Philip K. Dick
–Aunque mi marido es un
hombre muy puntual –dijo Mary Ellis–, y no ha llegado ni un día tarde al trabajo
en veinticinco años, hoy aún no ha salido de casa. –Sorbió su bebida, compuesta
de hormonas y carbohidratos, levemente perfumada–. De hecho, todavía tardará unos
diez minutos en marcharse.
–Increíble
–dijo Dorothy Lawrence, que había terminado su bebida.
Un
chorro de vapor para suavizar el cutis, que manaba de un surtidor automático habilitado
sobre el sofá, descendía por su cuerpo prácticamente desnudo.
–¡Los
tiempos adelantan que es una barbaridad!
La
señora Ellis resplandeció de orgullo, como si fuera ella la que trabajara en Desarrollo
Terrestre.
–Sí,
es increíble. Según un tipo de la oficina, toda la historia de la civilización puede
explicarse en términos de técnicas de transporte. Yo no sé nada de historia, por
supuesto. Eso compete a los investigadores del gobierno, pero de acuerdo con lo
que ese hombre le dijo a Harry…
–¿Dónde
está mi maletín? –preguntó una voz irritada desde el dormitorio–. Por el amor de
Dios, Mary, lo dejé anoche sobre el limpiavestidos.
–Lo
dejaste arriba –replicó Mary, alzando un poco la voz–. Mira en el ropero.
–¿Y
qué hace en el ropero? –se oyeron pasos precipitados–. Yo pensaba que el maletín
de un hombre se halla a salvo en su casa. –Henry Ellis se asomó a la sala de estar
unos momentos–. Ya lo he encontrado. Hola, señora Lawrence.
–Buenos
días –saludó Dorothy Lawrence–. Mary me estaba explicando que usted todavía no se
ha marchado.
–Sí,
aún no me he marchado –Ellis se ajustó la corbata, mientras el espejo giraba poco
a poco a su alrededor–. ¿Quieres que te traiga algo del centro, cariño?
–No
–dijo Mary–. No se me ocurre nada. Te videaré a la oficina si me acuerdo de algo.
–¿Es
verdad que nada más entrar ya llega al centro en un instante? –preguntó la señora
Lawrence.
–Bueno,
casi al instante.
–¡Doscientos
cuarenta kilómetros! Es increíble. Caramba, mi marido tarda dos horas y media en
trasladarse en el monojet por los carriles comerciales, estacionar y subir a pie
a su oficina.
–Lo
sé –murmuró Ellis, tomando el abrigo y el sombrero–. Es lo que yo solía tardar,
pero eso ha terminado. –Se despidió de su mujer con un beso–. Hasta la noche. Ha
sido un placer verla de nuevo, señora Lawrence.
–¿Puedo…
mirar? –preguntó la señora Lawrence, con un brillo de esperanza en los ojos.
–¿Mirar?
Claro, claro –Ellis salió por la puerta trasera y bajó a toda prisa los peldaños
que llevaban al patio–. ¡Vengan! –gritó, impaciente–. No quiero llegar tarde. Son
las nueve cincuenta y nueve y quiero estar sentado ante mi escritorio a las diez
en punto.
La
señora Lawrence siguió a Ellis, nerviosa. Un gran aro brillaba bajo la luz del sol
en el patio trasero. Ellis giró algunos mandos dispuestos en la base. El color plateado
del aro viró a un rojo reluciente.
–¡Me
voy! –gritó Ellis. Se introdujo en el aro. Este osciló a su alrededor. Se oyó un
débil “pop”. El brillo se desvaneció.
–¡Santo
Dios! –susurró la señora Lawrence–. ¡Ha desaparecido!
–Está
en el centro de Nueva York –corrigió Mary Ellis.
–Ojalá
mi marido tuviera un instanmóvil. Cuando salgan al mercado, quizá pueda permitirme
comprarle uno.
–Oh,
son muy prácticos –dijo Mary Ellis–. Es muy probable que en este mismo momento les
esté diciendo hola a los chicos.
Henry
Ellis se hallaba en una especie de túnel. A su alrededor, un tubo gris e informe
se extendía en ambas direcciones, como una especie de cloaca brumosa.
Vio,
enmarcado en la abertura que había detrás de él, el vago contorno de su casa. El
balcón y el patio traseros, Mary de pie en un escalón, ataviada con pantalones y
sujetador rojo. La señora Lawrence a su lado, con pantalones cortos verdes a cuadros.
El cedro y las hileras de petunias. Una colina. Las pulcras casas de Cedar Groves,
Pennsylvania. Y frente a él…
Nueva
York. Una visión fugaz de la bulliciosa esquina opuesta a su oficina. Una parte
del edificio de hormigón, cristal y acero. Gente que se movía. Rascacielos. Enjambres
de monojets que aterrizaban. Señales aéreas. Innumerables funcionarios que corrían
hacia sus oficinas.
Ellis
avanzó sin prisa hacia la terminal de Nueva York. Había utilizado el instanmóvil
las veces suficientes para saber cuántos pasos le bastaban: cinco pasos. Cinco pasos
por el fluctuante túnel gris y habría recorrido doscientos cuarenta kilómetros.
Se detuvo y miró atrás. Tres pasos hasta el momento. Ciento cuarenta y cuatro kilómetros.
Más de la mitad de la distancia.
La
cuarta dimensión era algo maravilloso.
Ellis
se llevó la pipa a los labios, apoyó el maletín contra la pierna y buscó el tabaco
en el bolsillo del abrigo. Todavía le quedaban treinta segundos para llegar al trabajo.
Mucho tiempo. El encendedor de la pipa relumbró. Aspiró varias veces. Cerró el encendedor
y lo devolvió a su bolsillo.
Algo
maravilloso, en efecto. El instanmóvil ya había revolucionado la sociedad. Era posible
trasladarse a cualquier lugar del mundo al instante, sin lapso de tiempo, sin necesidad
de zambullirse en interminables carriles atestados de monojets. El problema del
transporte se había convertido en una pesadilla desde mediados del siglo XX. Cada
año aumentaba el número de familias que abandonaba la ciudad para irse a vivir al
campo, lo cual agravaba los colapsos de tráfico que se producían en carreteras y
autopistas.
Pero
el problema ya estaba solucionado. Podían funcionar un número infinito de instanmóviles,
sin que interfiriesen entre sí. El instanmóvil salvaba distancias no espaciales,
a través de otra dimensión (le habían explicado esa parte con mucha claridad). Por
mil créditos, cualquier familia terrícola podía adquirir un juego de aros instanmóviles;
uno en el patio trasero, y el otro en Berlín, las Bermudas, San Francisco, Port
Said o en cualquier otra parte del mundo. Existía un inconveniente, desde luego.
El aro tenía que fijarse en un lugar concreto. Se elegía el destino, y punto.
Sin
embargo, resultaba perfecto para un oficinista. Entraba por un extremo y salía por
el otro. Cinco pasos, doscientos cuarenta kilómetros. Doscientos cuarenta kilómetros
que constituían una pesadilla de dos horas: marchas que rascaban, sacudidas repentinas,
monojets que entraban y salían, conductores que corrían como locos, conductores
imprudentes, policías apostados como buitres al acecho, úlceras y mal humor. Ahora,
todo eso se había acabado. Al menos para él, como empleado de Desarrollo Terrestre,
fabricante del instanmóvil. Y pronto para todo el mundo, cuando salieran al mercado.
Ellis
suspiró. La hora de trabajar. Vería a Ed Hall subiendo de dos en dos los escalones
del edificio, a Tony Franklin pisándole los talones. Tenía que empezar a moverse.
Se agachó y alargó la mano hacia el maletín…
Fue
entonces cuando los vio. La fluctuante neblina gris era menos densa en aquel punto,
y más débil el resplandor. El punto se hallaba a unos centímetros de la esquina
del maletín.
Había
tres figuras diminutas justo al otro lado de la neblina gris. Hombres increíblemente
pequeños, no mayores que insectos. Lo miraban con incrédulo estupor.
Ellis
se olvidó del maletín y clavó la vista en ellos. Los tres hombres diminutos demostraron
una estupefacción similar. Ninguno de ellos se movió, paralizados por la sorpresa.
Henry Ellis se agachó, boquiabierto.
Una
cuarta figurita se unió a las otras. Todas se quedaron petrificadas, con los ojos
a punto de salirse de las órbitas. Vestían una especie de túnicas. Túnicas de color
pardo y sandalias. Prendas extrañas, que no eran propias de la Tierra. Todo en su
aspecto denotaba que no eran terrícolas: su tamaño, sus rostros oscuros de peculiares
tonos, su atavío… y sus voces.
De
repente, las figuritas empezaron a chillar entre sí, dando lugar a una extraña algarabía.
Recuperados de su parálisis, empezaron a correr en grotescos y frenéticos círculos.
Corrían a una velocidad increíble; se dispersaban como hormigas que hubieran caído
en una sartén al rojo vivo. Corrían y brincaban, agitando brazos y piernas como
posesos. No cesaban de chillar con sus agudas y estridentes voces.
Ellis
encontró su maletín. Lo recogió con mucha lentitud. Las figuras contemplaron, con
una mezcla de asombro y terror, cómo se alzaba la enorme valija, a escasísima distancia
de ellas. Una idea atravesó la mente de Ellis. Santo Dios, ¿podrían introducirse
en el instanmóvil, a través de la niebla gris?
No
tenía tiempo de averiguarlo. Iba a llegar con retraso. Se liberó del hechizo y corrió
hacia el final del túnel. Un segundo después salió al sol cegador y descubrió que
se encontraba en la bulliciosa esquina frente a la que se alzaba su oficina.
–¡Hola,
Hank! –gritó Donald Potter, mientras entraba corriendo en el edificio–. ¡Date prisa!
–Sí,
sí.
Ellis
le siguió como un autómata. El instanmóvil formaba un vago círculo sobre el pavimento,
como el fantasma de una burbuja de jabón.
Subió
corriendo la escalera y penetró en las oficinas de Desarrollo Terrestre. Su mente
ya se había concentrado en el duro día que le esperaba.
Mientras
cerraban con llave la puerta de la oficina y se preparaban para volver a casa, Ellis
detuvo al coordinador Patrick Miller en la puerta de su despacho.
–Señor
Miller, usted también es responsable de la parte de investigación, ¿verdad?
–Sí.
¿Por qué?
–Me
gustaría preguntarle algo. ¿Adónde va el instanmóvil? Debe ir a algún sitio.
–Sale
del continuo por completo –Miller estaba impaciente por irse a casa–. Penetra en
otra dimensión.
–Lo
sé, pero… ¿dónde?
Miller
desdobló el pañuelo que llevaba en el bolsillo superior de la chaqueta y lo extendió
sobre su escritorio.
–Quizá
se lo pueda explicar mejor así. Imagine que usted es un ser de dos dimensiones y
que este pañuelo representa su…
–Lo
he visto un millón de veces –dijo Ellis, decepcionado–. Es una simple analogía,
y no me interesa una analogía. Quiero una respuesta concreta. ¿Adónde va mi instanmóvil
entre aquí y Cedar Groves?
–¿Y
a usted qué demonios le importa? –rió Miller.
Ellis
se puso en guardia de repente. Se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
–Pura
curiosidad. Estoy seguro de que debe de ir a algún sitio.
Miller
apoyó la mano sobre el hombro de Ellis, con el gesto de un hermano mayor cariñoso.
–Henry,
viejo amigo, deje eso en nuestras manos. ¿De acuerdo? Nosotros somos los inventores,
y usted el consumidor. Su trabajo consiste en utilizar el instanmóvil, probarlo
e informar de cualquier fallo o defecto para que funcione perfectamente cuando lo
saquemos al mercado el año que viene.
–En
realidad… –empezó Ellis.
–¿Sí?
Ellis
no terminó la frase.
–Nada
–tomó su maletín–. Nada en absoluto. Hasta mañana. Gracias, señor Miller. Buenas
noches.
Salió
a toda prisa del edificio. La tenue silueta de su instanmóvil era visible a la pálida
luz del atardecer. El cielo ya estaba lleno de monojets que se marchaban. Trabajadores
agotados iniciaban su largo viaje de vuelta a sus casas en el campo. El trayecto
interminable. Ellis caminó hacia el aro y entró. De súbito, el sol se desvaneció.
Se
encontró de nuevo en el fluctuante túnel gris. Un círculo verde y blanco destellaba
en el extremo más alejado. Verdes colinas ondulantes y su casa. Su patio trasero.
El cedro y los lechos de flores. La ciudad de Cedar Groves.
Dos
pasos por el túnel. Ellis se detuvo y se inclinó. Examinó el suelo del túnel. Examinó
la pared gris nebulosa en el punto donde se alzaba y oscilaba… y aquel lugar en
el que había reparado.
Todavía
continuaban allí. ¿Todavía? Se trataba de un grupo diferente. Esta vez había diez
u once figuritas. Hombres, mujeres y niños. Se mantenían muy juntos, y lo contemplaban
con asombro y temor. No medirían más de un centímetro y medio. Figuras diminutas
y distorsionadas, que cambiaban de forma, color y apariencia.
Ellis
apresuró el paso. Las figuritas lo vieron alejarse. Un breve vislumbre de su estupor
microscópico… y desembocó en su patio trasero.
Desconectó
el instanmóvil y subió la escalera. Entró en su casa, abismado en sus pensamientos.
–Hola
–gritó Mary desde la cocina. Corrió hacia él con los brazos extendidos, vestida
con una camisa de malla larga hasta los pies.
–¿Cómo
ha ido el trabajo?
–Bien.
–¿Ha
pasado algo? Estás… raro.
–No,
no ha pasado nada –Ellis depositó un beso en la frente de su mujer, absorto–. ¿Qué
hay para cenar?
–Algo
muy especial: filete de topo de Sirio. Uno de tus platos favoritos. ¿Va todo bien?
–Claro
–Ellis tiró el abrigo y el sombrero sobre la silla. La silla los dobló y apartó.
El semblante de Ellis continuaba siendo pensativo y preocupado–. Todo va bien, cariño.
–¿Estás
seguro de que no ha pasado nada? No habrás vuelto a discutir con Pete Taylor, ¿verdad?
–No,
claro que no –Ellis negó con la cabeza, molesto–. Todo va bien, cariño. Deja de
martirizarme.
–Bien,
eso espero –suspiró Mary.
A
la mañana siguiente lo estaban esperando.
Los
vio nada más entrar en el instanmóvil. Un pequeño grupo que esperaba entre la neblina,
como insectos atrapados en una masa de gelatina. Movían los brazos y las piernas
con suma rapidez, intentando atraer su atención. Chillaban con sus débiles y patéticas
voces.
Ellis
se agachó. Estaban introduciendo algo por la pared del túnel, aprovechando la ínfima
grieta abierta en la niebla gris. Era pequeño, tan increíblemente pequeño que apenas
podía verlo. Un cuadrado blanco al final de un palo microscópico. Las figuritas
lo miraban con ansiedad. Sus rostros revelaban temor y esperanza, una esperanza
suplicante y desgarradora.
Ellis
tomó el diminuto cuadrado. Se desprendió del palo como un frágil pétalo de rosa.
Se le escapó de los dedos y tuvo que tantear a su alrededor. Las figuritas siguieron
con el corazón en un puño los movimientos de sus gigantescas manos, que exploraban
el suelo del túnel. Por fin lo encontró y lo acercó a sus ojos.
Era
demasiado pequeño para descifrarlo. ¿Escritura? Líneas diminutas… pero no podía
leerlas. Demasiado pequeñas para leerlas. Sacó su cartera y encajó el cuadrado entre
dos tarjetas con sumo cuidado. Introdujo la cartera en su bolsillo.
–Lo
miraré más tarde –dijo.
Su
voz resonó en el túnel. El ruido provocó que los seres se dispersaran. Huyeron del
resplandor grisáceo y se perdieron en la oscuridad, lanzando chillidos estremecedores.
Desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, como ratones asustados. Estaba solo.
Ellis
se arrodilló y aplicó el ojo a la parte más tenue del resplandor gris, donde lo
habían esperado. Distinguió algo borroso y distorsionado, oculto por una bruma vaga.
Una especie de paisaje, confuso, difícil de distinguir.
Colinas.
Árboles y cultivos. Pero tan borrosos y diminutos…
Consultó
su reloj. ¡Santo Dios, las diez! Se puso en pie precipitadamente y corrió por el
túnel, hasta salir al deslumbrante pavimento de Nueva York.
Llegaba
tarde. Subió corriendo la escalera del edificio, recorrió el largo pasillo y llegó
a su oficina.
A
la hora de comer se dirigió a los laboratorios de investigación.
–Hola
–saludó cuando Jim Andrews pasó cargado con informes y aparatos–. ¿Tienes un momento?
–¿Qué
quieres, Henry?
–Me
gustaría pedirte prestado algo. Una lupa –reflexionó–. Aunque tal vez me vendría
mejor un microscopio fotónico, de cien o doscientos aumentos.
–Cosas
de niños –Jim le tendió un pequeño microscopio–. ¿Diapositivas?
–Sí,
un par de diapositivas borrosas.
Llevó
el microscopio a su despacho. Lo colocó sobre el escritorio y apartó los papeles.
Como medida de precaución, indicó a su secretaria, la señorita Nelson, que podía
irse a comer. Después, con infinitas precauciones, sacó el pequeño trozo de papel
de la cartera y lo deslizó entre las dos platinas.
Estaba
escrito, en efecto, pero no entendió lo que ponían. Caracteres pequeños, complejos
y entrelazados, desconocidos por completo.
Pasó
un rato pensando. Después marcó un número en el videófono interdepartamental.
–Póngame
con el departamento de Lingüística.
Al
cabo de unos momentos apareció el rostro afable de Earl Peterson.
–Hola,
Ellis. ¿En qué puedo ayudarte?
Ellis
vaciló. Tenía que proceder sin cometer ningún error.
–Hola,
Earl. Quiero pedirte un pequeño favor.
–¿Como
cuál? Cualquier cosa por un viejo amigo.
–Tienes…
hum, esa máquina ahí abajo, ¿no? Ese trasto de traducir que utilizas para trabajar
en documentos sobre civilizaciones extraterrestres.
–Claro.
¿Por qué?
–¿Crees
que yo podría utilizarla? –hablaba con rapidez–. Es un asunto algo absurdo, Earl.
Tengo un amigo que vive en, hum, Centauro VI, y me escribe en, hum, ya sabes, en
el sistema semántico de los nativos centaurianos, y yo…
–¿Quieres
que la máquina te traduzca una carta? Claro, me parece que podríamos hacerlo. Al
menos por esta vez. Baja.
Bajó.
Consiguió que Earl le enseñara cómo funcionaba la máquina, y en cuanto Earl se volvió
introdujo el diminuto cuadrado. La Máquina Lingüística zumbó. Ellis rezó en silencio
para que el papel no fuera demasiado pequeño, para que no se colara entre las piezas
de la maquinaria.
Al
cabo de unos segundos surgió una cinta por la ranura. La cinta se cortó a sí misma
y cayó en una bandeja. La Máquina Lingüística se enfrascó en seguida en otros asuntos,
materiales más vitales procedentes de las diversas divisiones de exportación de
DT.
Ellis
desplegó la cinta con dedos temblorosos. Las palabras bailaron ante sus ojos. Preguntas.
Le hacían preguntas. Dios, la cosa se estaba complicando. Leyó las preguntas en
voz baja. En menudo lío se había metido. Aquella gente esperaba respuestas. Él había
aceptado su papel, se lo había llevado. Lo estarían esperando cuando regresara a
casa, muy probablemente.
Volvió
a su despacho y marcó un número en el videófono.
–Póngame
con el exterior –ordenó. El monitor habitual apareció.
–¿Sí,
señor?
–Póngame
con la Biblioteca de Información Federal –dijo Ellis–. División de Investigación
Cultural.
Aquella
noche lo esperaban, en efecto, pero no eran los mismos. Era extraño; cada vez había
un grupo diferente. Sus ropas también eran algo diferentes. Una nueva apariencia.
Y el paisaje del fondo había sufrido ligeras variaciones. Los árboles que había
visto antes ya no estaban. Las colinas seguían en su sitio, pero el color era distinto.
Un blancogrisáceo apagado. ¿Nieve?
Se
agachó. Lo había hecho con esmero. Había introducido las respuestas de la Biblioteca
de Información Federal en la Máquina Lingüística para que las tradujera en sentido
inverso. Las respuestas estaban escritas en el mismo idioma de las preguntas… pero
en una hoja de papel más grande.
Ellis,
como si jugara a canicas, lanzó la bolita de papel por el resplandor gris. Pasó
por encima de seis o siete de las figuras expectantes y bajó rodando por la ladera
de la colina sobre la que esperaban. Tras un momento de aterrorizada inmovilidad,
las figuras se lanzaron frenéticamente tras ella. Desaparecieron en las vagas e
invisibles profundidades de su mundo y Ellis se reincorporó.
–Bueno
–murmuró para sí–, ya está.
No
fue así. A la mañana siguiente había un nuevo grupo… y una nueva lista de preguntas.
Las figuritas empujaron su microscópico cuadrado de papel por la estrecha abertura
de la pared del túnel y esperaron, temblorosos, a que Ellis se agachara y lo tomara.
Lo
encontró… por fin. Lo guardó en la cartera y prosiguió su camino. Desembocó en Nueva
York con el ceño fruncido. La cosa se estaba poniendo seria. ¿Iba a convertirse
en un trabajo continuado?
Después,
sonrió. Era lo más extraño que jamás le había sucedido. Aquellos tunantes, a su
manera, eran muy listos. Diminutos rostros graves, que la preocupación deformaba.
Y también el terror. Le tenían miedo, mucho miedo. ¿Y por qué no? Comparado con
ellos, era un gigante. Ellis hizo conjeturas acerca de su mundo. ¿Cómo sería su
planeta? Su extrema pequeñez era peculiar, pero el tamaño era una cuestión relativa.
Pequeño, no obstante, comparado con él. Pequeño y reverente. Mientras empujaban
hacia él los papeles, percibía su temor, la ansiosa y torturante esperanza. Dependían
de él. Rezaban para que les proporcionara respuestas.
–Un
trabajo de lo más original –dijo para sí, sonriente.
–¿Qué
pasa? –preguntó Peterson, cuando apareció en el laboratorio de Lingüística a mediodía.
–Bueno,
es que he recibido otra carta de mi amigo de Centauro VI.
–¿Sí?
–el rostro de Peterson transparentó cierta suspicacia–. No me estarás tomando el
pelo, ¿verdad, Henry? Esta máquina tiene un montón de trabajo que hacer. No se detiene
ni un momento. No debemos desperdiciar su tiempo en…
–Esto
es muy serio, Earl –Ellis palmeó su cartera–. Un asunto muy importante. No es un
pasatiempo.
–De
acuerdo. Si tú lo dices… –Peterson dio su aprobación al equipo que se encargaba
de la máquina–. Deja que este tipo utilice el traductor, Tommie.
–Gracias
–murmuró Ellis.
Repitió
la rutina, obtuvo la traducción, se llevó las preguntas a su despacho y las pasó
al personal investigador de la Biblioteca. Al caer la noche ya tenía las respuestas
en el idioma de las preguntas y las guardó en la cartera. Ellis salió del edificio
de Desarrollo Terrestre y entró en el instanmóvil.
Como
de costumbre, un nuevo grupo le esperaba.
–Hola,
chicos –saludó Ellis introduciendo la bolita de papel por la abertura.
La
bolita rodó por la campiña microscópica y rebotó de colina en colina. Los enanitos
la persiguieron. Se movían de una forma curiosa, como si tuvieran las piernas agarrotadas.
Ellis contempló sus evoluciones, sonriendo con interés… y orgullo.
Se
movían muy de prisa, no quedaba duda. Apenas podía distinguirlos. Se habían alejado
como un rayo del resplandor. Por lo visto, solo una ínfima parte de su mundo era
tangente al instanmóvil. Solo aquel punto, donde la niebla resplandeciente era menos
densa. Forzó la vista.
Estaban
abriendo la bolita. Tres o cuatro figuritas alisaron el papel y examinaron las respuestas.
Ellis,
henchido de orgullo, continuó por el túnel y salió a su patio trasero. No sabía
leer sus preguntas y, una vez traducidas, no sabía responderlas. El departamento
de Lingüística se encargaba de la primera parte, y el personal de investigación
de la Biblioteca completaba el resto. Con todo, Ellis se sentía orgulloso. Experimentaba
en su interior una profunda y ardiente sensación. La expresión de sus rostros. La
forma en que lo miraban cuando veían el papel con las respuestas en su mano. Cuando
se dieron cuenta de que iba a contestar sus preguntas. Y la manera en que se dispersaban
a continuación. Era muy… satisfactorio. Lo hacía sentirse en la gloria.
–No
está mal –murmuró. Abrió la puerta trasera y entró en la casa–. No está nada mal.
–¿Qué
no está mal, cariño? –preguntó Mary, alzando la vista de la mesa. Olvidó la revista
y se levantó–. Caramba, pareces muy feliz. ¿Qué ha pasado?
–Nada.
¡Nada en absoluto! –la besó ardientemente en la boca–. Esta noche estás guapísima,
pequeña.
–¡Oh,
Henry! –Mary enrojeció de pies a cabeza–. Eres un encanto.
Examinó
a su esposa con una mirada apreciativa. Llevaba un conjunto de dos piezas de plástico
transparente.
–Vistes
unos fragmentos de lo más atractivo.
–¡Caray,
Henry! ¿Qué te ha pasado? ¡Pareces tan… tan fogoso!
–Oh,
creo que disfruto con mi trabajo –sonrió Ellis–. Ya sabes, no hay nada como estar
orgulloso de tu trabajo. Un trabajo bien hecho, como suele decirse. Un trabajo del
que puedes estar orgulloso.
–Siempre
has dicho que solo eras una pieza en una gigantesca máquina impersonal, una especie
de número.
–Las
cosas han cambiado –afirmó Ellis–. Estoy haciendo un, hum, un nuevo proyecto. Un
nuevo encargo.
–¿Un
nuevo encargo?
–Reúno
información. Algo así como… un trabajo creativo, por así decirlo.
Al
finalizar la semana les había entregado un buen conjunto de información.
Tomó
la costumbre de marcharse a trabajar a las nueve y media. Así se regalaba treinta
minutos para ponerse a cuatro patas y escudriñar por la abertura. Adquirió una buena
práctica en observarlos y ver lo que hacían en su mundo microscópico.
Su
civilización era bastante primitiva, sin duda alguna. Juzgando por los criterios
de la Tierra, ni siquiera era una civilización. De sus observaciones dedujo que
carecían de técnicas científicas; se trataba de una cultura agraria, una especie
de comunismo rural, una organización monolítica de base tribal, sin demasiados miembros.
No
a la vez, al menos. Esa era la parte que no comprendía. Cada vez que pasaba había
un grupo diferente. Los rostros no le resultaban familiares. Y su mundo también
cambiaba. Los árboles, los cultivos, la fauna. El clima, en apariencia.
¿Transcurría
su tiempo de manera distinta? Se movían con mucha rapidez, como un vídeo acelerado.
Y sus voces estridentes. Tal vez era eso. Un universo totalmente diferente, en el
que la estructura del tiempo poseía diferencias radicales.
En
cuanto a su actitud ante él, no podía llamarse a engaño. Después de los dos primeros
encuentros empezaron a presentarle ofrendas, porciones increíblemente diminutas
de comida humeante, preparada en hornos y hogares de ladrillo. Si introducía la
nariz en el resplandor gris captaba un tenue aroma a comida. Y olía bien. Fuerte
y condimentada, picante. Carne, con toda probabilidad.
El
viernes se proveyó de una lupa y los contempló a sus anchas. Era carne, en efecto.
Arrastraban animales del tamaño de una hormiga hacia los hornos, para sacrificarlos
y cocinarlos. Divisó mejor sus rostros con la lupa. Eran extraños. Fuertes y oscuros,
con una peculiar mirada firme.
Solo
manifestaban una actitud ante él, por supuesto. Una combinación de miedo, reverencia
y esperanza. Esa actitud le encantaba. Se la dedicaban solo a él. Gritaban y discutían
entre sí, y a veces peleaban y se acuchillaban con furia, formando una violenta
confusión de túnicas pardas. Constituían una especie apasionada y enérgica. Llegó
a admirarlos.
Y
eso estaba bien… porque lo hacía sentirse mejor. Era fantástico recibir la admiración
reverente de una raza tan orgullosa y tenaz. No demostraban la menor cobardía.
La
quinta vez descubrió que habían construido un edificio bastante atractivo. Parecía
un templo, un lugar de adoración.
¡Para
él! Estaban desarrollando una auténtica religión centrada en él. No existía duda.
Salía de casa a las nueve de la mañana para pasar una hora en su compañía. A mediados
de la segunda semana ya habían desarrollado todo un ritual. Procesiones, velas encendidas,
canciones o cánticos. Sacerdotes de largos hábitos. Y las ofrendas condimentadas.
No
vio imágenes, sin embargo. Por lo visto, era tan grande que no podían hacerse una
idea de su apariencia. Intentó imaginar cuál sería su aspecto desde el otro lado
del resplandor. Una forma inmensa que se cernía sobre ellos, tras una cortina de
niebla gris.
Un
ser borroso, parecido a ellos, pero no igual. Una especie diferente, por supuesto.
Más grande…, pero diferente en otros aspectos. Y cuando hablaba, su voz atronaba
a lo largo y ancho del instanmóvil. Lo cual los impulsaba a huir.
Una
religión desarrollada. Él los estaba cambiando. Gracias a su presencia y a sus respuestas,
las respuestas precisas y correctas que obtenía de la Biblioteca de Información
Federal y traducía a su idioma mediante la Máquina Lingüística. Debido a la forma
en que transcurría su tiempo, tenían que esperar generaciones para obtener las respuestas.
Pero a estas alturas ya se habían acostumbrado. Esperaban. Aguardaban. Le transmitían
sus preguntas y al cabo de un par de siglos él les entregaba las respuestas, respuestas
que, sin duda, utilizaban para algo práctico.
–¿Qué
pasa aquí? –preguntó Mary una noche, cuando llegó una hora más tarde a casa–. ¿Dónde
has estado?
–Trabajando
–contestó Ellis con indiferencia, mientras se quitaba el sombrero y el abrigo. Se
desplomó en el sofá–. Estoy cansado, muy cansado –suspiró de alivio e indicó con
un gesto al brazo del sofá que le trajera un whisky sour.
Mary
se acercó al sofá.
–Henry,
estoy un poco preocupada.
–¿Preocupada?
–No
deberías trabajar tanto. Tendrías que tomártelo con más calma. ¿Cuánto hace que
no disfrutas de unas auténticas vacaciones? Un viaje fuera de la Tierra, fuera del
sistema. La verdad es que me gustaría llamar a ese tal Miller y preguntarle si es
necesario que un hombre de tu edad ponga tanto…
–¡Un
hombre de mi edad! –Ellis se revolvió, indignado–. No soy tan viejo.
–Claro
que no. –Mary se sentó a su lado y lo rodeó con sus brazos–. No deberías trabajar
tanto. Te mereces un descanso, ¿no crees?
–Esto
es diferente. No lo entiendes. No es lo mismo de siempre. Informes, estadísticas
y los malditos archivos. Esto es…
–¿El
qué?
–Esto
es diferente. No soy una pieza. Esto me gratifica. Creo que no puedo explicártelo,
pero se trata de algo que debo hacer.
–Si
pudieras contarme algo más…
–No
puedo contarte nada más –dijo Ellis–, pero no existe nada igual en el mundo. He
trabajado veinticinco años para Desarrollo Terrestre. Veinticinco años en los mismos
informes, día tras día. Veinticinco años… y nunca me había sentido así.
*
–Ah, ¿sí? –rugió
Miller–. ¡No me venga con monsergas! ¡Desembuche, Ellis!
Ellis
boqueó como un pez.
–¿De
qué está hablando? –el terror se apoderó de él–. ¿Qué ha pasado?
–No
intente jugar conmigo al gato y al ratón –en la pantalla, el rostro de Miller se
tiñó de púrpura–. Venga a mi despacho.
La
pantalla se apagó. Ellis siguió sentado ante su escritorio, estupefacto. Se recobró
poco a poco y se puso en pie, temblando como una hoja.
–Dios
mío.
Se
secó el sudor frío de la frente, sin fuerzas. De repente, todo arruinado. Estaba
aturdido por la conmoción.
–¿Algo
va mal? –preguntó la señorita Nelson.
–No.
Ellis
avanzó como atontado hacia la puerta. Estaba destrozado. ¿Qué había descubierto
Miller? ¡Santo Dios! ¿Era posible que…?
–El
señor Miller parecía enfadado.
–Sí.
Ellis
caminó por el pasillo, sin ver nada. Su mente funcionaba a toda máquina. Miller
parecía muy enfadado. De alguna manera, lo había descubierto. Pero, ¿por qué se
había enfurecido? ¿Qué le importaba a él? Un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza.
La cosa tenía mal aspecto. Miller era su superior… con poderes para contratar y
despedir. Tal vez había cometido alguna equivocación. Tal vez, sin saberlo, había
quebrantado la ley, cometido un delito. Pero, ¿cuál?
¿Qué
le importaban ellos a Miller? ¿Cuál era el interés de Desarrollo Terrestre? Abrió
la puerta del despacho de Miller.
–Aquí
estoy, señor Miller –murmuró–. ¿Cuál es el problema?
Miller
echaba chispas por los ojos.
–Ese
ridículo asunto de su primo de Próxima.
–Es…
Hum… Se refiere a un amigo de negocios de Centauro VI.
–¡Es
usted un… un estafador! ¡Después de todo lo que la empresa ha hecho por usted!
–No
entiendo –musitó Ellis–. ¿Qué he…?
–¿Por
qué cree que le hicimos entrega del instanmóvil antes que a nadie?
–¿Por
qué?
–¡Para
probarlo! ¡Para ver cómo funcionaba, repugnante chinche venusino de ojos saltones!
La empresa le consintió magnánimamente manejar un instanmóvil antes de su presentación
en el mercado, ¿y qué hace usted? Demonios, usted…
Ellis
empezó a indignarse. Después de todo, llevaba veinticinco años en DT.
–No
es necesario que sea tan ofensivo. Desembolsé mis mil créditos de oro a cambio…
–Bien,
puede largarse con viento fresco al despacho del contable y recuperar su dinero.
Ya he cursado la orden al equipo de construcción para que embale su instanmóvil
y lo devuelva aquí.
Ellis
estaba patidifuso.
–Pero,
¿por qué?
–¿Cómo
que por qué? Porque es defectuoso. Porque no funciona. Por eso –la ofensa tecnológica
arrancó chispas de los ojos de Miller–. El equipo de inspección encontró una grieta
de un kilómetro de ancho –torció los labios–. Como si usted no lo supiera.
El
corazón de Ellis dio un salto.
–¿Una
grieta? –graznó, temiendo lo peor.
–Una
grieta. Por suerte autoricé una inspección periódica. Si dependiéramos de gente
como usted para…
–¿Está
seguro? A mí me parecía que funcionaba muy bien. O sea, me traía aquí sin el menor
problema –Ellis luchaba por encontrar las palabras–. En lo que a mí respecta, ninguna
queja.
–No,
claro, ninguna queja. Esa es la razón exacta por la que no tendrá ninguno más. Por
eso tomará esta noche el monojet para volver a su casa. ¡Porque no informó sobre
la grieta! Y si vuelve a intentar ocultarle algo a esta oficina…
–¿Cómo
sabe que me había dado cuenta del… defecto?
Miller
se hundió en su butaca, sobrecogido de furia.
–A
causa de sus peregrinajes diarios a la Máquina Lingüística –dijo poco a poco–. Con
la falsa carta de su abuela de Betelgeuse II. Lo cual no era cierto. Lo cual era
un fraude. ¡Lo cual obtenía usted a través de la grieta del instanmóvil!
–¿Cómo
lo sabe? –chilló Ellis, atrapado entre la espada y la pared–. Es posible que tuviera
un defecto, pero usted no puede demostrar que existe una relación entre su instanmóvil
defectuoso y mi…
–Su
misiva –afirmó Miller–, la que introdujo en nuestra Máquina Lingüística, no estaba
escrita en un lenguaje extraterrestre. No era de Centauro VI. No procedía de algún
sistema alienígena. Era hebreo antiguo. Y solo pudo conseguirlo en un sitio, Ellis,
de forma que no intente engañarme.
–¡Hebreo!
–exclamó Ellis, aturdido. Palideció como la cera–. Santo Dios. El otro continuo…
La cuarta dimensión. El tiempo, por supuesto. –Se puso a temblar–. Y el universo
en expansión. Eso explicaría su tamaño. Y explica por qué un grupo nuevo, una nueva
generación…
–Ya
corremos bastantes riesgos con estos instanmóviles tal como son ahora. Practicar
un túnel en el continuo espaciotemporal… –Miller sacudió la cabeza, agotado–. Maldito
entrometido. Usted sabía que debía informarnos de cualquier defecto.
–Me
parece que no he hecho ningún daño, ¿verdad? –Ellis estaba terriblemente nervioso–.
Parecían complacidos, incluso agradecidos. Demonios, estoy seguro de que no causé
ningún perjuicio.
Miller
lanzó un alarido de rabia demente. Paseó un rato por el despacho. Por fin, tiró
algo sobre el escritorio, frente a Ellis.
–Ningún
perjuicio. No, ninguno. Fíjese en esto. Lo he sacado de los Archivos de Artefactos
Antiguos.
–¿Qué
es?
–¡Mírelo!
Lo comparé con una de sus hojas de preguntas. Lo mismo. Exactamente lo mismo. Todas
sus hojas, preguntas y respuestas, se hallan aquí, ¡sarnoso ciempiés ganimediano!
Ellis
tomó el libro y lo abrió. Mientras leía las páginas, una extraña mirada iluminó
su rostro.
–Santo
cielo. Registraron todo cuanto les proporcioné. Lo reunieron en un libro, hasta
la última palabra. Y también algunos comentarios. Todo está aquí, palabra por palabra.
Ejerció un efecto, por tanto. Lo publicaron, lo reprodujeron.
–Vuelva
a su despacho. Ya me he cansado de verlo por hoy. Me he cansado para siempre. Recibirá
el talón del finiquito por los conductos habituales.
Una
extraña emoción provocó que el rostro de Ellis enrojeciera, como si estuviera en
trance. Agarró el libro y se dirigió hacia la puerta.
–Señor
Miller, ¿puedo quedármelo? ¿Puedo llevármelo?
–Claro
–respondió Miller, exhausto–. Claro, lléveselo. Léalo esta noche, camino de su casa,
en el monojet público.
*
–Henry quiere
enseñarte algo –susurró excitada Mary Ellis, tomando a la señora Lawrence por el
brazo–. No metas la pata.
–¿Que
no meta la pata? –la señora Lawrence vaciló, nerviosa y algo inquieta–. ¿Qué es?
No será algo vivo, ¿verdad?
–No,
no –Mary la empujó hacia la puerta del estudio–. Limítate a sonreír –alzó la voz–.
Henry, Dorothy Lawrence está aquí.
Henry
Ellis apareció en la puerta del estudio, una figura digna en su bata de seda, con
la pipa en la boca y una pluma estilográfica en una mano. Hizo una ligera inclinación
de cabeza.
–Buenas
noches, Dorothy –dijo en voz baja, bien modulada–. ¿Te importa entrar en mi estudio
un momento?
–¿Estudio?
–la señora Lawrence cruzó el umbral, indecisa–. ¿Qué estudias? Bueno, Mary me ha
dicho que has estado haciendo algo muy interesante últimamente, ahora que ya no
estás en… O sea, ahora que te quedas más en casa. De todas formas, no me ha dado
la menor pista.
Los
ojos de la señora Lawrence vagaron con curiosidad por la habitación. El estudio
estaba lleno de libros de consulta, mapas, un enorme escritorio de caoba, un atlas,
un globo terráqueo, butacas de piel y una máquina de escribir eléctrica inconcebiblemente
antigua.
–¡Santo
Dios! –exclamó la mujer–. Qué extraño. Tantas antigüedades…
Ellis
sacó algo del librero con infinito cuidado y se lo tendió, como sin darle importancia.
–A
propósito… Échale una ojeada a esto.
–¿Qué
es? ¿Un libro? –la señora Lawrence tomó el libro y lo examinó–. Dios mío, cómo pesa
–leyó la cubierta, moviendo los labios–. ¿Qué significa esto? Parece muy antiguo.
¡Y qué letras tan extrañas! Nunca había visto nada igual. Sagrada Biblia
–alzó los ojos brillantes–. ¿Qué es esto?
–Bueno…
–Ellis esbozó una sonrisa. La señora Lawrence tuvo una intuición y se quedó sin
aliento.
–¡Santo
Cielo! No habrás escrito esto, ¿verdad? La sonrisa de Ellis se hizo más amplia.
Enrojeció de modestia, digno y sereno.
–Una
cosa sin importancia –murmuró, indiferente–. Mi primera obra, para ser exacto –acarició
la pluma con aire pensativo–. Y ahora, con permiso de ustedes, debo volver a mi
trabajo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario