
arriba.
Le ordené que entrara al cuarto contiguo al de don Hernán,
que se desnudara totalmente y que se pusiera la bata blanca, inmaculada, que siempre
se preparaba para estos casos. Primero me cercioré de que por debajo de la puerta
se viera si estaba encendida la luz de él. Lo estaba. Debió de haberse fumado por
lo menos una cajetilla de cigarrillos esperando. La hice entrar dulcemente y cerré
la puerta sin hacer ruido.
En la oscuridad mis ojos ardían.
El traje de lino estaba sudado, arrugado, pero yo no
podía ni aflojarme la corbata: no me estaba permitido. Inquieto, me removía en el
sillón de baqueta; toda una noche en él me lo hacía incómodo. Pero no podía pararme,
dar unos pasos, hacer ningún ruido. Si fuera un sirviente hubiera podido dormitar,
pero no lo soy. Mis vigilias, en esos casos, terminaban entre la una y las dos de
la mañana, y ahora estaba amaneciendo, pero la puerta no se abría.
Primero comenzó la algarabía de los pájaros, y ahora
la caoba de las duelas y los pilares empezaban a brillar, lustrosos.
No la hacía salir. Sentado en la galería, al lado de
su dormitorio miré entrar al sol.
Mi zozobra, no había tenido más remedio que tragármela
y sudarla. ¿Qué pasaba? Las reglas del juego habían sido rotas; reglas que yo no
inventé, que simplemente asumí cuando era un adolescente.
Ahora los susurros y el trajín de la casa. Cantos. Ya
no era posible sostener el secreto. Se rumoraba, sí; pero nadie lo había visto.
Se sabía, por lo que atestiguaba la gente de fuera, pero en la casa-hacienda ningún
sirviente había podido decir “yo lo vi”. Y ahora lo verían. Pero ¿qué podía suceder
allá adentro para que todas las formas hubieran sido aniquiladas? Y yo, ¿no contaba?
Él no había pensado en mí.
Yo no merecía esta afrenta. Había aceptado su capricho
esporádico de lo que él llamaba “el holocausto de las vírgenes”, pero tomando en
cuenta solamente su naturaleza de coleccionista. Me prestaba para recolectar su
colección y eso nos unía más.
Por otra parte, si otro lo hubiera hecho habría adquirido
un poder ajeno al mío. Una intimidad que me pertenecía.
–Soy como el minotauro.
Y yo era el supremo sacerdote.
Ahora temía que algo terrible hubiera pasado. Si ella
hubiera muerto, él sabría qué hacer. Pero ¿si era él?…
Mi zozobra llegó a ser angustia. Estaba roto por dentro.
Hasta he recordado que no me llamo Lótar, que ese nombre él me lo puso.
La puerta se abre y él me llama y me hace entrar en
la habitación. Lo primero que veo es el cúmulo de ceniceros hacinados sobre su buró,
llenos de colillas.
Con toda naturalidad me dice:
–Lótar, ésta es Lía…
–Pero…
–Es Lía porque no puede ser Raquel. No hay Raquel para
mí. Me conformo con Lía para que viva entre nosotros.
–Entre nosotros…
–Sí. Dale los buenos días por su nombre.
–…Buenos días, Lía.
Ella me sonrió sin ningún asomo de timidez. Enredada
en aquella preciosa bata blanca japonesa, sin una arruga. Su sonrisa era natural.
No se daba cuenta de lo que estaba sucediendo. ¿O sí?
–Buenos días.
Como todas las mañanas pasé a la sala contigua a preparar
el baño.
Mientras lo bañaba en la tina caliente y después, entre
mis manos, durante el masaje, estuvo totalmente ausente. Regresamos a la alcoba.
Ella estaba sentada, inmóvil, en una sillita regencia. Él le dio la espalda, y yo
sentí cómo se iba endureciendo, volviendo en sí, mientras le limaba las uñas y les
daba brillo con el pulidor. Luego caminó sin necesidad, me pareció que buscando
un sitio donde Lía no pudiera mirarlo y desató el cinturón de su albornoz. Acudí
inmediatamente a vestirlo. Yo creo que siempre supe lo que quería ponerse, pero
en esa ocasión me hizo llevarle tres o cuatro veces prendas diferentes. Acostumbraba
caminar y hablar mientras yo lo iba vistiendo, pero aquel día pareció clavado en
el mismo lugar y únicamente daba órdenes secas sobre la ropa. Yo alcanzaba a ver
la blanca nuca de Lía, tan frágil.
–Abre las contraventanas.
El día entró con todo su peso en la alcoba. La luz tenía
el tono ardiente de la miel.
–Hazla salir. Llévala a su cuarto. El que tiene también
tina de mármol.
Cuando regresé, comencé a vestirlo en silencio.
Él caminaba, como siempre, por la habitación.
Me mandó que hiciera traer los baúles tal y cual, porque
él, personalmente, quería escoger las telas y los patrones con los que Adelina comenzaría
a hacer a Lía un guardarropa, que debía empezar por un vestido para aquella misma
tarde. Pobre Adelina, con tantas puntillas y pasamanerías que había seleccionado
para ese solo modelo…
–No se sentará aún a la mesa con los invitados. Necesito
que la instruyas sobre cómo comer, en fin, sobre los usos de esta casa. Tú tampoco
estarás ni en la comida ni en la cena porque, para hacer lo que te digo, tendrás
que acompañarla en la terraza del poniente. Después de que se vayan los demás, nos
reuniremos los tres. Y haz venir a Monsieur Panabière.
Y siguió hablándome de los perros, de los pájaros. Mandó
llamar al jefe de la cocina y discutió con él, como siempre, lo que se debía desayunar,
comer y cenar ese día.
Luego me dijo:
–Consigue para Lía una doncella que sepa tratarla, peinarla
bien. Aunque sea del personal ocupado. La repondremos después.
Llegó Panabière y se encerró con él el resto de la mañana.
La vida de Lía no fue lo que yo me había imaginado.
Se la educaba en la más rígida de las disciplinas y se sometió a ella: a las siete
de la mañana tenía que estar de pie y vestida, para que Pablo, el caballerango mayor,
la enseñara a montar a caballo; luego el baño y volverse a vestir para el desayuno
conmigo y las mañanas enteras con Monsieur Panabière en la biblioteca, a puerta
cerrada. La comida y una hora de descanso. Pero no descansaba: sola, atravesaba
el jardín y se metía en los umbrosos huertos, junto al San Lorenzo, donde todo era
humus, hojarasca de los mangos, las “lichis”, los “cuadrados”, los “caimitos”. ¿Qué
hacía durante estas horas, en que todos dormían la siesta agobiante? A veces llevaba
un libro en la mano, pero otras iba sin nada. A pesar de mi curiosidad, nunca me
atreví a seguirla. Después venía la clase de inglés, con Mr. Walter, el jefe de
máquinas del ingenio, y luego don Hernán en persona la enseñaba a erguirse, a caminar,
a mover la cabeza en señal de agradecimiento, con encanto, sin decir palabras. Las
indicaciones se las hacía suavemente con el fuete: en la cintura, en los hombros,
en las piernas cubiertas de trapos; le mandaba ponerse vestidos complicados, de
media cola, para que se moviera con desenvoltura en aquel mundo de telas. Luego,
otro baño y a cenar conmigo. Por la noche estudiaba. Yo veía luz en su cuarto hasta
la madrugada. Pero ella no se quejaba.
Al principio, cuando hacíamos las comidas juntos y solos,
trató de continuar con nuestras conversaciones de la tarde, pero yo me negué, apenas
le contestaba, y desde ese momento, aunque la tuviera siempre presente, la observé
y hablé con ella lo menos posible. Aún ahora no sé quién era, ni cómo era, ni por
qué hizo lo que hizo.
Estaba sola.
El primer golpe para el pueblo fue un domingo. En el
carruaje con la sombrilla sobre la cabeza llegó con don Hernán, conmigo y con Monsieur
Panabière, a misa, a las once, la única que había. Fuimos en el gran carruaje de
cuatro caballos. Debo reconocer que estaba realmente hermosa, fresca en su vestido
blanco, a pesar de ser agosto.
El cura se tuvo que tragar que era una pariente de don
Hernán, cuando sabía, perfectamente, las habladurías de la gente.
Se sentó con don Hernán en la primera banca, forrada,
como el reclinatorio, de terciopelo. Monsieur Panabière y yo, en la segunda fila.
Las dos tenían una plaquita de metal que, en dorado, decía “Familia Fernández”.
En esas dos filas no se sentaba nadie, ni estando la capilla abarrotada y don Hernán
ausente.
El pueblo miraba, curioso, como si fuera la primera
vez, a los miembros.
A Lía lo que le impresionó fue la música. En ese tiempo
todavía se podía escuchar a Bach en las iglesias. El órgano lo tocaba una monjita
de la escuela privada que había en el pueblo.
No hubo mayor problema. Don Hernán en persona fue a
hablar con la madre superiora y todo quedó arreglado.
Lía estudiaba en el gran piano de cola lo que la monjita
le iba enseñando.
Cuando Pablo le dijo a don Hernán que ella era una consumada
amazona, que sabía saltar, dominar al más brioso de los caballos, estar siempre
segura y serena sobre la silla, don Hernán ya lo sabía. Mandó traer el precioso
traje de montar con botas federicas, el albardón repujado, donde se leía en el sobrebordado,
claro, su nombre: Lía. Luego la llevó a un corralito donde sólo había un caballo
retozando, un pur-sang: Edgar, porque allí todo debía tener sentido. Ella
lo adoró desde el primer momento.
Desde entonces cabalgó sola, en libertad. Atravesaba
el pueblo y se metía por el Callejón Viejo, bordeado de bambúes tan altos que se
juntaban en las puntas haciendo una bóveda. “Como una catedral gótica”, decía él.
Pasaba como una ráfaga por el ingenio y la alcoholería porque no le gustaban. Luego
se internaba por las brechas de los cañaverales cercados todos por guayabos, con
letreros que decían “Caminante: la fruta es tuya. Cuida el árbol”. Lo curioso es
que todos lo entendían, lo sabían, aunque no supieran leer, y el mandato era cumplido.
Y así pasaba el tiempo.
Una mañana don Hernán me sorprendió:
–Quiero a Lía; desnuda, con la bata japonesa.
Yo no esperaba eso. Lía había crecido, era una mujer.
Nada de lo que él acostumbraba, aunque, desde que ella llegó, no había pedido adolescentes.
Se conformaba conmigo. Y ahora… de pronto…
Tuve miedo y, hacia el crepúsculo, entorné las puerta-ventanas
para poder mirar, desde los balcones, lo que sucedía adentro.
Le di el mensaje a Lía; tembló ligeramente, pero aceptó.
El rito preparatorio fue el de costumbre, y yo corrí
a los balcones para espiar.
Dentro, sólo dos quinqués estaban encendidos y Lía en
medio de la habitación, complacientemente desnuda. Su cuerpo, blanco, resplandecía
en una belleza perfecta y misteriosa. Don Hernán sacó el gran cofre que estaba en
la caja fuerte y comenzó por ponerle una gargantilla de rubíes, luego fue combinando,
lentamente, perlas, zafiros, esmeraldas. A veces algo no le gustaba y cambiaba por
otro collar, hasta cubrirle el pecho, y luego la cintura, hasta el sexo. Ella no
se movía: era una estatua. Él se quedó contemplándola largo tiempo y jugó con la
luz de los quinqués, cambiándolos de lugar y haciendo chispear las piedras preciosas
en diferentes ángulos. Cuando le gustó uno, se recostó sobre su cama y se quedó
un tiempo indefinible mirándola. Luego le fue desabrochando lentamente los collares.
–Ponte tu bata y vete a dormir.
Eso fue todo.
Pero le había puesto las alhajas de su madre, a la que
había adorado a pesar de aquella historia.
Juró que ninguna descendiente de su hermano Fernando
las usaría. Lo odiaba con toda su alma. Su madre vivió años en la corte de España
y allá, en medio del escándalo, había tenido un hijo de Alfonso XIII. Don Joaquín,
su padre, había reconocido al hijo al nacer, pero ser un Borbón no le quitaba lo
bastardo. Don Hernán lo mantenía a todo lujo en las cortes europeas, pero que viniera
a Eldorado no. No resistía mirarlo.
Días después, la presentación en sociedad. Todos los
altos empleados fueron invitados con sus esposas. El Gerente General, don Rodrigo
de Quiroga, descendiente de don Vasco (quien siempre que podía aclaraba que éste
era viudo cuando recibió las sagradas órdenes), fue el primero en llegar, con su
guapísima esposa. Inmediatamente entraron los demás. La puntualidad era una cortesía
imprescindible. Únicamente don Francisco Almanza, Gerente de Campo, vino solo, pero
don Hernán lo conocía bien y lo saludó con más calor que nunca.
Cuando todos estaban reunidos, con una copa de jerez,
apareció ella. Don Hernán la presentó simplemente: –Señoras, señores, ésta es Lía
–los caballeros se pusieron de pie y le fueron diciendo su nombre. Ella sonreía,
con su media sonrisa, a cada uno. A las señoras las saludó con aquel movimiento
ladeado del cuello, y una pequeña, apenas perceptible flexión de las rodillas.
Después pasamos al comedor. El que ponía sal y pimienta
o contaba anécdotas, o citaba cosas serias era Monsieur Panabière, que para eso
estaba primitivamente en la casa. Para eso, cuidar la biblioteca y hablar con don
Hernán. Desde esa noche tuvo ayuda y placer: discretamente Lía acotaba, hacia observaciones,
y Monsieur Panabière la miraba embobado.
Todos, especialmente don Francisco, estuvieron amables,
encantadores con ella; y las señoras se quedaron asombradas y contentas. Todo fue
muy fácil.
Lía comenzó a amenizar las veladas con piezas sencillas
pero claramente fraseadas y con cierto sentimiento especial. Después pasó a Chopin,
Bach, Beethoven, Mozart y con eso eran todos felices, menos yo.
Por las noches don Hernán me llamaba a su cuarto, pero
raras veces era para aquello, y cuando sucedía era sin pasión, como una cosa necesaria
y mecánica. En la mayoría de las ocasiones era para que me estuviera quieto en la
sillita regencia mientras él leía y fumaba un cigarrillo tras otro en la boquilla
corta. Yo no podía moverme. Él leía hasta la madrugada y se quedaba dormido, con
el libro entre las manos, y el cigarrillo entre los dedos. Tenía pavor pánico a
que un día se le incendiara la cama. Para eso estaba yo, para apagar el último cigarrillo
y sacarle el libro de entre las manos.
Como a don Hernán no le gustaba ver gente sudorosa,
sobre todo en las comidas, Clarisa le daba a Lía una fricción de agua de colonia
y le ponía camisones de gasa hilada y la encubría con unas batas amplias, caprichosas,
que él diseñaba expresamente para eso. Todo blanco siempre. Nadie dio muestras de
sorpresa y pronto, todos, que éramos sólo hombres, nos acostumbramos a verla con
aquella indumentaria que parecía tan íntima.
Una noche, durante la velada, Lía se asomó al ventanal.
Vio el cielo color violeta, luego cárdeno.
–¡Están quemando los cañaverales! ¡Quiero verlo, verlo,
verlo de cerca!
Era casi una orden. Se mandó enganchar el coche grande
y los buguis, y todos los comensales, todos hombres esta vez, se pusieron en movimiento.
Llegamos al primer campo que se quemaba. Las llamas
estaban ya en medio de la plantación. Ella se quedó absorta largo rato, sin importarle
las miradas de los demás. Luego, intempestivamente, le dijo a uno de los peones
que se habían acercado al ver llegar a don Hernán.
–Córtame una caña.
El peón lo hizo.
–¿Quiere que se la pele, señorita? Está muy caliente.
–No, dámela así.
E hincó sus dientes en la caña, la saboreó y siguió
mordiendo mientras el jugo escurría por su vestido vaporoso.
Cuando terminó aquel juego, todos soltaron una sonora
carcajada: estaba realmente cómica con su cara llena de hollín y jugo de caña. Sonrió.
Todos volvieron a soltar otra carcajada, todos menos yo. Don Hernán se acercó a
ella lentamente y con su gran pañuelo de seda cruda, repulgado, estuvo limpiándole
meticulosamente el rostro, contento. Mientras lo hacía, los ojos de Lía fulguraban
misteriosamente, como el cañaveral que ardía.
Mucho después vino el viaje.
En Suiza don Hernán escogió treinta y seis vestidos
blancos para Inés Almanza, su ahijada preferida, que tendría entonces siete años.
La llamaba “la reina de los guayabales”.
Por supuesto que fuimos a Bruselas, a Brujas, y allí
comenzó mi calvario: Lía quería ir a todos los museos, a las casas particulares
donde había cuadros famosos, y yo era el encargado de llevarla, de pedir permiso,
mientras don Hernán leía en el hotel o tomaba el sol en un café… Todo le era ya
tan conocido… Pasamos por Luxemburgo y fue igual.
Pero el colmo fue en París. Todas las mañanas, todas,
al Louvre.
La primera fue con Monsieur Panabière, pero con eso
fue suficiente para que se orientara y además, Panabière estaba viejo, cansado.
Así que me tocaba a mí, por orden de don Hernán.
Comenzábamos, diariamente, por contemplar, hasta que
se le daba la gana, la Victoria de Samotracia. Ella la llamaba familiarmente “la
Samotas”, y volvíamos, una y otra vez, a ver cuadro por cuadro, escultura por escultura.
Luego comíamos con don Hernán y Panabière y hablaban
interminablemente de esas cosas. Después, yo también tenía que llevarla a los modistas
para que se probara los diez mil trapos que don Hernán escogía para ella en las
mañanas; a ordenar y recoger las alhajas. A don Hernán le parecía natural que desempeñara
yo, además, todos esos menudos mandados, responsabilidades, idas y venidas, sin
tomar en cuenta mi fatiga. Una tarde ella nos arrastró a todos al vernissage
de un tal Degas: ¡Oh! qué maravillas: las bailarinas en tu-tu; y aquellos
juegos de luces…
Cuando lo hubo visto todo, se paró, muy seria, ante
don Hernán y simplemente dijo:
–Quiero Las tres bailarinas rusas.
¿Por qué aquel cuadro duro y abocetado existiendo tantas
exquisiteces? Pero él no escuchó y fue directamente al marchand y compró
el cuadro.
En París ella se dio cuenta de que, por las noches,
yo siempre me quedaba solo, solo y aburrido, esperándolos hasta la madrugada para
el rito del libro y el cigarrillo.
No sé qué le diría a don Hernán, porque en todos los
viajes había sido así, pero sé que fue ella quien lo hizo. Saldría ahora, me dijo
él, como Monsieur Panabière, acompañándolos. Me mandó hacer ropa apropiada y a la
medida.
Fuimos a la inauguración del Primer Salón de Aeronáutica
y a ver despegar a Farman y Blériot cuando realizaron su primer vuelo ville à
ville.
Para el cine Lía era insaciable. Don Hernán lo había
visto antes, en Estados Unidos, a donde fuimos los dos, en 1905. Pero ninguno de
los tres sabíamos de eso más que lo que él contaba durante las cenas, allá, en Eldorado,
todo lleno de sol y de calor. Vimos El asesinato del duque de Guisa, L’avare,
Le raid Paris-New York, pero Lía prefería las películas italianas. Y luego a
cenar a Maxim’s.
Fuimos a ver la torre Eiffel y Lía no mostró el menor
asombro, y cuando don Hernán le propuso subir dijo:
–Prefiero ver todo desde abajo.
Y allí me trajo quartier por quartier,
calle por calle, casa por casa, fuente por fuente, sin que faltaran siquiera los
suburbios. Yo no podía más. Creo que ella no dormía, porque compraba libros y libros
en inglés y francés, de autores contemporáneos, y leía todos los diarios para ver
qué haríamos por la tarde y por la noche.
Íbamos también a la ópera, a conciertos y a cenar a
Maxim’s, hasta que ella se cansó y dijo:
–Quiero conocer otro restaurante –entonces don Hernán
propuso la Tour d’Argent: nosotros cuatro y los Petitjean.
A mí me deslumbró la riqueza de aquel lugar. Nos sentamos
ellos en dos tête à tête reunidos y Monsieur Panabière y yo, en uno contiguo.
Me sentí muy confortado por los quinqués muy delgados,
blancos, con florecitas rococó, que daban una luz íntima, parecida a la que teníamos
allá, y no me fijaba en lo que Mosieur Panabière me estaba hablando. Bebía muy despacio
el cocktail-champagne que don Hernán había ordenado.
Pero vi que Lía, sin miramientos, se levantaba y venía
hacia nosotros, mientras pedía al camarero un taburete adicional. Nos levantamos
los dos y ella se sentó en mi lugar, al lado de Panabière, y le dijo:
–Cuéntemelo a mí. Todo.
Monsieur Panabière recomenzó: en lo primero en que hay
que fijarse es en el gran candil de mil facetas que se encuentra a la entrada. Todo
el decorado es estilo Luis XVIII. Se trata de reproducir el ambiente del salón de
Madame Recamier, por el que pasaron tantos músicos, escritores y poetas. El techo
está pintado por Lully y representa el Trianón. Ese cojín enorme en el centro y
las plantas verdes son del mismo estilo Imperio, lo mismo que el parqué y la gran
alfombra, las cortinas de terciopelo galonado de oro están ajadas por su antigüedad.
En las cuatro esquinas hay pinturas dibujadas que de lejos parecen acuarelas, como
en Versalles; también, por el mismo motivo, la puerta está pintada. Esos tapices
son copia fiel de los de la Dama del Unicornio. Los espejos, empañados también por
su antigüedad, están puestos para recordar el paseo de los naranjos, que usted vio
en Versalles. La Tour misma es una de las cuatro torres que había en París
antes de la Revolución, por eso tiene reminiscencias de la Bastilla. Esa antigua
chimenea de mármol, que no funciona por la seguridad de los clientes…
Don Hernán se levantó y dijo:
–Pasemos al otro salón a cenar.
Sólo oí murmurar a Monsieur Panabière: “…es estilo Luis
XVI…” Entramos. Vi los muebles pesados y los bodegones. Cuando nos sentamos me fijé
en que el sillón de don Hernán era más grande y con brazos. A su derecha colocó
a la señora Petitjean y a su izquierda a Lía, junto a Petitjean. Luego, nosotros.
Vio el menú y se dirigió a Monsieur Panabière:
Pida:
Homard à la gelée au champagne
con vino blanco Liebfraumilch
Brioche de foie gras frais
con vino rosado des Chateaux de la Loire
Sole de ligne à la Daumont
con vino blanco Vouvray
Feuillete aux champignons du Jura
con vino rojo Saint Emilion
Perdreaux rôtis sur canapé
con vino rojo Chateauneuf-du-pape
Foie de canard aux olives vertes et noires
con vino amarillo Chateau-Chalon
Arlequinade de sorbets
con champaña Heidsieck
Timbale Elysée
con el mismo champaña
Bond glacés
y seguimos con el champaña.
Ella preguntó:
–Don Hernán, usted habla un excelente francés. ¿Por
qué no pide ni pregunta usted mismo?
–¿Cuándo has visto que los reyes hablen a los sirvientes
extranjeros en su lengua? Para eso son los intérpretes. Sólo hablan en otras lenguas
entre sus iguales.
Apenas probábamos los platillos y catábamos los vinos.
Cuando retiraban el servicio, estaba muy poco mermado. Al final de la cena, con
la primera copa de champaña, Monsieur Panabière se quedó profundamente dormido.
Don Hernán, Lía y los Petitjean hablaban en francés libremente. Lía no siguió bebiendo,
pero los otros sí, hasta llegar a la euforia ruidosa. Yo estaba solo.
Italia la enamoró.
Sobre todo Florencia, a la que llamó “la ciudad perfecta”.
En todos los años que la conocí sólo una vez la vi llorar: frente al autorretrato
de Rembrandt que está en la Galería de los Uffici. Las lágrimas resbalaban por su
cara, clavados los ojos en los del autorretrato.
Recorrimos todo Florencia a pie, como a ella le gustaba,
museo por museo, calle por calle, casa por casa. Le encantaban las historias de
los Medicis. Mientras, don Hernán nos esperaba, tomando café o yendo a las tiendas
y al Ponte Veccio a comprar más ropas y alhajas para Lía. Allí estuvimos tres semanas.
–Luego quiso ver toda la Toscana: Asís, Pisa, Siena…
y en ellas nos quedábamos por lo menos tres o cuatro días, aunque el albergue no
fuera todo lo confortable que don Hernán hubiera querido.
Y los olivares por todo el camino durante horas y horas
de trajinar fatigoso.
–Aquí en Europa los árboles son mucho más pequeños que
allá –dijo. Y ella y Monsieur Panabière se enfrascaron en una amigable disputa sobre
Europa y América.
En Roma, siguió el mismo trote acelerado, tan acelerado,
conmigo detrás. En Venecia se nos pasó el tiempo en iglesias, museos y amables góndolas.
En los vaporettos yo dormitaba, rendido.
En Viena, como de costumbre, no se cansaba.
La sorprendió mucho ver allí el penacho de Moctezuma
y se quedó largo tiempo contemplando la Dánae de Tiziano. La ciudad le encantó.
Íbamos a conciertos. No se saciaba nunca.
–Aparte de Bach, Beethoven y Kant, todos los grandes
artistas alemanes han sido austriacos, ¿verdad señor Panabière? –dijo durante una
cena.
–Así es –le contestó el viejo.
No quiso ver más que el Rhin, la Selva Negra. Por Berlín
pasamos para ver la Nefertiti. Menos mal que la ciudad no le gustó. Además, no hablaba
alemán.
Después al Oriente: la India, que yo ya había visitado,
como todo lo demás, y ahora tenía que mostrarle a Lía. Ella encontró que en Eldorado
los altos jefes se vestían como los ingleses aquí, y era verdad, sarakof, botas
o polainas, trajes muy especiales de lino. Nada más que en cuanto a las chaquetas,
allá eran más variadas, más personales. Tenía razón.
Lo que más le gustó, creo, fue Indochina y las fabulosas
Islas del Sur.
–Las tierras de Lord Jim –le decía con gozo en la garganta
a Panabière, y remontamos un río en una excursión de homenaje que yo no entendía,
cuchicheando, disfrutando ellos dos de su complicidad. Ella se inclinaba hacia don
Hernán y lo hacía partícipe de los momentos amables de esa complicidad.
En Australia pidió periquitos de todos los colores,
y don Hernán, que sabía ya cómo se hacían las cosas, la complació.
En Japón estuvimos dos meses. En Kioto, porque a Lía
le gustó más que Tokio; aunque íbamos allá con frecuencia a ver los espectáculos
sin que faltaran visitas frecuentes al teatro Nô y al Kabuki. Aunque el Japón se
había abierto al mundo occidental, veinte años antes, don Hernán no lo conocía.
Lía observaba detenidamente los usos y costumbres.
Una mañana, cuando ya dispuesto, don Hernán la mandó
llamar, se presentó a pasitos cortos, totalmente vestida de japonesa, pero sin maquillaje.
Hizo las reverencias de rigor, y en su mejor francés deseó los buenos días con un
largo discurso que hablaba de cerezos en flor, aunque estábamos en otoño.
Luego dijo a don Hernán:
–Deseo hacer a usted una humilde súplica.
Don Hernán le contestó:
–Habla.
–Quiero ir a los baños mixtos. Esos donde se bañan hombres
y mujeres juntos.
El rostro de él se iluminó aún más.
–Concedido.
Y fuimos. Nos miraron con extrañeza pero no dijeron
nada. Él no se bañó, simplemente se quedó observando: todos los japoneses y japonesas
la miraban con disimulo. ¿La admiraban quizá? Ella se movía ondulante y, con el
rabillo del ojo, no perdía un solo cambio de las expresiones de don Hernán.
Y siguió pidiendo: que don Hernán fuera a una casa de
geishas y luego le contara cómo era. La idea le encantó a él.
Ella esperó, con su kimono más bello, a que él regresara,
pasada la medianoche. Cuando llegó lo acosó a preguntas, pero él no las necesitaba,
se regodeaba; estuvo hasta la madrugada contando, punto por punto, hasta llegar
a los detalles más íntimos, sexuales, todo lo que allá había visto. Yo estaba muy
molesto.
Al amanecer, ella nos dijo que esperáramos un momento,
y la pobre Clarisa se presentó con un servicio perfectamente arreglado, y Lía hizo,
con todo su ritual, la ceremonia del té. Sus manos se movían aparentemente lentas
entre el servicio, pero en realidad la precisión de cada acto era lo que daba ese
ritmo a primera vista calmo a una acción veloz. Tenía los ojos bajos pero, de pronto,
en dos ocasiones, los levantó para mirar directamente a don Hernán, con una expresión
firme e intensa que no podía definir, y recordé que muchas veces, sin querer darme
cuenta, la había visto mirando de aquella manera.
–Perfecto –dijo él.
Esa noche no dormimos ni una hora.
Lía, que se metía en todas partes, conmigo trotando
tras sus pasitos cortos, pero rápidos, de japonesa, se interesó en los pequeños
jardines, e indagando, preguntando, dio con un botánico que se dedicaba a los injertos.
–Es lo que necesitamos en Eldorado.
Y, a precio de oro, el japonés fue contratado.
De allí nos llevamos también los cerezos japoneses que
cuando maduran son tintos como los otros, pero con una pelusilla sutil de duraznos.
Existen todavía, por lo menos en casa de Pedro Carreón.
Cuando comenzó a nevar nos hizo a todos comprarnos kimonos
de invierno. Yo me sentía ridículo.
Entonces le entró el capricho de ir a China.
–¿A 20° bajo cero? –dije yo, estupefacto.
–La emperatriz Tzu-Hsi promulgó un régimen constitucional
hace dos años porque se le estaban levantando los nacionalistas y ahora, en 1908,
van a proclamar emperador a su hijo de cuatro años, Pu-Yi. Yo quiero ver cómo sostiene
esa corona un niño de esa edad. Quiero ver la ceremonia. Y además, debido a la guerra
ruso-japonesa, China se ha abierto como el Japón, por primera vez.
Me quedé anonadado.
Y, por supuesto, fuimos a China.
Aquellos grandes abrigos pesaban por lo menos dos toneladas.
En el hotel más elegante no había calefacción, sólo chimeneas de carbón. Ella me
compró “bombitas japonesas” para que me calentara las manos.
Con grandes dificultades llegamos a la Gran Muralla.
Fue curioso. Esta vez fue ella la que nos guio, la que nos fue explicando. Él escuchaba
las explicaciones, yo, detrás, me aburría soberanamente y no podía, de ninguna manera,
entrar en calor. Monsieur Panabière disfrutaba para sí mismo.
En ese tiempo, en China, se compraba y se vendía todo.
Así pudimos ir a la famosa coronación. Eso sí me interesó. Los manchúes exponían
sus ritos ancestrales, extraños pero muy hermosos.
Fue Lía la que escogió los recuerdos, los regalos, los
objetos para la casa-hacienda.
¡Qué descanso en el barco inglés que nos llevó a Hawái!
Podía tirarme en las sillas de mimbre todo el día, y dormir.
Sólo por las noches había que hacer el viejo rito del
cigarrillo y el libro. Y a veces… quería que lo hiciera como una geisha y yo me
desesperaba mucho.
En Hawái ¡por fin! el sol, el calor…
Pero estuvimos poco tiempo, por desgracia, allí. Otra
vez el barco inglés y los malditos ritos nocturnos.
Él no quiso que fuera al comedor y me servían los mejores
alimentos en mi camarote.
Otra vez el frío, pero ahora más humano.
Y los ritos nocturnos que cada vez se complicaban más.
En Los Ángeles él tenía muchos amigos y con Lía se dedicó
a la vida social.
–Lía habla un inglés demasiado perfecto para estos masticadores
de palabras –me dijo una mañana mientras lo bañaba. No la vi actuar, no supe de
sus actividades y sus trampas durante ese tiempo.
Regresamos por el Sud-Pacífico, cómodo y confortable,
pero que no tenía ni tinas ni regaderas, así que todos teníamos que conformarnos
con fricciones frecuentes de agua de Colonia. Fue un viaje muy largo.
Clarisa adoraba a Lía y arreglaba, no sé cómo, su ropa,
para que siempre estuviera como recién planchada.
El japonés se nos reunió antes de pasar la frontera.
A nuestra llegada hubo un gran recibimiento. Todos estaban
allí, jefes y empleados, peones, mujeres con niños en brazos, los chinos. Nadie
trabajó ese día. Habíamos estado ausentes casi dos años.
Don Hernán, después de hacer grandes fiestas para repartir
regalos, se dedicó plenamente a arreglar sus cuentas en las oficinas, mientras Lía
se escapaba de sus clases con Monsieur Panabière, que tan complaciente fue en el
viaje y que, ahora, la mimaba verdaderamente.
Ella corría siempre al invernadero a ver al japonés.
Y así surgieron los mangos-piña, los mangos-perón, los mangos-pera y las flores
híbridas que fueron maravilla para todos, y con los que don Hernán gozó tanto.
Una tarde, mientras tomábamos el café, se oyó un rumor
fuerte, muy conocido.
–Es la avenida de San Lorenzo –dijo él.
Ella calló, y sin decir nada, se levantó y salió de
la casa. A un gesto de don Hernán, la seguí.
Atravesó las huertas y se quedó contemplando al poderoso
río que arrastraba ganado, árboles, ramas. Y por la orilla plantas acuáticas, el
limo y el tauto.
Como hipnotizada se fue metiendo en el lodo de la orilla,
a los camelotes, al limo. Allí se sumergió hasta que su cabeza se cubrió de todas
estas cosas.
–¡Lía!… ¡Lía! –gritaba yo desesperado. Pero la correntada
apagó mis gritos.
Luego salió, chorreando, llena de lodo y con la cabeza
despeinada, coronada de porquerías. Llevaba uno de los trajes más caros que habíamos
comprado en París, totalmente echado a perder.
Cuando llegamos, y don Hernán la vio en aquel estado,
preguntó qué había pasado. Se lo expliqué, indignado.
Él se rio muy fuerte, con grandes carcajadas y luego
comentó:
–Valiente muchacha.
Eso fue todo.
Otro día me sorprendió cuando la vi abrir la jaula de
los periquitos australianos verdes.
–Éstos sobrevivirán. Se parecen a las hojas.
Y así fue. Aún ahora, sobre las ruinas de Eldorado,
se pueden ver grandes parvadas de ellos.
Pero una noche don Hernán me pidió que le llevara a
Lía con todos los requisitos del ceremonial del Minotauro.
Como la segunda vez, tomé mis precauciones con las mirillas
de la puerta-ventana. Era muy extraño, porque Lía era ya una mujer hecha y derecha.
Era sumamente peligrosa. Solamente faltaba un paso, el que podría darse esa noche,
para que ella fuera soberana absoluta.
Cuando se lo dije, contestó:
–Muy bien –y sonrió con una sonrisa triunfal.
Esta vez, como las otras, Lía, desnuda, parecía una
estatua. Él le abrochó al cuello un collar de esmeraldas de las compradas en el
viaje. Comenzaba el rito acostumbrado. Pero cuando, con otro collar en las manos,
se acercó a ella de frente, para colocárselo, la estatua se movió intempestivamente
y sus brazos rodearon a don Hernán atrayéndolo hacia sí. Hubo un momento infinito
en el que no se movieron, luego él la rechazó con violencia haciéndola caer hacia
atrás. Ya firme sobre sus pies, ella lo miró con una mirada seca, despreciativa,
se arrancó el collar y se lo arrojó a la cara. El golpe lo encegueció y se tapó
los ojos con las manos. Se repuso casi de inmediato y rápidamente fue al lugar donde
dejaba el fuete al acostarse, y corriendo con él en alto atravesó la habitación
lleno de ira. Ella seguía ahí, como una estatua resplandeciente. El fuete en alto
estaba a la altura de su cara. Luego, el brazo que lo empuñaba cayó desgoznado.
Se quedaron otra vez inmóviles, petrificados. Mucho
tiempo después él dijo, con la voz autoritaria de siempre:
–Vete a dormir.
Debo reconocer que Lía me devolvió mi lugar en aquella
casa. Sólo yo la vi salir aquella noche, erguida, sin nada en las manos, por la
puerta principal.
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