Valentina Zhuravleva
Soy un médico de a bordo y he participado en tres expediciones al cosmos.
Mi especialidad médica es la psiquiatría: la astropsiquiatría, como se llama hoy.
El problema del que me ocupo tuvo su origen hace mucho tiempo, en el decenio comprendido
entre 1970 y 1980. Entonces el vuelo desde la Tierra a Marte duraba más de un año,
y para llegar a Mercurio eran necesarios cerca de dos. Los motores trabajaban sólo
en las fases de la partida y de la llegada. Las observaciones astronómicas no se
hacían desde los cohetes, sino desde observatorios especiales instalados sobre satélites
artificiales. ¿De qué se ocupaba entonces la tripulación durante los largos meses
del viaje? Casi de nada. La forzada inacción causaba agotamientos nerviosos, estados
de postración, enfermedades. La lectura y la radio no podían suplir enteramente
todas las cosas de que carecían los primeros astronautas. Echaban de menos el trabajo
creador al que estaban acostumbrados. Fue entonces cuando se pensó en formar las
tripulaciones con individuos que tuvieran alguna afición, no importaba cuál mientras
los mantuviera ocupados durante el vuelo. Así surgieron pilotos apasionados por
las matemáticas, navegantes que estudiaban antiguos papiros, ingenieros que dedicaban
todo su tiempo a la poesía. En los formularios que los astronautas debían rellenar
fue añadido el famoso punto 12: “¿Cuál es su hobby?”
Pocos años después, con la entrada de la humanidad en
la época de los vuelos interestelares, el problema se hizo aún más agudo. En efecto,
pese a alcanzar casi la velocidad de la luz, los cohetes atomiónicos, que hacían
el recorrido desde la Tierra hasta las estrellas más cercanas, viajaban durante
años. Es verdad que el tiempo disminuía de acuerdo con la elevada velocidad de los
cohetes, pero de todos modos los viajes duraban ocho, doce y a veces veinte años…
Pero estoy divagando y aún no he empezado mi historia…
El punto 12 es el objeto de mi trabajo científico. Y es justamente la historia del
punto 12 la que me ha traído aquí, al Archivo Central de Astronáutica.
La misma tarde del día en que llegué, tuve un coloquio
con el director del archivo, un hombre joven todavía, a quien el estallido del depósito
de combustible de un cohete casi había privado de la vista. Llevaba lentes de contacto
de un azul opaco que le escondían los ojos, por lo que parecía no sonreír nunca.
–Bien –dijo, después de haberme escuchado–, desea usted
empezar con el material del sector O-14… Ah, perdone, esta es nuestra clasificación
interna y no le dice nada. Me referí a la primera expedición a la estrella de Barnard.
Para vergüenza mía debo confesar que no sabía casi nada
de tal expedición.
–Sí –continuó el director–, la historia de Jean Zarubin,
comandante de la expedición, resolverá muchas de las cuestiones que le interesan.
Dentro de media hora le traerán el material. ¡Buen trabajo!
Tras los lentes azules, los ojos no eran visibles, pero
la voz tenía un tono triste.
El material llegó a mi mesa. Los folios estaban amarillentos
en algunos lugares, la tinta (entonces escribían con tinta) se había descolorido.
Pero alguien había restaurado el resto cuidadosamente; se habían adjuntado fotocopias
de rayos infrarrojos, cubierto el papel con una película de plástico transparente
que se presentaba lisa al tacto y resistente.
La ventana daba sobre el mar. Fuera, las olas crujían
dulcemente como páginas deshojadas de un libro…
En la época en que fue realizada, la expedición a la
estrella de Barnard era una empresa difícil, casi desesperada. Distancia: seis años
luz. El cohete debía efectuar la mitad del recorrido en fase de aceleración y la
otra mitad en fase de deceleración; aunque este sistema permitía alcanzar una velocidad
superior a la de la luz, el vuelo de ida y vuelta requería unos catorce años. Para
la tripulación el tiempo aún sería menor y los catorce años se habrían reducido
a unos cuarenta meses reales. Un periodo en sí no excesivamente largo, pero con
el peligro de que el motor debía trabajar casi constantemente a pleno régimen durante
treinta y ocho meses, de los cuarenta, y el combustible era limitado. Un retraso
cualquiera significaba, pues, el fin de la expedición.
Hoy parece una insensatez esta decisión de partir hacia
el cosmos con peligro de quedarse sin reservas de combustible, pero entonces no
era posible otra cosa. Las naves espaciales no podían cargar más de lo que los ingenieros
conseguían colocar en sus compartimentos…
Leo el texto de la reunión del comité encargado de escoger
a la tripulación. Se presentan candidatos y el comité los rechaza siempre, porque
el vuelo es excepcionalmente difícil, porque el capitán debe ser a la vez un óptimo
ingeniero, porque debe reunir una excepcional resistencia, una audacia casi desatinada.
Y de pronto, todos asienten.
Vuelvo la página. Empiezan las notas personales del
capitán Jean Zarubin.
Zarubin. El apellido es ruso. ¿Por qué Jean? Me hago
esa pregunta y al punto hallo la respuesta. El padre, Zarubin, es un ingeniero ruso.
La madre es una pintora francesa.
Tres páginas más y empiezo a comprender el motivo de
que Jean Zarubin fuera nombrado por unanimidad comandante del Polus. Era
un hombre en el que se asociaban de modo excepcional la fría sabiduría del científico
y el fogoso temperamento del luchador. Por ello lo habían destinado a las más arriesgadas
empresas. Sabía salir de las situaciones más arduas y desesperadas. Era justamente
el hombre apto para una expedición que muchos consideraban de antemano condenada
al fracaso.
Encuentro las fotografías de la tripulación del Polus.
Son fotografías en blanco y negro, en dos dimensiones. El capitán tenía entonces
treinta y ocho años. En la fotografía aparece más viejo: una cara llena, ligeramente
grueso con anchos pómulos, labios fuertemente apretados, nariz aguileña, pelo rizado
y seguramente muy suave y ojos extraños. Unos ojos tranquilos, casi perezosos, pero
en los que vagaba una luz impertinente, descarada…
Los restantes astronautas eran más jóvenes. Los ingenieros,
marido y mujer, estaban fotografiados juntos, volaban siempre juntos. El piloto
tenía una mirada absorta de músico. El médico de a bordo era una muchacha: quizá
yo también tenía aquel aspecto serio en la primera fotografía que me tomaron al
ingresar a la Flota Astral. El astrofísico mostraba una mirada obstinada sobre un
rostro manchado de quemaduras: había realizado con el capitán un aterrizaje forzoso
en Dion, satélite de Saturno.
Punto 12 del formulario: hojeo las páginas y veo que
las fotografías me han orientado bien. En efecto, el piloto es un compositor; la
pasión de la muchacha seria es la microbiología, el astrofísico estudia obstinadamente
las lenguas, ya posee cinco a la perfección entre las cuales el latín y el griego
antiguo. Los ingenieros, marido y mujer, tienen la misma pasión: el ajedrez, el
nuevo ajedrez con dos reinas blancas y dos reinas negras y un tablero de 81 casillas…
La pregunta 12 también halla respuesta en el formulario
del capitán. Su pasión extraña, única, excepcional; nunca me había topado con nada
semejante. Desde pequeño, el capitán se deleita con la pintura: es natural considerando
que su madre era pintora. Pero el capitán no pinta, no, se interesa por otra cosa.
Sueña con descubrir los secretos de la Edad Media, con recuperar la composición
de sus colores, sus mezclas. Y hace investigaciones químicas, siempre con la obstinación
del científico y el temperamento del artista.
Seis hombres, seis caracteres diferentes, seis destinos
distintos. Pero la pauta viene marcada por el capitán. Los demás lo quieren, tienen
fe en él, lo imitan. Y por eso todos saben ser tranquilos, imperturbables y desenfrenadamente
audaces.
Partida. El Polus apunta hacia la estrella de
Barnard. El reactor atómico lanza por las toberas oleadas de iones invisibles… El
cohete está en fase de aceleración, se nota continuamente la sobrecarga. Durante
los primeros momentos es difícil caminar, difícil trabajar. El médico hace observar
con severidad el régimen establecido. Los astronautas se acostumbran a las condiciones
del vuelo. Se ordena la estiba y se instala el radiotelescopio. Empieza la vida
normal. El control del reactor, de los instrumentos, de los mecanismos, requiere
poco tiempo. Cuatro horas al día son obligatorias para las respectivas especializaciones;
el resto del tiempo es libre y cada cual lo emplea como quiere. La muchacha seria
lee ávidamente textos de microbiología. El piloto ha compuesto una canción y todos
los tripulantes la cantan. Los dos ingenieros pasan largas horas ante el tablero,
el astrofísico lee a Plutarco en su lengua original…
El cohete vuela hacia la estrella de Barnard aumentando
progresivamente su velocidad. Los meses pasan. El reactor atómico funciona tal como
estaba previsto. El consumo de combustible es el calculado, ni un miligramo más.
La catástrofe vino de improviso.
Durante el octavo mes de vuelo se verificó una variación
en el régimen de trabajo del reactor con el consiguiente aumento del consumo de
combustible. En el diario de a bordo apareció una breve anotación: “No sabemos la
causa de tal reacción accesoria”.
Fuera, el mar levanta la voz. El viento es más fuerte
y las olas ya no rozan como páginas de un libro, rebufan impacientes batiendo la
costa. Oigo la risa de una mujer. No, no puedo, no debo distraerme. Me parece estar
viendo a aquellos hombres en el cohete. Ahora ya los conozco y puedo imaginar todo
lo que ha sucedido. Quizá me equivoque en algún detalle, pero, ¿qué importa? Pero
no, estoy segura de que no me equivocaré ni siquiera en los detalles. Tengo el convencimiento
de que los hechos se desarrollaron así:
En la retorta colocada sobre la espita hervía un líquido
oscuro. Vapores negruzcos recorrían el serpentín para terminar en el condensador.
El capitán examinaba atentamente una probeta que contenía un polvo rojo oscuro.
Se abrió la puerta. La llama del quemador tembló. El capitán se volvió. En la entrada
se hallaba el ingeniero.
El ingeniero estaba turbado. Era un hombre que sabía
controlarse, aunque su voz traicionaba su turbación. Una voz extraña, sonora, desacostumbradamente
firme. El ingeniero intentaba mantener la calma, pero no lo conseguía.
–Siéntate, Nikolaj –el capitán le acercó una butaca–.
Hice estos cálculos ayer y obtuve el mismo resultado. Por lo tanto, siéntate.
–¿Es ya la hora?
El capitán miró el reloj.
–Faltan cincuenta y cinco minutos para la cena. Tenemos
tiempo de hablar. Avisa a todos, por favor.
–Muy bien –contestó mecánicamente el ingeniero–. Se
lo diré a todos. Sí, se lo diré.
No comprendía la tranquilidad del capitán. La velocidad
del Polus aumentaba segundo a segundo y había que tomar inmediatamente una
decisión.
–Mira –explicó el capitán, acercándole la probeta–.
Seguramente te interesará. Es cinabrio. Un color endiabladamente seductor. Pero
suele oscurecerse a la luz… Ya lo encontré; todo el secreto está en el grado de
dispersión…
Y se extendió en una disertación acerca de cómo había
conseguido obtener un cinabrio estable a la luz. El ingeniero lo escuchó con impaciencia,
atormentando la probeta con las manos, y con los ojos fijos en el reloj de la pared:
treinta segundos, la velocidad había aumentado en dos kilómetros por segundo; un
minuto más y habría aumentado otros cuatro kilómetros por segundo…
–Me voy –dijo por fin–, debo advertir a los otros.
Mientras descendía la escalerita comprendió de pronto
que no tenía prisa, ya no contaba los segundos.
El capitán cerró la puerta de la cabina, introdujo distraídamente
las probetas en el trípode y pensó con una sonrisa: “El pánico es como una reacción
en cadena. Todo lo que le es extraño, lo retrasa…”
Diez minutos después el capitán bajó al salón. Cinco
personas lo saludaron poniéndose de pie. Y por el modo de levantarse, por el hecho
de que todos llevaban el uniforme de los astronautas, cosa que sucedía raras veces
y sólo en las ocasiones solemnes, el capitán comprendió que ya no era necesario
explicar la situación.
–Bueno –murmuró–, parece que sólo yo olvidé ponerme
el uniforme…
Nadie sonrió.
–Sentémonos –indicó el capitán–. Consejo de guerra.
Como está prescrito, que hable primero el más joven: Lenocka, ¿qué debemos hacer?
¿Qué piensa de la situación?
La muchacha contestó con toda seriedad:
–Soy médico, Jean Pavlovic, y nuestro problema es, ante
todo, técnico. Permítame expresar mi opinión después.
El capitán asintió con la cabeza.
–De acuerdo. Oigamos a Sergej.
El astrofísico abrió los brazos…
–Tampoco concierne a mi especialidad. No tengo una opinión
bien definida, pero sé que el combustible debería bastar para alcanzar la estrella
de Barnard. ¿Por qué volver a mitad de camino?
–¿Por qué? –repitió, a su vez, el capitán–. Porque desde
allí ya no podríamos volver. Desde la mitad del trayecto, sí; desde la estrella
de Barnard, no.
–No lo comprendo –insistió el astrofísico, pensativo–.
¿Por qué no? Nos vendrían a buscar. Verán que no volvemos y vendrán por nosotros.
La astronáutica está en continuo desarrollo.
–Sí –contestó, riendo, el capitán–. Pero hará falta
tiempo… Por lo tanto, es usted del parecer de continuar, ¿no es así? Bueno. Ahora
usted, Georgej. ¿Entra el asunto dentro de su especialidad?
El piloto se puso de pie de un salto, separando la butaca.
–Siéntese –ordenó el capitán–. Siéntese y hable con
calma. No salte. ¿Y bien?
–¡No debemos volver! –el piloto casi gritaba–. Hay que
seguir adelante… ¡Adelante a través de lo imposible! ¿Cómo podemos pensar en volver?
Sabíamos que la expedición era muy difícil. Lo sabíamos, ¿no? Y ahora, en cuanto
surge la primera dificultad, ¡se habla de volver! ¡No, no, adelante!
–Adelante a través de lo imposible –murmuró el capitán–.
Bien dicho… ¿Qué opinan los ingenieros? ¿Nina Vladimirovna? ¿Nikolaj?
El ingeniero miró a su mujer. Ésta hizo un gesto y él
tomó la palabra. Habló con calma, como si pensara en voz alta.
–Nuestro vuelo a la estrella de Barnard es una expedición
científica. Si entre todos podemos saber algo nuevo, si hacemos algún descubrimiento,
nuestro esfuerzo habrá sido útil. Pero este esfuerzo sólo será verdaderamente útil
si nuestro descubrimiento es conocido por otros hombres, por la Humanidad. Si llegamos
hasta la estrella de Barnard y luego no es posible volver atrás, ¿qué valor tendrán
nuestros descubrimientos? Sergej ha dicho que al final alguien nos vendrá a recoger.
Lo admito. Pero entonces, el mérito será suyo, de quienes vengan a recogernos. ¿Qué
méritos tendremos nosotros? ¿Qué hará por la Humanidad nuestra expedición?… En una
palabra, sólo produciremos molestias. Sí, molestias. En la Tierra esperarán nuestro
regreso, y lo harán en vano. Si volvemos inmediatamente, la pérdida de tiempo se
reducirá al mínimo. Partirá una nueva expedición. Quizá seamos nosotros mismos.
Habremos perdido, eso sí, algunos años. Pero, por el contrario, proporcionaremos
a la Tierra el material recogido. Pero ahora no tenemos esa posibilidad… ¿Continuar?
¿Para qué? Nina y yo nos oponemos. Hay que volver en el acto.
Siguió un largo silencio. Luego, la muchacha preguntó:
–¿Qué piensa usted, capitán?
Zarubin sonrió con tristeza.
–Creo que nuestros ingenieros tienen razón. Las bellas
palabras sólo son palabras. Y el buen sentido, la lógica, el cálculo, están de parte
de los ingenieros. Hemos venido a hacer descubrimientos. Si la Tierra no tiene noticia
de ellos, no valdrán nada. Nikolaj tiene razón, toda la razón.
El capitán se levantó y atravesó pesadamente la cabina.
Era difícil caminar. La sobrecarga tres veces mayor, provocada por la aceleración
del cohete, dificultaba los movimientos.
–Cabe también la espera de un socorro –continuó–. Quedan
dos soluciones. La primera es volver a la Tierra; la segunda es alcanzar la estrella
de Barnard… y luego, regresar de algún modo. Regresar, pese a la pérdida de combustible.
–¿Cómo? –preguntó el ingeniero.
Zarubin se acercó a la butaca, se sentó e hizo una pausa
antes de contestar.
–No lo sé. Pero tenemos tiempo. Para llegar a la estrella
de Barnard aún faltan once meses. Si ustedes deciden que volvamos ahora, lo haremos.
Pero si creen que durante esos once meses yo puedo pensar, inventar, descubrir alguna
cosa que nos permita resolver esta situación, entonces… ¡adelante a través de lo
imposible! Esto es todo, amigos… ¿Qué les parece? ¿Lenocka?
La muchacha lo miró con malicia.
–Como todos los hombres, es usted muy listo. Apostaría
algo a que ya tiene preparada alguna solución. El capitán soltó una carcajada.
–¡Perdería! Aún no he encontrado nada. Pero lo encontraré,
estoy seguro.
–Lo creemos. Estamos convencidos de ello –el ingeniero
calló un momento–. Aunque no puedo imaginar cómo saldremos de este embrollo. Nos
queda el dieciocho por ciento del carburante. El dieciocho por ciento, en vez del
cincuenta… Pero después de lo que ha dicho, capitán, es suficiente. Vamos a la estrella
de Barnard. Como dice Georgej, ¡adelante a través de lo imposible!…
Las ventanas se abren sin ruido. El viento vuelve las
páginas, atraviesa la habitación, llenándola con el fresco olor del mar. Ese olor
es algo maravilloso. En los cohetes no existe. Los acondicionadores depuran el aire,
mantienen la humedad necesaria, la temperatura conveniente. Pero el aire acondicionado
no tiene sabor, como el agua destilada. Se han probado muchas veces generadores
de olores artificiales, pero hasta ahora sin resultados satisfactorios. El olor
común del aire terrestre es demasiado complejo y no es fácil reproducirlo. Ahora,
por ejemplo… Siento el olor del mar, de las húmedas hojas otoñales, de perfumes
apenas perceptibles. A veces, cuando el viento se hace más fuerte, percibo el olor
de la tierra y hasta el débil perfume de los colores.
El viento vuelve las páginas… ¿Con qué contaría el capitán?
Soy médico, he volado y sé que no suceden milagros. Cuando el Polus llegara
a la estrella de Barnard, sólo le quedaría el dieciocho por ciento de combustible.
El dieciocho en vez del cincuenta…
A la mañana siguiente le rogué al director que me enseñara
los cuadros de Zarubin.
–Hay que subir –explicó–, ¿ya lo leyó todo?
Escuchó mi respuesta y asintió con la cabeza.
–Lo comprendo. Yo también lo pensaba. Desde aquel momento,
la historia empieza a tener un carácter excepcional. Sí, el capitán asumió una gran
responsabilidad…
Calló durante largo rato, mordiéndose los labios. Luego
se levantó y se ajustó las gafas.
–Bueno, vamos.
El director cojeaba. Recorrimos lentamente los corredores
del Archivo.
–Leerá otras cosas sobre el particular –dijo el director–.
Si no me equivoco, segundo volumen, página cien y siguientes.
Zarubin quería descubrir el secreto de los maestros
italianos del Renacimiento. A partir del siglo XVIII empezó la decadencia de la
pintura al óleo, desde el punto de vista de la técnica de los colores, quiero decir.
Muchas cosas se consideraron irremediablemente perdidas. Los pintores ya no sabían
obtener colores luminosos y al mismo tiempo persistentes. Particularmente, en lo
que respecta al celeste y al azul. Zarubin… Los cuadros de Zarubin estaban reunidos
en una estrecha galería inundada de sol. Lo primero que me llamó la atención fue
que cada uno de los cuadros de Zarubin estaban pintados de un solo color: rojo,
azul, verde…
–Son estudios para probar los colores –explicó el director–.
Aquí hay uno, Estudio en tonos azules. Ultramarino. En un cielo azul
volaban juntas dos delicadas figuras humanas, un hombre y una mujer. Todo estaba
pintado en azul. Pero nunca había visto una tan infinita variedad de matices. El
cielo aparecía nocturno, azul oscuro en el extremo izquierdo inferior del cuadro
y transparente, saturado por el aire ardiente del mediodía, en el ángulo opuesto.
En los hombres, las alas formaban un mosaico de tonos azules, celestes, violetas.
Los colores eran unas veces elásticos, claros, luminosos; otras veces, dulces, tenues,
transparentes. En comparación, el estudio de Degas: Las bailarinas azules
hubiera parecido un cuadro mortecino, pobre en colores. Admiré luego otros cuadros.
Estudio en tonos rojos: dos soles escarlatas en un planeta desconocido, un
caos de sombras y penumbras desde el rojo sangre hasta el rosa luminoso. Estudio
en tonos ocres: amontonamientos de rocas oscuras, severas. Estudio en tonos
verdes: un bosque irreal, mágico…
–Zarubin fantaseaba –dijo el director–. Al principio
pretendía probar los colores. Pero después…
El director calló. Miré los azules, impenetrables cristales
de sus gafas.
–Siga leyendo –dijo, por fin, en voz baja–. Luego le
enseñaré los demás cuadros. Entonces comprenderá…
Leo con la mayor rapidez posible. Intento fijar las
cosas principales y adelante, adelante…
El Polus continuó su viaje. La velocidad del
cohete alcanzó el límite máximo y los motores empezaron a trabajar en régimen de
deceleración. A juzgar por las breves notas del diario de a bordo, todo seguía normalmente,
ninguna avería, ninguna enfermedad. Nadie recordaba al capitán la promesa hecha.
Zarubin estaba, como siempre, tranquilo, seguro de sí mismo y alegre. Como antes,
dedicaba mucho tiempo a la tecnología de los colores y pintaba estudios… El cohete
alcanzó la estrella de Barnard diecinueve meses después de su partida. Cerca de
la débil estrella rosada se descubrió un planeta, de dimensiones casi idénticas
a las de la Tierra, pero cubierto de hielos. El Polus se preparó a posarse
sobre él. El flujo de iones emitido por las toberas del cohete fundió los hielos
y el primer intento no tuvo éxito. El capitán escogió otro punto, con el mismo resultado…
Por fin, tras seis tentativas, se encontró bajo el hielo una roca granítica.
El planeta estaba muerto. Su atmósfera estaba compuesta
casi exclusivamente de oxígeno puro, pero no se encontró ni un ser viviente ni una
planta. El termómetro señalaba cincuenta grados bajo cero.
“Planeta inerte –estaba escrito en el diario del piloto–;
pero, en cambio, qué diluvio de descubrimientos…”
Sí, un diluvio de descubrimientos. Incluso hoy, cuando
la ciencia de la estructura y evolución de las estrellas ha experimentado grandes
avances, los descubrimientos hechos por la expedición del Polus en muchos
aspectos no han perdido nada de su valor. El estudio de la envoltura gaseosa de
las enanas rosadas tipo Barnard se considera aún como un clásico científico.
Diario de a bordo… El manuscrito del astrofísico con
la paradójica hipótesis sobre la evolución de las estrellas… y, por fin, lo que
yo buscaba: la orden de regreso dada por el capitán. No doy crédito a mis ojos y
repaso rápidamente las páginas. Una anotación en el diario del navegante. Ahora
lo creo; sé que sucedió así. Un día el capitán declaró:
–Hay que regresar.
Los cinco hombres miraron a Zarubin en silencio. Se
oía el tic-tac de los relojes…
–Tenemos que volver –repitió el capitán–. Ya sabemos
que nos queda el dieciocho por ciento del combustible. Pero hay una solución. Ante
todo, aligerar el cohete. Debemos eliminar todo el equipo eléctrico con excepción
de los instrumentos de corrección –vio que el piloto quería decir algo y lo detuvo
con un gesto–. Hay que hacerlo así. Los instrumentos, las mamparas interiores de
los depósitos vacíos, parte de los víveres y las voluminosas instalaciones eléctricas.
No es eso todo. El mayor consumo de combustible es debido a la pequeña aceleración
de los primeros meses de vuelo. Habrá que resignarse a los inconvenientes: el Polus
deberá partir con una aceleración no de tres, sino de nueve veces…
–Con una aceleración semejante será imposible guiar
el cohete –objetó el ingeniero–. El piloto no podrá…
–Ya lo sé –lo interrumpió con dureza el capitán–. La
dirección, durante los primeros meses, será dada desde aquí, desde este planeta.
Aquí se quedará un hombre. ¡Silencio! Recuérdenlo, no hay otra solución y se hará
así. Sigamos. Nina Vladimirovna y Nikolaj no pueden quedarse, esperan un niño. Sí,
lo sé. Lenocka es médico, debe partir. Sergej es el astrofísico, y también debe
partir. Georgej tiene poca resistencia. Por eso me quedaré yo. ¡Dije silencio!
Tengo delante los cálculos hechos por Zarubin. Soy médico
y no todo lo veo claro. Pero no resulta difícil comprender que son irreprochables.
El cohete se aligera hasta el desmantelamiento, se fuerza hasta el fondo la sobrecarga
de salida. Se suprime el sistema de alimentación de emergencia, consistente en dos
microrreactores, se desmonta casi toda la instalación electrónica. Si durante el
viaje sucede algo imprevisto, el cohete ni siquiera podrá volver a la estrella de
Barnard. “Riesgo al cubo –dice el diario del navegante. Y dos renglones más abajo–:
pero para el que se queda, el riesgo será diez, cien veces mayor”. Zarubin tendría
que esperar catorce años. Únicamente hasta entonces otro cohete podría ir a recogerlo.
Catorce años solo sobre un planeta hostil, cubierto de hielo…
Fotografía de la habitación del capitán: está construida
con una parte del material de las bodegas. A través de las paredes transparentes
se ven las instalaciones electrónicas, los microrreactores. Sobre el techo, las
antenas del control remoto. En torno a ella, un desierto de hielo. En el cielo gris,
cubierto por una densa bruma, salta la luz fría de la estrella de Barnard, un disco
cuatro veces más grande que el Sol, pero apenas más luminoso que la Luna.
Hojeo con nerviosismo el diario de a bordo. Está todo:
las instrucciones del capitán, los acuerdos relativos al enlace por radio durante
los primeros días de vuelo, la lista de los objetos dejados al capitán… Y luego,
de pronto, dos palabras: “El Polus parte”. Siguen anotaciones extrañas. Parecen
escritas por un niño, las líneas son irregulares, las letras aparecen deformadas.
Es el efecto de la sobrecarga nueve. Consigo leerlas con fatiga. La primera anotación:
“Todo bien. ¡Maldita sobrecarga! Manchas violeta en los ojos…” Dos días después:
“Tomamos la velocidad establecida. Imposible caminar, debemos arrastrarnos…”
Una semana más tarde: “Pesado, mucho… (borrado). Resistimos.
El reactor trabaja a pleno régimen”. Dos folios del diario de a bordo están en blanco.
Sobre el tercero, manchado de tinta, consta la siguiente observación: “El control
remoto no funciona. Los rayos encuentran un obstáculo desconocido. Es…(borrado).
Es el fin.” Pero al final de la página hay otra, escrita con mano más firme: “El
control remoto ha vuelto a funcionar. El indicador de potencia señala cuatro unidades.
El capitán da la energía de sus microrreactores y nosotros no podemos impedírselo.
Se sacrifica…”
Cierro el diario. Ahora sólo puedo pensar en el capitán.
No esperaba, sin duda, que se estropeara el control remoto. Se oye el alarmante
pitido de la señal de control del indicador. La temblorosa aguja se detiene en el
cero. Las ondas de radio han encontrado un obstáculo y el control remoto no funcionaba.
El capitán se halla de pie ante la pared transparente de la bodega. El sol escarlata
se oculta en el horizonte. Las tinieblas se van condensando sobre la llanura helada.
El viento levanta la nieve, haciéndola voltear en el cielo turbio. La señal de control
del indicador suena con insistencia. Las ondas de radio se dispersan, ya no están
en condiciones de guiar al cohete. Zarubin observa el ocaso de la estrella de Barnard.
Tras su espalda se encienden febrilmente lamparitas en los paneles del piloto electrónico.
El disco purpúreo desaparece rápidamente bajo el horizonte.
Durante un segundo brillaron infinitos rayos escarlata,
luego cae la noche. Zarubin se acerca al panel de los instrumentos. La aguja señala
cero. El capitán hace girar la rueda del regulador de potencia. En la bodega se
difunde el silbido de los motores del sistema de refrigeración. Zarubin gira el
volante a fondo, al máximo, hasta que no siente resistencia. Pasa detrás del cuadro,
quita el limitador y da otras dos vueltas. El silbido se transforma en un rugido
sonoro, penetrante, fortísimo. El capitán se arrastra hacia la pared y se sienta.
Le tiemblan las manos. Toma un pañuelo y se seca la frente. Apoya la mejilla contra
la pared fría. Hay que esperar a que las nuevas señales de gran potencia hayan alcanzado
el rayo y, reflejadas, vuelvan atrás. Zarubin espera.
Ha perdido la noción del tiempo. Los microrreactores,
llevados casi hasta un régimen de explosión, rugían; los motores del sistema de
refrigeración gimen. Tiemblan las gruesas paredes de la bodega… El capitán espera.
Al fin, una fuerza desconocida lo empuja a levantarse y a acercarse al panel de
instrumentos. La aguja del indicador de potencia se halla sobre la línea verde.
La potencia de las señales es ahora suficiente para guiar al cohete. Zarubin sonríe
débilmente y echa una mirada al indicador de consumo. La energía gastada supera
en ciento cuarenta veces la cantidad prevista en el cálculo. Aquella noche, el capitán
no duerme. Prepara la ruta para el piloto electrónico. Hay que corregir la desviación
provocada por la interrupción en el enlace. El viento empuja olas de nieve sobre
la llanura. Sobre el horizonte llamea una tenue aurora boreal. Los microrreactores
zumban furiosos, produciendo energía. Todo cuanto fue avaramente calculado para
catorce años se irradiaba ahora en el espacio con generosidad…
Enfilada la ruta en el aparato electrónico, el capitán
camina cansadamente por la bodega. Sobre el techo transparente brillan las estrellas.
El capitán se apoya en el cuadro de instrumentos y mira al cielo. En algún punto
lejano el Polus volvía a tomar velocidad y se dirigía con seguridad hacia
la Tierra…
Era muy tarde, pero, pese a todo, fui a ver al director.
Recordaba que me había hablado de otros cuadros de Zarubin. El director no dormía.
–Sabía que iba a venir –me dijo, poniéndose las gafas–.
Vamos, es aquí cerca. En la habitación contigua, iluminada con lámparas fluorescentes,
estaban colgados dos pequeños cuadros. En un primer momento creí que el director
se había equivocado. Me parecía que Zarubin nunca pintaría cuadros semejantes. No
se asemejaban en nada a los que había visto durante el día, no eran estudios de
colores ni temas fantásticos. Eran dos paisajes comunes. Uno representaba una calle
y un árbol; el otro, el margen de un bosque.
–Sí, son de Zarubin –afirmó el director, como si hubiese
adivinado mis pensamientos–. Se quedó allí, ya lo sabe. Sí, fue una solución dura,
pero, de todos modos, una solución. Hablo como astronauta, como exastronauta.
–El director se ajustó las gafas azules y guardó silencio–.
Y luego Zarubin hizo… ya sabe… En cuatro semanas suministró una energía calculada
para catorce años. Corrigió las desviaciones, devolvió al Polus a su ruta
exacta. Y cuando el cohete alcanzó la velocidad inferior a la de la luz, y empezó
la fase de deceleración, la tripulación recuperó el gobierno de la nave. Pero los
microrreactores de Zarubin ya no producían energía. Todo había terminado… Fue cuando
Zarubin pintó estos cuadros… Amaba a la Tierra, la vida…
Un cuadro representaba una calle, una calle en cuesta
en el centro de un pueblo. A un lado de la calle, una poderosa encina retorcida,
pintada al estilo de Jules Dupré, al estilo de la escuela de Barbizon: chaparra,
nudosa, llena de vida y de fuerza. El viento empuja nubes despeinadas. En la cuneta
lateral descansa una gran piedra y parece como si un momento antes algún viandante
se hubiera sentado en ella… Cada detalle está pintado con cariño, con amor, con
una riqueza poco común de colores y matices.
El otro cuadro no está terminado. Representa un bosque
en primavera. Todo él está saturado de luz, de calor… Sorprendentes tonalidades
doradas… Zarubin conocía el alma de los colores.
–Yo traje estos cuadros a la Tierra –dijo el director
casi en un murmullo.
–¿Usted?
–Sí.
Su voz era triste, como si traicionara un sentimiento
de culpa.
–El material que examinó no tiene conclusión. El resto
se refiere a otras expediciones. El Polus llegó a la Tierra y en el acto
fue enviada una expedición de socorro. Durante el viaje tuvimos una avería… –el
director levantó una mano hasta sus lentes–. Pero llegamos. Descubrimos la bodega,
los cuadros… También encontramos una nota del capitán…
–¿Qué decía?
–Sólo unas palabras: ADELANTE, A TRAVÉS DE LO IMPOSIBLE.
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