Isak Dinesen
La propiedad de mi
padre se hallaba en una parte solitaria de Jutlandia, y yo era su único hijo.
Al morir mi madre, no le importó mandarme a un internado; pero cuando cumplí
los siete años me contrató un preceptor.
Este
preceptor se llamaba Jens Jespersen; era estudiante de teología y, creo, el
hombre más honrado que he conocido en mi vida. Era hijo de un modesto párroco
de pueblo. Había tenido que trabajar mucho para cursar sus estudios en la
Universidad de Copenhague, cuyos profesores esperaban grandes cosas de él. Pero
su salud se había resentido durante los años de estudio, y por este motivo
había abandonado la ciudad, hacía ya cinco años, y había aceptado el puesto de
profesor en el campo.
Bajo
su dirección, me entregué a los libros con más gusto de lo que yo mismo habría
podido imaginar, y me sentí completamente feliz en la escuela, y en compañía de
nuestros celadores y mozos de cuadra. Y de este modo conseguí adquirir algunos
conocimientos de matemáticas y lenguas clásicas, así como sobre caballos y caza.
Dos
años después mi padre se marchó a un balneario, me llevó con él y me dejó en un
colegio de Holstein; pero tras otro período igual de tiempo, me mandó llamar
otra vez. Durante mi ausencia había muerto el viejo y borracho párroco de
nuestro dominio, y mi padre había ofrecido el beneficio eclesiástico a mi
antiguo preceptor. Ahora se encontraba instalado en la casa parroquial y se
había casado con una muchacha con la que llevaba prometido cinco años. A partir
de entonces continué mis clases, acudiendo diariamente a caballo a la casa
parroquial. A veces, me quedaba también a dormir una noche o dos.
La
casa parroquial era un edificio viejo y ruinoso, y sus moradores eran pobres,
ya que el beneficio eclesiástico era muy pequeño, y mi antiguo profesor todavía
arrastraba grandes deudas de sus tiempos de estudiante. Sin embargo, era un
lugar alegre, porque el párroco era muy feliz en su matrimonio. Su mujer se
llamaba Gertrud. Tenía doce años menos que su marido, y doce más que yo, de
manera que unas veces me parecía de la misma edad que el párroco y otras su
alumna. Era una mujer joven y alta, aunque en la parroquia no la consideraban
guapa porque tenía la cara ancha, y en verano se le ponía llena de pecas como
un huevo de pavo. Pero tenía unos ojos claros y relucientes –al punto de que
cuando leí la descripción que hace Homero de la viva mirada de la joven
Criseida, pensé en ella–, y un cabello abundante y rojizo. Recuerdo la primera
vez que me di cuenta de lo mucho que me gustaba. Una tarde de verano estábamos
un grupo de chicos de la vecindad jugando al escondite por todos los rincones
de la casa parroquial. Yo me había ocultado en un pequeño cuarto trastero del
ático. Estando allí, entró ella precipitadamente y, sin verme, se pegó contra
la puerta. Se quedó allí, jadeando, porque había subido corriendo, y se llevó
un dedo a los labios. Un momento después debió de ocurrírsele un escondite
mejor: salió sigilosamente y desapareció. Me pareció bonito que se portase con
tanta ingenuidad y gracia cuando creía que estaba sola.
Un
verano tuvimos una visita distinguida en la casa parroquial: uno de los amigos
del párroco de sus tiempos de estudiante, aunque más viejo que él, y ahora
profesor de la Royal Opera o del Ballet de Copenhague, no recuerdo qué. Visitó
también la mansión, tocó en nuestro viejo piano y encantó a mi padre como a
todo el mundo. Una de las veces nos quedamos solos él y yo en la habitación de
la casa parroquial; él estaba de pie junto a la puerta abierta que daba al
jardín, observando a la mujer del párroco, que cogía manzanas bajo los árboles.
–Desde
luego, es sorprendente –dijo, más para sí mismo que para mí– que las buenas
gentes de la parroquia de Hover consideren a esta mujer carente de belleza. Es
cierto que tiene una cabeza toscamente modelada. Pero si viviese en el gran
mundo, donde las señoras son más liberales a la hora de enseñar sus encantos,
sería el ídolo de uno de los sexos y la envidia del otro. Pues en mi vida había
visto una Venus de carne y hueso como ella. Eclipsa a la misma Henriette
Hendel-Schutz en su Morgenscenen. Pero ¿haría entonces –prosiguió– una esposa
modelo junto a nuestro santo párroco? Para las mujeres de rostro simple y
cuerpo divino, la virtud parece a veces extrañamente paradójica.
Quizá
fue éste un discurso frívolo para pronunciarlo en presencia de un muchacho; sin
embargo, no recuerdo que sus palabras produjeran en mí tal impresión. Solo
parecieron aclararme por qué me sentía tan a gusto en compañía de Gertrud.
Pero
en el transcurso del año siguiente, la feliz vida doméstica del párroco se vio
oscurecida por una sombra negra y horrible. De cuando en cuando, la joven ama
de casa aparecía mortalmente pálida, con los ojos enrojecidos de llorar,
petrificada, y rehuía a su marido como con miedo o con odio. Me alarmó y apenó
verla así. Pensé que el párroco mostraba escasa comprensión hacia su
sufrimiento, y la situación me parecía misteriosa y lamentable.
Un
día me estaba explicando el párroco, en su despacho, un capítulo del Génesis.
Cuando llegó al versículo en el que Raquel dice a Jacob: “Dame hijos, o me
moriré”, dejó el libro y comentó:
–Raquel
era una buena mujer; pero tenía poca paciencia con su marido o con el Señor.
Habrás visto en esta casa, Vilhelm, lo duro que es no tener hijos para una
mujer. Mi corazón sufre por mi esposa; no obstante, me temo que carezco de
compasión cristiana y de conocimientos sobre la naturaleza femenina. Porque es
mejor cristiana que yo y, sin embargo, clama y se enfurece contra el Señor, y
se niega a rendir su corazón a Su voluntad. Creo que yo no sería capaz de
lamentarme con tanta vehemencia y tanta persistencia de una desdicha de la que
no tengo ninguna culpa. Aunque –añadió con gravedad un momento después, con las
manos entrelazadas– sabe Dios. Es sabio el hombre que puede decir de sí mismo: “Jamás
sería yo capaz de tal cosa”.
Estas
últimas palabras se me quedaron grabadas en la memoria, y las recordé más
tarde, en una hora infausta y terrible.
Al
cabo de un rato dijo otra vez, con una leve sonrisa:
–El
buen Jacob, sin embargo, en Judea, estuvo en condiciones de probar a su esposa
que la culpa no era de él.
Así
fue como recibí explicación sobre la congoja de Gertrud. No obstante, la
situación era algo enigmática para mí, ya que no podía comprender que nadie
desease tener hijos tan ardientemente como para morirse por falta de ellos.
En
aquel tiempo, el correo solo llegaba un par de veces al mes, y recibir carta
era un acontecimiento raro. Un día de octubre al párroco le llegó una de
Copenhague. Le dio la vuelta, me informó de que era de su amigo el profesor y
se preguntó por qué razón le había escrito. Pero después de leerla un par de
veces, dijo:
–Voy
a darte libre la tarde, ya que esto me tiene tan absorto que no voy a poder
atender debidamente la clase.
Unos
días después, estábamos juntos en el establo examinando una vaca enferma, ya
que el párroco creía firmemente que yo tenía buena mano para los animales.
Cuando terminamos de reconocerla, se quedó pensando y, con el establo a
oscuras, me contó lo que pensaba:
–Creo,
Vilhelm –dijo–, que tu madre debió de ser una mujer juiciosa; porque tienes una
cabeza equilibrada, y eso no lo has heredado del Squire. Y voy a confesarte
algo que no he dicho nunca a nadie, ya que afirman las Sagradas Escrituras que
la sabiduría puede encontrarse en la boca de los niños.
El
profesor, dijo, le explicaba en su carta que, por una extraña aventura, tenía
en sus manos a una niña de seis años, singular y trágicamente situada en la
vida, al punto de que podía haberse llamado Perdita, como la heroína de la
tragedia de Shakespeare. No podía revelar su cuna. No era sorprendente, añadía,
que la visión de una niña sin hogar ni amigos le evocase el cuadro del hogar
feliz de su amigo, en el que solo faltaba una criatura. Pero de ningún modo
pretendía convencer al párroco de que adoptase a la niña; dadas las
circunstancias, sería impropio. Solo le informaba de que, si había algún
cristiano, hombre o mujer, que se apiadara de ella y la adoptase, jamás la
reclamaría ningún pariente o conocido. “Y otra cosa considero mi deber dejar
claro –terminaba la carta–. Si no encontramos a nadie que adopte a esta
criatura, su destino, por la naturaleza misma de las cosas, será sumamente
incierto y peligroso; de hecho, no conozco a ningún ser humano que cumpla más
patética y completamente el proverbio del tizón sacado del fuego”. Le daba el
nombre de la niña: se llamaba Alkmene.
Escuché
todo esto, y le dije que sonaba a historia sacada de un libro.
–Sí
–dijo el párroco–. Y muy probablemente lo es. Porque mi viejo amigo es hombre
de pocos escrúpulos. Puede que una de esas mamzells de Copenhague que cantan y
bailan haya ido a pedirle ayuda para librarse de una hija inoportuna, y allá va
él: inventa, fabula, llora incluso, para engañar a su amigo, un simple párroco
de pueblo. Conque Alkmene –prosiguió–: ¿será ése, de verdad, el nombre de la
niña? Cuando yo era un joven estudiante y soñaba con ser poeta escribí un poema
épico titulado “Alkmene”; y él lo sabe porque se lo leí.
Yo
cité la Ilíada y dije:
–“Ni
Alcmene de Tebas…”
–“…
que dará a Heracles un hijo de mi corazón fiel” –terminó el párroco por mí–.
Sí. Quiere que vuelva al Olimpo.
“Vilhelm
–prosiguió al cabo de un rato–, voy a decirte algo que no creo que pueda
repetir a ningún adulto. Es absurdo, y te hará reír; no obstante, para mí fue
en otro tiempo algo absolutamente serio. He dicho siempre que me marché de
Copenhague por motivos de salud. Pero no fue solo por eso. Me fui porque allí
caí en la tentación; sí, en el pecado. No se trataba de vicios ni debilidades,
sino de esa maldad más grave por la que cayeron los ángeles. En Copenhague
tenía demasiado trabajo, poca comida y ninguna distracción natural. Me
encerraba con mis libros, y me pasaba los meses sin hablar con ningún ser
humano. Y me ocurrió que llegué al firme convencimiento de que me había elegido
el Señor para llevar a cabo grandes cosas; sí, creía que cuanto acontecía en el
mundo lo hacía el Señor con vistas a mi alma y mi destino. Cuando el viejo y
loco rey murió, pensé: “¿De qué manera quiere el Señor que esto me afecte a
mí?”; y cuando, más tarde, el emperador Napoleón fue derrotado por los rusos en
Moscú, me dije: “Ahora ha desaparecido el hombre que habría hecho que los ojos
del mundo se apartasen de las grandes cosas que el Señor ha dispuesto que yo
lleve a cabo”. Menos mal que me di cuenta de mi estado antes de que fuera
demasiado tarde. Vi con enorme miedo que estaba al borde del abismo de la
locura, y que tenía que salvarme a costa de lo que fuese, a costa de mis
estudios. Cuando me vine a vivir aquí, al campo otra vez, entre gentes buenas y
sencillas, mi cabeza recobró el equilibrio. Y más tarde, mi querida esposa
acabó de ponerme bien. Pero incluso aquí, Vilhelm, incluso aquí, me han vuelto
mis viejas tentaciones. Cuando me siento junto al lecho de muerte de mis
feligreses, y escucho sus confesiones (a veces se les oyen cosas espantosas a
estos campesinos), y cuando debía ocuparme tan solo del alma del pobre pecador,
me quedo abstraído, preguntándome: “¿Por qué pone el Señor estas cosas en mi
camino? ¿Acaso quiere probar mi fe enfrentándola con el poder de las
tinieblas?”.
“Ahora
bien, este viejo amigo mío adivinó hace mucho tiempo casi todo lo que me
pasaba. Una vez se interesó por mí, y creyó en mi talento; se decepcionó cuando
hui de Copenhague. ¿No es su carta, ahora, una pequeña venganza, o una broma
que me quiere gastar? Me devuelve a la gran ciudad, y al ambiente del teatro,
que en otro tiempo significó tanto para mí. El mismo nombre de Alkmene tiene
resonancias del mundo griego, con sus dioses y ninfas, y de mi antigua ambición
de ser poeta. Durante estos últimos días, como entonces en mi buhardilla, he
pensado: “¿Qué quiere el Señor de mí? ¿Acaso considera que mi vida ha sido
demasiado fácil hasta ahora, y que tengo necesidad de tentaciones?”. Sí, me he
vuelto a encontrar con aquel estudiante joven, impetuoso, aturdido, que hace
diez años deambulaba por las calles de Copenhague. Y, al mismo tiempo, me doy
cuenta de que debería preocuparme de otras cosas, como de la felicidad de mi
esposa… Y en primer lugar, quizá, del destino de esa pobre criatura llamada
Alkmene.
No
recuerdo si hice algún comentario sobre el discurso del párroco. Mientras
hablaba, pensé que yo habría razonado de manera muy parecida a la que él había
descrito. Pero si bien resultaba disparatado en él, en mí habría sido lícito,
ya que yo era hijo del Squire, y aquí en Norholm, al menos, las cosas se hacían
para mí y por mi interés. Esa noche soñé con la niña Alkmene. La encontraba en
un campo, y la A mayúscula de su nombre brillaba como si fuese de plata.
Dos
semanas después la mujer del párroco se me echó al cuello y me dijo que su
marido había decidido adoptar una niña de Copenhague… exactamente como si me
revelase que estaba embarazada. No habló del misterio sobre el origen de la
niña. Más tarde anunció a unas cuantas amigas que la niña era de una prima
suya, viuda de un militar; y creo que, efectivamente, existía tal persona.
Transcurrió
algún tiempo antes de conseguir encontrar plaza de viaje para la niña. El
párroco, en broma, hablaba de estos meses como si se tratase del período de
embarazo de su mujer. Ella se mostraba muy contenta y amable con todos
nosotros; pero se conmovía a menudo de manera extraña. Cada vez que nos
encontrábamos a solas ella y yo, me hablaba de la niña, y decía que iba a ser
como una hermanita para mí.
–Dime,
Vilhelm –susurraba–, ¿qué te parece que traigamos una pequeña esposa a la casa
parroquial de Hover?
La
idea me pareció ridícula; y de haber sido hija suya, a Gertrud jamás se le
habría ocurrido. Después de la llegada de Alkmene, sin embargo, jamás la volvió
a repetir; porque a partir de entonces, creo, no soportó la idea de que la niña
pudiese abandonarla, ni para casarse con el hijo del rey.
Por
último, a finales de diciembre, la niña iba a llegar a Vejle desde Copenhague,
y el párroco fue a traerla. Yo había ido ese día a la casa parroquial a recoger
unos libros. Estando allí se levantó aire, y empezó tal ventisca que no pude
regresar a caballo, y me quedé a pasar la noche. De cuando en cuando, la mujer
del párroco y yo salíamos a echar una ojeada al tiempo. El viento venía cargado
de nieve: ésta corría a ras de tierra como el humo, y se depositaba en los
escalones de piedra con tanto espesor que costaba trabajo abrir la puerta. Era
la primera vez que Gertrud y yo estábamos solos en la casa. Empezó a hablarme
de su niñez. Su padre, dijo, era un importante tratante de ganado del oeste que
había trabajado mucho y había prosperado; hasta que, en la gran bancarrota de
1813, perdió su dinero. Cuando le dijeron que todos sus ahorros ascendían tan
solo a cincuenta rixdales, se le partió el corazón; desde entonces vivió sumido
en la melancolía. Su esposa, para salvar a la familia, empezó a criar ovejas; y
Gertrud, la mayor de los nueve hijos, que tenía entonces once años, se puso a
ayudar en el trabajo. Era una vida dura.
–Pero
¿qué otra cosa se puede encontrar en nuestro mundo –dijo Gertrud– sino el
trabajo duro y honrado que Dios nos ha mandado hacer? No debemos dudar.
Gertrud
tenía todavía el corazón puesto en las ovejas. Estaba deseosa de revelarme lo
que sabía sobre ellas, y aprendí mucho sobre cómo parían y se esquilaban,
mientras esperaba que pasase la tormenta de nieve.
Poco
después de las doce de la noche oímos cascabeles, y corrimos a abrir la puerta
a los viajeros, que saltaron del trineo completamente blancos de nieve. Se
habían atascado siete veces desde que salieron de Vejle. El párroco entró a la
niña y la depositó en el suelo junto a la estufa. Estaba envuelta en una amplia
capa. Al quitarle el gorro, se le levantó con él su cabello rubio y corto como
una llama por encima de la cabeza, y recordé las palabras del profesor sobre el
tizón sacado del fuego. Pensé también que jamás habrían podido engendrar mi
buen predicador y su esposa una niña de tan singular, sorprendente y noble
belleza. Su carita, con grandes cejas elegantemente arqueadas, estaba blanca
como el mármol por el frío y el cansancio. Gertrud se arrodilló ante ella,
entrelazó las manos sobre las suyas para calentárselas y le dio unas palmaditas
en la mejilla. La niña se ruborizó como una rosa, tembló y sonrió.
–¿Ha
tenido frío en el viaje mi preciosa palomita? –le preguntó.
La
pálida niña ni avanzó ni retrocedió: se quedó de pie, muy tiesa, y abarcó la
habitación y a las personas que había en ella con ojos claros, graves, muy
abiertos.
–¿Cómo
te llamas, bonita? –prosiguió Gertrud.
–Alkmene
–dijo la niña.
Cuando
Gertrud hubo conseguido que se bebiese un tazón de leche caliente, la llevó en
brazos al dormitorio. A través de la puerta la oímos parlotear y arrullar a la
niña, y una o dos veces la voz baja y clara de la niñita. Al cabo de un rato
salió Gertrud y se detuvo en la puerta sin poder hablar, ya que estaba
llorando.
–¡Ay,
Jens –dijo por fin a su marido–, no lleva camisa!
A
continuación volvió a cerrar la puerta. El párroco estaba calentando una jarra
de café con ron en la estufa.
–El
viejo zorro –me dijo, y se echó a reír–. Lee en el corazón de las mujeres como
en un libro. Seguro que le ha quitado la camisa a la criatura con sus propias
manos para conmover el corazón de mi pobre esposa.
Esas
Navidades, tenía yo entonces catorce años, mi padre me regaló una escopeta.
Salía todos los días a cazar, siguiendo el rastro de la caza en la nieve; y
salvo cuando me tocaba clase, no solía ver a los moradores de la casa
parroquial. Pero cada vez que Gertrud me cogía por banda, me hablaba de
Alkmene. Al principio la llamaban Alkmene; pero a Gertrud le parecía un nombre
extraño, así que lo abrevió, reduciéndolo a Mene; y por este nombre acabaron
conociendo a la niña de la casa parroquial en la vecindad. Recuerdo cuando se
celebró, aquel verano, una asamblea de clérigos en la casa parroquial, y un
viejo párroco de Randers oyó el nombre, y exclamó:
–Mene,
mene tekel upharsin!
Pero
ni al párroco ni a su esposa les gustó la gracia.
Para
Gertrud, la niña fue maravillosa desde el principio; le fascinaba todo lo que
hacía. Lo primero que me contó de ella fue que parecía no tener miedo de nada.
Ni el toro ni el ganso la asustaban; eran los animales que más le gustaban de
toda la granja. Se subió por la escalera al caballete del granero cuando
estaban reparando la techumbre de paja, después de la tormenta de nieve. A
Gertrud le inquietaba este rasgo de la niña. A propósito de la falta de camisa,
se le disparó la fantasía: imaginó que la niña había estado lo bastante
abandonada como para no tener conciencia de ningún peligro en la vida. Quizá
estaba en lo cierto. Así que consideró que su primer deber como madre era
enseñar a la niña, como en los cuentos infantiles, a conocer el miedo. A
continuación me confió que Mene no parecía distinguir entre la verdad y la
mentira. No mentía en interés propio; pero las cosas le parecían diferentes de
como eran para los demás, a menudo de la manera más sorprendente. Si Gertrud
hubiese vivido a solas con la niña, no le habría importado, porque le gustaban
las fábulas y las fantasías como a los campesinos; pero sabía que su marido
juzgaba estas cosas de modo muy distinto, y se esforzaba, con paciencia y
tesón, en corregir los defectos de la niña. Alkmene era sumamente manirrota,
también; tenía muy poco aprecio a sus cosas y perdía o se desprendía a menudo
de lo que Gertrud había conseguido reunir con gran trabajo para ella. Esto
indignaba y ofendía a Gertrud; se lo tomaba muy a pecho, y a veces no podía
evitar pensar que la niña no estaba bien de la cabeza. Sin embargo, había algo
en ello que la impresionaba también: había visto, u oído decir, que la gente
importante se comportaba así.
Cuando,
en la primavera, empecé a ir con más frecuencia a la casa parroquial, encontré
un ambiente idílico, como se cuenta en los libros. Creo que ese año y el
siguiente fueron para mi amiga Gertrud los más felices de su vida. La niña
llamaba al párroco y a su esposa padre y madre, y al cabo de un tiempo pareció
haber olvidado la época anterior a su llegada, y considerarse perteneciente a
la casa parroquial. Gertrud no la dejaba alejarse de su vista; y Mene, también,
aunque no le gustaba que la acariciasen o la mimasen, retozaba alrededor de su
madre como el cabrito alrededor de la corza. Como si hubiese sido aleccionada
por el profesor, manifestaba una sincera adoración por la belleza de Gertrud.
Hablaba a menudo de ella, ensartaba cuentas para hacerle collares y en verano
le hacía centenares de guirnaldas de flores para su precioso cabello. Hasta
entonces, Gertrud no había sido admirada jamás por su belleza; ni el párroco,
creo, había sido un amante con imaginación. Este gracioso y grave galanteo era
nuevo para ella, y aunque delante de nosotros se reía de él, yo me daba cuenta
de que le encantaba y la hacía disfrutar. El párroco enseñó a Mene a leer y
escribir, ya que no sabía ninguna de estas dos disciplinas. Descubrió que
aprendía con rapidez, y de este modo formaron los tres un grupo feliz en todos
los sentidos.
Aunque
al principio me reí de todo el revuelo que se había armado en torno a la niña
de Copenhague, al poco Alkmene y yo llegamos a pasar juntos buena parte de
nuestro tiempo. La cosa empezó cuando pidió permiso para venir conmigo cuando
saliese de caza o de pesca. Tenía tal rapidez de mirada y de movimientos que era
como llevar una perrita vivaracha. Comprobé entonces que la intrépida niña se
asustaba ante la visión de la muerte. La primera vez que me vio coger en mis
manos un pájaro muerto, todavía caliente, sintió repugnancia y horror. Pero le
gustaba coger culebras y llevarlas en la mano. Le entusiasmaban toda clase de
aves, y aprendió a conocer sus nidos y sus huevos. En verano, daba gusto oírla
imitar y contestar a la paloma torcaz y al cuco de los bosques.
Nos
hicimos amigos, creo, de una manera poco común en un chico mayor y una niña
pequeña. Éramos como hermana y hermano, tal como la mujer del párroco quería
que fuésemos; y sin embargo, me parece, no exactamente de la misma manera que
ella quería. Cuando Gertrud dijo que la niña podía ser una esposa para mí, la
idea me pareció ridícula. Ya a los catorce años sabía yo lo bastante del mundo
como para decidir que la hija de un párroco no era pareja apropiada para mí.
Más tarde, cuando se hizo tan guapa, alguien habría podido imaginar que yo
soñaría con seducir a la dulce muchacha de la casa parroquial. Pero eso estuvo
tan lejos de mi pensamiento como el matrimonio. Nuestra amistad fue siempre
casta, y no recuerdo haber llegado siquiera a cogerle la mano. A veces
discutíamos hasta enfadarnos, como hacen los amigos o los hermanos, aunque
ninguno de los dos discutíamos con nuestras respectivas familias; y una vez,
furiosa, llegó incluso a tirarme una piedra. Pero la principal característica
de nuestra relación era un entendimiento profundo, callado, del que los demás no
sabían nada. Parecía como si tuviésemos conciencia de ser iguales en un mundo
diferente de nosotros. Más tarde me he explicado a mí mismo el hecho diciéndome
que éramos, entre las gentes de nuestro alrededor, las dos únicas personas de
sangre noble, y que la suya debía de ser, con mucho, la más noble. Asimismo,
nuestro compañerismo se manifestaba principalmente en el campo y los bosques;
cuando regresábamos a casa, permanecía en suspenso, o latente.
Un
detalle curioso de nuestra amistad era que yo soñaba a menudo con Alkmene, aun
cuando durante el día no hubiera pensado en ella ni una sola vez. En mis
sueños, desaparecía con frecuencia, y se perdía. Cabría imaginar que estos
sueños, al final, me inspirarían un verdadero miedo a perderla. Pero no fue
así; al contrario, y por mi cuenta y riesgo, me convencieron de que, aunque
parecía haber desaparecido, volvería en cuanto amaneciese.
Como
niña y pequeña que era, Mene tenía una asombrosa soltura de movimientos. Solo
levantar el brazo para alisarse el pelo era algo que dejaba a uno boquiabierto,
por la gracia impecable con que lo hacía. Y cuando triscaba por el bosque, me
hacía pensar en una corza, o en un pez saltando en un arroyo. Más tarde he
visto a algunas bailarinas famosas en el teatro; pero, en mi opinión, ninguna
de ellas podría igualarse en suavidad y armonía de movimientos con la niña de
la casa parroquial. Me di cuenta de eso desde el principio, aunque no creo que
los demás lo hayan notado nunca; para Gertrud formaba parte sencillamente de la
excelencia general de la niña. Mi padre, sin embargo, llegó a comentarlo. Ahora
bien, en la casa parroquial estaba prohibida toda clase de baile. Además, para
Gertrud, el arte de la danza estaba relacionado en cierto modo con el teatro y
con los primeros años de la niña, de los que estaba muy celosa, por lo que no
quería ni oír hablar de ellos. Así que a Alkmene no se le permitió bailar
jamás. Pero el párroco le enseñó muchas otras cosas. Durante un tiempo, incluso
se puso a enseñarle griego, materia que, me comentó a mí, se le daba
extraordinariamente bien. Era capaz de recitar versos de comedias y tragedias
griegas.
Durante
los años siguientes Alkmene intentó escaparse dos veces de casa. La primera, un
día de marzo en que la nieve había desaparecido del suelo, emprendió el camino
directamente hacia el sur, a través de los campos; había recorrido más de doce
millas antes de que el vaquero del párroco, enviado en su busca en esa
dirección, la alcanzara y la llevase de vuelta a casa. Gertrud había estado
convencida de que se había ahogado; había pasado una angustia horrorosa. Ahora
apretó a la niña contra su pecho, se quedó mirándola, sin parar de preguntarle
por qué les había dado ese disgusto tan tremendo. Al día siguiente, creyendo
que estaba a solas con la niña, oí que le preguntaba:
–¿Por
qué te fuiste? ¿Por qué nos querías dejar?
Pero
tampoco obtuvo respuesta.
Dos
años más tarde, cuando cumplió los once, se volvió a escapar, y esta vez el
susto de sus padres fue mayor. Porque había pasado por el pueblo un grupo de
gitanos; se habían ido la noche anterior con su caravana, habían cruzado los
pantanos que hay al oeste de las tierras de mi padre y era evidente que Mene se
había ido tras ellos. Estas gentes tenían mala fama en la comarca: se decía que
habían matado a un buhonero el año anterior. Ahora fui yo quien salió en su
busca y la devolvió. Había dejado de dar clase con el párroco. Había viajado
también; aunque seguía visitando a menudo la casa parroquial.
Fue
un día caluroso de pleno verano; había un aire tembloroso y grandes espejismos
en los marjales. Dos veces me pareció divisar a la niña en el paisaje inmenso,
pero solo se trataba de un almiar o una carbonera. Finalmente vi su pequeña
figura en la lejanía. Caminaba deprisa; un rato después, echó a correr. Me reí,
porque yo iba a caballo y no se me podía escapar. Sin embargo, había algo de
triste en la escena también. Al llegar a su altura no la detuve, sino que
cabalgué a su lado. Ella seguía su marcha apresurada. Iba con la cabeza
descubierta, muy pálida, y la cara empapada de sudor. No pudo mantener el paso
del caballo. Un gallo silvestre surgió de repente de una mata de brezo que
había delante de ella, y alzó el vuelo con ruidosos aletazos; Alkmene dio un
traspié y se paró en seco. La compadecí. Pensé que iba a llorar.
–Dame
el caballo, Vilhelm –dijo–, y los alcanzaré.
–No
–dije–, vas a volver. Pero te dejaré que montes, y yo iré a pie.
No
dijo nada. Así que la acomodé en la silla.
Era
un día apacible. Empecé a cantar, y al poco rato Alkmene se unió a mí con su
voz clara. Cantamos muchas canciones, y al final una canción popular sobre una
madre que lloraba a su hijo muerto. Le dije:
–Cada
vez que te escapas le das un susto a tu familia, boba.
Ella
dijo:
–¿Por
qué no dejan que me vaya?
Canté
otro estribillo, y luego dije:
–La
gente es diferente. Mira mi padre: nada de lo que hago le parece bien, y
siempre le estoy estorbando. Pero los tuyos te quieren y te consideran una niña
maravillosa solo con que accedas a estar con ellos.
Alkmene
guardó silencio largo rato; luego preguntó:
–¿Qué
piensas de las niñas que no quieren que las quieran, Vilhelm?
Regresamos
tarde. Había salido la luna de verano, aunque el cielo todavía seguía
completamente claro. Al entrar en las tierras de mi padre cruzamos un campo de
cebada. El cereal crecía ralo en el suelo arenoso, pero había tal cantidad de
caléndulas amarillas que parecía que la luna se reflejaba en el campo como en
un lago.
Gertrud,
antes de que llegáramos, había hecho prometer a su marido que escarmentaría a
la niña esta vez; pero todo fue olvidado cuando llegó. No obstante, la madre,
todavía muy pálida de susto, no conseguía calmarse. Dijo:
–Quieres
más a esas gentes malvadas que a nosotros; preferirías estar con ellas a vivir
con tu padre y conmigo. ¿No sabes que te matarían y te comerían?
Alkmene
la miró con los ojos muy abiertos.
–¿Me
habrían comido? –preguntó.
Gertrud
creyó que se estaba burlando de ella:
–¡Oh,
eres una niña exasperante! –exclamó.
Cuando
llegó el momento de la confirmación de Mene, se les plantearon dos problemas a
los moradores de la casa parroquial. En primer lugar, el párroco cayó en la
cuenta de que no había visto la fe de bautismo de la niña, y no podía estar
seguro de que hubiera sido bautizada. Escribió al profesor, pero tuvo que
esperar mucho tiempo la contestación, ya que el anciano se había marchado de
Copenhague y ocupaba un alto cargo en una corte alemana. Cuando finalmente le
llegó la carta, el profesor no pudo aportar más que su palabra de honor de que
la niña estaba bautizada. El párroco, ahora, no sabía si confirmarla sin más, o
bautizarla privadamente para asegurarse. Su esposa me contó que este dilema le
ocasionó muchas noches de insomnio. Y él me dijo:
–Algunos
teólogos sostienen que el bautismo no es más que un símbolo. Que Dios nos
asista; pues los símbolos son cosa poderosa. Puede que yo mismo haya manejado
grandes símbolos con demasiada ligereza.
A
partir de entonces dejó de enseñarle griego a Alkmene. Al final, no obstante,
hizo caso de los consejos de su mujer, y confirmó a Mene junto con otros niños
de la parroquia.
Pero
en la clase de confirmación, Mene se juntó con otras niñas, y escuchó sus
conversaciones. Y aquí, entonces, el párroco y su mujer tuvieron motivo para
creer que había oído rumores de que no era hija de ellos. Alkmene no habló de
esto; alguien había oído casualmente la conversación de las niñas. El párroco
meditó el caso, y un día, estando yo delante –porque me parece que temía
abordar el problema a solas con su mujer–, dijo que había decidido explicárselo
todo a la niña, y decirle la verdad. Gertrud se puso instantáneamente en contra
suya. Nunca la había visto tan irritada con él desde la llegada de Mene. Era
como si hubiese olvidado que no era la verdadera madre de la niña, y ahora le
acusó de querer privarla deliberadamente de su hija.
–De
ningún modo –dijo el párroco–; pero voy a imponer la mano sobre la cabeza de la
niña en nombre del Señor. ¿Qué ocurriría si en ese momento supiese la niña, en
el fondo de su corazón, que la estoy engañando?
Gertrud
se levantó.
–¿Acaso
quieres apartarla de mí definitivamente? –exclamó ella–. ¿Acaso no has visto
que ya me odia y me teme? Si ahora se entera de que no soy su madre, no habrá
medio de retenerla; ¡me despreciará y me volverá la espalda!
El
párroco enmudeció ante esta acusación. Sin embargo, mientras hablaba, creo que
nos dimos cuenta los dos de que tenía razón. Durante los dos últimos años
Alkmene había cambiado y se había endurecido respecto a su madre; a veces
mostraba una desconfianza, una rebelión y una hostilidad extrañas. Por último,
dijo el párroco:
–Querida
esposa, habría sido mucho mejor no haber asumido nunca esta tarea, y haber
seguido aquí, en nuestra casa parroquial, como un matrimonio que envejece
apaciblemente sin hijos.
Gertrud
se quedó mirándole, perpleja.
–Pero
hemos echado mano del arado –prosiguió él–. Así que tenemos que llevar a
término el trabajo de acuerdo con nuestras luces.
Gertrud
se echó a llorar.
–Haz
lo que creas que es mejor –dijo, y salió de la habitación.
Pero
cuando iba a marcharme, la encontré esperándome. Me cogió de la mano, me miró a
la cara y dijo:
–Vilhelm,
tú eres amigo de mi hija. ¿Quieres hacerme un favor? Vigílala. Cuando su padre
haya hablado con ella, observa de qué manera afectan sus palabras a la pobre
criatura, y cuéntame lo que te diga sobre el particular. Porque bien sabe Dios
que a mí no me dirá nada.
Me
pareció triste y conmovedor que Gertrud acudiese a mí en busca de ayuda, ya que
hasta ahora había estado convencido de que nadie más que ella conocía o
comprendía a su hija. Así que le prometí hacer lo que me pedía.
Sin
embargo, un par de semanas después me dijo:
–Dios
es misericordioso, Vilhelm, o Jens es sabio. Desde que ha hablado con la niña,
está cambiada. Ha vuelto a mí, y se porta conmigo igual de cariñosa que cuando
era pequeña. Hasta me hace sentirme joven. Incluso me he mirado en el espejo
hoy. Puedes reírte, pero era el rostro de una joven el que he visto en él. No
sé por qué, pero presiento que esta concordia buena y cariñosa entre nosotras
va a durar mientras vivamos.
Se
olvidó por completo de preguntarme sobre el particular, como había dicho que
haría.
–Pero
¿no es extraño –añadió al cabo de un rato– que no haya hecho una sola pregunta
sobre sus verdaderos padres? No sabe que no habríamos podido contestarle.
Alkmene
jamás me habló de las explicaciones que había recibido. Pero creo que el
párroco, en el curso de su conversación, debió de mencionar el nombre del
profesor, porque un día Alkmene me preguntó si le conocía. Le dije que le había
visto.
–A
mí me gustaría verle también –dijo– alguna vez.
Gertrud
se me quejó de que Mene era despreocupada con su ropa, y de que no tenía más
cuidado con el vestido de los domingos que ella le había hecho que con las
ropas descoloridas de entresemana. Pero un día la niña oyó hablar a nuestra ama
de llaves de los preciosos vestidos de mi madre, guardados en un gran cofre del
ático, porque mi padre no quería verlos, ni dejaba que nadie se los pusiese. A
partir de entonces no me dejó en paz hasta que, un día que mi padre estaba fuera,
descerrajé el cofre y los saqué. Alkmene los extendió uno al lado del otro y
permaneció largo rato sentada contemplándolos; por último, me pidió que le
diese uno. Era un vestido de gruesa seda verde con un dibujo amarillo. Cuando
lo veo ahora, me recuerda un poco a un tilo en flor. Me reí de ella y le
pregunté si pensaba ponérselo para ir a la iglesia.
–No
–dijo; pero se lo pondría alguna vez.
Poco
después, una tarde de junio, Gertrud había estado cociendo pan, y Alkmene le
pidió permiso para ir conmigo –en aquella ocasión me encontraba pasando las
vacaciones de verano en casa– a llevarle un poco a la vieja Madame Ravn, viuda
de nuestro difunto párroco, que vivía al otro lado del pueblo. Pero cuando
íbamos de camino, me dijo que no tenía la menor intención de ir a casa de
Madame Ravn; quería ponerse el vestido de seda verde e ir a pasear por el
bosque y el campo. Guardaba el vestido en una cabaña cercana que pertenecía a
una mujer que había trabajado antes en la casa parroquial, pero a la que habían
echado porque bebía. Entró allí y poco después salió con el vestido verde y
amarillo. No se había peinado ni lavado las manos; sin embargo, no creo haber
visto a ninguna mujer más digna y natural que ella, entonces.
Nos
internamos en el bosque, y ella iba callada. El vestido le quedaba un poco
largo, y le arrastraba por el suelo. Le hablé del nuevo caballo que acababa de
comprarme, y de una pelea que había tenido con mi padre. Si nos hubiésemos
encontrado con alguien, se habría asombrado y se habría reído al ver a una niña
tan magníficamente vestida en un sendero del bosque. Sin embargo, en cierto
modo parecía natural que pasease de este modo por allí. El bosque era fresco.
Donde el sol bajo daba en el follaje, era todo verde y amarillo como un
vestido; y al andar, la seda producía un leve siseo, como un pájaro rezagado en
un árbol. Nos topamos con un zorro en el sendero, pero no vimos a ningún ser
humano.
Cuando
el sol rozaba ya el horizonte, salimos a campo abierto. Aquí había una colina
alta. Subimos hasta arriba, y desde allí dominamos una gran perspectiva, en
torno nuestro, por encima de las doradas llanuras y marjales, y su esplendor.
Alkmene se quedó inmóvil, contemplándolo todo largamente. Su rostro era tan
puro y radiante como el aire. Al cabo de un rato aspiró con alegría, y yo pensé
en lo ridículas criaturas que son las niñas, que se contentan con estar de pie
en lo alto de una colina con un vestido de seda. Más tarde nos sentamos a
comernos el pan que Gertrud nos había dado para la vieja viuda. Todavía estaba
caliente del horno. Desde entonces, cuando pruebo pan reciente, me acuerdo de
aquella tarde en la colina.
Al
regresar a la casa parroquial, después de cambiarse Alkmene de vestido en la
cabaña, encontramos a Gertrud junto a una vela de sebo, con las gafas puestas,
ante un montón de calcetines blancos de la niña que tenía que zurcir. Había
zurcido ya bastantes, pero pensé que si tenía que terminarlos todos, le tocaría
quedarse hasta altas horas de la noche. Nos sonrió y nos pidió que le diésemos
noticias de Madame Ravn. Alkmene se situó detrás de ella, la miró, miró los
calcetines y me pareció que palidecía.
–Deja
que te ayude a zurcir calcetines, madre –dijo.
–No,
cariño –dijo Gertrud, y despabiló la vela–. Te has dado una gran caminata y
debes irte a acostar.
En
el otoño de ese mismo año sucedió algo que tuvo alguna repercusión en mi vida.
Una muchacha del pueblo llamada Sidsel y que, dicho sea de paso, era hija de la
mujer en cuya cabaña guardaba Alkmene su vestido, tuvo un niño que se murió, y
me atribuyeron a mí su paternidad. No creo que fuese cierto, ya que ella no era
precisamente un dechado de virtudes. Sin embargo, la gente habló de ello. Mi
padre me dijo:
–El
niño ha muerto y Sidsel se casará con el guardabosques. Pero no harás el tonto
en tu propio pueblo mientras esperas a que la mocita de la casa parroquial sea
bastante mayor para ti. Ahora mismo te vas a ir a casa de tu tío de Rugaard,
Djursland, a pasar seis meses. Su hija es dos años mayor que tú, y algún día
será una muchacha rica. En todo caso, puedes aprender allí algo de agricultura;
ya es hora de que sientes cabeza.
Esta
última parte del sermón fue injusta conmigo, ya que hasta ahora mi padre se
había reído de mí, y me había llamado gañán, cada vez que yo había mostrado
interés por los trabajos de la propiedad, que por entonces andaban bastante
mal.
No
me importó marcharme; pero me pregunté qué pensarían de mí en la casa
parroquial. El párroco estaría sumamente decepcionado; porque toda su vida
había predicado contra el libertinaje de su parroquia, y dado que yo había sido
discípulo suyo tanto tiempo, había llegado a considerarme obra suya. Gertrud
quizá me perdonase: ella era una muchacha campesina, y estaba habituada a los
modos de comportamiento del campo; aunque se esforzaría en mantener este rumor
alejado de Mene, y quizá intentase también mantener a la niña alejada de mí.
Una
tarde que mi padre había ido a Vejle, me encontraba yo en la biblioteca sacando
libros cuando se abrió la puerta y apareció Alkmene en el umbral. Nuestra
biblioteca está orientada al norte; el sol le daba a Alkmene por detrás, y su
pelo brillaba como una llama. Me preguntó:
–¿Es
verdad lo que dicen de ti y de Sidsel?
Me
quedé sorprendido al verla, ya que nunca había venido sola a la casa de mi
padre. Pero me hizo la pregunta con tanta energía que no tuve más remedio que
contestar.
–Sí
–dije.
Y
exclamó:
–¡Cómo
te has atrevido, Vilhelm!
Pues
bien, era raro, pero hacía algún tiempo que tenía yo una especie de
resentimiento contra ella, como si tuviese la culpa de lo que había sucedido.
Al ver que empezaba a hablarme con las mismas palabras de la gente mayor, le
pedí con pesar que me dejase solo. Pero no hizo caso; entró en la habitación,
con la cara encendida de excitación.
–¿Cómo
te has atrevido? –volvió a exclamar.
Entonces
recordé que, tratándose de ella, por lo general sus palabras significaban exactamente
lo que decían. Me di cuenta de que me estaba haciendo una pregunta, quería
saber, como solía ocurrir a menudo. No pude por menos de echarme a reír.
–Tal
vez –dije– no se necesite tanto valor como puede parecerle a una niña.
Me
miró, grave y orgullosa.
–Ahora
irás al infierno, ¿no crees? –dijo.
–Todos
dicen que voy a ir allí –dije yo–. Mi padre me ha echado de casa; los tuyos no
me quieren hablar. Tú y yo, Alkmene, podríamos seguir siendo amigos el tiempo
que nos queda.
–¿Te
ha echado tu padre? –preguntó–. ¿No tienes casa ahora? Entonces me iré contigo.
Podemos ir por los caminos juntos. Y entonces –añadió, y suspiró profundamente–
yo haré algo para que no tengamos que mendigar. Aprenderé a bailar.
–No
–dije yo–; me voy a Rugaard, a casa de mi tío.
Al
oír esto palideció.
–¿Te
vas a casa de tu tío? –dijo–. Yo creía que te habían echado para que fueses por
el mundo. Creía que nadie había hecho una cosa tan mala como la que has hecho
tú.
Yo
me estaba poniendo cada vez más contento.
–Pero
tú, que has leído historias sobre los dioses griegos –dije–, sabrás que esas
cosas han sucedido ya en el mundo.
–No
–dijo ella–, no me han vuelto a dejar leer más esos libros. No me quieren decir
nada. ¿Qué voy a hacer ahora?
En
ese momento vi con claridad que ella y yo nos pertenecíamos mutuamente, y me
acerqué para preguntarle:
–¿Me
esperarás hasta que vuelva, Alkmene? Entonces nadie nos separará.
Pero
pensé en lo joven que era, y me pareció que no había elegido bien el momento.
Estaba de pie, delante de mí, retorciéndose las manos.
–¿Me
escribirás? –preguntó–. No –se interrumpió–, solo en los libros recibe cartas
la gente. Pero si vuelves a hacer otra vez algo terrible, ¿me lo harás saber
por carta?
–Volveré
dentro de seis meses –dije–. No me olvides, Alkmene.
–No
–dijo ella–, no te olvidaré. Eres mi único amigo. No te olvides tú de Alkmene,
Vilhelm –y dicho esto se marchó tan de repente como había venido. Unos días
después me fui a Rugaard.
No
hablaré de mi vida en Rugaard, ya que esta historia es sobre Alkmene. Las
fincas se hallan en Djursland unas cerca de otras. Conocí a muchos jóvenes de
mi misma edad, y no pensé mucho en las personas y las cosas de casa. Pero aquí
también soñaba con Alkmene.
Cuando
llevaba tres meses en Rugaard recibí una carta de mi padre en la que se quejaba
de su gota y me pedía que volviese. No le di mucha importancia hasta que recibí
otra carta de la misma naturaleza: entonces regresé.
La
primera pregunta que mi padre me hizo fue si le había hecho el amor a mi prima
de Rugaard. Pareció aliviarse cuando le dije “No”; y se frotó las manos.
–Aquí,
en tu antiguo distrito, están ocurriendo cosas –dijo–; ha habido grandes
cambios en la casa parroquial.
Le
pregunté a qué se refería, y me contestó:
–Será
mejor que vayas a averiguarlo por ti mismo.
Al
día siguiente fui a pie a la casa parroquial.
El
párroco estaba solo; su mujer y su hija habían ido a visitar a un enfermo.
Estaba cambiado, tal como mi padre me había adelantado. Le noté grave, absorto
en sus meditaciones, y pensé que así debió de ser su aspecto en sus tiempos de
juventud, de los que me había hablado. Había olvidado por completo el penoso
asunto de Sidsel, y me recibió con afecto. Cuando ya llevábamos hablando un
rato sobre otras cuestiones, me dijo:
–Tengo
que ponerte al corriente, Vilhelm, de lo que nos ha sucedido aquí, en tu vieja
casa parroquial –y pasó a contarme lo ocurrido.
Su
amigo el viejo profesor le había escrito poco después de marcharme yo para
informarle de que su hija adoptiva había heredado –como de costumbre, no podía
o no quería decir por qué medios–, como si hubiese entrado, decía en la carta,
en la cueva maravillosa de Aladino, de nuestro inmortal Oehlenschlager. Fiel –el
profesor era muy aficionado a hablar de fidelidad– al primer trato con ellos,
no intentaría convencerle, sino que dejaría a su amigo que decidiera aceptar o
no dicha fortuna en nombre de la niña.
El
párroco dijo que había pensado el caso antes de tomar una decisión.
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