Carlos Almira Picazo
La
voz no humana me llegó de lo alto: “¡Agostino, Agostino!” Levanté la cabeza y
lo vi. Estaba echado en el tejadillo calentándose al sol. Desde el paseo se
avistaba su cabeza y el extremo delantero de las patas, con las garras bien
recogidas.
–¡Agostino, Agostino! –repitió, y se puso en pie,
estirándose y desperezándose, mirándome fijamente:
–¡Soy yo, tu amigo Mario!
Mario Cavalcanti se había matado con su moto hacía
menos de un mes. Miré estupefacto al gato romano, lustroso, que se hacía pasar
por mi amigo. En la tapia y el paseo del río flotaba la soleada mañana
invernal.
–¿Te ha comido la lengua el gato? –bromeó, típico
de Mario.
–Quiero prevenirte –prosiguió, cambiando a un tono
grave, lacónico. Y arqueó el lomo trazando un rápido garabato con la cola:
–La muerte no existe, muchacho: pero no te hagas
ilusiones. ¿Ves aquel perro que está haciendo caca en la farola? ¿Te acuerdas
de Enrique Vinuti, el primero de nuestra clase, el preferido de los maestros
que nunca fumaba ni se pajeaba y que murió de meningitis?
Miré horrorizado.
–El mismo –maulló–. Estás avisado.
Sin decir más, giró hacia los árboles, dio una
voltereta, saltó y desapareció en el tejado.
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