Jorge Luis Borges
He comprobado que la decimocuarta edición de la Encyclopaedia Britannica
suprime el artículo sobre John Wilkins. Esa omisión es justa, si recordamos
la trivialidad del artículo (veinte renglones de meras circunstancias biográficas:
Wilkins nació en 1614, Wilkins murió en 1672, Wilkins fue capellán de Carlos Luis,
príncipe palatino; Wilkins fue nombrado rector de uno de los colegios de Oxford,
Wilkins fue el primer secretario de la Real Sociedad de Londres, etc.); es culpable,
si consideramos la obra especulativa de Wilkins. Este abundó en felices curiosidades:
le interesaron la teología, la criptografía, la música, la fabricación de colmenas
transparentes, el curso de un planeta invisible, la posibilidad de un viaje a la
luna, la posibilidad y los principios de un lenguaje mundial. A este último problema
dedicó el libro An Essay Towards a Real Character and a Philosophical Language
(600 páginas en cuarto mayor, 1668). No hay ejemplares de ese libro en nuestra
Biblioteca Nacional; he interrogado, para redactar esta nota, The Life and Times
of John Wilkins (1910), de P. A. Wrigh Henderson; el Woerterbuch der Philosophie
(1924), de Fritz Mauthner; Delphos (1935), de E. Sylvia Pankhurst; Dangerous
Thoughts (1939), de Lancelot Hogben.
Todos, alguna vez, hemos padecido esos debates inapelables
en que una dama, con acopio de interjecciones y de anacolutos, jura que la palabra
luna es más (o menos) expresiva que la palabra moon. Fuera de la evidente
observación de que el monosílabo moon es tal vez más apto para representar
un objeto muy simple que la palabra bisilábica luna, nada es posible contribuir
a tales debates; descontadas las palabras descompuestas y las derivaciones, todos
los idiomas del mundo (sin excluir el volapük de Johann Martin Schleyer y
la romántica interlingua de Peano) son igualmente inexpresivos. No hay edición
de la Gramática de la Real Academia que no pondere “el envidiado tesoro de voces
pintorescas, felices y expresivas de la riquísima lengua española”, pero se trata
de una mera jactancia, sin corroboración. Por lo pronto, esa misma Real Academia
elabora cada tantos años un diccionario, que define las voces del español… En el
idioma universal que ideó Wilkins al promediar el siglo XVII, cada palabra se define
a sí misma. Descartes, en una epístola fechada en noviembre de 1629, ya había anotado
que mediante el sistema decimal de numeración, podemos aprender en un solo día a
nombrar todas las cantidades hasta el infinito y a escribirlas en un idioma nuevo
que es el de los guarismos; también había propuesto la formación de un idioma análogo,
general, que organizara y abarcara todos los pensamientos humanos. John Wilkins,
hacia 1664, acometió esa empresa.
Dividió el universo en cuarenta categorías o géneros,
subdivisibles luego en diferencias, subdivisibles a su vez en especies. Asignó a
cada género un monosílabo de dos letras; a cada diferencia, una consonante; a cada
especie, una vocal. Por ejemplo: de, quiere decir elemento; deb, el
primero de los elementos, el fuego; deba, una porción del elemento del fuego,
una llama. En el idioma análogo de Letellier (1850) a, quiere decir animal;
ab, mamífero; abo, carnívoro; aboj, felino; aboje, gato;
abi, herbívoro; abiv, equino; etc. En el Bonifacio Sotos Ochando
(1845), imaba, quiere decir edificio; imaca, serrallo; image,
hospital; imafo, lazareto; imarri, casa; imaru, quinta; imedo,
poste; imede, pilar; imego, suelo; imela, techo; imogo,
ventana; bire, encuadernador; birer, encuadernar. (Debo este último
censo a un libro impreso en Buenos Aires en 1886: el Curso de lengua universal,
del doctor Pedro Mata).
Las palabras del idioma analítico de John Wilkins no
son torpes símbolos arbitrarios; cada una de las letras que las integran es significativa,
como lo fueron las de la Sagrada Escritura para los cabalistas. Mauthner observa
que los niños podrían aprender ese idioma sin saber que es artificioso; después
en el colegio, descubrirán que es también una clave universal y una enciclopedia
secreta.
Ya definido el procedimiento de Wilkins, falta examinar
un problema de imposible o difícil postergación: el valor de la tabla cuadragesimal
que es base del idioma. Consideremos la octava categoría, la de las piedras. Wilkins
las divide en comunes (pedernal, cascajo, pizarra), módicas (mármol, ámbar, coral),
preciosas (perla, ópalo), transparentes (amatista, zafiro) e insolubles (hulla,
greda y arsénico). Casi tan alarmante como la octava, es la novena categoría. Esta
nos revela que los metales pueden ser imperfectos (bermellón, azogue), artificiales
(bronce, latón), recrementicios (limaduras, herrumbre) y naturales (oro, estaño,
cobre). La belleza figura en la categoría decimosexta; es un pez vivíparo, oblongo.
Esas ambigüedades, redundancias y deficiencias recuerdan las que el doctor Franz
Kuhn atribuye a cierta enciclopedia china que se titula Emporio celestial de
conocimientos benévolos. En sus remotas páginas está escrito que los animales
se dividen en (a) pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados,
(d) lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta
clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados con
un pincel finísimo de pelo de camello, (l) etcétera, (m) que acaban de romper el
jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. El Instituto Bibliográfico de Bruselas
también ejerce el caos: ha parcelado el universo en 1000 subdivisiones, de las cuales
la 262 corresponde al Papa; la 282, a la Iglesia Católica Romana; la 263, al Día
del Señor; la 268, a las escuelas dominicales; la 298, al mormonismo, y la 294,
al brahmanismo, budismo, shintoísmo y taoísmo. No rehúsa las subdivisiones heterogéneas,
verbigracia, la 179: “Crueldad con los animales. Protección de los animales. El
duelo y el suicidio desde el punto de vista de la moral. Vicios y defectos varios.
Virtudes y cualidades varias”.
He registrado las arbitrariedades de Wilkins, del desconocido
(o apócrifo) enciclopedista chino y del Instituto Bibliográfico de Bruselas; notoriamente
no hay clasificación del universo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es
muy simple: no sabemos qué cosa es el universo. “El mundo –escribe David Hume– es
tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio
hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de
quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad
decrépita y jubilada, que ya se ha muerto” (Dialogues Concerning Natural Religion,
V. 1779). Cabe ir más lejos; cabe sospechar que no hay universo en el sentido orgánico,
unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su propósito;
falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias,
del secreto diccionario de Dios.
La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo
no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste
que estos son provisorios. El idioma analítico de Wilkins no es el menos admirable
de esos esquemas. Los géneros y especies que lo componen son contradictorios y vagos;
el artificio de que las letras de las palabras indiquen subdivisiones y divisiones
es, sin duda, ingenioso. La palabra salmón no nos dice nada; zana,
la voz correspondiente, define (para el hombre versado en las cuarenta categorías
y en los géneros de esas categorías) un pez escamoso, fluvial, de carne rojiza.
(Teóricamente, no es inconcebible un idioma donde el nombre de cada ser indicara
todos los pormenores de su destino, pasado y venidero.)
Esperanzas y utopías aparte, acaso lo más lúcido que
sobre el lenguaje se ha escrito son estas palabras de Chesterton: “El hombre sabe
que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que
los colores de una selva otoñal… cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus
fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario
de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente
ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del
anhelo” (G. F. Watts, pág. 88, 1904).
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