Juan Bosch
La vieja Remigia sujeta
el aparejo, alza la pequeña cara y dice:
–Dele
ese rial fuerte a las ánimas pa que llueva, Felipa.
Felipa
fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre
el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha. Es
de una limpieza desesperante.
–Y
no se ve nadita de nubes –comenta.
Baja
entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan a la distancia. Allá, al pie
de la loma, un bohío. La gente que vive en él, y en los otros, y en los más remotos,
estará pensando como ella y como la vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta
bien larga de meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el resplandor
de los candelazos chamusca las escasas hojas de los maizales; algunas chispas vuelan
como pájaros, dejando estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo
para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y nada. Nada.
–Nos
vamos a acabar, Remigia –dice.
La
vieja comenta:
–Pa
lo que nos falta.
La
sequía había empezado matando la primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le
sacó todo el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a poco los cauces
le fueron quedando anchos al agua, las piedras surgieron cubiertas de lama y los
pececillos emigraron corriente abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse,
otros por tornarse lagunas, otros lodazales.
Sedientos
y desesperados, muchos hombres abandonaron los conucos, aparejaron caballos y se
fueron con las familias en busca de lugares menos áridos.
La
vieja Remigia se resistía a salir. Algún día caería el agua; alguna tarde se cargaría
el cielo de nubes; alguna noche rompería el canto del aguacero sobre el ardido techo
de yaguas. Algún día…
***
Desde
que se quedó con el nieto, después que se llevaron al hijo en una parihuela, la
vieja Remigia se hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus centavos
en una higera con ceniza. Los centavos eran de cobre. Trabajaba en el conuquito,
detrás de la casa, sembrando maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los pollos
y los cerdos; los frijoles servían para la comida. Cada dos o tres meses reunía
los pollos más gordos y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo mataba;
ella misma detallaba la carne y de las capas extraía la grasa; con ésta y con los
chicharrones se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le encarbaba a un vecino
que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en el potro bayo y lo seguía a pie. En
la noche estaba de vuelta.
Iba
tejiendo su vida así, con el nieto colgado en el corazón.
–Pa
ti trabajo, muchacho –le decía–. No quiero que pases calores, ni que te vayas a
malograr, como tu taita.
El
niño la miraba. Nunca se le oía hablar, y aunque apenas alzaba una vara del suelo,
madrugaba con su machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda, limpiando
el conuco.
La
vieja Remigia tenía sus esperanzas. Veía crecer el maíz, veía florecer los frijoles;
oía el gruñido de sus puercos en la pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer,
cuando subían a los palos. Entre días descolgaba la higera y sacaba los cobres.
Había muchos, llegó también a haber monedas de plata de todos tamaños.
Con
un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba su dinero y soñaba. Veía al muchacho
en tiempo de casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba tras
un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo, libras de azúcar. Sonreía,
tornaba a guardar su dinero, guindaba la higera y se acercaba al nieto, que dormía
tranquilo.
Todo
iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni cómo se presentó aquella sequía. Pasó
un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que cruzaban por delante
de su bohío la saludaban diciendo:
–Tiempo
bravo, Remigia.
Ella
aprobaba en silencio. Acaso comentaba:
–Prendiendo
velas a las ánimas pasa esto.
Pero
no llovía. Se consumieron muchas velas y se consumió también el maíz en sus tallos.
Se oían crujir los palos; se veían enflaquecer los caños de agua; en la pocilga
empezó a endurecerse la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá arriba
se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas vientos húmedos, que alzaban
montones de polvo…
–Esta
noche sí llueve, Remigia –aseguraban los hombres que cruzaban.
–¡Por
fin! Va a ser hoy –decía una mujer.
–Ya
está casi cayendo –confiaba un negro.
La
vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía más velas a las ánimas y esperaba. A
veces le parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía de las altas lomas.
Se dormía esperanzada; pero el cielo amanecía limpio como ropa de matrimonio.
Comenzó
la desesperación. La gente estaba ya transida y la propia tierra quemaba como si
despidiera llamas. Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la vegetación
de las lomas había sido quemada. No se conseguía comida para los cerdos; los asnos
se alejaban en busca de mayas; las reses se perdían en los recodos, lamiendo raíces
de árboles; los muchachos iban a distancias de medio día a buscar latas de agua;
las gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos y semillas.
–Se
acaba esto, Remigia. Se acaba –lamentaban las viejas.
Un
día, con la fresca del amanecer, pasó Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca,
el perro y un mulo flaco cargado de trastos.
–Yo
no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal de ojo.
Remigia
entró en el bohío, buscó dos monedas de cobre y volvió.
–Tenga;
préndamele esto de velas a las ánimas en mi nombre –recomendó.
Rosendo
cogió los cobres, los miró, alzó la cabeza y se cansó de ver cielo azul.
–Cuando
quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a parar un rancho allá, y dende agora es
suyo.
–Yo
me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.
Rosendo
volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se perdían ya en la distancia. El sol parecía
incendiar las lomas remotas.
***
El
muchacho se había puesto tan oscuro como un negro. Un día se le acercó:
–Mamá,
uno de los puerquitos parece muerto.
Remigia
se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las trompas, flacos como alambres, los
cerdos gruñían y chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los espantó vio
restos de un animal. Comprendió: el muerto había alimentado a los vivos. Entonces
decidió ir ella misma en busca de agua para que sus animales resistieran.
Echaba
por delante el potro bayo; salía de madrugada y retornaba a medio día. Incansable,
tenaz, silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya sentía menos peso en la
higuera; pero había que seguir sacrificando algo para que las ánimas tuvieran piedad.
El camino hasta el arroyo más cercano era largo; ella lo hacía a pie, para no cansar
la bestia. El potro bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a veces
se le oían chocar los huesos.
El
éxodo seguía. Cada día se cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se resquebrajaba;
ya sólo los espinosos cambronales se sostenían verdes. En cada viaje el agua del
arroyo era más escasa. A la semana había tanto lodo como agua; a las dos semanas
el cauce era como un viejo camino pedregoso, donde refulgía el sol. La bestia, desesperada,
buscaba donde ramonear y batía el rabo para espantar las moscas.
Remigia
no había perdido la fe. Esperaba las señales de lluvia en el alto cielo.
–¡Ánimas
del Purgatorio! –clamaba de rodillas–. ¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos a morir
achicharrados si ustedes no nos ayudan!
Días
más tarde el potro bayo amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma tarde
el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre. Remigia se echó afuera. Anduvo
y anduvo, llamando en los distantes bohíos, levantando los espíritus.
–Vamos
a hacerle un rosario a San Isidro –decía.
–Vamos
a hacerle un rosario a San Isidro –repetía.
Salieron
una madrugada de domingo. Ella llevaba el niño en brazos. La cabeza del muchacho,
cargada de calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela. Quince o veinte
mujeres, hombres y niños desharrapados, curtidos por el sol, entonaban cánticos
tristes, recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la Altagracia;
le encendían velas; se arrodillaban y elevaban ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo,
de ojos ardientes y acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el esternón
con la mano descarnada, mirando a lo alto y clamando:
¡San Isidro Labrador!
¡San Isidro Labrador!
Trae el agua y quita el sol,
¡San Isidro Labrador!
Sonaba ronca la voz del
viejo. Detrás, las mujeres plañían y alzaban los brazos.
***
Ya
se habían ido todos. Pasó Rosendo, pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe;
pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas. Pasaron los últimos,
una gente a quienes no conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con su tristeza;
ella les dio para las velas.
Se
podía tender la vista sin tropiezos y ver desde la puerta del bohío el calcinado
paisaje con las lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de los arroyos.
Ya
nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos juraban que Dios había castigado
el lugar y los jóvenes que tenía mal de ojo.
Remigia
esperaba. Recogía escasas gotas de agua. Sabía que había que empezar de nuevo, porque
ya casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como un camino real.
Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de Dios, por la maldad de los hombres, se
había realizado allí; pero la maldición de Dios no podía acabar con la fe de Remigia.
***
En
su rincón del Purgatorio, las ánimas, metidas de cintura abajo entre las llamas
voraces, repasaban cuentas. Vivían consumidas por el fuego, purificándose; y, como
burla sangrienta, tenían potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra.
Una de ellas, barbuda, dijo:
–¡Caramba!
¡La vieja Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo agua!
Las
compañeras saltaron vociferando:
–¡Dos
pesos, dos pesos!
Alguna
preguntó:
–¿Por
qué no se le ha atendido, como es costumbre?
–¡Hay
que atenderla! –rugió una de ojos impetuosos.
–¡Hay
que atenderla! –gritaron las otras.
Se
corría la voz, se repetían el mandato:
–¡Hay
que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos pesos de agua!
–¡Dos
pesos de agua a Paso Hondo!
–¡Dos
pesos de agua a Paso Hondo!
Todas
estaban impresionadas, casi fuera de sí, porque nunca llegó una entrega de agua
a tal cantidad; ni siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían una noche
de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez enviaron un diluvio entero por
veinte centavos.
–¡Dos
pesos de agua a Paso Hondo! –rugían.
Y
todas las ánimas del Purgatorio se escandalizaban pensando en el agua que había
que derramar por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el fuego eterno,
esperando que la suprema gracia de Dios las llamara a su lado.
***
Abajo,
en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de mañana Remigia miró hacia oriente y vio
una nube negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la rabiza
de un fuete. Una hora después inmensas lomas de nubes grises se apelotonaron, empujándose,
avanzando, ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si fuera de noche.
Llena
de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta ventura, Remigia callaba y miraba.
El nieto seguía en el catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero
de huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.
Arriba
estalló un trueno. Remigia corrió a la puerta. Avanzando como caballería rabiosa,
un frente de lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella sonrió de manera inconsciente;
se sujetó las mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya estaba lloviendo!
Rauda,
pesada, cantando broncas canciones, la lluvia llegó hasta el camino real, resonó
en el techo de yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el conuco. Sintiéndose arder,
Remigia corrió a la puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos
del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se tiró afuera, rabiosa.
–¡Yo
sabía, yo lo sabía, yo lo sabía! –gritaba a voz en cuello.
–¡Lloviendo,
lloviendo! –clamaba con los brazos tendidos hacia el cielo–. ¡Yo lo sabía!
De
pronto penetró en la casa, tomó al niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo
mostró a la lluvia.
–¡Bebe,
muchacho; bebe, hijo mío! ¡Mira agua, mira agua!
Y
sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía querer meterle dentro el espíritu fresco
y disperso del agua.
***
Mientras
afuera bramaba el temporal, soñaba adentro Remigia.
–Ahora
–se decía–, en cuanto la tierra se ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles
y maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que comprar semillas. El muchacho se
va a sanar. ¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la cara a Toribio,
a ver qué pensaría de este aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar
a mí. Quizá vengan agora, cuando sepan que ya pasó el mal de ojo.
El
nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los secos cauces de los arroyos y los
ríos, empezaba a rodar agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las piedras.
De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los cielos descendía pesada y rauda.
El techo de yaguas se desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia
se adormecía y veía su conuco lleno de plantas verdes, lozanas, batidas por la brisa
fresca; veía los rincones llenos de dorado maíz, de arroz, frijoles, de batatas
henchidas. El sueño le tornaba pesada la cabeza.
Y
afuera seguía bramando la lluvia incansable.
***
Pasó
una semana; pasaron diez días, quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de tregua.
Se acabaron el arroz y la manteca; se acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el
camino de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana y retornó a media noche.
Los ríos, los caños de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo, borraban
los caminos, se metían lentamente entre los conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba
mulo pesado.
–¡Ey,
don! –llamó Remigia.
El
hombre metió la cabeza del animal por la puerta.
–Bájese
pa que se caliente –invitó ella.
La
montura se quedó a la intemperie.
–El
cielo se ta cayendo en agua –explicó él al rato. –Yo como usté dejaba este sitio
tan bajito y me diba pa las lomas.
–¿Yo
dirme? No, hijo. Horita pasa este tiempo.
–Vea
–se extendió el visitante–, esto es una niega. Yo las he visto tremendas, con el
agua llevándose animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos los caños
que yo he dejado atrás, contimás que ta lloviéndoles duro en las cabezadas.
–Jum…
Peor que esto fue la seca, don. Todo el mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.
–La
seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo eso –y señaló lo que él había dejado
a la puerta– ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana sin salir de un agua que
me le daba en la barriga al mulo.
El
hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises, atemorizados, vigilaban el incesante
caer de la lluvia.
Al
anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no cogiera el camino con la oscuridad.
–Dispué
es peor, doña. Van esos ríos y se botan…
Remigia
se fue a atender al nieto, que se quejaba débilmente.
***
Tuvo
razón el hombre. ¡Qué noche, Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían
retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los relámpagos por las múltiples
rendijas.
El
agua sucia entró por los quicios y empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el
viento en la distancia, y a ratos parecía arrancar árboles. Remigia abrió la puerta.
Un relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo. ¡Agua y agua! Agua aquí, allá,
más lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados. Debía descender de
las lomas y en el camino real se formaba un río torrentoso.
–¿Será
una niega? –se preguntó Remigia, dudando por vez primera.
Pero
cerró la puerta y entró. Ella tenía fe; una fe inagotable, más que lo que había
sido la sequía, más que lo sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan mojado
como por fuera. El muchacho se encogía en el catre, rehuyendo las goteras.
A
medianoche la despertó un golpe en una esquina de la vivienda. Se fue a levantar,
pero sintió agua hasta casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía
contra los setos del bohío.
¡Ay
de la noche horrible, de la noche anegada! Venía el agua en golpes; venía y todo
lo cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro relámpago, y el trueno desgajó pedazos
de oscuro cielo.
Remigia
sintió miedo.
–¡Virgen
Santísima! –clamó–. ¡Virgen Santísima, ayúdame!
Pero
no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de las ánimas, que allá arriba gritaban:
–¡Ya
va medio peso de agua! ¡Ya va medio peso!
***
Cuando
sintió el bohío torcerse por los torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó
al nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril; luchó con el agua que le impedía
caminar; empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la cintura llevaba el
agua; y caminaba, caminaba. No sabía adónde iba. El terrible viento le destrenzaba
el cabello, los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua crecía, crecía. Levantó
más al nieto. Después tropezó y tornó a pararse. Seguía sujetando al niño y gritando:
–¡Virgen
Santísima, Virgen Santísima!
Se
llevaba el viento su voz y la esparcía sobre la gran llanura líquida.
–¡Virgen
Santísima, Virgen Santísima!
Su
falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que algo le sujetaba el cabello, que
le amarraban la cabeza. Pensó:
–En
cuanto esto pase siembro batata.
Veía
el maíz metido bajo el agua sucia. Hincaba las uñas en el pecho del nieto.
–¡Virgen
Santísima!
Seguía
ululando el viento, y el trueno rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado
en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia abajo, arrastrando bohíos
y troncos. Las ánimas gritaban, enloquecidas:
–¡Todavía
falta; todavía falta! ¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de agua!
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