Alberto Sánchez Argüello
Mi
abuelo siempre fue necio. Dicen que desde chiquito era así, que se comía la tierra
con todo y piedras y no había forma de quitarle el vicio. Chavalo casi se quiebra
la espalda al caerse de un árbol de marañón. Se rompió el fémur en dos ocasiones
por perseguir carretas en los caminos pedregosos de su pueblo natal.
Me cuentan que se enlistó para la guerra sólo
por llevarle la contraria a mi bisabuelo y que le hicieron una corte marcial por
desobedecer a su sargento en pleno campo de batalla.
Cuando se vino a vivir con nosotros fue un
problema desde el principio. El primer día sonó su despertador a las cinco de la
mañana, seguido de sus pasos por toda la casa. Como era imposible discutir con él
nos fuimos acostumbrando, a eso y a un sinfín de pequeños y odiosos hábitos de viejo
tozudo.
Así pasaron cinco años hasta que le entró una
fiebre muy alta que ninguna medicina pudo bajar. Nuestro médico de cabecera nos
anunció su muerte una tarde de agosto, pero mi abuelo no hizo caso. Él siguió como
si nada “Ese matasanos no sabe ni donde está parado; ni siquiera me puso sanguijuelas,
es un pendejo”, dijo mientras se ponía ropa sobre aquella piel amarillenta que empezaba
a asustar a mis hijas.
Le suplicamos que se fuera al cementerio, que
le teníamos un féretro muy cómodo; le aseguramos que le llevaríamos flores todos
los domingos, pero no aceptó. Después de eso pasamos unos años muy difíciles, sobre
todo por los malos olores; pero igual que antes, nos fuimos acostumbrando. Ahora
casi ni nos damos cuenta de su presencia; sólo me pregunto –cuando se sienta conmigo
a ver las noticias– ¿cuánto tiempo tardan los huesos en desintegrarse?
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