martes, 5 de diciembre de 2023

Remembranza

Eudora Welty

 

Una mañana de verano, cuando era niña, estaba tumbada en la arena, después de nadar en el pequeño lago del parque. Daba el sol de plano, era casi mediodía. El agua brillaba como acero, inmóvil salvo por el plumoso rizo que dejaba atrás un nadador lejano. Desde donde estaba, miraba hacia un rectángulo muy iluminado, deslumbrante, con sol, arena, agua, un pequeño pabellón, unas cuantas personas solitarias en posturas fijas, y, alrededor de todo ello, un borde de robles oscuros y redondeados, como las nubes de tormenta de las ilustraciones de la Biblia. Yo hacía pequeños encuadres con los dedos, para mirarlo todo.

Como era una mañana de un día cualquiera, las únicas personas que tenían libertad para estar en el parque eran o los niños, que no tenían ninguna ocupación, o esas personas mayores cuyas vidas son oscuras, irregulares y que no sirven conscientemente para nada; esto lo anoto como mi observación de entonces. Yo estaba en una edad en que me formaba un juicio sobre toda persona y todo acontecimiento que se presentaba ante mí, aunque me asustaba fácilmente. Cuando una persona, o un suceso, no me parecía acorde con mi opinión, o con mi esperanza o mis expectativas, me sentía aterrorizada por una visión de abandono y salvajismo que me afligía y entristecía inmensamente. Mis padres, que creían que yo no veía nada del mundo que no estuviera estrictamente instalado en su lugar correspondiente como una parra en el enrejado de nuestro jardín para ser presentado a mis ojos, se habrían preocupado muchísimo si hubieran sospechado la frecuencia con la que lo débil y lo inferior y lo retorcido y extraño se convertía en ejemplo de lo que el mundo me ofrecía y presentaba.

Ni siquiera ahora sé qué es exactamente lo que esperaba ver; pero en aquella época yo estaba convencida de que estaba siempre a punto de verlo. Lo de observar cuanto me rodeaba era algo que consideraba, ceñuda y posesivamente, una necesidad. Durante todo aquel verano me tumbé en la arena junto al pequeño lago, haciendo un cuadrado con los dedos ante los ojos, con las puntas de los dedos tocándose, y todo lo miraba a través de este artilugio y parecía una especia de proyección. Daba igual lo que mirara; de toda observación deducía que había estado casi a punto de revelárseme un secreto de la vida… pues estaba obsesionada con la idea del ocultamiento, y del más insignificante gesto de un desconocido arrancaba yo lo que para mí constituía una comunicación o un presentimiento.

Tal estado de exaltación se vio aumentado, o quizá provocado, por el hecho de estar por entonces enamorada por primera vez en mi vida: había identificado el amor de inmediato. La verdad es que nunca después he sentido ninguna pasión tan esperadamente inexpresada en mi interior, o tan grotescamente alterada en el mundo exterior. Resulta extraño que a veces, incluso ahora, recuerde con todo detalle la mañana en que rocé la muñeca de mi amigo (como por accidente, y él fingió no darse cuenta) en las escaleras de la escuela. He de añadir, y esto no es tan extraño, que en realidad el niño no era amigo mío. Nunca habíamos cruzado una palabra ni un gesto de reconocimiento; pero, aun así, durante todo aquel año pude pensar interminablemente en aquel breve, fugaz encuentro de las escaleras, hasta que se hinchó con una belleza súbita y abrumadora, como una rosa forzada a un florecer prematuro para un gran acontecimiento.

Mi amor me había hecho, de algún modo, doblemente austera en mis observaciones respecto a cuanto acontecía a mi alrededor. A través de cierta intensidad había llegado casi a una vida dual, como observadora y como ensoñadora. Sentía una necesidad de adaptación absoluta a mis ideas en cualquier acontecimiento que presenciara. En consecuencia, me pasaba todo el día en la escuela perpetuamente alerta, temiendo que sucediera lo desagradable. La monotonía y la regularidad del día escolar eran una protección, pero recuerdo con precisa claridad la clase de latín en la que el chico de quien estaba enamorada (a quien miraba constantemente) se inclinó de pronto y se llevó el pañuelo a la cara. Vi la sangre roja (bermellón) en el pañuelo y en su mano cuadrada; estaba sangrando por la nariz. Recuerdo ese preciso instante. Algunas de las chicas mayores se reían en la confusión y el jolgorio. El chico salió corriendo del aula. El profesor las amonestó con aspereza. Pero este incidente nimio que le había sucedido a mi amigo me conmocionó intensamente. Era imprevisto y, al mismo tiempo, temido; lo identifiqué y me apoyé de pronto pesadamente en un brazo y me desmayé. ¿Explica esto por qué, desde aquel día, he sido incapaz de soportar la visión de la sangre?

Nunca llegué a saber dónde vivía aquel chico ni quiénes eran sus padres, lo cual me provocó un continuo desasosiego durante el año en el que estuve enamorada de él. Era insoportable pensar que pudiera vivir en una casa destartalada y sin pintar, oculta por altos árboles, que sus padres fueran sucios y andrajosos… delincuentes… tullidos… o que hubieran muerto. Especulaba interminablemente sobre los peligros de su casa. A veces, imaginaba que su casa podía incendiarse de noche y que él podría morir. A la mañana siguiente, cuando entraba en clase con cara despreocupada e incluso con una expresión estúpida, mi sueño se desvanecía; pero mis temores se agudizaban por su ignorancia de ellos, pues sentía yo un misterio más profundo que el peligro que se cernía sobre él. Observaba cuanto él hacía, intentando aprender y traducir y verificar. Podría reproducirles ahora la torpe textura, el matiz exacto de azul desvaído de su jersey. Recuerdo cómo balanceaba el pie cuando se sentaba en clase… con suavidad, casi sin tocar el suelo. Aún hoy no me parece trivial.

Mientras estaba tendida en la playa, aquella mañana soleada, pensaba en mi amigo y recordaba de un modo lento, dilatado, intemporal el incidente del roce de mi mano con su muñeca. Constituía ya una historia muy larga. Pero los niños que corrían por la arena, los robles erectos que se alzaban sobre el techo limpio y afilado del pabellón blanco, las actitudes lentamente cambiantes de los adultos que habían eludido la ciudad y estaban tendidos boca abajo y riéndose al borde del agua, todos, eran como una aguja que entraba y salía por mis pensamientos. Aún no sé qué era más real, si el sueño que yo podía hacer florecer a voluntad o la visión de los bañistas. Estoy presentándolo, comprenden, sólo como simultáneo.

No advertí la llegada de aquellos bañistas, que se instalaron tan cerca de mí. Tal vez me hubiera quedado dormida cuando llegaron. Tumbados cerca de donde estaba, apareció en determinado momento un grupo de personas escandalosas, chillonas y variopintas, que parecían agrupadas allí por un increíble accidente, y que parecían impulsadas por el loco propósito de ofenderse mutuamente, lo cual les producía una gozosa hilaridad que me asombraba. Eran un hombre, dos mujeres, dos chicos. Estaban morenos y atezados, pero no eran extranjeros; cuando yo era niña, a tales personas se les llamaba “vulgares”. Llevaban trajes de baño viejos y descoloridos que no ocultaban ni la energía ni la fatiga de sus cuerpos, sino que las mostraban con exactitud.

Los chicos debían ser hermanos, pues ambos tenían el pelo muy claro y liso y les brillaba bajo la roja luz del sol como cardos. El mayor había crecido mucho, pues su cuerpo desbordaba el traje de baño por todas partes. Tenía grandes cachetes que le ocultaban los ojos, pero me resultaba difícil seguir sus punzantes y tímidas miradas cuando corría torpemente alrededor de los otros, pellizcando, dando patadas y lanzando estúpidos gruñidos. El más pequeño era delgado y desafiante; su flequillo casi blanco estaba aplastado de tirarse una y otra vez de cabeza al lago, cuando el mayor lo acosaba.

Y tendidos en una confusión de piernas estaban los demás: el hombre y las dos mujeres. El hombre parecía absolutamente entregado al calor y al resplandor del sol. Sus ojos relajados se entrecerraban a veces, con vaga animación, sobre el agua resplandeciente y la cálida arena. Tenía las manos flácidas y en reposo. Yacía de costado, y de vez en cuando cogía arena e iba amontonándola en un informe montón sobre las piernas de la mujer de más edad.

Ella contemplaba fijamente aquellos movimientos lentos e indefinidos y permanecía absolutamente quieta. Tenía una blancura antinatural y conciencia de ser gorda, con un traje de baño que no tenía relación alguna con la forma de su cuerpo, La grasa le colgaba de los brazos como un corrimiento de tierra contenido en una ladera. Temí que al menor movimiento resbalara de sí misma hacia abajo en un montón aterrador. Le colgaban los pechos enormes, abultando como peras el traje de baño. Tenía una pierna sobre la otra y semejaban sombreados rompeolas, irregulares y abandonados, en los cuales, por la mano del hombre, iba apilándose la arena como la acuciante amenaza del olvido. Identifiqué un sonido lento y repetido que llevaba mucho rato oyendo inconscientemente, como una risa continua que brotaba de la boca inmóvil, abierta y fruncida, de la mujer.

La chica más joven, tendida a los pies del hombre, estaba enroscada sobre sí misma. Llevaba un traje de baño verde claro que era como una botella de la que pensé que podría surgir en un arrebato de humo revuelto. Podía percibir ese arrebato como de un genio en su cuerpo flaco cuando parecía reptar y yacer inmóvil a la vez, viendo cómo el hombre amontonaba la arena, de modo descuidado, sobre las grandes piernas de la mujer mayor. Los dos niños corrían en fluctuantes elipses alrededor de los otros, pellizcándolos indiscriminadamente y tirando arena al pelo revuelto del hombre, como si no le temieran. La mujer seguía riéndose, casi como si quisiera tararear una canción fastidiosa. Vi que todos estaban resignados al descaro y la fealdad de los otros.

Aquella gente no se decía una palabra, pero empecé a advertir una progresión, un círculo de respuesta, que se lanzaban unos a otros a su modo, en la confusión de vulgaridad y de odio que se entretejía entre ellos como una guirnalda de vapor que surgiera de la húmeda arena. Vi que el hombre alzaba la mano llena de arena, que la movía mientras la mujer se reía, y que se la metía en el traje de baño, entre los bulbosos y colgantes pechos. Allí quedó colgando, marrón e informe, haciéndolos reír a todos. Hasta la chica enfadada se rio, con una hilaridad insistente que la hizo levantarse y correr por la playa, las piernas rígidas y entumecidas, saltando y tropezando. Los niños señalaban y gritaban. El hombre sonreía como un perro jadeante y miraba despreocupadamente hacia todos ellos, y también hacia el agua; miró incluso hacia mí, y me incluyó. Mirando a mi vez, aturdida, deseé que todos murieran.

Pero en aquel momento la chica del traje de baño verde dio de repente una vuelta completa. Extendió los brazos rígidos hacia los niños vociferantes y se unió a ellos en una insensata persecución. El niño más pequeño se lanzó de cabeza al agua y el mayor hizo girar su cuerpo, crecido en exceso, a través del aire azul sobre un pequeño banco, en el que yo ni siquiera me había fijado. Llamó alegremente a los otros, que se reían mientras él saltaba, pesado y ridículo, sobre el respaldo del banco y caía teatralmente a la arena. La gorda se inclinó hacia el hombre con una sonrisilla presuntuosa y el niño la señaló, chillando. La chica de verde se acercó entonces corriendo al banco, como si fuera a destruirlo, y con una ferocidad que me dejó sin aliento se alzó en el aire y saltó sobre él. Pero nadie pareció darse cuenta, salvo el niño más pequeño, que salió del agua para hundir sus dedos en el costado de la chica. En una mezcla de felicitación y escarnio; ella le dio un empujón, furiosa, y lo tiró en la arena.

Cerré los ojos a sus luchas; pero aún podía seguir viéndolos, grandes, metálicos casi, con sonrisas pintadas, al sol. Seguí allí tendida, los ojos fuertemente cerrados, oyendo sus chillidos y sus gritos frenéticos. Me parecía que podía oír también el golpe y el gordo impacto de sus cuerpos feos cayendo unos sobre otros. Intenté retirarme a mi sueño más interior, al roce de la muñeca de mi amado en la escalera. Sentí, donde había cerrado los ojos, temblar mi deseo estremeciendo la oscuridad como si fuera de hojas. Sentí la carga abrumadora de dulzura que acompañaba siempre a este recuerdo; pero el recuerdo en sí no me llegó.

Seguía allí tendida, abriendo y cerrando los ojos. La brillantez y luego la negrura eran como experiencias alternativas de noche y día. La dulzura de mi amor parecía traer la oscuridad y mecerme suavemente en su viento suspendido; me hundía en la familiaridad; pero la historia de mi amor, la larga narración del incidente en las escaleras, se había desvanecido. Ya no conocía el significado de mi felicidad; se apoderaba de mí, sin explicarse.

En determinado momento alcé la vista y la mujer gorda estaba de pie frente al hombre, sonriendo. Se inclinó y, de modo condescendiente, bajó la parte delantera del traje de baño, doblándola hacia afuera, para liberar la arena amasada y prensada. Sentí un punto culminante de horror, como si sus propios pechos se hubieran convertido en arena, como si no tuvieran la menor importancia y a ella le diera lo mismo.

Cuando emergí de nuevo, al fin, de la protección de mi sueño, de la austeridad indefinida de mi amor, abrí los ojos al borrón de una playa vacía. El grupo de extraños había desaparecido. Yo seguía allí tendida, sintiéndome engañada por la visión del rompeolas inconcluso donde habían apilado y moldeado la arena mojada alrededor de sus cuerpos, que cambiaba la fisonomía de la playa como los destrozos de una tormenta. Aparté la vista, y por el objeto con que mis ojos se encontraron, el pequeño pabellón blanco gastado, sentí de repente que la piedad me inundaba, y rompí a llorar.

Aquella fue mi última mañana en la playa. Recuerdo que seguí allí tendida, encuadrando mi visión con las manos, intentado pensar en el futuro, en mi vuelta al colegio, en invierno. Podía imaginar al chico del que estaba enamorada entrando a clase, donde yo lo observaría con aquella hora de playa acompañando mi sueño recobrado y añadida a mi amor. Podría prever incluso cómo respondería él a mi mirada, inocente y mudo, un chico de mediana talla, rubio, ojos inconscientes que miraban más allá de mí, por la ventana, solitarios y desvalidos.

 

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