Émile Zola
I
Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura
angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual,
cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles.
Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente
por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín
que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz
fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento
amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa
se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor
de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas,
la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en
medio del sombrío huracán de su elocuencia.
La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en
las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado
que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada
de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las
elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta
experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida
por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un
cabeceo de satisfacción.
A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas
las devotas se desmayaban.
II
Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras.
Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las
mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de
gran pájaro blanco, suspiraba:
–Ha llegado la hora, hermanos y hermanas, en la que
todos, como Jesucristo, debemos coger nuestra cruz, coronarnos de espinas, subir
a nuestro calvario, con los pies descalzos sobre las rocas y entre las zarzas.
La pequeña baronesa encontró sin duda la frase blandamente
redondeada porque parpadeó suavemente como halagada en el corazón. Luego, como la
sinfonía del vicario la mecía, mientras continuó escuchando los compases melódicos
se dejó llevar hasta una semiensoñación repleta de íntima voluptuosidad.
Frente a ella veía una de las largas ventanas del coro,
gris de bruma. La lluvia no debía haber cesado. La querida joven había venido al
sermón con un tiempo atroz. Pero hay que sacrificarse un poco cuando se tiene religión.
Su cochero había recibido un horrible chaparrón, y ella misma, al saltar al pavimento,
se había mojado ligeramente la punta de los pies. Su coche, afortunadamente, era
excelente, bien cerrado y acolchado como una alcoba. ¡Pero era tan triste ver, a
través de los cristales húmedos, una fila de paraguas apresurados correr sobre cada
acerado! Pensaba que, si hubiera hecho buen tiempo, habría podido venir en victoria.
Habría sido mucho más divertido.
En el fondo, su gran temor era que el vicario despachara
demasiado rápidamente su sermón. De ser así, tendría que esperar su coche, porque
desde luego no aceptaría pisar charcos con semejante tiempo. Y calculaba que, al
ritmo que llevaba, el vicario no tendría voz para dos horas; su cochero llegaría
demasiado tarde. Esta ansiedad le echaba a perder un poco sus devotas alegrías.
III
El vicario, con cóleras bruscas que le hacían erguirse con el pelo sacudido
y los puños hacia delante como un hombre atormentado por un espíritu vengador, rugía:
–Y sobre todo ¡ay de vosotras! si no derramáis sobre
los pies de Jesús el perfume de vuestros remordimientos, el óleo perfumado de vuestros
arrepentimientos. Creedme, temblad y caed de rodillas al suelo. Es viniendo a encerraros
en el purgatorio de la penitencia abierto por la Iglesia durante estos días de contrición
universal; es desgastando las losas bajo vuestras frentes empalidecidas por el ayuno;
descendiendo a las angustias del hambre y del frío, del silencio y de la noche,
como mereceréis el perdón divino en el día fulgurante del triunfo.
La pequeña baronesa, distraída de su preocupación por
aquel terrible estrépito, movió lentamente la cabeza como si estuviera totalmente
de acuerdo con el irritado sacerdote. Había que coger unos azotes, meterse en un
rincón muy oscuro, muy húmedo, muy glacial y darse allí unas disciplinas; de eso
no le cabía la menor duda.
Luego volvió a sumirse en su ensimismamiento; se perdió
al fondo de un bienestar, de un éxtasis enternecido. Estaba confortablemente sentada
en una silla baja de ancho respaldo y tenía bajo sus pies un cojín bordado que le
impedía sentir el frío del pavimento. Medio recostada, gozaba de la iglesia, de
aquel bajel donde flotaban vapores de incienso, donde las profundidades, llenas
de sombras misteriosas, se poblaban de adorables visiones. La nave, con sus colgaduras
de terciopelo rojo, sus ornamentos de oro y mármol, con su aspecto de inmenso gabinete
femenino lleno de perfumes turbadores, iluminada por la suave luz de las lamparillas,
cerrada y como lista para amores sobrehumanos, la había envuelto poco a poco con
el encanto de sus pompas. Era la fiesta de los sentidos. Su linda persona rellenita
se abandonaba, halagada, mecida, acariciada. Y su voluptuosidad se sentía muy pequeña
en medio de tan amplia beatitud.
Pero, pese a sí misma, lo que la lisonjeaba aún más
deliciosamente, era el aliento tibio de la boca de calor abierta casi bajo su falda.
Era muy friolera, la pequeña baronesa. La salida de calor lanzaba discretamente
sus cálidas caricias a lo largo de sus medias de seda. Un cierto adormecimiento
se adueñaba de ella en aquel baño de muelle ligereza.
IV
El vicario seguía en plena ira. Y lanzaba a todas las devotas presentes al
aceite hirviendo del infierno.
–Si no escucháis la voz de Dios, si no escucháis mi
voz que es la del mismo Dios, en verdad os digo que un día oiréis vuestros huesos
crujir de angustia, sentiréis vuestra carne derretirse sobre carbones ardientes,
y entonces gritaréis en vano: “¡Piedad, Señor, piedad, me arrepiento!”, porque Dios
no tendrá misericordia y con el pie os arrojará al abismo.
Al escuchar estas últimas palabras un escalofrío recorrió
el auditorio. La pequeña baronesa a la que adormecía claramente el aire cálido que
corría por su falda, sonrió vagamente. La pequeña baronesa conocía bastante al vicario.
La víspera él había cenado en su casa. Adoraba el paté de salmón trufado y el borgoña
era su vino favorito. Era, sin duda, un hombre apuesto, entre treinta y cinco y
cuarenta años, moreno, con la cara tan redonda y rosada que aquel rostro de sacerdote
se habría confundido fácilmente con la cara solazada de una moza de alquería. Además
de eso, un hombre de mundo, buen comensal, buen conversador. Las mujeres lo adoraban,
la pequeña baronesa bebía los vientos por él. Él le decía con una voz adorablemente
dulce: “¡Ah!, señora, con semejante atuendo condenaría usted a un santo!”
Pero él, el querido padre, no se condenaba. Corría a
repetirle a la condesa, a la marquesa, a sus otras penitentes la misma galantería,
lo que lo convertía en el niño mimado de todas aquellas damas.
Cuando iba a cenar a casa de la pequeña baronesa los
jueves, lo cuidaba como a una querida criatura a la que la menor corriente de aire
podría resfriar y a la que un mal bocado le produciría indefectiblemente una indigestión.
En el salón, su sillón estaba en el rincón de la chimenea; en la mesa, el personal
de servicio tenía orden de velar particularmente por su plato, de servirle a él
sólo cierto borgoña de doce años, que él bebía cerrando los ojos con fervor como
si estuviera comulgando.
¡El vicario era tan bueno, tan bueno! Mientras que en
lo alto del púlpito hablaba de huesos que crujen y de miembros que se asan, la pequeña
baronesa en el estado de duermevela en el que se encontraba, lo veía a su mesa,
limpiándose beatíficamente los labios, y diciéndole: “He aquí, mi querida señora,
una sopa de marisco que le haría hallar gracia ante Dios Padre, si su belleza no
bastara ya para garantizarle el paraíso”.
V
Cuando acabó con la ira y las amenazas, el vicario se puso a sollozar. Ésa
era, normalmente, su táctica. Casi de rodillas en el púlpito, no mostrando nada
más que los hombros y luego, de golpe, incorporándose, doblándose como abatido por
el dolor, se secaba los ojos con gran crujido de muselina almidonada, lanzaba los
brazos al aire, a la derecha, a la izquierda, adoptando poses de pelícano herido.
Era la conclusión, el final, el fragmento a gran orquesta, la escena movida del
desenlace.
–Llorad, llorad –llorisqueaba con voz expirante– llorad
por vosotros, llorad por mí, llorad por Dios…
La pequeña baronesa dormía por completo con los ojos
abiertos. El calor, el incienso, la oscuridad que iba incrementándose, la habían
adormecido. Se había acurrucado, se había encerrado en las voluptuosas sensaciones
que experimentaba y, disimuladamente, soñaba con cosas muy agradables.
A su lado, en la capilla de los Santos Ángeles, había
un gran fresco que representaba a un grupo de guapos jóvenes, medio desnudos, con
alas a la espalda. Sonreían con sonrisa de amantes felices, mientras que sus actitudes
inclinadas, arrodilladas, parecían adorar a alguna pequeña baronesa invisible. ¡Qué
guapos muchachos, qué labios tan tiernos, qué piel de satén, qué brazos musculosos!
Lo peor era que uno de ellos se parecía totalmente al joven duque de P… uno de los
buenos amigos de la pequeña baronesa. En su sopor se preguntaba si el duque estaría
bien desnudo y con alas en la espalda. Y, por momentos, se imaginaba que el gran
querubín rosado llevaba el traje negro del duque. Luego el sueño se afirmó: era
verdaderamente el duque con ropa escasa el que le enviaba besos desde el fondo oscuro.
VI
Cuando la pequeña baronesa se despertó, oyó al vicario pronunciar la frase
sacramental: “Les deseo la gracia”. Permaneció un instante confusa; creyó que el
vicario le deseaba los besos del joven duque.
Se produjo un gran ruido de sillas. Todo el mundo se
fue; la pequeña baronesa había adivinado: su cochero no estaba aún al pie de la
escalinata. Aquel diablo de vicario había despachado su sermón robándole a sus penitentes
al menos veinte minutos de elocuencia.
Y, cuando la pequeña baronesa se impacientaba en una
nave lateral, se encontró con el vicario que salía precipitadamente de la sacristía.
Miraba la hora en su reloj, tenía el aspecto apresurado del hombre que no quiere
llegar tarde a una cita.
–¡Ah!, ¡qué retrasado voy!, querida señora –dijo. Me
están esperando en casa de la condesa. Hay un concierto espiritual seguido de una
pequeña colación.
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