Queta Navagómez
Miguelito
abrió la mochila y sacó un extraño aparato.
¡Es una lámpara maravillosa! ¡Adentro hay
un genio que concede lo que uno pide!, gritó frotándola.
El desconcierto y el asombro fueron
generales, maestra y alumnos sólo atinaban a fijar los ojos en el enorme ser,
todo de humo color violeta, tan parecido a los genios de que hablan los cuentos
que leían cada viernes, y que se había formado sobre la lámpara.
¡Concédeme lo que estoy pensando!, ordenó
Miguelito.
El genio se cruzó de brazos y analizó la
petición:
Lo que pides es tonto, pero estoy
condenado a obedecer los deseos de quien me haga salir de la lámpara, aclaró,
justificándose.
¡Concédeme lo que estoy pensando!, insistió
el niño.
El genio, fastidiado, extendió los brazos
y dibujó círculos en todas direcciones. Luego señaló con ambas manos el
pizarrón y, acto seguido, empezaron a desaparecer los pupitres, los compañeritos,
la maestra, y el examen del que Miguelito desconocía todas las respuestas.
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