Emilio Díaz Valcárcel
I
Una
familia normal y feliz, pensó apoyada sobre el volante. Un padre gordo y de
apariencia próspera, recién afeitado, una bella pareja de niños, y una madre
que alcanza ya los treinta años, mofletuda, satisfecha como toda mujer que
siente colmados sus instintos cardinales.
Sintió subírsele a la garganta el confuso
sentimiento de ilegitimidad que permanecía anclado en ominoso acecho en el
fondo de su espíritu. Un espíritu contrahecho, pensó, regocijándose en su
propio flagelo. O tal vez el espíritu esté intacto, murmuró agarrándose a una
posible reconciliación consigo misma. Pero ningún alivio provino de este
pensamiento. Y, sin saber por qué, tiró molesta de su falda hacia abajo, como
si con ello cortara el torturante fluir de pensamientos que había comenzado
justamente cuando ella detuvo el automóvil frente al edificio de departamentos.
La falda, que delataba unas caderas secas, no era lo suficientemente larga para
cubrir las rodillas nudosas, casi masculinas.
Neida no vendría a las tres. Tenía que
cumplir compromisos con sus amigas, hablar del matrimonio, del joven actor de
la última hora, de la temporada playera. Tenía que desenvolverse naturalmente
entre los suyos. La podía ver sin mucho esfuerzo: menuda y ágil, primorosa en
su ceñido traje beige.
Esperó quince minutos, apoyada aún sobre
el volante. El hombre gordo y de apariencia próspera, la madre mofletuda y la
bella pareja de niños, que durante un largo rato habían estado detenidos frente
a la escalera principal del edificio en actitud de esperar a alguien,
decidieron al fin entrar por la gran puerta de cristal esmerilado. (El macho
vigilante y serio, cumpliendo a cabalidad su tradicional misión, seguido de la
sumisa hembra y de la cría –meditó.) Imaginó esa familia ubicada en un siglo
remoto: una tosca guarida en una cueva, el macho y la hembra en cueros, la cría
comida por piojos y pústulas hoy desconocidos, trepando dificultosamente el primer
peldaño de la historia humana. Esta imagen del origen del hombre la movía a
risa. Era su desquite.
Neida, la maldita, la irresponsable Neida
no vendrá –se dijo. Atisbó hacia el tercer piso torciendo el cuello por la
ventanilla del auto hacia afuera: allí estaban las begonias, los geranios, la
jaula con el canario que nunca canta, todo lo que resultaba familiar a su
figura. Pero no vio la fina mano posada en la baranda, ni el dorado cabello
reflejando el sol de la tarde. Encendió el motor y arrancó calle arriba. Al
infierno si no quiso venir, se dijo.
Manejó durante quince minutos por las
calles abandonadas. Eran las calles del domingo. Estaba aburrida. La radio sólo
le ofrecía sermones religiosos. Se dirigió a las afueras de la ciudad.
II
Vio
el letrero (LUGO’S) y se detuvo. Estacionó su automóvil cerca de la entrada y
entró al establecimiento. En el patio interior danzaban lentamente unas
parejas. Se sentó a una de las mesitas y pidió una bebida. Era su rutina. De
casa de Neida al Country Club y de ahí al infierno. Afuera, los automóviles
pasaban rugiendo por la ancha carretera de cemento.
Sospechó que tendría visita. Unos hombres
la miraban moviendo los labios. Exactamente lo de siempre. Dos vientres
abultados pasaron rozándose ante su nariz, movidos por la ligera música del
gramófono, bajo el revuelo de hojas arrancadas por la incipiente brisa
veraniega. El árbol de mango se elevaba en medio de la plazoleta, una plazoleta
resquebrajada y llena de hojarasca. A la gente, a la estúpida gente le gusta la
naturaleza, meditó. Neida con sus geranios y su canario machorro. El amor a la
naturaleza, al orden, a la perfección…
–¿Bailamos, señorita?
Se sintió incómoda. Era como si le
acreditaran un acto heroico que no le pertenecía, como si efectivamente hubiera
habido una terrible equivocación al dirigirse a ella y condecorarla con las
palabras. Pero tenía que participar de la farsa.
–Gracias. Espero a alguien.
No dio importancia al gesto del hombre. Ya
no la alcanzaban. Estaba sola en el fondo de una soledad sin nombre, sin
esperanzas de salir alguna vez hacia un mundo cálido y deseado, el mundo de los
otros.
Desde una mesa, cuatro hombres la miraban
y sonreían. Pensó que la habían descubierto. Se levantó y fue hasta el salón de
las damas. El letrerito le despertó la amarga sensación de ilegitimidad que la
abrumaba siempre que debía enfrentarse a sí misma. Se empolvó la nariz
descuidadamente, ojeó su cuerpo seco y anguloso, se arregló distraída el severo
cuello de anchas solapas, abotonado casi hasta la asfixia, y salió nuevamente a
la plazoleta de baile. Sentía un ligero dolor de cabeza. Vas a tener problemas
a la noche, se dijo. Tendrás que tomar por centésima vez ese maldito sedante.
Un matrimonio joven y dos niños ocuparon
la mesa de al lado. Otra vez la imagen del matrimonio feliz, pensó. Los niños,
como si hubiesen estado esperando el instante en que sus padres apoyaran los
codos sobre la mesa, irrumpieron en el salón de baile, saltando, interrumpiendo
en ocasiones a los bailadores. No los quiso mirar. Los odiaba. Temía que se le
acercaran con sus latentes amenazas. Frente a ellos siempre estaría desarmada.
Cada niño encubría el embrión de un enemigo: mientras mantuvieran su inocencia,
no había por qué temer al peligro escondido en cada uno; pero sabía que con el
correr del tiempo el conocimiento de la desgracia ajena les daría suficientes
armas para la maldad. Había que esperar a que el germen creciera y se manifestara
para entonces atacarlo debidamente. Entretanto, no tendría razones suficientes
para demostrar su odio.
–¿Bailamos?
Hubiera golpeado aquella mano de dedos
tabacosos extendida ante sus ojos, pero en cambio alzó la cara y movió
negativamente la cabeza. Los niños la rozaron con su juego.
–Cuidado, pueden darse un golpe –dijo con
disimulada furia (tuvo que decirlo, tuvo que aceptar que dos chicos jugaban
frente a su mesa y que cuatro ojos paternales la observaban llenos de orgullo y
estudiando en ella una posible reacción).
Pegó los labios a su vaso y sorbió con
lentitud el gintonic. Adivinaba un sordo movimiento subterráneo, manos y
rodillas acariciadas debajo de las mesas; un rumorante mundo de palabras
íntimas y pasos bailados. Vio, sin proponérselo, al grupo de hombres que la
vigilaban desde una mesa. Había aprendido a esquivar con éxito esa clase de
mirada. Siempre que observaba a un hombre con detenimiento advertía su pronta
petulancia, su inmediata preparación para el combate. El primitivo cazador,
orgulloso y sobreposeído por sus dotes: el oscuro origen de la primacía y la
actual petulancia masculina, meditó. Tendrás que quedarte recluida en casa.
Tendrás que huir antes de que te encierren como a un animal extraño.
La camarera le trajo otro vaso de bebida.
La miró un momento.
–¿Qué le pasó a tu prima?
–Se fue. No quiere trabajar más aquí.
–¿Dónde trabaja ahora?
–No lo sé. Dijo que se iba a casar.
–¿Sí?
–Sí. Ella dijo eso.
–¿Y tú, cuándo te casas?
–¡Cristiana!
–Todas las mujeres ambicionan casarse. ¿No
te gustaría a ti?
–Claro. Pero los hombres son tan difíciles
de entender que a veces es preferible quedarse soltera.
–Sí, algunas mujeres preferimos quedarnos
solteras.
–¿Usted es soltera?
–Desde luego. Tengo mala suerte.
–No diga eso –dijo la chica–. La suerte la
hace una misma.
–Es verdad. Yo misma he hecho mi mala
suerte. Pero no me arrepiento. Y prefiero salir con amigas, no con hombres. Las
amigas somos más sinceras.
Sorbió el brebaje mirando de reojo el
cuerpo enjuto de la muchacha, los tirantes que le prestaban un aire
absurdamente infantil, el talle alto, ridículo. Sin embargo, estaba formada
exactamente igual que las demás.
–¿Y usted, espera a alguien?
La pregunta de la muchacha era inútil,
pero el ritual debía ser ejecutado en su más mínimo detalle.
–Vine a tomar el fresco. No hay mucho que
hacer los domingos por la tarde. ¿Por qué no te sientas un momentito?
–Ahora no puedo. Usted comprenderá, el
trabajo.
No, no era sólo el trabajo, pensó mientras
sonreía amablemente a la muchacha. Las curiosidades (ella era una curiosidad,
estaba segura de eso) interesan a las personas, pero no tanto como para
acercárseles peligrosamente. Sólo sirven para ser observadas desde lejos, desde
la seguridad de un balcón, o a través de un espeso cristal, o desde un enrejado
de zoológico.
La camarera le devolvió la sonrisa y se
fue a atender a otros clientes.
–Estoy segura de que Dios Nuestro Señor no
permitirá que nuestros hijos vayan a otra guerra –gritaba una mujer de mediana
edad en una mesa cercana.
–Las guerras son fenómenos que pertenecen
a los hombres –graznó el vejete que estaba a su lado–. Ellos saben cómo
sacarles buen partido.
–Tú te olvidas de Dios –chilló la rubia
mujerona, pegando los labios al vaso de cerveza–; tú te olvidas de Él, y todos
nos olvidamos y ahí está el resultado, las muertes, mi marido muerto en la
guerra.
–Eso estuvo bien –dijo el vejete–. Si no
hubiera sido por eso, no estaríamos juntos disfrutando esta hermosa tarde.
–¡No hables de mi difunto marido! –sollozó
la mujer, apresurándose a ingerir un largo sorbo–. Por lo menos respeta su
memoria, ya que no respetas a su pobre viuda.
–Dios lo tendrá en su regazo.
–Eso es lo único que me tranquiliza,
Liborio. Sírvete otro trago.
Si es verdad que Dios existe, pensó ella,
debe ser lo más sadista que conoce la humanidad.
Los niños, después de corretear un largo
rato por entre las mesas, regresaron jeremiqueando donde sus padres.
–Yo se los decía –gruñía la madre–. Encima
de eso debiera darles una paliza.
–¡Agustina, Agustina! –intervenía el
hombre.
La camarera la observaba desde el fondo
del salón. Ella le hizo una discreta señal con la mano. Es ridícula, pensó,
ridícula. La muchacha le sonrió y caminó hacia la barra. (La mujer de los
primeros siglos, sin espejos, sin almizcle, sin Revlon… ahora los afeites, los
tirantes, el rouge, la absurda estrategia.)
La camarera puso la cuenta sobre la mesa.
–¿A qué hora sales?
–A las doce, a la una, depende de los
clientes. ¿Por qué?
–Por nada. Pensé que podría venir a
charlar un rato. Podríamos dar un paseo; no te imaginas lo sola que me siento.
La muchacha limpió la mesa, cobró, luego
dijo:
–Lo siento de veras. Será otro día.
–¿Pero por qué? Yo tengo un carro, te
puedo llevar a tu casa. Tú y yo nos podríamos llevar muy bien.
–Venga otro día. Hoy viene a buscarme un
amigo.
Estaba mintiendo, pero se vio obligada a
sonreírle. Ridícula, pensó envuelta en una súbita llama de rabia, ningún hombre
se preocuparía por tu asqueroso cuerpo. Bebió un sorbo más. Las parejas
bailaban en alegre torbellino, bajo la fresca brisa del anochecer. Es hora de
que te largues, se dijo; no vale la pena gastar el tiempo entre esta basura.
III
Su
departamento estaba ubicado en un quinto piso, frente a la avenida central del
elegante suburbio capitalino.
Entró al amplio dormitorio y encendió la
luz. Se contempló en el espejo. Te estás poniendo vieja, murmuró; te estás
poniendo vieja sin haber logrado nada de la vida, sin haber sido ni siquiera un
poco sincera. La imagen de Neida apareció en su memoria: sonriente, juguetona,
un poco inocente ante sus palabras, burlándose de sus continuas lecturas, de
las reproducciones de pintura moderna, pero seria, intolerante cuando llegaban
los momentos íntimos, incapaz de ceder ante sus impulsos.
Levantó el auricular y marcó un número.
Contuvo el aliento mientras hablaba:
–… sí, soy yo… ¿está Neida?
Mientras escuchaba la respuesta, le
llegaba el ruido acolchado por la altura, de voces humanas y de bocinazos. A
esa hora la ciudad entera empezaba a hervir llena de vida. Neida tal vez
estaría perdida en ese tumulto. Tenía los ojos fijos en la primorosa
reproducción de un Modigliani: una mujer en tonos ocres y rojizos, con un largo
cuello estilizado. La copia fue comprada en Macy’s el invierno pasado, luego de
la visita al Museo de Arte Moderno, después de las largas charlas sobre Arte y
Personalidad Contemporáneos. Neida se había reído mucho de ese cuadro, y se había
dejado caer sobe el canapé descuidadamente mostrando una blanca rodilla. Esa
noche ella descubrió la furia con que Neida subrayaba sus negativas. Y el
cuadro quedó allí, testigo mudo e inútil de otra noche perdida.
–… sí… muchas gracias, cuando regrese le
dice que la llamé, gracias…
Colgó el auricular de un golpe. Miró hacia
la ventana, cerca de la cual colgaba un grabado de Rafael Tufino. Un grupo de
hombres desyerbando, trazados con vigorosas líneas. Esa puede ser la felicidad,
meditó; en esos brazos nudosos y en esos rostros contraídos por la miseria hay
un serio compromiso con la vida, una sinceridad de propósitos que tú, la
scholar, la humanista, nunca has tenido.
Escuchó el creciente rumor nocturno.
Domingo en la noche. Las parejas enamoradas bailaban bajo la luna, o hablaban
en su particular jerga en los automóviles estratégicamente estacionados. El
mundo, ese brillante mundo poblado de ruidos y luces fluorescentes se le
desplomaba encima. Los cinematógrafos estaban repletos de jóvenes parejas, de jadeos;
dedos ciegos como el instinto se sumergían en un mar de enaguas almidonadas. No
quería pensar en la honradez del campo –representada en cierto sentido, en
parte, por el grabado junto a la ventana– en la honradez amatoria del campo, en
las orillas de los ríos, en el cálido abandono de los bosques, en los anónimos
jergones primitivos donde el amor es más puro y menos dialéctico. El mundo
seguía su curso, el curso normal, trazado por algún asesino. El rumor subía por
la ventana: voces de hombres, de mujeres, risas, risas que golpeaban el centro
mismo de su existencia.
Se asomó a la ventana. Vislumbró las
siluetas en trajes de noche, los abrigos, la alegría, los descotes, el
constante bullicioso fluir humano por la puerta del Casino. Casi podía adivinar
la blancura de los dientes, la suavidad innominable de los cuellos femeninos,
el concienzudo acicalamiento general, las espantosas manos de los hombres.
Sacó la cabeza ventana afuera. La brisa
caliente, bochornosa, que pesaba sobre el ruidoso tráfago de la ciudad, le
produjo vértigo. Escupió hacia la noche, hacia la humanidad, hacia aquella
multitud de seres altivos y bárbaramente normales que la asediaban con el
alarde de la felicidad. Escupió una, dos, tres veces, hasta que sintió que el
llanto, un llanto duro que se negaba a humedecer su rostro, se cuajaba bajo sus
párpados.
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