Tomás Borrás
A la madre le habían confiado los dioses el secreto: “Mientras alimentes
la llama de esa hoguera, tu hijo vivirá”. Y la madre, infatigable, sostenía el fuego,
vigilándolo, sin permitir que disminuyese en intensidad ni altura.
Así pasaron los años. La madre, arrodillada ante el
lar, veía cómo las ascuas alargaban sus alegres brazos escarlata, garantía de la
vitalidad de su hijo. Sin dormirse, hora tras hora, agregaba al montón caliente
nuevos troncos, en vela de su hermosa calentura.
Un día, por la puerta abierta que daba a los campos,
entró una joven blanca, sonriente y hermosa, de paso seguro y ojos que miraban con
gozo y fe al porvenir. Sin hablarle, ayudó a levantarse a la madre, sorprendida,
le hizo un ademán de adiós, y se arrodilló ante el lar, a nutrir ella, la crepitante
llamarada.
La madre no preguntó. Súbitamente comprendía que era
su revelo, que estaba obligada a ceder el turno a la desconocida, a la que se encargaba
desde entonces de sostener el alimento de la incesante llama para que viviera su
hijo.
Y, también en silencio, se salió de la casa y no se
fue lejos; solo donde podía prudentemente contemplar el humo delicado disolviéndose
en el delicado azul.
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