Vicente Blasco Ibáñez
Casi todos los que ocupaban
aquel vagón de tercera conocían a Marieta, una buena moza vestida de luto, que,
con un niño de pechos en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las
miradas y la conversación de sus vecinas.
Las
viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de
las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas,
con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina,
lanzábanle ojeadas de ardoroso deseo.
En
todos los extremos del vagón hablábase de ella relatando su historia.
Era
la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su
marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda sentía miedo a Teulaí,
el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror
del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había
abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de
los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían
mal.
Marieta
parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla
qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.
Los
que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes
patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces
por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello
soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad;
alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve
bajo el negro vestido.
Sí,
era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.
En
vano se había opuesto al matrimonio la familia de Pepet. Casarse con una pobre,
siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la novia
era hija de una bruja, y por tanto, heredera de todas sus malas artes.
Pero
él firme que firme. La madre de Pepet murió del disgusto; según decían las vecinas,
prefirió irse del mundo antes que ver en su casa a la hija de la Bruixa; y Teulaí,
con ser un perdido que no respetaba gran cosa el honor de la familia, casi riñó
con su hermano. No podía resignarse a tener por cuñada una buena moza que, según
afirmaban en la taberna testigos presenciales (y allí la reunión era de lo más respetable),
preparaba malas bebidas, ayudaba a sacar a su madre las mantecas a los niños vagabundos
para confeccionar misteriosos ungüentos, y la untaba los sábados a media noche,
antes de salir volando por la chimenea.
Pepet,
que se reía de todo, acabó casándose con Marieta, y con esto fueron de la hija de
la bruja sus viñas, sus algarrobos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que
su madre guardaba en los arcones del estudio.
Estaba
loco. Aquel par de lobas le habían dado alguna mala bebida, tal vez polvos seguidores,
que, según afirmaban las vecinas más experimentadas, ligan para siempre con una
fuerza infernal.
La
bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo
sin que los muchachos la persiguieran a pedradas, se quedó sola en su casucha de
las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la
cruz. Pepet sacó a Marieta de aquel antro, satisfecho de tener como suya la mujer
más hermosa del distrito.
¡Qué
manera de vivir! Las buenas mujeres lo recordaban con escándalo. Bien se veía que
el tal casamiento era por arte del Malo. Apenas si Pepet salía de su casa: olvidaba
los campos, dejaba en libertad a los jornaleros, no quería apartarse ni un momento
de su mujer; y las gentes, a través de la puerta entornada o por las ventanas siempre
abiertas, sorprendían los abrazos; los veían persiguiéndose entre risotadas y caricias,
en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura a todo el mundo. Aquello
no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose, con la sed de
la pasión nunca extinguida. ¡Ah, la grandísima perdida! Ella y la madre le abrasaban
las entrañas con sus bebidas.
Bien
se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño, como un cirio que
se derretía.
El
médico del pueblo, único que se burlaba de brujas, bebedizos y de la credulidad
de la gente, hablaba de separarles como único remedio. Pero los dos siguieron unidos;
él cada vez más decaído y miserable; ella engordando, rozagante y soberbia, insultando
a la murmuración con sus aires de soberana. Tuvieron un hijo, y dos meses después
murió Pepet lentamente, como luz que se extingue, llamando a su mujer hasta el último
momento, extendiendo hacia ella sus manos ansiosas.
¡La
que se armó en el pueblo! Ya estaba allí el efecto de las malas bebidas. La vieja
se encerró en su casucha temiendo a la gente; la hija no salió a la calle en algunas
semanas y los vecinos oían sus lamentos. Por fin, algunas tardes, desafiando las
miradas hostiles, fue con su niño al cementerio.
Al
principio le tenía cierto miedo a Teulaí, el terrible cuñado, para el cual matar
era ocupación de hombres, y que, indignado por la muerte del hermano, hablaba en
la taberna de hacer pedazos a la mujer y a la bruja de la suegra. Pero hacía un
mes que había desaparecido. Estaría con los roders en la montaña, o los negocios
le habrían llevado al otro extremo de la provincia. Marieta se atrevió, por fin,
a salir del pueblo; a ir a Valencia para sus compras… ¡Ah, la señora! ¡Qué importancia
se daba con el dinero de su pobre marido! Tal vez buscaba que los señoritos le dijesen
algo, viéndola tan guapetona…
Y
zumbaba en todo el vagón el cuchicheo hostil; las miradas afluían a ella, pero Marieta
abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio, y
volvía a mirar los campos de algarrobos, los empolvados olivares, las blancas casas,
que huían trazando un círculo en torno del tren en marcha, mientras el horizonte
inflamábase al contacto del sol, que se hundía entre espesos vellones de oro.
Detúvose
el tren en una pequeña estación, y las mujeres que más habían hablado de Marieta
se apresuraron a bajar, echando por delante sus cestas y capazos.
Unas
se quedaban en aquel pueblo y se despedían de las otras, de las vecinas de Marieta,
que aún tenían que andar una hora para llegar a sus casas.
La
hermosa viuda, con el niño en brazos y apoyando en la fuerte cadera la cesta de
las compras, salió de la estación con paso lento. Quería que la adelantasen en el
camino aquellas comadres hostiles; que la dejasen marchar sola, sin tener que sufrir
el tormento de sus murmuraciones.
En
las calles del pueblo, estrechas, tortuosas y de avanzados aleros, había poca luz.
Las últimas casas extendíanse en dos filas a lo largo de la carretera. Más allá
veíanse los campos, que azuleaban con la llegada del crepúsculo, y a lo lejos, sobre
la ancha y polvorienta faja del camino, marcábanse como un rosario de hormigas las
mujeres que, con los fardos en la cabeza, marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya
torre asomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con el último
reflejo de sol.
Marieta,
brava moza, sintió repentinamente cierta inquietud al verse sola en el camino. Este
era muy largo, y cerraría la noche antes que llegase a su casa.
Sobre
una puerta balanceábase el ramo de olivo, empolvado y seco, indicador de una taberna.
Bajo de él, y de espaldas al pueblo, estaba un hombre pequeño, apoyado en el quicio
y con las manos en la faja.
Marieta
se fijó en él… Si al volver la cabeza resultase que era su cuñado, ¡Dios mío, qué
susto! Pero segura de que estaba muy lejos, siguió adelante, saboreando la cruel
idea del encuentro, por lo mismo que lo creía imposible, temblando al pensar que
fuese Teulaí el que estaba a la puerta de la taberna.
Pasó
junto a él sin levantar los ojos.
–Buenas
tardes, Marieta.
Era
él… Y la viuda, ante la realidad, no experimentó la emoción de momentos antes. No
podía dudar. Era Teulaí, el bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aquellos
ojos más molestos y crueles que sus palabras.
Contestó
con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las piernas
le flaqueaban y hasta hizo un esfuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.
Teulaí
sonreía socarronamente. No había por qué asustarse. ¿No eran parientes? Se alegraba
del encuentro; la acompañaría al pueblo, y por el camino hablarían de algunos asuntos.
–Avant,
avant –decía el hombrecillo.
Y
la mocetona siguió tras él, sumisa como una oveja, formando rudo contraste aquella
mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, que parecía arrastrada por Teulaí,
enteco, miserable y ruin, en el cual únicamente delataban el carácter los alfilerazos
de extraña luz que despedían sus ojos. Marieta sabía de lo que era capaz. Hombres
fuertes y valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.
En
la última casa del pueblo una vieja barría canturreando su portal.
–¡Bòna
dòna, bòna dòna! –gritó Teulaí.
La
buena mujer acudió, tirando la escoba. Era demasiado célebre el cuñado de Marieta
en muchas leguas a la redonda para no ser obedecido inmediatamente.
Cogió
al niño de brazos de su cuñada, y sin mirarlo, como si quisiera evitar un enternecimiento
indigno de él, lo pasó a los brazos de la vieja, encargándole su cuidado… Era asunto
de media hora: volverían pronto por él, en cuanto terminasen cierto encargo.
Marieta
rompió en sollozos y se abalanzó al niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella.
–Avant,
avant.
Se
hacía tarde.
Subyugada
por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso a cuantos le rodeaban, siguió
adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba
a meterse en casa.
Apenas
si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban
al pueblo. Los pardos vapores del anochecer extendíanse a ras de los campos, la
arboleda tomaba un tono de oscuro azul, y arriba, en el cielo, de color violeta,
palpitaban las primeras estrellas.
Continuaron
en silencio algunos minutos, hasta que Marieta se detuvo con una decisión inspirada
por el miedo… Lo que tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí que en otra parte.
Y la temblaban las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos por no ver
a su cuñado.
A
lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban a través de
los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo.
Marieta
miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y su cuñado.
Este,
siempre con su sonrisa infernal, hablaba con lentitud… Lo que tenía que decirle
era que rezase; y si sentía miedo, podía echarse el delantal por la cara. A un hombre
como él no le mataban un hermano impunemente.
Marieta
se hizo atrás, con la expresión aterrada del que despierta en pleno peligro. Su
imaginación, ofuscada por el miedo, había concebido antes de llegar allí las mayores
brutalidades; palizas horrorosas, el cuerpo magullado, la cabellera arrancada, pero…
¡rezar y taparse la cara! ¡Morir! ¡Y tal enormidad dicha tan fríamente!…
Con
palabra atropellada, temblando y suplicante, intentó enternecer a Teulaí. Todo eran
mentiras de la gente. Había querido con el alma a su pobre hermano, le quería aún;
si había muerto fue por no creerle a ella, a ella que no había tenido valor para
ser esquiva y fría con un hombre tan enamorado.
Pero
el valentón la escuchaba acentuando cada vez más su sonrisa, que era ya una mueca.
–¡Calla,
filla de la Bruixa!
Ella
y su madre habían muerto al pobre Pepet. Todo el mundo lo sabía; le habían consumido
con malas bebidas… Y si él la escuchaba ahora sería capaz de embrujarlo también.
Pero no; él no caería como el tonto de su hermano.
Y
para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre, cogió con sus
manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verla más de cerca, contemplando
sin emoción las pálidas mejillas, los ojos negros y ardientes que brillaban tras
las lágrimas.
–¡Bruixa…
envenenaora!
Pequeñín
y miserable en apariencia, abatió de un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas
aquella soberbia máquina de dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja.
Marieta
estaba anonadada. Nadie en el camino. A lo lejos los mismos gritos, el mismo chirriar
de ruedas: cantaban las ranas en una charca inmediata; en los ribazos alborotaban
los grillos, y un perro aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pueblo.
Los campos hundíanse en los vapores de la noche.
Al
verse sola, al convencerse de que iba a morir, desapareció toda su arrogancia de
buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió
en sollozos.
–¡Mátam,
mátam! –gimió echándose a la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su
cabeza.
Teulaí
se acercó a ella impasible, con una pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada
gimiendo a través de la negra tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase
pronto, que no la hiciera sufrir intercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones
que recitaba atropelladamente. Y como hombre experimentado, buscó con la boca de
la pistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones a la vez.
Entre
el humo y los fogonazos viose a Marieta erguirse como impulsada por un resorte y
desplomarse con un pataleo de agonía que desordenó sus ropas.
En
la masa negra e inerte quedaron al descubierto las blancas medias de seductora redondez,
estremeciéndose con el último estertor.
Teulaí,
tranquilo como hombre que a nadie teme y cuenta en último término con un refugio
en la montaña, volvió al inmediato pueblo en busca de su sobrino, satisfecho de
su hazaña.
Al
tomar al pequeñuelo de manos de la aterrada vieja, casi lloró.
–¡Pobret!
¡pobret meu! –dijo besándole.
Y
su conciencia de tío inundábase de satisfacción, seguro de haber hecho por el pequeño
una gran cosa.
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