Miguel Ángel Asturias
Barrancos cubiertos de
flores. Barrancos llenos de pájaros. Barrancos ahogados en lagos. Barrancos. Y
no sólo flores. Pinos centenarios. Y no sólo pájaros. Pinos centenarios y
altísimos. Y no sólo lagos. Pinos y pinos y pinos. Florido, pajarero y lacustre
el mundo de Juan Girador. Allí nació, allí creció, jamás se apartó del lado de
su padre, que también era Girador; no tomó mujer propia ni ajena y heredó en él
la magia de los envoltorios y los girasoles.
Muerto
su padre, lo enterró sin enterrarlo, más afuera que adentro de la tierra, para
no apartarse de su lado. Y lo cuidó, hasta que se volvió huesos, del picotazo o
la dentellada de animales que se alimentan de cadáveres. Días y noches dio
afecto a su padre muerto. Noches y días se mantuvo sentado en el tronco de un
árbol y al reventársele el vientre al difunto Girador, qué reguero de gusanos
de colores, siguiendo el ritual de los Giradores, le quitó el ombligo, llorón
entre cárdeno y violeta, que envolvió en sedas de cuatro colores. La seda
negra, primero, después la seda roja, luego la seda verde y, por último, la
seda amarilla. Terminado el envoltorio, pesaba y era como un girasol. Enterró
los blancos huesos más hondo y marchose llevando como escapulario, sobre el
pecho, envuelto en sedas de colores, el ombligo girador del muerto.
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