Ángel Olgoso
Iban a demoler el viejo hospital y citaron a los
ciudadanos interesados en reclamar sus antiguos despojos corporales, objeto de
observación y estudio durante decenios. Fue la curiosidad lo que me llevó a
solicitar la pierna que me amputaron, por encima de la rodilla, cuando aún no
había cumplido veinte meses. A aquella tragedia le siguieron años de trato
preferente con el mejor artífice de piezas ortopédicas, apéndices más
apropiados para la vida en sociedad, y no demasiado molestos; por lo demás, mi
muñón y todo mi organismo aceptaban de buen grado cada nueva incorporación,
como si se supieran regenerados al entrelazar su borde de carne ya endurecida
con esos tejidos fríos, inertes, metálicos. Ahora, frente a mis ojos, en el
formol de un recipiente de cristal, flotaba la extremidad sorprendentemente
diminuta, blanca e infantil de un hombre de cuarenta y nueve años. Su visión
resultaba más tierna que grotesca: los dedos del pie como migajitas de pan, la
rodilla sin señales de hueso, el revoltillo de cabello de ángel de las arterias
seccionadas del muslo. Este espíritu gemelo, en su soledad, en su meridiana
inocencia, había permanecido inmutable, intacto, a salvo de la carcoma del
cansancio, libre del veneno que todos los seres llevamos dentro. Yo crecía, mientras
tanto, ajeno a la entereza de mi extremidad cercenada; me desarrollaba con la
indiferencia de la mala hierba que se reconoce inútil, destinada a una absurda
vida de sacrificio y condenada a la fumigación final. Cuando días después
comencé a observar desapasionadamente aquella extremidad mínima, a pesar del
insondable vínculo que nos unía, a pesar de su plena indefensión, a pesar de
todo, me pareció de pronto un objeto inconcebible, casi monstruoso. Bastaba
imaginar su mórbido tacto –tan distinto del tranquilizador pulimento de mi
pierna ortopédica– para sentir una cierta inquietud, un temor originado más
allá de las fantasías de suplantación. Alojé al ente y a su receptáculo de
cristal en las baldas más altas del sótano. Allí lo espiaba día y noche,
sintiéndome observado. Seguía sus delicadas pero obsesivas evoluciones,
meciéndose imputrescible en su mundo de infusión, maligno, ignominioso, como
esas hienas que al saberse heridas devoran sus propias vísceras.
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