Onelio Jorge Cardoso
Desde potrico ya le dijo siempre: ¡caballo!, y así fue echando cuerpo
con la palabra como un susto y una orden.
De modo que cuando el alazán pudo llevar encima el
hombre, se estremecía al oír su palabra:
–¡Caballo! –y el animal vibraba del casco a la
oreja; ¡brrr! hacía y el suelo trepidaba bajo sus patas.
Porque ¡caballo! quería decir muchas cosas,
empezando por alerta:
“Soy yo en ti desde afuera y dentro de ti. Soy todo
momento que empieza después de la palabra pronunciada, y que tantas y
diferentes cosas puede significar. Soy lo que está antes de la hierba y el
agua. Antes soy de la primera orilla del río crecido que miras espantado.
“Lo sigo siendo en mitad de la corriente
avasalladora y lo soy después de la otra orilla del río vencido.
“Sólo cruzas porque yo digo ¡caballo!, y porque he
anudado a mis nervios tus cuatro patas debajo del agua.
“Sólo por eso cruzas y solo por eso existes.
“Sólo porque yo digo ¡caballo! en lo alto de la
sierra, es que caben tus cuatro cascos nerviosos en lo delgado del trillo, sin
que suba por tu vientre y el mío el mismo aire helado de matarnos en la
barranca.
“¡Caballo! quiere decir que eres otro miembro de mi
cuerpo y otra dirección de mi pensamiento.
“Y por tanto y lo mismo, ¡caballo! no eres tú solo
en tu soledad, sino los dos cogidos en el puente de una palabra”.
Y sucedió también que el hombre, por tener dominio
y seguridad de la palabra en que se concentraba lo mejor de su espíritu, muchas
veces quiso aplicarla a la vida para su dominamiento sin que ésta se
estremeciera y mucho menos hiciese su voluntad.
Y entonces halló que sólo era Dios con su bestia y
la amó más y vio que estaba tan sujeto de ella y tan pendiente como la bestia
de su persona.
También el caballo ante el viento devastador y el
trueno, hubiera querido la palabra ¡caballo! para conjurar su espanto.
De modo que sólo hubo una isla donde ambos
coincidieron para destruir sus limitaciones, y esta isla fue la palabra
¡caballo!
Y así creció y así tuvo, además, otras famas en la
comarca el alazán:
–“Al caballo de Fresneda usted va y se lo dice y no
tiembla, pero como sea el dueño quien lo diga: –¡brrrr!, de la cabeza a las
patas. Hasta el aire en derredor se estremece. Y sólo es Fresneda quien le oye
el sonido de los huesos. De noche, vea, de noche; por suelto que esté en el
potrero, por lejano o por cerca de la casa, como Fresneda salga al portal y se
lo diga: –¡caballo!, de modo que el viento le lleve la palabra donde quiera que
esté, usted siente en el silencio de las estrellas un estremecimiento de bestia
que viene en contra del aire: –¡brrrr!, y se oye.
“Y qué hermoso el alazán de Fresneda; siete cuartas
de alzada y un pelo con brillo lo mismo de día que de noche, como si se
guardara la luz. Su paso un río nadando y la crin y la cola, igualitas, de un
mismo dorado.
“Y por eso, tal vez, una noche se lo robaron.
“Fresneda anduvo los cuatro lados del mundo,
buscándolo; y, ¡qué pena!, aun teniéndolo tan cerca no lo halló.
“Porque ocurre que se acobardaron los ladrones; de
modo que después de enlazada la bestia, se llenaron de temor o lo pensaron de
otro modo, porque era un doble robo con más culpa quitarle a un hombre el
cuerpo que ha hecho del corazón de una bestia y del suyo.
“Y allí lo dejaron; entiesadas las patas, rígido,
la boca amordazada para el relincho, oculto en el varentierra que estaba sólo a
cuatrocientos metros de la puerta de Fresneda”.
Y Fresneda buscándolo por todos los pastos del
mundo.
¿Pero quién se iba a acordar del varentierra que
una vez fue hecho por si los huracanes, y luego quedó olvidado y trepado de
cundiamor?
Y allí murió el caballo, entiesado y de pie. Y pasó
un año largo, y todo el pelo de Fresneda se le puso blanco. Y un día fue
Fresneda al varentierra y entonces entró y vio el caballo todavía entiesado,
todavía de pie en sus cuatro patas muertas y dio Fresneda un paso dentro del
varentierra y dijo:
–¡Caballo!
Y el caballo, estremeciéndose, se desmoronó al
suelo en una nube de polvo muerto.
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