Pío Baroja
¿Cer zala usté cenuben
enamoratzia?
Sillau is hira eta
guitarra jotzia.
-Canto popular
Muchas veces, mientras trabajaba en aquel abandonado jardín, Elizabide el
Vagabundo se decía al ver pasar a Maintoni, que volvía de la iglesia:
–¿Qué pensará? –¿Vivirá satisfecha? ¡La vida de Maintoni
le parecía tan extraña! Porque era natural que quien como él había andado siempre
a la buena de Dios rodando por el mundo, encontrara la calma y el silencio de la
aldea deliciosos; pero ella, que no había salido nunca de aquel rincón, ¿no sentiría
deseos de asistir a teatros, a fiestas, a diversiones, de vivir otra vida más espléndida,
más intensa? Y como Elizabide el Vagabundo no se daba respuesta a su pregunta, seguía
removiendo la tierra con su azadón filosóficamente.
–Es una mujer fuerte –pensaba después–; su alma es tan
serena, tan clara, que llega a preocupar. Una preocupación
científica, sólo científica, eso claro. Y Elizabide el Vagabundo, satisfecho de
la seguridad que se concedía a sí mismo de que íntimamente no tomaba parte en aquella
preocupación, seguía trabajando en el jardín abandonado de su casa.
Era un tipo curioso el de Elizabide el Vagabundo. Reunía
todas las cualidades y defectos del vascongado de la costa: era audaz, irónico,
perezoso, burlón. La ligereza y el olvido constituían la base de su temperamento:
no daba importancia a nada, se olvidaba de todo. Había gastado casi entero su escaso
capital en sus correrías por América, de periodista en un pueblo, de negociante
en otro, aquí vendiendo ganado, allá comerciando en vinos. Estuvo muchas veces a
punto de hacer fortuna, lo que no consiguió por indiferencia. Era de esos hombres
que se dejan llevar por los acontecimientos sin protestar nunca. Su vida, él la
comparaba con la marcha de uno de esos troncos que van por el río, que si nadie
los recoge se pierden al fin en el mar.
Su inercia y su pereza eran más de pensamiento que de
manos; su alma huía de él muchas veces: le bastaba mirar al agua corriente, contemplar
una nube o una estrella para olvidar el proyecto más importante de su vida, y cuando
no lo olvidaba por esto, lo abandonaba por cualquier otra
cosa, sin saber por qué muchas veces.
Últimamente se había encontrado en una estancia del
Uruguay, y como Elizabide era agradable en su trato y no muy desagradable en su
aspecto, aunque tenía ya sus treinta y ocho años, el dueño de la estancia le ofreció
la mano de su hija, una muchacha bastante fea que estaba en amores con un mulato.
Elizabide, a quien no le parecía mal la vida salvaje de la estancia, aceptó, y ya
estaba para casarse cuando sintió la nostalgia de su pueblo, del olor a heno de
sus montes, del paisaje brumoso de la tierra vascongada. Como en sus planes no entraban
las explicaciones bruscas, una mañana, al amanecer, advirtió a los padres de su
futura que iba a ir a Montevideo a comprar el regalo de boda; montó a caballo, luego
en el tren; llegó a la capital, se embarcó en un transatlántico, y después de saludar
cariñosamente la tierra hospitalaria de América, se volvió a España.
Llegó a su pueblo, un pueblecillo de la provincia de
Guipúzcoa; abrazó a su hermano Ignacio, que estaba allí de boticario; fue a ver
a su nodriza, a quien prometió no hacer ninguna escapatoria más, y se instaló en
su casa. Cuando corrió por el pueblo la voz de que no sólo no había hecho dinero en América, sino que lo había perdido, todo el mundo
recordó que antes de salir de la aldea ya tenía fama de fatuo, de insubstancial
y de vagabundo.
Él no se preocupaba absolutamente nada por estas cosas;
cavaba en su huerta, y en los ratos perdidos trabajaba en construir una canoa para
andar por el río, cosa que a todo el pueblo indignaba.
Elizabide el Vagabundo creía que su hermano Ignacio,
la mujer y los hijos de éste le desdeñaban, y por eso no iba a visitarles más que
de cuando en cuando; pero pronto vio que su hermano y su cuñada le estimaban y le
hacían reproches porque no iba a verlos. Elizabide comenzó a acudir a casa de su
hermano con más frecuencia.
La casa del boticario estaba a la salida del pueblo,
completamente aislada; por la parte que miraba al camino tenía un jardín rodeado
de una tapia, y por encima de ella salían ramas de laurel de un verde obscuro que
protegían algo la fachada del viento del Norte. Pasando el jardín estaba la botica.
La casa no tenía balcones, sino sólo ventanas, y éstas
abiertas en la pared sin simetría alguna; quizás esto era debido a que algunas de
ellas estaban tapiadas.
Al pasar en el tren o en el coche de las provincias
del Norte, ¿no habéis visto casas solitarias que, sin saber
por qué, os daban envidia? Parece que allá dentro se debe vivir bien, se adivina
una existencia dulce y apacible; las ventanas con cortinas hablan de interiores
casi monásticos, de grandes habitaciones amuebladas con arcas y cómodas de nogal,
de inmensas camas de madera; de una existencia tranquila, sosegada, cuyas horas
pasan lentas, medidas por el viejo reloj de alta caja que lanza en la noche su sonoro
tic-tac.
La casa del boticario era de éstas: en el jardín se
veían jacintos, heliotropos, rosales y enormes hortensias que llegaban hasta la
altura de los balcones del piso bajo. Por encima de la tapia del jardín caían como
en cascada un torrente de rosas blancas, sencillas, que en vascuence se llaman choruas
(locas) por lo frívolas que son y por lo pronto que se marchitan y se caen.
Cuando Elizabide el Vagabundo fue a casa de su hermano,
ya con más confianza, el boticario y su mujer, seguidos de todos los chicos, le
enseñaron la casa, limpia, clara y bien oliente; después fueron a ver la huerta,
y aquí Elizabide el Vagabundo vio por primera vez a Maintoni, que, con la cabeza
cubierta con un sombrero de paja, estaba recogiendo guisantes en la falda del delantal.
Elizabide y ella se saludaron fríamente.
–Vamos hacia el río –le dijo a su hermana la mujer del
boticario–. Diles a las chicas que lleven el chocolate allí.
Maintoni se fue hacia la casa, y los demás, por una
especie de túnel largo formado por perales que tenían las ramas extendidas como
las varillas de un abanico, bajaron a una plazoleta que estaba junto al río, entre
árboles, en donde había una mesa rústica y un banco de piedra. El sol, al penetrar
entre el follaje, iluminaba el fondo del río y se veían las piedras redondas del
cauce y los peces que pasaban lentamente brillando como si fueran de plata. La tarde
era de una tranquilidad admirable; el cielo azul, puro y tranquilo.
Antes del caer de la tarde las dos muchachas de casa
del boticario vinieron con bandejas en la mano trayendo chocolate y bizcochos. Los
chicos se abalanzaron sobre los bizcochos como fieras. Elizabide el Vagabundo habló
de sus viajes, contó algunas aventuras, y tuvo suspensos de sus labios a todos.
Sólo ella, Maintoni, pareció no entusiasmarse gran cosa con aquellas narraciones.
–Mañana vendrás, tío Pablo, ¿verdad? –le decían los
chicos.
–Sí, vendré.
Y Elizabide el Vagabundo se marchó a su casa y pensó
en Maintoni y soñó con ella. La veía en su imaginación tal cual era: chiquitilla, esbelta, con sus ojos negros, brillantes,
rodeada de sus sobrinos, que le abrazaban y le besuqueaban.
Como el mayor de los hijos del boticario estudiaba el
tercer año del bachillerato, Elizabide se dedicó a darle lecciones de francés, y
a estas lecciones se agregó Maintoni.
Elizabide comenzaba a sentirse preocupado con la hermana
de su cuñado, tan serena, tan inmutable; no se comprendía si su alma era un alma
de niña sin deseos ni aspiraciones, o si era una mujer indiferente a todo lo que
no se relacionase con las personas que vivían en su hogar. El vagabundo la solía
mirar absorto. –¿Qué pensará?– se preguntaba. Una vez se sintió atrevido, y la dijo:
–¿Y usted no piensa casarse, Maintoni?
–¡Yo! ¡casarme!
–¿Por qué no?
–¿Quién va a cuidar de los chicos si me caso? Además,
yo ya soy nesca-zarra (solterona) –contestó ella riéndose.
–¡A los veintisiete años solterona! Entonces yo, que
tengo treinta y ocho, debo de estar en el último grado de la decrepitud.
Maintoni a esto no dijo nada; no hizo más que sonreír.
Aquella noche Elizabide se asombró al ver lo que le
preocupaba Maintoni.
–¿Qué clase de mujer es ésta? –se decía–. De orgullosa
no tiene nada, de romántica tampoco, y sin embargo…
En la orilla del río, cerca de un estrecho desfiladero,
brotaba una fuente que tenía un estanque profundísimo; el agua parecía allí de cristal
por lo inmóvil. Así era quizás el alma de Maintoni –se decía Elizabide– y sin embargo…
–Sin embargo, a pesar de sus definiciones, la preocupación no se desvanecía; al
revés, iba haciéndose mayor.
Llegó el verano; en el jardín de la casa del boticario
reuníanse toda la familia, Maintoni y Elizabide el Vagabundo. Nunca fue éste tan
exacto como entonces, nunca tan dichoso y tan desgraciado al mismo tiempo. Al anochecer,
cuando el cielo se llenaba de estrellas y la luz pálida de Júpiter brillaba en el
firmamento, las conversaciones se hacían más íntimas, más familiares, coreadas por
el canto de los sapos. Maintoni se mostraba más expansiva, más locuaz.
A las nueve de la noche, cuando se oía el sonar de los
cascabeles de la diligencia que pasaba por el pueblo con un gran farol sobre la
capota del pescante, se disolvía la reunión y Elizabide se marchaba a su casa haciendo
proyectos para el día de mañana, que giraban siempre alrededor de Maintoni.
A veces, desalentado, se preguntaba: –¿No es imbécil
haber recorrido el mundo para venir a caer en un pueblecillo y enamorarse de una
señorita de aldea? ¡Y quién se atrevía a decirle nada a aquella mujer, tan serena,
tan impasible!
Fue pasando el verano, llegó la época de las fiestas,
y el boticario y su familia se dispusieron a celebrar la romería de Arnazabal como
todos los años.
–¿Tú también vendrás con nosotros? –le preguntó el boticario
a su hermano.
–Yo no.
–¿Por qué no?
–No tengo ganas.
–Bueno, bueno; pero te advierto que te vas a quedar
solo, porque hasta las muchachas vendrán con nosotros.
–¿Y usted también? –dijo Elizabide a Maintoni.
–Sí. ¡Ya lo creo! A mí me gustan mucho las romerías.
–No hagas caso, que no es por eso –replicó el boticario–.
Va a ver al médico de Arnazabal, que es un muchacho joven que el año pasado le hizo
el amor.
–¿Y por qué no? –exclamó Maintoni sonriendo.
Elizabide el Vagabundo palideció, enrojeció; pero no
dijo nada.
La víspera de la romería el boticario le volvió a preguntar
a su hermano:
–¿Conque vienes o no?
–Bueno, iré –murmuró el vagabundo.
Al día siguiente se levantaron temprano y salieron del
pueblo, tomaron la carretera, y después, siguiendo veredas, atravesando prados cubiertos
de altas hierbas y de purpúreas digitales, se internaron en el monte. La mañana
estaba húmeda, templada; el campo mojado por el rocío; el cielo azul muy pálido,
con algunas nubecillas blancas que se deshilachaban en estrías tenues. A las diez
de la mañana llegaron a Arnazabal, un pueblo en un alto, con su iglesia, su juego
de pelota en la plaza, y dos o tres calles formadas por caseríos.
Entraron en el caserío, propiedad de la mujer del boticario,
y pasaron a la cocina. Allí comenzaron los agasajos y los grandes recibimientos
de la vieja de la casa, que abandonó su labor de echar ramas al fuego y de mecer
la cuna de un niño; se levantó del fogón bajo, en donde estaba sentada, y saludó
a todos, besando a Maintoni, a su hermana y a los chicos. Era una vieja flaca, acartonada,
con un pañuelo negro en la cabeza; tenía la nariz larga y ganchuda, la boca sin
dientes, la cara llena de arrugas y el pelo blanco.
–¿Y vuestra merced es el que estaba en las Indias? –preguntó
la vieja a Elizabide, encarándose con él.
–Sí; yo era el que estaba allá.
Como habían dado las diez, y a esta hora empezaba la
Misa mayor, no quedaba en casa más que la vieja. Todos se dirigieron a la iglesia.
Antes de comer, el boticario, ayudado de su cuñada y
de los chicos, disparó desde una ventana del caserío una barbaridad de cohetes,
y después bajaron todos al comedor. Había más de veinte personas en la mesa, entre
ellas el médico del pueblo, que se sentó cerca de Maintoni, y tuvo para ella y para
su hermano un sinfín de galanterías y de oficiosidades.
Elizabide el Vagabundo sintió una tristeza tan grande
en aquel momento, que pensó en dejar la aldea y volverse a América. Durante la comida,
Maintoni le miraba mucho a Elizabide.
–Es para burlarse de mí –pensaba éste–. Ha sospechado
que la quiero, y coquetea con el otro. El golfo de Méjico tendrá que ser otra vez
conmigo.
Al terminar la comida eran más de las cuatro; había
comenzado el baile. El médico, sin separarse de Maintoni, seguía galanteándola,
y ella seguía mirando a Elizabide.
Al anochecer, cuando la fiesta estaba en su esplendor,
comenzó el aurrescu. Los muchachos, agarrados de las manos, iban dando vuelta
a la plaza, precedidos de los tamborileros; dos de los mozos se destacaron, se hablaron, parecieron vacilar, y descubriéndose, con las
boinas en la mano, invitaron a Maintoni para ser la primera, la reina del baile.
Ella trató de disuadirles en vascuence: miró a su cuñado, que sonreía; a su hermana,
que también sonreía, y a Elizabide, que estaba fúnebre.
–Anda, no seas tonta –le dijo su hermana.
Y comenzó el baile con todas sus ceremonias y sus saludos,
recuerdos de una edad primitiva y heroica. Concluido el aurrescu, el boticario
sacó a bailar el fandango a su mujer, y el médico joven a Maintoni.
Obscureció: fueron encendiéndose hogueras en la plaza,
y la gente fue pensando en la vuelta. Después de tomar chocolate en el caserío,
la familia del boticario y Elizabide emprendieron el camino hacia casa.
A lo lejos, entre los montes, se oían los irrintzis
de los que volvían de la romería, gritos como relinchos salvajes. En las espesuras
brillaban los gusanos de luz como estrellas azuladas, y los sapos lanzaban su nota
de cristal en el silencio de la noche serena.
De vez en cuando, al bajar alguna cuesta, al boticario
se le ocurría que se agarraran todos de la mano, y bajaban la cuesta cantando:
Aita San Antoniyo Urquiyolacua. Ascoren biyotzeco santo
devotua.
A pesar de que Elizabide quería alejarse de Maintoni,
con la cual estaba indignado, dio la coincidencia de que ella se encontraba junto
a él. Al formar la cadena, ella le daba la mano, una mano pequeña, suave y tibia.
De pronto, al boticario, que iba el primero, se le ocurría pararse y empujar para
atrás, y entonces se daban encontronazos los unos contra los otros, y a veces Elizabide
recibía en sus brazos a Maintoni. Ella reñía alegremente a su cuñado, y miraba al
vagabundo, siempre fúnebre.
–Y usted, ¿por qué está tan triste? –le preguntó Maintoni
con voz maliciosa, y sus ojos negros brillaron en la noche.
–¡Yo! No sé. Esta maldad de hombre que sin querer le
entristecen las alegrías de los demás.
–Pero usted no es malo –dijo Maintoni, y le miró tan
profundamente con sus ojos negros, que Elizabide el Vagabundo, se quedó tan turbado,
que pensó que hasta las mismas estrellas notarían su turbación.
–No, no soy malo –murmuró Elizabide–; pero soy un fatuo,
un hombre inútil, como dice todo el pueblo.
–¿Y eso le preocupa a usted, lo que dice la gente que
no le conoce?
–Sí, temo que sea la verdad, y para un hombre que tendrá
que marcharse otra vez a América, ese es un temor grave.
–¡Marcharse! ¿Se va usted a marchar? –murmuró Maintoni
con voz triste.
–Sí.
–¿Pero por qué?
–¡Oh! A usted no se lo puedo decir.
–¿Y si yo lo adivinara?
–Entonces lo sentiría mucho, porque se burlaría usted
de mí, que soy viejo…
–¡Oh, no!
–Que soy pobre.
–No importa.
–¡Oh, Maintoni! ¿De veras? ¿No me rechazaría usted?
–No; al revés.
–Entonces… ¿me querrás como yo te quiero? –murmuró Elizabide
el Vagabundo en vascuence.
–Siempre, siempre… –Y Maintoni inclinó su cabeza sobre
el pecho de Elizabide y éste la besó en su cabellera castaña.
–¡Maintoni! ¡Aquí! –le dijo su hermana, y ella se alejó
de él; pero se volvió a mirarle una vez, y muchas.
Y siguieron todos andando hacia el pueblo por los caminos
solitarios. En derredor vibraba la noche llena de misterios; en el cielo palpitaban
los astros. Elizabide el Vagabundo, con el corazón anegado de sensaciones inefables,
sofocado de felicidad, miraba con los ojos muy abiertos una estrella lejana, muy
lejana, y le hablaba en voz baja…
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