Ray Bradbury
El primer impacto rajó
la nave como si fuera un gigantesco abrelatas. Los hombres fueron arrojados al
espacio, retorciéndose como una docena de peces fulgurantes. Se diseminaron en
un mar oscuro mientras la nave, convertida en un millón de fragmentos,
proseguía su ruta semejando un enjambre de meteoritos en busca de un sol
perdido.
–Barkley,
Barkley, ¿dónde estás?
Voces
aterrorizadas, niños perdidos en una noche fría.
–¡Woode, Woode!
–¡Capitán!
–Hollis, Hollis, aquí Stone.
–Stone,
soy Hollis. ¿Dónde estás?
–¿Cómo
voy a saberlo? Arriba, abajo… Estoy cayendo. ¡Dios mío, estoy cayendo!
Caían.
Caían, en la madurez de sus vidas, como guijarros diminutos y plateados. Se
diseminaban como piedras lanzadas por una catapulta monstruosa. Y ahora en vez
de hombres eran sólo voces.
Voces
de todos los tipos, incorpóreas y desapasionadas, con distintos tonos de terror
y resignación.
–Nos
alejamos unos de otros.
Era
cierto. Hollis, rodando sobre sí mismo, sabía que lo era y, de alguna forma, lo
aceptó. Se alejaban para recorrer distintos caminos y nada podría reunirles de
nuevo. Vestían sus trajes espaciales, herméticamente cerrados, sus pálidos
rostros ocultos tras las placas faciales. No habían tenido tiempo de acoplarse
las unidades energéticas. Con ellas, habrían sido pequeños botes salvavidas
flotando en el espacio. Se habrían salvado, habrían salvado a otros, habrían
encontrado a todos hasta unirse para formar una isla de hombres y pensar en
alguna salida. Pero ahora, sin las unidades energéticas acopladas a sus
hombros, eran meteoritos alocados encaminándose hacia destinos diversos e
inevitables.
Pasaron
diez minutos. El terror inicial se apagó, dando paso a una calma metálica. Sus
voces extrañas empezaron a entrelazarse en el espacio, un telar inmenso y
oscuro, cruzándose y volviéndose a cruzar hasta formar el tejido final.
–Stone
a Hollis. ¿Cuánto tiempo podremos hablar por radio?
–Depende
de tu velocidad y la mía.
–Una
hora, supongo.
–Algo
así –dijo Hollis, pensativo y tranquilo.
–¿Qué
sucedió? –preguntó Hollis al cabo de un minuto.
–El
cohete estalló, eso es todo. Los cohetes estallan, ¿sabes?
–¿Hacia
dónde caes?
–Creo
que me estrellaré en el Sol.
–Yo
en la Tierra. De vuelta a la madre Tierra a quince mil kilómetros por hora,
arderé como una cerilla.
Hollis
pensó en ello con una sorprendente serenidad. Le parecía estar separado de su
cuerpo, viéndolo caer y caer en el espacio, con la misma tranquilidad con la
que había visto caer los primeros copos de nieve de un invierno muy lejano.
Los
otros guardaban silencio. Pensaban en el destino que les había llevado a esto,
a caer y caer sin poder hacer nada para evitarlo. Hasta el capitán callaba,
porque no había orden o plan que pudiera arreglarlo todo.
–¡Oh,
esto es interminable! ¡Interminable, interminable! –exclamó una voz. ¡No quiero
morir, no quiero morir! ¡Esto es interminable!
–¿Quién
habla?
–No
lo sé.
–Creo
que es Stimson. Stimson, ¿eres tú?
–Esto
es interminable y no me gusta. ¡Dios mío, no me gusta nada!
–Stimson, aquí Hollis. Stimson, ¿me
oyes?
Una
pausa. Seguían separándose unos de otros.
–¿Stimson?
–Sí
–replicó por fin.
–Stimson,
tranquilízate. Todos tenemos el mismo problema.
–No
quiero estar aquí. Me gustaría estar en cualquier otro sitio.
–Hay
una posibilidad de que nos encuentren.
–Si,
sí, seguro –dijo Stimson–. No creo en esto, no creo que esté sucediendo
realmente.
–Es
una pesadilla –dijo alguien.
–¡Cállate!
–ordenó Hollis.
–Ven
y hazme callar –contestó la voz. Era Applegate. Se reía con toda tranquilidad,
sin histeria–. Ven y hazme callar.
Por
primera vez, Hollis sintió su impotencia. La cólera se adueñó de él porque en
aquel momento deseaba, más que ninguna otra cosa, herir a Applegate. Había
esperado muchos años para poder hacerlo…, y ahora era demasiado tarde.
Applegate era únicamente una voz radiofónica.
¡Y
seguían cayendo y cayendo!
Dos
de los hombres se pusieron a gritar, de repente, como si acabaran de descubrir
el horror de su situación. Hollis vio a uno de ellos, en una pesadilla,
flotando muy cerca de él, chillando y chillando.
–¡Basta!
El
hombre estaba casi al alcance de su mano. Gritaba enloquecido. Nunca se
callaría. Seguiría chillando durante un millón de kilómetros, mientras se
encontrara en el campo de acción de la radio. Fastidiaría a todos los demás e
impediría que hablaran entre sí.
Hollis
alargó la mano. Era mejor así. Hizo un último esfuerzo y tocó al hombre. Se
agarró a su tobillo y fue desplazando la mano hasta llegar a la cabeza. El
hombre chilló y se retorció como si estuviera ahogándose. Sus gritos llenaron
el universo.
“Da
lo mismo –pensó Hollis–. El Sol, la Tierra o los meteoros lo matarán igualmente.
¿Por qué no ahora?”
Hollis
aplastó la placa facial del hombre con su puño metálico. Los gritos cesaron. Se
apartó del cadáver y lo dejó alejarse siguiendo su propio curso, cayendo y
cayendo.
Hollis
y los demás seguían cayendo sin cesar en el espacio, en el interminable
remolino de un terror silencioso.
–Hollis,
¿sigues ahí?
Hollis
no contestó. Una oleada de calor inundó su rostro.
–Aquí
Applegate otra vez.
–¿Qué
hay, Applegate?
–Hablemos.
No podemos hacer otra cosa.
El
capitán intervino.
–Ya
es suficiente. Tenemos que encontrar una solución.
–Capitán,
¿por qué no se calla?
–¿Qué?
–Ya
me ha oído, capitán. No pretenda imponerme su rango, porque nos separan quince
mil kilómetros y no tenemos que engañarnos. Tal como dijo Stimson, la caída es interminable.
–¡Compórtese,
Applegate!
–No
quiero. Esto es un motín de uno solo. No tengo una maldita cosa que perder. Su
nave era mala, usted un mal capitán, y espero que se ase cuando llegue al Sol.
–¡Le
ordeno que se calle!
–Adelante,
vuelva a ordenarlo. –Applegate sonrió a quince mil kilómetros de distancia. El
capitán no dijo nada más–. ¿Dónde estábamos, Hollis? Ah, sí, ya recuerdo.
También te odio a ti. Pero tú ya lo sabes. Hace mucho tiempo que lo sabes.
Hollis,
desesperado, cerró los puños.
–Quiero
confesarte algo –prosiguió Applegate–. Algo que te hará feliz. Fui uno de los
que votaron contra ti en la Rocket Company, hace cinco años.
Un
meteorito surcó el espacio. Hollis miró hacia abajo y vio que no tenía mano
izquierda. La sangre brotaba a chorros. De repente, advirtió la falta de aire
en su traje. El oxígeno que conservaba en los pulmones le permitió, sin
embargo, hacer un nudo a la altura de su codo izquierdo, apretando la juntura y
cerrando el escape. La rapidez del suceso no le dio tiempo a sorprenderse.
Ninguna cosa podía sorprenderle en aquel momento. Ya cerrado el boquete, el
aire volvió a llenar el traje en un instante. Y la sangre, que había brotado
con tanta facilidad, quedó comprimida cuando Hollis apretó aún más el nudo,
hasta convertirlo en un torniquete.
Todo
esto había sucedido en medio de un terrible silencio por parte de Hollis. Los
otros hombres conversaban. Uno de ellos, Lespere, hablaba sin cesar de su mujer
de Marte, de su mujer venusiana, de su mujer de Júpiter, de su dinero, sus
buenos tiempos, sus borracheras, su afición al juego, su felicidad… Hablaba y
hablaba, mientras todos caían. Lespere, feliz, recordaba el pasado mientras se
precipitaba a la muerte.
¡Todo
era tan raro! Espacio, miles de kilómetros de espacio, y voces vibrando en su
centro. Ningún hombre al alcance de la vista, sólo las ondas de radio se
agitaban tratando de emocionar a otros hombres.
–¿Estás
enfadado, Hollis?
–No.
Y
no lo estaba. Había recuperado la serenidad. Era una masa insensible, cayendo
para siempre hacia ninguna parte.
–Durante
toda tu vida quisiste llegar a la cumbre, Hollis. Y yo lo impedí. Siempre
quisiste saber lo que había ocurrido. Bien, voté contra ti antes de que me
despidieran a mí también.
–No
tiene importancia.
Y
no la tenía. Todo había terminado. Cuando la vida llega a su fin es como un
intenso resplandor. Un instante en el que todos los prejuicios y pasiones se
condensan e iluminan en el espacio, antes de que se pueda decir una sola
palabra. Hubo un día feliz y otro desdichado, hubo un rostro perverso y otro
bondadoso… El resplandor se apaga y se hace la oscuridad.
Hollis
pensó en su pasado. Al borde de la muerte, una sola cosa le atormentaba y por
ella, únicamente por ella, deseaba seguir viviendo. ¿Sentirían lo mismo sus
compañeros de agonía? ¿Tendrían aquella sensación de no haber vivido nunca?
¿Pensarían, como él, que la vida surge y muere antes de poder respirar una vez?
¿Les parecería a todos tan abrupta e imposible, o sólo a él, aquí, ahora, con
escasas horas para meditar?
Uno
de los otros hombros estaba hablando.
–Bueno,
yo viví bien. Tuve una esposa en Marte, otra en Venus y otra en Júpiter. Todas
tenían dinero y se portaron muy bien conmigo. Fue maravilloso. Me emborrachaba,
y hasta una vez gané veinte mil dólares en el juego.
“Pero
ahora estás aquí –pensó Hollis–. Yo no tuve nada de eso. Tenía celos de ti,
Lespere. En pleno trabajo envidiaba tus mujeres y tus juergas. Las mujeres me
asustaban y huía al espacio, siempre deseándolas, siempre celoso de ti por
tenerlas, por tu dinero, por toda la felicidad que podías conseguir con aquella
vida alocada. Pero ahora se acabó todo, caemos. Ya no tengo celos de ti. Es mi
final y el tuyo y todo parece no haber sucedido nunca.”
Hollis
levantó el rostro y gritó por la radio:
–¡Todo
ha terminado, Lespere!
Silencio.
–¡Como
si nunca hubiese ocurrido, Lespere!
–¿Quién
habla? –preguntó Lespere temblorosamente.
–Soy
Hollis.
Se
sintió miserable. Era la mezquindad, la absurda mezquindad de la muerte.
Applegate le había herido y él, Hollis, quería herir a otro. Applegate y el
espacio le habían herido.
–Ahora
estás aquí, Lespere. Todo ha terminado, como si nunca hubiera sucedido, ¿no es
cierto?
–No.
–Cuando
llega el final, todo parece no haber ocurrido nunca. ¿Es mejor tu vida que la
mía, ahora? Antes, sí, ¿y ahora? El presente es lo que cuenta. ¿Es mejor? ¿Lo
es?
–¡Sí,
es mejor!
–¿Por
qué?
–Porque
conservo mis pensamientos, ¡porque recuerdo! –gritó Lespere, muy lejos,
indignado, apretando los recuerdos a su pecho con ambas manos.
Y
estaba en lo cierto. Hollis lo comprendió mientras una sensación fría como el
hielo fluía por todo su cuerpo. Existían diferencias entre los recuerdos y los
sueños. A él sólo le quedaban los sueños de las cosas que había deseado hacer,
pero Lespere recordaba cosas hechas, consumadas. Este pensamiento empezó a
desgarrar a Hollis con una precisión lenta, temblorosa.
–¿Y
para qué te sirve eso? –gritó a Lespere–. ¿De qué te sirve ahora? Lo que llega
a su fin ya no sirve para nada. No estás mejor que yo.
–Estoy
tranquilo –contestó Lespere–. Tuve mi oportunidad. Y ahora no me vuelvo
perverso, como tú.
–¿Perverso?
Hollis
meditó. Nunca, en toda su vida, había sido perverso. Nunca se había atrevido a
serlo. Durante muchos años debió de haber estado guardando su perversidad para
una ocasión como la actual. “Perverso”. La palabra martilleó en su mente. Se le
saltaron las lágrimas y resbalaron por su cara.
–Cálmate,
Hollis.
Alguien
había escuchado su voz sofocada.
Era
completamente ridículo. Tan sólo un momento antes, había estado aconsejando a
otros, a Stimson… Había sentido coraje y creído que era auténtico. Pero, ahora
lo comprendía, no se trataba más que de conmoción, y de la “serenidad”, que
puede acompañarla. Y ahora trataba de condensar toda una vida de emociones
reprimidas en un intervalo de minutos.
–Sé
lo que sientes, Hollis –dijo Lespere, ya a treinta mil kilómetros de distancia,
con una voz cada vez más apagada–. No me has ofendido.
“Pero,
¿no somos iguales? –se preguntó un aturdido Hollis–. ¿Lespere y yo? ¿Aquí,
ahora? Si algo ha terminado, ya está hecho. ¿Qué tiene de bueno, entonces? Los
dos moriremos, de una forma o de otra.”
Pero
Hollis sabía que todo aquello era puro raciocinio. Era como intentar explicar
la diferencia entre un hombre vivo y un cadáver: uno poseía una chispa, un
aura, un elemento misterioso, y el otro no.
Y
lo mismo ocurría con Lespere y él. Lespere había vivido enteramente, y ello le
convertía ahora en un hombre diferente. Y él, Hollis, había estado muerto
durante muchos años. Se acercaban a la muerte siguiendo distintos caminos y,
con toda probabilidad, si existieran varios tipos de muertes, el de Lespere y
el suyo serían tan diferentes como la noche y el día. La cualidad de la muerte,
como la de la vida, debe ser de una variedad infinita. Y si uno ya ha muerto
una vez, ¿por qué preocuparse de morir para siempre, tal como estaba muriendo
él ahora?
Un
momento después descubrió que su pie derecho había desaparecido. Estuvo a punto
de reír. El aire por segunda vez había escapado de su traje. Se inclinó
rápidamente y vio salir la sangre. El meteorito había cortado la carne y el
traje hasta el tobillo. Oh, la muerte en el espacio era humorística: te
despedaza poco a poco, cual tétrico e invisible carnicero. Hollis apretó la
válvula de la rodilla. Sentía dolor y mareo. Luchó por no perder la conciencia,
apretó más la válvula y contuvo la sangre, conservando el aire que le quedaba.
Se enderezó y prosiguió su caída. No podía hacer más.
–¿Hollis?
Hollis
respondió cansinamente, harto de aguardar la muerte.
–Aquí
Applegate de nuevo –dijo la voz.
–Sí.
–He
estado pensando, y escuchándote. Esto no va bien. Nos convierte en perversos.
Es una forma de morir muy mala, nos saca toda la maldad que llevamos dentro.
Hollis, ¿me escuchas?
–Sí
–Te
mentí. Hace un momento. Te mentí. No voté contra ti. No sé por qué lo dije.
Creo que deseaba hacerte daño. Parecías el más indicado. Siempre nos hemos
peleado, Hollis. Creo que me estoy haciendo viejo de repente, arrepintiéndome.
Cuando oí que tú eras un perverso me avergoncé. Es igual, quiero que sepas que
yo también fui un idiota. No hay ni pizca de verdad en todo lo que dije. Y vete
al infierno.
Hollis
sintió que su corazón volvía a latir. Había estado parado durante cinco
minutos. Ahora, todos sus miembros recuperaron el calor. La conmoción había
terminado, y los sucesivos ataques de cólera, terror y soledad iban
disipándose. Era un hombre recién salido de una ducha fría matutina, listo para
desayunar y enfrentarse a un nuevo día.
–Gracias,
Applegate.
–No
hay de qué. Y anímate, bobo.
–¿Dónde
está Stimson? ¿Cómo se encuentra?
–¿Stimson?
Todos
escuchaban atentamente:
–Debe
de haber muerto.
–No
lo creo. ¡Stimson!
Volvieron
a escuchar.
Y
oyeron una respiración dificultosa, lejana, lenta…
–Es
él. Escuchad.
–¡Stimson!
Nadie
respondió.
Sólo
podían oír una respiración lenta y bronca.
–No
contestará.
–Ha
perdido el conocimiento. Dios lo ayude.
–Es
él, escuchen.
Una
respiración apenas audible, el silencio.
–Está
encerrado como una almeja. Encerrado en sí mismo, haciendo una perla.
Considérenlo así, todo tiene su poesía. Él es más feliz que nosotros.
Stimson
flotaba en la lejanía. Todas lo escucharon.
–¡Eh!
–dijo Stone.
–¿Qué?
Hollis
había contestado con toda su fuerza. Stone, más que ningún otro, era un buen
amigo.
–Estoy
entre un enjambre de meteoritos, pequeños asteroides.
–¿Meteoritos?
–Creo
que es el grupo de Mirmidón, que se desplaza entre Marte y la Tierra y tarda
cien años en recorrer su órbita. Me encuentro justo en el medio. Es como un caleidoscopio
gigante. Hay colores, formas y tamaños de todos los tipos. ¡Dios mío, qué
hermoso es todo esto!
Silencio.
–Me
voy con ellos –prosiguió Stone–. Me llevan con ellos. Estoy condenado. –Y se rio
de buena gana.
Hollis
trató de ver algo, pero sin conseguirlo. Allí sólo había las grandes joyas del
espacio, los diamantes, los zafiros, las nieblas de esmeraldas y las tintas de
terciopelo del espacio, y la voz de Dios confundiéndose entre los resplandores
cristalinos. Era algo increíble y maravilloso pensar en Stone acompañando al
enjambre de meteoritos. Iría más allá de Marte y volvería a la Tierra cada
cinco años. Entraría y saldría de las órbitas de los planetas durante las
siguientes miles y miles de años. Stone y el enjambre de Mirmidón, eternos e
infinitos, girarían y se modelarían como los colores del caleidoscopio de un
niño cuando éste levanta el tubo hacia el sol y lo va girando.
–Adiós,
Hollis. –La voz de Stone, ya muy debilitada–. Adiós.
–Buena
suerte –gritó Hollis, a cincuenta mil kilómetros de distancia.
–No
te hagas el gracioso –dijo Stone.
Silencio.
Las estrellas se unían más y más entre ellas.
Todas
las voces iban apagándose. Todas y cada una seguían su propia ruta; unas hacia
el Sol, otras hacia el espacio remoto. Como el mismo Hollis. Miró hacia abajo.
Él, y sólo él, volvía solitario a la Tierra.
–Adiós.
–Tómatelo
con calma.
–Adiós,
Hollis –dijo Applegate.
Adioses
innumerables, despedidas breves. El gran cerebro, extraviado, se desintegraba.
Los componentes de aquel cerebro, que habían trabajado con eficiencia y
perfección dentro de la caja craneal de la nave espacial, cuando ésta aún surcaba
el espacio, morían uno a uno. Todo el significado de sus vidas saltaba hecho
añicos. Igual que el cuerpo muere cuando el cerebro deja de funcionar, el
espíritu de la nave, todo el tiempo que habían pasado juntos, lo que los unos
significaban para los otros, todo eso moría. Applegate ya no era más que un
dedo arrancado del cuerpo paterno, ya nunca más sería motivo de desprecio o
intrigas. El cerebro había estallado y sus fragmentos inútiles, faltos de
misión que cumplir, se desperdigaban. Las voces desaparecieron y el espacio
quedó en silencio. Hollis estaba solo, cayendo.
Todos
estaban solos. Sus voces se habían desvanecido como los ecos de palabras
divinas vibrando en el cielo estrellado. El capitán marchaba hacia el Sol.
Stone se alejaba entre la nube de meteoritos, y Stimson, encerrado en sí mismo.
Applegate iba hacia Plutón. Smith, Turner, Underwood… Los restos del caleidoscopio,
las piezas de lo que otrora fue algo coherente, se esparcían por el espacio.
“¿Y
yo? –pensó Hollis–. ¿Qué puedo hacer?. ¿Puedo hacer algo para compensar una
vida terrible y vacía? Si pudiera hacer algo para reparar la mezquindad de
todos estos años, el absurdo del que ni siquiera me daba cuenta… Pero no hay
nadie aquí. Estoy solo. ¿Cómo hacer algo que valga la pena cuando se está solo?
Es imposible. Mañana por la noche me estrellaré contra la atmósfera de la
Tierra. Arderé, y mis cenizas se esparcirán por todos los continentes. Seré
útil. Sólo un poco, pero las cenizas son cenizas y se mezclarán con la tierra.”
Caía
rápidamente, como una bala, como un guijarro, como una pesa metálica. Sereno,
ni triste ni feliz… Lo único que deseaba, cuando todos los demás se habían ido,
era hacer algo válido, algo que sólo él sabría.
“Cuando
entre en la atmósfera, arderé como un meteoro.”
–Me
pregunto si alguien me verá –dijo en voz alta.
Desde
un camino, un niño alzó la vista hacia el cielo.
–¡Mira,
mamá! ¡Mira! –gritó–. ¡Una estrella fugaz!
La
estrella blanca, resplandeciente, caía en el polvoriento cielo de Illinois.
–Pide
un deseo –dijo la madre del niño–. Pide un deseo.
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