Rafael Dieste
Cuando
el tabernero acabó de leer aquella noticia inquietante –un niño se había suicidado
pegándose un tiro en la sien derecha– habló el vagabundo desconocido que acababa
de comer muy pobremente en un rincón de la tasca marinera, y dijo:
–Yo sé la historia de ese niño.
Pronunció la palabra niño de un modo
muy particular. Así que los cuatro bebedores de aguardiente, los cinco de albariño
y el tabernero se callaron y escucharon con gesto inquisidor y atento.
–Yo sé la historia de ese niño –repitió el
vagabundo. Y tras una sagaz y bien medida pausa, comenzó:
–Allá por el mil ochocientos treinta, una beata
que después murió de miedo vio salir del camposanto florido y oloroso de su aldea
a un viejo muy viejo desnudo. Aquel viejo era un recién nacido. Antes de salir del
vientre de la tierra madre había escogido él mismo esa manera de nacer. ¡Cuánto
mejor ir de viejo a mozo que de mozo a viejo!, pensó siendo espíritu puro. A Nuestro
Señor le chocó la idea. ¿Por qué no hacer la prueba? Y así, con su consentimiento,
se formó en el seno de la tierra un esqueleto. Y después con carne de gusano, se
hizo la carne del hombre. Y en la carne del hombre hormigueó el calorcillo de la
sangre. Y como todo estaba listo, la tierra–madre parió. Parió un viejo desnudo.
“Cómo después el viejo encontró ropa y alimento
es cosa de mucha risa. Llegó a las puertas de la ciudad y como todavía no sabía
hablar, los alguaciles, después de echarle una capa encima, lo llevaron delante
del juez, como si hubiesen sido testigos: Aquí le traemos a este pobre viejo que
perdió el habla con la paliza que le dieron unos ladrones desaprensivos. No le dejaron
ni la ropa.
“El juez dio órdenes y el viejo fue llevado
a un hospital. Cuando salió, ya bien vestido y alimentado, le decían las monjitas:
Va hecho un buen mozo. Hasta parece que perdió años.
“Por aquel entonces ya había aprendido a hablar
algo y se hizo mendigo. Así anduvo muchas tierras. En Lourdes estuvo dos veces,
la segunda tan rejuvenecido que, los que le habían conocido la primera vez, pensaron
que había sido un milagro de la Virgen.
“Cuando adquirió suficiente experiencia pensó
que lo mejor era mantener en secreto aquella extraña condición que lo hacía más
joven cuantos más años corriesen. Así, no sabiéndolo nadie –a no ser uno o dos amigos
fíeles– podría vivir mejor su verdadera vida.
“Trabajó de viejo y se hizo rico para descansar
de joven. De los cincuenta a los quince años su vida fue lo más feliz que imaginarse
pueda. Cada día gustaba más a las muchachas y anduvo envuelto con muchas y con las
más bonitas. Y hasta dicen que una princesa… Pero de eso no estoy seguro.
“Cuando llegó a niño comenzó la vida a complicársele.
Le daba miedo la sorpresa con que lo veían entrar tan libre en las tiendas a comprar
golosinas y juguetes. Algún ratero de visera calada lo había seguido a veces a lo
largo de muchas calles tortuosas. Y alguna vez comió sus golosinas temblando de
angustia, con las lágrimas en los ojos y el almíbar en los labios. La última vez
que lo encontré –tenía ocho años– estaba muy triste. ¡Cuánto pesaban en su espíritu
de niño los recuerdos de su vejez!
“Luego comenzó a atosigarlo día y noche una
obsesión tremenda. Cuando pasaran algunos años lo recogerían en cualquier calleja
perdida. Quizá alguna señora rica y sin hijos. Después… ¡Quién sabe lo que pasaría
después! La lactancia, los paseos en un carrito, con un sonajero de cascabeles en
la tierna manecita. Y al final… ¡Oh! El final daba espanto. Cumplir su destino de
hombre que vive al revés y refugiarse en el seno de la señora rica –puede que cuando
ella durmiese– para ir allí consumiéndose hasta transformarse primero en una sanguijuela,
después en un corpúsculo, y luego en pequeñísima simiente…”
El vagabundo se levantó muy pensativo, con
las manos en los bolsillos, y comenzó a pasear muy amargado. Finalmente dijo:
–Me explico, sí, me explico que se diese un
tiro en la sien el pobre muchacho.
Los cuatro bebedores de aguardiente, creían.
Los cinco de albariño sonreían y dudaban. El tabernero negaba. Cuando todos discutían
más animadamente, el tabernero de pronto se levantó de puntillas y se puso a mirar
alrededor con los ojos muy abiertos. El vagabundo había desaparecido: sin pagar.
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